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La Señora Rosálida

Misel era una persona que sabía expresarse, una elocuencia ejemplar y hermosa; inclusive hablaba con algo de lírica y tenía su propio diario que nadie conocía ni había visto, y yo actualmente lo conservo con ternura y lo guardo como un tesoro... Hasta hace poco encontré un pasaje que me hace recordar mucho aquellas manos ausentes que me consolaban cuando sentía temor, y que me hizo acercarme mutuamente a él.

I

Diario de Misel Richel:

Yo lo hubiese sabido le hubiera llevado el de mi abuela que tiene guardado en su cómoda de la sala. Pero nunca me atreví a hablarle ¡Por mi maldita timidez! ¡Perdóname este doloroso y eterno pecado señor Abogado! ¡Por Favor…! Si tan solo
hubiera podido hacer algo para que ella por lo menos se sintiese importante en esa sala llena de malas contestas e insultos que soportaba así como un cadete lo hace con el
sargento, ella necesitaba lentes, amor y sobretodo, ¡Ayuda!

Nadie la acompañaba al supermercado a comprar la comida,
nadie le prodigaba ni siquiera una indulgente muestra de cortesía como ayudarle a cruzar la calle o llevar por ella los bolsas de mercado, y siempre cuando faltaba una cuadra para
llegar se llenaba de mucha fortaleza interior, pero no para matar ni robar a nadie, sino para soportar una rutina que ya tenía por costumbre y que llevaba cumpliendo desde hace años.

¡No sé por qué se me viene a la mente la desgraciada vida de la Sra. Rosita! tal vez porque siempre tenía inmensas ganas de decirle la alta estima en la cual yo la tenía, pero nunca lo hice porque “la Timidez siempre gana primero que el dulce espíritu de valentía enternecedora”

Era como una Segunda Abuela para mí, cada vez que yo iba a visitar a mi Amigo André estaba allí (no sé por qué le digo Amigo sí creo que nunca llegó a serlo) discutíamos mucho pero
aun así yo le hacía los deberes escolares a cambio de su rápido
internet, creo que solo teníamos en común la edad, el grado y el colegio donde estudiábamos, pero siendo nuestro trato un completo roce de personalidades, yo pasaba mucho tiempo en su casa convertida en taller de autos. Muchas veces inclusive
me invitaba a comer allá para que su soledad no le afectara tanto, pues su padre y madrastra trabajaban todo el día y sus hermanos no vivían allí. Era tanta la tristeza que se respiraba
en la mesa del comedor que puede asegurar que ninguno de habría dado dé cuenta de que yo estuviera a la mesa.

Era una Casa vieja y con la pintura gastada a punto de caerse de las paredes. Siempre que llegaba me recibía con una mueca burlona el enorme portón de Hierro que un Día me quiso dejar sin dedos. A veces yo me quedaba ronco llamando sin que
nadie me respondiese, Hasta que un alto señor con una barba muy larga me abría, tal vez era sordo, pues siempre le hablaba de cosas como para entablar conversación con él y
nunca me respondía; me ahorré de tratarlo como se merecía ¡cómo un descortés! Pero hubo un tiempo en que no lo ví más y la oxidada puerta de Hierro quedo abierta de par en par cada vez que iba.

Muchas veces allí afuera estaban señores de todas las contexturas: Flacos, rechonchos, altos, con cabello liso o rizado, y algo gordinflones arreglando autos y con bragas
sucias de aceite negro. Cada vez que me veían me preguntaban si yo tenía Novia y yo nunca pude llegar a
entender que tanto les importaba mis relaciones sentimentales, más luego de largas horas de Extenuante Meditación puedo declarar con las manos en la Espalda en Señal de humildad que terminaron por caerme Bien.

Desconozco que le habrá deparado el destino a Doña Rosita, no sé si estaría muerta o seguiría llorando detrás de su anticuado bolso de mano, solo la recuerdo desde que tuve uso de razón: Era una viejecita Adorable con un dulce resplandor en su rostro repleto de arrugas innecesarias, era algo gorda pero con un corazón enorme, tan enorme y lleno de amor que le daba a todos en esa casa pero que nadie aceptaba.

En esa casa le decían “La Doña”. Siempre llegaba de la mano de su marido, flaco y alto como el palo de una voluminosa escoba. Ella no
Vivía en la Casa de André, con la pensión del Abuelo, que era una miseria que apenas alcanzaba para sus gastos personales, habían alquilado un cuartito que quedaba muy retirado de aquel lugar, creo que porque ninguno de sus desconsiderados hijos tenía sitio para albergarle en sus casas… y Así, pisando la tercera edad y con la poca rapidez que le permitía su obesidad;
Doña Rosita tomaba el Autobús todas las mañana a las 6 para llegar a las 7 en punto.

Ella todo lo hacía: cocinaba, fregaba,
barría en la mañana y en la tarde, pasaba coleto y mantenía la casa como una “Tacita de plata”. Todo lo hacía como la Esclava Isaura, con el propósito de ayudar a su Hijo que nunca estaba en casa. Creo que en lugar de trabajar todo el día se iba con su “Nueva esposa” a pasear,
desentendiéndose de su hogar con el pretexto de que su madre estaba allá ocupándose de todo.

Al Anochecer Doña Rosa con
su esposo tomado de la mano, portando su bolso que siempre llevaba consigo, regresaban a su hogar para repetir lo mismo al día siguiente.

Es tan triste recordar cosas dolorosas en lugar de pensar en la cosas lindas, como un recién nacido estornudando o un joven ayudando a un discapacitado a cruzar la calle; todo esto lo estoy pensando mientras me desentiendo de todo lo que ocurre
a mi alrededor ¡Y para qué! Si estoy ido y se está opacando nuevamente la luz al final del túnel…

Esta buena mujer, algo así como los jornaleros de la parábola de los Obreros de la Viña, trabajaba la hora tercera, sexta, novena y undécima y no reclamaba nada de sueldo, su jornal no importaba, la “Esclava
Isaura” se mantenía fiel a mantenerse al margen con una sirvienta en casa de gente de alta categoría, solo sufría en silencio el dolor y la incomprensión de aquella familia.

En las pocas ocasiones en que me quedé al almorzar con André presencié casi siempre la misma escena: el Padre de familia atacaba cruelmente a su padre tachándolo de “Inútil e inservible” un pedazo de basura que no se moría de una vez
solo para causarle mortificaciones a su madre y en su vespertina muerte iría a parar en la fosa común del patio de su casa, ya que no pagarían ni un centavo del entierro ni los gastos funerarios. Doña Rosa escuchaba tratando de contener las muchas lágrimas que había guardado desde que había llegado y que derramaba cuando sabía que nadie la estaba
espiando, unas brotaron y se escurrieron por debajo de sus
lentes mientras trataba de comer algo que nunca le entraba por la boca y que siempre guardaba en el refrigerador donde al día
siguiente se lo daba al perro de la casa.

Después se retiraba a llorar en un rincón lejos de la gente, sintiéndose incomprendida y aferrada a su bolso, hubiese deseado ir a abrazarla pero
nunca me pude armar de tanta valentía, simplemente inventaba
que tenía que estudiar o tenía un serio compromiso programado
para poder escapar sigilosamente de ese lugar impregnado del dolor y la resignación.

Un día fuí como de costumbre, sé que ustedes me considerarían un masoquista porque nunca dejé de ir, pero como decía mi abuela: “Es difícil dejar la costumbre”, pude ver
en la mesa del altar donde estaba la Enorme Virgen del Valle y varias estatuillas de santos, el simple y negro bolso de mano de la Sra. Rosa, no pude resistir la tentación y me escabullí a un lugar solitario de la casa para ver qué era lo que contenía y así saber que era a lo que tanto se aferraba la pobre anciana.

¡Cual no fue mi sorpresa cuando ví en su interior! Solo tenía un billete
de 50 Bs, un pan canilla de esos que tienen más aire que masa y una cadena que, si no fuera porque le pregunté a mi madre al llegar a casa, supe que era un polvoriento rosario de esos que las monjas llevan a las misas.

No pude entender al momento porque le tenía tanto recelo a tan poca cosa, pero luego de los años puedo descifrar el enigma: No necesitaba nada más para continuar con la costumbre a la que estaba sometida; despertarse, venir y regresarse a su hogar; el dinero era para el pasaje, el pan para dar la cena a su desahuciado
marido al llegar y el rosario (en la creencia católica) para dar gracias a Dios…

Con el tiempo pude también pude entender de donde salía la tan ansiada barra de pan. La compraba todos los
días con la pequeña porción que ahorraba de la pensión de su
marido, y que apenas le daba para pagar su alquiler, pero había ocasiones en que el dinero no le llegaba para comprar el pan, y entonces sin que nadie de la familia lo supiese, se acercaba a mí con aire de vergüenza y melancolía y me preguntaba con toda la ternura del mundo como si fuese un pecado:

—Oye Misel, ¿Me puedes prestar 10 Bs? A comienzos del mes te los
devuelvo con intereses incluidos…

Al día siguiente iba yo con el dinero el cual dejaba en poder de sus blancas y frágiles manos, Ella me sonreía y pude ver un diente de oro que
grotescamente no ocasionó ningún dolor de alma, y al mes siguiente el día 5, ni un día más ni un día menos me devolvía el dinero prestado con 20 céntimos que eran los intereses,
apoyándose en esta palabra bíblica que susurraba a mi oído siempre:

—No debáis nada a nadie. — y volvió nuevamente a sus quehaceres.

Siempre me sonreía. Cuando recibía la humilde devolución el corazón me latía aceleradamente y siempre
deseaba decirle que dejara las cosas así y que no me devolviera nada, porque sabía que los necesitaba más que yo, pero sin pensarlo los guardaba en el bolsillo de mi pantalón
para hacer la misma caridad cuando me lo pidiese.

Luego de que mi madre me regañara de una manera justa diciéndome que “Las personas no deben ocupar camas ajenas si tienen un Hogar” dejé de ir. Todavía tengo en el recuerdo la
mirada triste de Doña Rosa y los 10 Bs en mi alcancía. Una mirada oscura y dolorosa que puede compararse con Job Lamentando su condición y expirando versos de autocompasión.

Creo que ella se creía una santa o una mártir con lágrimas de cocodrilo llenas de un grato resplandor sonoro de bella acústica desdeñada. Así como una fruta que se va pudriendo y
cambia de color ella no aguantó más y se iba engullendo en el alma profundas raíces de amargura ¡Dios me perdone! ¡Debí haberla ayudado y sentado con ella en una silla para
desahogarnos mutuamente! ¿Dónde puede estar? Creo que no lo podré saber y tampoco si alguna vez hubo en su rostro una expresión suprema de autoridad y certeza. Nunca le insistí en una conversación si es que se le puede llamar conversación a
una pregunta que ella me formulaba y una respuesta que no lograba escuchar. Su aparatito del oído estaba todo mohoso y oxidado…

II

Él comparaba a esta señora con su madre, y yo creo que la podría comparar con mi abuela si nunca la hubiera hecho feliz.

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