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seven




vii.
( el refugio )




Esa fue la primera vez que James se había enfrentado a Voldemort, y se sentía eufórico.

No tenía la menor idea de cómo diablos continuaba vivo. La sola presencia de Voldemort casi fue suficiente para sacarlo del juego; aquella imponencia venenosa, asfixiante, inherente de la magia negra, de un núcleo mágico corrompido por el poder y las artes oscuras, obligó a todo de James a resistirse contra la influencia manipuladora de déjate vencer, es más fácil morir ahora que pelear una batalla perdida. 

No le sorprendió que la cantidad de víctimas a la varita de Voldemort fuera tan grande, si esto era lo que significaba hacerle cara. Deberían darle un maldito premio por escaparse ileso de ello, maldición. Ningún nombre se le vino a la cabeza si pensaba en las personas que salieron vivas de un duelo a solitario con el bastardo, James probablemente era el único hasta el momento.

Lo que colocaría un objetivo en la espalda de Alice, pensó con angustia. Multijugos era su oportunidad de despistar a los mortifagos que presenciaron el duelo; darles una idea errónea sobre quién de ellos se llevó a qué gemelo. Alice y Frank se mostraron muy escépticos de su plan; pero como no les quedaba tiempo y James les dijo lo básico, aceptaron.

Por supuesto, lo básico no tomó en cuenta la posible reacción de Lyra a que la separaran de Atticus. El cuerpo de James sufrió las consecuencias de sus acciones precipitadas, porque ella no se detuvo en su tarea de pegarle puñetazos, ni siquiera cuando se dio cuenta que era él y no un mortifago al azar con la suerte de capturar a uno de los Carstairs.

— ¡Deberías estar con Atticus, no conmigo! — le reclamó, furiosa. 

El cabello rojo cereza de Lyra estaba alborotado y despeinado, a causa de la repentina aparición con la que se vio obligado a sacarlos de San Mungo, antes de que alguien notara de verdad que se iban y los siguiera. Los nudillos de la mano de Lyra se colocaron del blanco de una tiza por la fuerza en que los apretaba, el labio le sangraba de lo fuerte que se lo mordió y no mostraba ningún remordimiento al tratar de patearlo.

Sólo era su suerte que Frank le haya recomendado aparecerse en un callejón, y no directamente en la calle. Llamarían atención indeseada si veían a dos personas, que parecían salidas de un set de película de la Edad Media, discutir a gritos en el medio de Londres un lunes por la mañana, y James no estaba del humor necesario para lidiar con la curiosidad de los muggles.

Sus ojos parpadearon en el momento justo: Lyra acababa de atinarle un golpe a la cara. Él la esquivó, la agarró de las muñecas y tiró de ella hacia atrás, inmovilizándola contra la pared. Un relampagueo fugaz de miedo cruzó el rostro de Lyra, el recuerdo de algún trauma provocado por mortifagos la congeló en su lugar, lo que hizo a James sentirse como un grandísimo idiota. 

— Cálmate — murmuró, aflojando la fuerza de sus dedos hasta que sólo la sostuvo. Lyra todavía no se movió de donde estaba; lo único que hacía era mirarlo, aterrorizada y tensa, como si esperara que James la golpeara. O le lanzara un maleficio. La sola idea de que ella fuera así de cautelosa con él le provocó arcadas, por lo que se obligó a retroceder. — Lo siento.

Lyra tragó saliva. Su intento de pegarse a la pared, una necesidad desesperada por desaparecer de su vista o hacerse más pequeña, no pasó desapercibido para James. Una vez más, el odio visceral que le tenía a los mortifagos inundó su sistema nervioso, enviando señales poco ortodoxas de lo que les haría si alguna vez se le daba la oportunidad de encontrárselos cuando estaba solo.

Caminó hacia atrás, con tal de darle a Lyra el espacio que era evidente requería para sentirse en control de su propio cuerpo de nuevo. James tragó saliva, mirándola dar inhalaciones de desespero, y se recostó en la pared lateral del callejón desolado. El sonido de los autos, los gritos de turistas perdidos, y gente madrugadora dirigiéndose a sus trabajos (el ambiente habitual de Londres), le recordó a James que tenían un lugar al cuál ir, un refugio en el cuál los mortifagos no los encontrarían.

Él esperó.

Pasados unos diez minutos de entero silencio, Lyra regresó de lo profundo de sus temores. Ella lo miró, como si lo odiara, con lágrimas calientes y ácidas en aquellas dos preciosas piedras esmeraldas. — Los mortifagos nunca me han querido, ellos quieren Atticus. Y tú lo abandonaste, lo dejaste solo ¿Por qué me trajiste contigo?

— Ese es el plan, ese fue siempre el plan.

— ¿Por qué? — repitió Lyra, ahogándose en un sollozo. James estaba casi seguro de que su corazón crujió, la imagen torturada que Lyra le mostraba ahora mismo aumentó su creencia de que era un jodido idiota.— Soy insignificante para ellos. No soy nada. Un cero a la izquierda, un comodín ¿Y el plan era sacarme de allí, dejar a Atticus a su merced? ¡Cómo te atreves!

— Lyra, por favor...

— Confíe en ti — ella espetó, los labios le temblaban de coraje contenido. — Pensé que... pensé que sabías lo que... pensé que tú entendías. Y por eso confíe en ti. Que estúpida soy.

Las lágrimas escaparon de sus ojos como una cascada virgen, nunca alcanzada o corrompida por la mano humana. Con la potencia que sólo tendrían aquellas cascadas que descendían de un río en el mismo corazón de la montaña. Lyra se atragantó con el resto de sus palabras; la subida y bajada de la respiración se le aceleró y James no tuvo de otra que quedarse allí, impotente, viéndola sufrir sin posibilidad de ofrecerle un verdadero consuelo, algo además de excusas y explicaciones de su razonamiento para separarla de Atticus.

Lo lamento muchísimo, quería decirle. Pero incluso eso se sintió insuficiente. 

Al amor nunca le importó la lógica, menos al amor por un gemelo. James lo sabía mejor que cualquiera; nadie quien hubiera conseguido su otra mitad sería capaz de vivir apartado de ella, que se la arrebataran. Él se habría arrancado el aire de los pulmones, el corazón del pecho y el cerebro de la cabeza para volver a Sam, porque sin Sam no existía James.

Sin Atticus no existía Lyra.

— Sé que me odias ahora mismo — murmuró, con el corazón roto por la idea de haberle provocado a Lyra este dolor. Atticus era un caso aparte; él siempre supo lo que significaría que los mortifagos los encontraran en San Mungo y aceptó las consecuencias del plan, como cualquiera aceptaría con tal de salvar a su gemela, pero Lyra no. James no le dijo nada, y se arrepintió más que nunca de no haberlo hecho. — Y lo entiendo, de verdad lo entiendo.

Lyra lo miró, ojos inyectados en sangre. — Mentiroso.

— Tienes que comprender que... — James se lamió los labios, desesperado por desvanecer la desolación que había en su rostro. Desesperado porque supiera que, si tuviera de otra, James jamás lo haría, jamás le causaría este tormento apropósito. Lo que menos quería era que ella sufriera. — Era la única forma, Lyra. Tú misma lo dijiste, eras un comodín...

— ¡Y lo dejaste solo!

— No, no — James apretó los puños, sintiéndose acorralado. — Frank y Alice estarán con él, Atticus no está solo. Él tiene la mejor posibilidad de sobrevivir, y sé que lo sabes, acabas de decírmelo. Ellos lo quieren a él, y te tenían ahí porque necesitaban tenerlo. Tú eres su manera de llegar a Atticus.

Algo en la postura de Lyra se rompió, y fue reemplazado por el golpe de una realización no deseada. Una realización a la que ella se negó todo este tiempo a llegar; incluso si lógicamente era consciente de lo que significaba su presencia allí para los mortifagos, para Atticus. Ella lo sabía; pero nunca lo quiso aceptar, porque aceptarlo lo hacía real.

— ¿De qué hablas? — Lyra murmuró; aunque su voz tembló. Ya no había nada defensivo en ella, nada que la haría arremeter contra James.

— El plan era que los mortifagos vieran a Alice irse contigo — dijo James, señalándose a si mismo y a su vestimenta. El cabello rubio de Alice le golpeó el hombro, el sonido del tacón que repiqueteaba en el suelo le recordó que la multijugos seguía en uso. — Y así irían tras Alice y Frank, pero lo que encontrarían era a Atticus. Pasaron todo este tiempo usándote porque sabían que de lo contrario, nunca serían rivales para él. Lyra, por favor, te prometo que no trataba de hacerte daño, estoy tratando de salvarlos.

Lyra agachó la cabeza.

— ¿Es mi culpa? — ella susurró, dedos esqueléticos apretaron los bordes de la túnica de San Mungo que la cubría. Lyra sacudió la cabeza, el acelero repentino de su respiración le indicó a James que estaba entrando en pánico, los 11 años de tortura se le vinieron encima.

— No, eso no es lo que quise decir.

— Es mi culpa — repitió Lyra, sollozando con fuerza. Las manos de Lyra se agitaron en el aire, en busca de algo de lo que sostenerse, a lo que aferrarse para mantenerse de pie. James se separó de la pared y se acercó a ella, pasos rápidos que pasaron desapercibidos en el pánico que la embargaba. — Es mi culpa, él podría haberse ido, y-yo...

James le colocó una mano encima del hombro, un intento de transmitir apoyo que no estaba seguro de cómo sería recibido. Lyra temblaba, cada sacudida un recordatorio de que se culpaba a si misma, de que ella creía que la razón de que Atticus sufriera todo este tiempo había sido ella. James dio un apretón, y la sensación fue lo que necesitaba para terminar de romperse, estrellándose contra su pecho para permitirse desahogarse de verdad.

Había algo gentil en el aturdimiento; pero nunca se compararía a la catarsis de un llanto, de las quejas, de expresarse y enfurruñarse cuando antes no tenías la oportunidad de ello. Cuando antes te negaban la oportunidad de sentir. Es sólo que, para James, hacerlo significaba cerrar un ciclo, uno que él no quería cerrar.

Uno que él deseaba que Lyra cerrara.

— No es tu culpa — murmuró en el oído de Lyra, acariciando el cabello rojo suelto de la chica en sus brazos. La sostuvo de la cintura con la mano que le quedaba libre, mientras oía los gimoteos de tristeza que provenían de ella. — Los únicos culpables son los mortifagos ¿Recuerdas? Tú eras solo una niña, y Atticus te adora, te ama, sé que él habría hecho cualquier cosa para mantenerte a salvo. Por eso me permitió traerte conmigo.

— ¿É-él sabía?

— Sí, se lo dije.

— ¿Y ace-ptó?

James suspiró, sin haberle pasado desapercibido el tartamudeo de su voz.

— Lyra, necesitas protección. Mucho más que Atticus — declaró, con la misma convicción que utilizó en Moody cuando le dijo que pasaría sobre su cadáver para tocarlos. James la miró, aunque ella no se apartó de su pecho, y movió la mano en la cintura de Lyra, una suave caricia que esperaba la relajara. — Sabía lo que pensarías de la idea, que no vendrías conmigo a las buenas. Te prometo que no dejaré que los mortifagos vuelvan a usarte; pero eso significa separarte de Atticus, y sólo por eso lo lamento.

Lyra inhaló hondo, apartándose de él. Sus mejillas, empapadas de lágrimas, estaban sonrosadas; los ojos inyectados en sangre le dieron un aspecto más débil y desbaratado de lo que había tenido en meses, bajo los cuidados de los medimagos de San Mungo. Ella sonó su nariz, se pasó la manga de la túnica por la boca y se abrazó si misma, como si se protegiera de James.

Algo dentro de él dolió por eso.

— Lo sabes — dijo Lyra, después de lo que parecieron otros diez minutos de completa quietud. La voz le sonó rota, apagada; pero había cautela y defensiva detrás, como si estuviera a punto de atacar de nuevo.

James intentó sonreír. Falló estrepitosamente. — ¿Que tu hermano es un nigromante? Sí.

— ¿Cómo?

— Yo... no puedo decirte eso.

— ¿Desde hace cuánto?

— Más o menos desde el día que te di Bibble El Hechicero.

— Dos meses — Lyra pareció sorprendida, la furia de su expresión por la negativa de James de confesarle cómo lo sabía se desvaneció. Ella frunció el ceño. — ¿Y no has dicho nada?

— ¿Se supone que debía? — preguntó a su vez, levantando las cejas al verla murmurar por lo bajo en su idioma natal. — Espero que no me estés insultado en este momento.

Lyra no le prestó atención; se dio la vuelta y trató de mirar lo que había fuera del callejón, desconcertada al no reconocer el lugar en el que se encontraban. Con visible frustración, le regaló una mirada de reojo a James, la pregunta implícita de su expresión lo obligó a seguirla casi al filo del callejón.

— Aun estamos en Londres — dijo. Ella asintió, sus labios apretados en una fina línea recta. James se quitó la túnica de Alice, dejando a la vista ropa femenina muggle, que su amiga lo obligó a colocarse por si tenían que huir a este lado de Londres. — Tengo un refugio aquí, una casa segura. Hay protecciones de todo tipo y el lugar es prácticamente irrastreable, nada nos encontrará allí.

Siguió sin decir nada.

James suspiró, y diciéndose a si mismo que en un futuro cercano se iba a arrepentir de lo que iba a hacer, entrelazó sus dedos con los de Lyra y ejerció presión.

— ¿Todavía confías en mi?

Ella miro sus manos entrelazadas, luego a sus ojos, visiblemente aturdida por la pregunta. Entonces pronunció, con lentitud, como si quisiese que se lo grabara en la cabeza:

— No... pero no tengo opción ¿o sí?

Ignoró el mal sabor que tenía en la boca, y forzó una sonrisa despreocupada.

— Definitivamente no.

Sería una tarea difícil que confiara en él de nuevo, si es que alguna vez lo hizo de verdad. Pero James Potter no era conocido por rendirse, y no planeaba cambiar esa tendencia ahora.

§

James odiaba el clima en Londres. ¿Tenía que empezar a llover, no?

Convencerla de quitarse la bata de San Mungo fue difícil, e incómodo, dado que era lo único que ella traía aparte de la ropa interior. Poco le faltó a Lyra para abofetearlo por la simple sugerencia. James consiguió decirle antes de que decidiera usar su mano alzada que ir por ahí en las calles de Londres muggle vistiendo una bata de hospital no era la mejor de las ideas, si la intención era pasar desapercibidos.

Puede que Londres haya presenciado cosas más locas; pero todavía los mirarían.

Al final, James tuvo que jurar por el dedo meñique que estaría todo el tiempo de frente a la pared mientras ella se desvestía. Transformar la bata en ropa muggle de dos piezas, tomando en cuenta lo que él mismo llevaba, y luego duplicar sus propios zapatos de tacón (a pesar de que Lyra no sabía usar tacones), resultó la parte más fácil del asunto.

Entonces comenzó a llover, porque por supuesto que lo haría. Maldita sea, Londres.

— ¿A dónde vamos? — preguntó Lyra, su voz aumentó de volumen para hacerse oír encima del ruido ensordecedor de la tormenta en ciernes. Tenía los tacones en la mano, el cabello mojado y la piel de porcelana adquirió un color sonrosado pálido al hacer contacto con la lluvia helada.

Ambos caminaron por las calles de Londres, zigzaguearon los callejones oscuros y se entremezclaron entre la multitud de turistas, que corrían de un lado a otro para refugiarse en los diferentes restaurantes abiertos y boutiques vacías. James no soltó su agarre de la mano libre de Lyra; tirando de ella cada vez que la sentía alejarse, arrastrada por la aglomeración de personas en la zona.

— Ya casi llegamos — dijo, con los dientes castañeando de frío. No tuvo la oportunidad de lanzar un hechizo de temperatura cuando se soltó la tormenta sobre sus cabezas, ya demasiado metidos en las calles para que fuera seguro sacar su varita. A unos pocos metros, el edificio de apartamentos se erguía en la acera. — Es ahí.

— ¿Es todo tuyo?

— No — James rio suavemente. Tenía el dinero para comprar el edificio entero si quería, en realidad; pero no era algo que planeaba decirle a Lyra. Tenía el presentimiento de que no se sentiría muy cómoda, dada su experiencia anterior con los ricos (entiéndase como: su propio padre. Los Carstairs no pertenecían a los Treinta Sagrados por nada). — Tengo un apartamento. Lo compré cuando cumplí 17 y mis padres me soltaron algo de dinero propio. Decidí volverlo una casa segura después de graduarme de la Academia, me la paso más con mis amigos que aquí.

— Y es ¿Viable? — Lyra pareció inquieta, sus ojos no paraban de ir y venir a lo largo de la calle con paranoia.

— Lo es — se aseguró de prometerle. En la recepción del edificio, el calor de la calefacción los golpeó de repente; y el portero de turno, un hombre anciano de aspecto afable que a veces confundía a James con su nieto, no apartó su mirada desconfiada de ellos mientras se subían a uno de los ascensores. — Nada nos encontrará aquí, lo juro.

— Es muy... muggle.

— Bueno, el edificio es nuevo — James se encogió de hombros. No admitiría en voz alta su razonamiento acerca de ocultarse entre los muggles; ni aunque lo torturaran con cruciatus. — ¿Por qué? ¿No te gusta lo muggle?

Lyra arrugó la nariz. — No me gusta lo que no conozco.

Eso tenía sentido.

El apartamento de James era la norma: habitación principal, una de invitados, un pequeño estudio que nunca estrenó y estaba abarrotado de cajas cerradas de la mudanza, sala-cocina con puerta corrediza al balcón de afuera y dos baños, uno dentro de la habitación y el otro en el cuarto de lavado. El edificio sólo permitía dos apartamentos por piso, así que eso significaba que eran los únicos allí, ya que el otro no había sido comprado aun.

— Revisaré el perímetro — le avisó, quitándose el abrigo largo de Alice antes de tirarlo encima del mesón de la cocina. — Acomódate, pon la ropa mojada en el cuarto de lavado a la izquierda, y date una ducha en el baño de la habitación más grande, la llave roja es del agua caliente. Cuando termine con el perímetro, pediré comida ¿Está bien?

Ella asintió con los labios apretados, como si se reprimiera de protestar. James soltó un suspiro resignado; luego hablarían de eso.

Dio una vuelta por los alrededores del edificio, asegurándose de que las protecciones no requirieran renovación. Se topó en la escalera a una niña de 8 años del piso de arriba que escapó del apartamento sin la supervisión de sus padres, a la que tuvo que prometer en nombre de la Reina que no diría nada sobre haberla visto. Ninguna cosa le pareció fuera de lugar, no los habían seguido y los encantos de seguridad de Sirius todavía estaban allí, como nuevos, por lo que pudo respirar con más tranquilidad y le pidió a Joe, el portero, comida a domicilio para su apartamento.

Al volver a subir, vio a Lyra de pie incómodamente en la puerta abierta del cuarto de lavado. Una toalla le envolvía el cuerpo desnudo, sus pies se retorcían de nerviosismo contra el suelo de la alfombra y toda su cara dio la impresión de estallar en llamas cuando James se acercó a esa área, sólo para comenzar a quitarse la ropa de Alice frente a ella.

— Sigo aquí — murmuró Lyra, sonrojada de una forma que no podía ser saludable. 

James le quitó importancia, tirando los tacones a un lado de la cesta de ropa vacía.

Entonces sintió a la multijugos desvanecerse; advirtiéndole que la hora había acabado. Pegó un estirón, sus hombros se ancharon, el cabello se le cortó de golpe, volviendo a su natural azabache, y la ropa muggle de Alice que todavía traía encima emitió un crujido de protesta, adaptándose a las malas al nuevo cuerpo que la usaba. 

Él sonrió, divertido del resoplido que soltó Lyra por lo ridículo que debía verse en ese aspecto.

— En mi defensa, me veo bien en falda.

Lyra tuvo que morderse activamente los labios para no reírse; aunque James no estaba seguro de si saldría como un resoplido de nuevo o sería una risa verdadera, de esas que hacían que te doliera el estómago, que te sacaban el aire y no te dejaban respirar bien. Nunca había escuchado a Lyra reír antes, y se preguntó si ella siquiera recordaba cómo era, la sensación de cosquilleo que venía con eso.

— ¿Qué me pondré yo? — preguntó Lyra, luego de unos minutos de silencio en los que veía a James acomodar todo en la lavadora. 

Remus había dicho una cosa acerca de separar por colores cada carga, o algo así; pero no tenía cabeza para recordarlo ahora. Su amigo era bastante quisquilloso siempre que le pedía enseñarle a vivir como muggle.

— Eh — James parpadeó. No pensó en ello; y por la mirada que recibió de Lyra, fue bastante obvio que no lo hizo. Maldita sea. Él cogió una camisa al azar de la muda que dejó la última vez que estuvo en el apartamento y se la extendió. — Usa esto mientras te consigo algo de ropa, probablemente te quede como un vestido.

Decidió archivar una nota de "ropa para Lyra" en una parte de su cerebro a la que le gustaba llamar "presta atención, imbécil". Ya le rogaría a Alice por consejos de moda femenina, o se haría pasar por un novio preocupado a vísperas de algún aniversario en una de esas boutiques caras del centro; seguro que a los empleados les daría gusto burlarse de él un rato mientras lo atendían.

Lyra miró el logo de la camiseta con el entrecejo fruncido.

— ¿Qué es Queen*?

— Si no sabes que es Queen, no sabes lo que es la buena vida — le dijo James, frunciendo el ceño con indignación. Lyra le dio una mala mirada. — Hay comida en la alacena. Esto no es San Mungo, es comestible.

— No tengo hambre.

Ella nunca tiene hambre, pensó con preocupación. Lily había dicho que era muy inusual que Lyra recibiera alguna clase de comida, su dieta de recuperación hasta apenas comenzó una dosis semanal de pociones para el apetito, ya que esos 11 años con los mortifagos de anfitriones hizo maravillas a la inversa en el desarrollo nutricional de los gemelos.

Genial, ahora se le ocurrió otra razón que agregar a su disgusto por los chupapollas de Voldemort. Si James llegaba a colocarle las manos encima a uno, se desataría el infierno.

— Si llega el pedido, me llamas ¿Vale? — fue lo que dijo.

Lyra asintió, mirando con indiferencia a la lavadora en movimiento.

Su cuarto estaba casi vacío; sólo una cama desnuda, una mesa de noche curtida de polvo por el abandono y más cajas cerradas, una muestra del intento patético que hizo de empaquetar su antigua vida en algo que pudiera contener. Mentirle a Sirius, Remus y Peter acerca de huir de los recuerdos, del hogar, de lo que alguna tuvo y perdió, se volvió parte de su rutina con cada ocasión en la que iba a buscarlos; en lugar de quedarse aquí y enfrentar los pedazos rotos que le quedaban de Potter Manor. 

No le mintió a Lyra cuando dijo que se la pasaba más con los chicos que en el apartamento. Además de que eran jodidamente codependientes entre todos, por supuesto. 7 años de compartir una habitación con tus mejores amigos te hacía eso.

La presión del chorro del agua golpeó su espalda desnuda, con fuerza, una nube de vapor se adhirió a la pared de vidrio que separaba la regadera del resto del baño. Los nervios de su cuerpo quemaron por la sensación del agua caliente; el ardor y la leve rojez en su piel fue lo que devolvió a James el pensamiento tardía de que todavía era un simple humano, su euforia apagándose poco a poco. 

Era una de las cosas que odiaba de las misiones, de las batallas, de esta maldita guerra. Luego de Sam, lo único que colocaba a James en movimiento era la idea de la muerte, sólo porque buscaba al menos una emoción que no estuviera ligada a su gemela. Con cada duelo ganado, la picazón de la inconformidad alteraba la adrenalina adyacente de su mente y le decía que quería más. Que su lucha no terminaba hasta morir.

Pero James no podía morir, no mientras Lyra necesitara aun de él.

Cuando salió de la regadera, el entumecimiento y el cansancio que acompañaba al bajón de adrenalina le dificultó dar cuatro pasos hasta el armario. Sus ganas de desmayarse en la cama, olvidarse del mundo y de su realidad unas horas, lo inundó de inmediato. Sin embargo, la falta de sonido en el apartamento lo alertó, por lo que procuró colocarse unos viejos pantalones de pijama y una camisa con la estampa del rostro de David Bowie (estaba seguro que se la robó a Remus) antes de salir a verificar que las cosas estuvieran en orden.

Lógicamente, sabía que Lyra no podía dejar el piso sin su permiso. Las protecciones ilegales de los Black eran así de efectivas. De cualquier forma, no pudo contener el suspiro de alivio que dejó sus labios cuando vio las luces encendidas del pequeño estudio detrás de la cocina, la puerta abierta permitió al rayo de luz artificial iluminar el oscuro pasillo.

El aroma de la comida china llamó su atención, un paquete cerrado encima del mesón junto al cambio de un billete de 20 libras.

— Oye ¿Por qué no me avisaste que llegó la comida? — James preguntó, su estómago crujió de hambre. Lo único que desayunó fue un té y una rosquilla, y eso fue sólo porque Peter lo obligó a ingerirlo antes de que saliera a San Mungo del apartamento que él y Remus tenían en Liverpool. Cogió una de las cajas, los palillos y dio bocado a uno de los rollitos primavera, sólo para acercarse con preocupación al estudio por el silencio que recibió de respuesta. — ¿Lyra? ¿Qué estás haciendo?

Lo primero que sus ojos captaron fue el cabello rojo y mojado de Lyra, que daba la espalda a la puerta abierta. Lo segundo, fue el piano de cola de su madre, ocupando casi la mitad del espacio en el estudio, ya abarrotado de las cajas y los recuerdos que James trató de amontonar aquí dentro, donde nadie entraría de nuevo, ni colocaría a la luz lo que fue su vida alguna vez.

— Mi padre solía tocar el piano — susurró Lyra, mientras su dedo índice recorría los bordes de las teclas, el sonido chirriante de un La desafinado se extendió en el silencio. — Al menos una vez a la semana, cuando no estaba ocupado con los negocios de la familia. Mamá haría té y galletas, la única vez que no le permitía a los elfos acercarse a la cocina, y él interpretaría una canción para nosotros, luego siguió cuando se lo pedí, y luego cuando Atticus pidió otra, incluso si nos dijo desde el principio que sólo sería una.

James tragó duro. Lyra no hablaba de John Carstairs, nunca; accedió únicamente por la necesidad del interrogatorio de Frank, y si alguna vez volvía a hacerlo, esta no era la forma en que él creyó iría la conversación. Siempre se imaginó al hombre como una figura sin rostro, algo borroso, hecho de sombras y demasiado hundido en la oscuridad para que James lo considerara una persona. Con cuernos de demonio, tal vez. 

¿Qué más esperaría de un hombre que entregó a sus hijos y esposa a cambio de su propia supervivencia? Definitivamente no al padre que Lyra acababa de describir, con un anhelo tan evidente que hacía que le doliera el estómago; la sensación de vacío extendiéndose mientras pensaba en la niña de 6 años que Lyra había sido, aprendiendo a la fuerza que el padre que acababa de traicionarla era el mismo padre que tocaría su canción favorita si ella se lo pidiera.

— Mi mamá también nos tocaba el piano — dijo, acercándose a la banca del piano en la que Lyra estaba sentada. Ella no apartó la mirada de las teclas, aunque se estremeció cuando él apoyó la caja de comida china en la superficie del piano. — Este es de ella, en realidad. Yo... no lo sé, creo que no pude desprenderme de lo último que me quedaba de mi vieja vida cuando traté de huir, y lo traje conmigo.

— ¿Huir?

— Huir del hogar, como un cobarde.

— No creo que seas cobarde, James. — dijo Lyra, rasguñándose la muñeca con nerviosismo. Hacía eso a menudo. — Y no es malo querer empezar de nuevo. A veces... a veces irse es la opción correcta ¿Verdad? — ella parpadeó en su dirección, grandes ojos esmeraldas que vieron más de lo que se supone debían. Más de lo que un ser humano podía soportar. — Lo único que necesitas es un empujón.

Una risa amarga escapó de sus labios. 

— Quisiera que ese empujón nunca hubiera llegado.

Porque el empujón significó perder a Sam, perder a sus padres, perder su infancia y volverse un soldado de guerra; destinado a encontrarse con un adversario invencible, un adversario que lo superaría, y morir.

— Yo quisiera que él... que él nunca se hubiera ido — ella murmuró, la voz flaqueándole a mitad de camino. — que nunca hubiera traicionado a los mortifagos. Era una mala persona, pero nos amaba. A su manera. Nos amaba y si su vida nunca hubiera peligrado, nos seguiría amando ¿Cierto?

— No creo que un hombre así sea capaz de amar, Lyra — dijo James, deseando con cada célula de su cuerpo poder mentirle a Lyra, darle un poco de paz a esa niña de 6 años que no era capaz de conciliar a su padre con el hombre que los había abandonado al mejor postor. — No se supone que el amor duela.

— Es la única forma de amor que conozco — Lyra se encogió de hombros, su mirada se volvió llorosa. — ¿Estás diciendo que nadie me ha amado?

El corazón de James crujió.

— Atticus te ama.

— El amor de Atticus duele, James — ella respiró hondo, apartando la cara. — Amarlo duele, que me ame duele. Sé que lo entiendes.

Sé que lo entiendes.

Sé que lo entiendes.

Sé que lo entiendes.

James parpadeó, su mente se fue en un bucle de recuerdos que encerró dentro de una caja bajo siete cadenas y siete candados. Una caja que se negó a siquiera mirar desde que tenía 15 años, desde que el cuerpo frágil de su hermana manchó su vida de sangre eterna, sangre que nunca sería capaz de limpiarse, no importa cuánto lo intentara.

— Amar aunque lo hayas perdido duele más — dijo James. — Así se siente amar a Sam.

Lyra lo miró, por primera vez desde San Mungo. Había algo diferente en su mirada, algo que no estuvo allí antes, una pieza rota que encontró el lugar perfecto al cual aferrarse, en el cual encajar. — Sam era tu gemela. 

James sonrió, y su sonrisa estaba inyectada de dolor.

— Sam era mi otra mitad. Mi mitad más humana.

— ¿Perdiste tu humanidad? — Lyra se ahogó, como si no hubiera visto nada más trágico que James en todos sus años de vida.

— Perdí mis ganas de vivir — confesó, en un murmuro. Quería que murmurarlo lo hiciera menos real, incluso si era un intento inútil por volver a lo que una vez vio como su normalidad. — Y eso... eso es peor. Yo era el gemelo que lo tenía todo: un futuro brillante, grandes amigos, popularidad. Una carrera prometedora. Tenía mi vida entera esperándome, y entonces perdí a Sam. Y las cosas dejaron de... funcionar. Sin ella ya no le veía sentido a nada. Así que sí, el amor duele, aunque se supone que no lo haga.

— Nada nunca es como se supone — Lyra sacudió la cabeza. — Mi padre fue un buen padre hasta que tuvo que elegir, y se eligió a si mismo. A ti te arrebataron la elección, y ahora tienes que hallar la manera de hacer funcionar los pedazos que te quedaron en contra de tu voluntad. La vida es injusta ¿No lo crees?

— Desearía que no lo entendieras.

— Esa es la tragedia — ella le dio una sonrisa rota, una sonrisa que todavía estaba luchando por su lugar en la existencia. — Las personas somos una tragedia. No importa qué deseemos, cuánto luchemos para que el deseo se haga realidad; nunca lo vamos a obtener.

— Los finales felices existen, Lyra. Sé que lo hacen.

— Esa es la cosa — dijo Lyra, colocándose de pie. La resignación de su expresión era dolorosa, aquellas dos perlas esmeralda miraban a James como si ya supiera las palabras que pondría en su lápida. — No te creo, James.

El sonido de la puerta al cerrarse le recordó lo solo que estaba, lo solo que nunca dejaría de estar.

Un sollozo estrangulado fue todo lo que necesitó para derrumbarse; seguido de un torrente de lágrimas que llevaban años luchando con tal de que las liberaran, lágrimas que James no quería que corrieran. Se llevó las manos a la cara, tratando de ahogar cualquier ruido proveniente de su boca, la espalda encorvado como si quisiera hacerse lo más pequeño posible, como si tuviera la intención de desaparecer.

— Te extraño, Sammie — murmuró, entre sollozos. — Y te odio, te odio, te odio.

La odiaba porque no podía tenerla.

La odiaba porque se había ido.

La odiaba porque no pudo salvarla.

La odiaba porque era más fácil que odiarse a si mismo por seguir vivo.

James no quería estar vivo.



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