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four



iv.
( recuerdos alterados )




James de verdad se estaba cansado de su trabajo.

A su alrededor sólo veía la niebla espesa que lo rodeaba, que contorneaba su cuerpo con blancura. Pasados unos segundos, a través de la neblina se irguió una mansión; hermosa, imponente y llena de magia, que gritaba sangre pura por todos lados. Una pareja fue lo primero que vieron sus ojos avellana; el hombre, al que se le veía el rostro borroso, sostenía del brazo a la mujer, quien gritaba horrorizada mientras intentaba liberarse del agarre del hombre.

Varias figuras se dieron a ver entre la neblina que los rodeaba. Dos niños pelirrojos, absolutamente asustados y alterados, eran sostenidos a la fuerza y sacudidos bruscamente por las figuras encapuchados con máscaras que cubrían sus rostros. Mortifagos.

— ¡Mamá, mamá! — chillaba el niño, mientras su hermana se oponía en silencio a seguir los movimientos que, con sus agarres, los mortifagos querían hacer.

La neblina volvió con mucha mas fuerza, impidiéndole ver las figuras. En ese momento, solo estaba él. Entonces, una voz masculina resonó a través de la niebla, exageradamente fuerte:

¡Dejen a mis hijos, bastardos!

El paisaje, la mansión y las figuras volvieron. Esta vez, la niña lloraba y gritaba por su madre, y el chico la imitaba, sólo que sus gritos eran en un idioma que James no conocía. En paralelo, la madre gritaba y el hombre (que por obviedad, era el padre) la retenía aún.

— ¡Suéltame! — chillaba la niña, dando manotazos y patadas al mortifago que la sostenía de la cintura — ¡Papi, no quiero ir con ellos! ¡Mami, ayúdame!

Antes de que James pudiera procesar la escena del todo, la mujer se había soltado del agarre del hombre y corría hacia sus hijos que gritaban por ella, ignorando los chillidos horrorizados del hombre detrás suyo por la acción

— ¡ATHENA, NO LO HAGAS!

— ¡Mamá! — chillaron los niños.

El tercero, viendo como la mujer sacaba la varita y los apuntaba, saco la suya en un movimiento más rápido y le apunto, conjurando el hechizo que acabaría con su vida de una vez por todas:

— ¡Avada Kedavra!

La extraña niebla blanca volvió, y James se encontró solo una vez más, escuchando los sollozos exageradamente fuertes del hombre por su esposa muerta, y los llamados desesperados de los niños por su madre mientras, seguramente, eran llevados lejos de allí.

Sus pies se elevaron del suelo y James atravesó la superficie plateada de regreso, el ojo mágico insistente de Moody encima de su cuello.

Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrar su mirada a la repentina luz de las velas, mientras su oficina en el departamento de Aurores tomaba forma y su jefe lo analizaba con una expresión irritada, como si quisiera practicar Legeremancia con su mente para que le revelara todos sus más oscuros secretos.

James se preguntó si Moody sabia Legeremancia, y si ese era el caso, mentalmente se dijo que debía de dejar de hacerle el esquinazo a Sirius y aceptar su oferta de aprender Oclumencia.

— ¿Y bien? — gruñó Ojo Loco, tan impaciente como lo había sido siempre, sosteniendo entre sus manos la ampolla de cristal que contenía aquel recuerdo. — John Carstairs dio este recuerdo la primera vez que se abrió el caso de la desaparición de sus hijos. ¿Notas algo inusual, Potter?

James podía apostar que como dijera no, Moody lo perseguiría por toda la oficina con un hacha salida de no sabia donde para cortar su cabeza. La sola imagen mental hizo que un escalofrío lo recorriera, aunque tuvo que reprimirlo por el bien de su vida.

— Está modificado.

— Así es — una sonrisa sarcástica recorrió el cicatrizado rostro de Moody, lo cual no ayudo con la imagen mental — Quiero que averigües qué ocultaba John Carstairs, Potter. Y también, te quiero a ti, a Longbottom y a Fortescue vigilando a esos muchachos en San Mungo.

¿Y no quieres té y galletas, de paso? pensó James, buscando toda la paciencia que rogaba por poseer para no rodar los ojos y mandar a Moody a ofender hipogrifos Amas tu trabajo, James Charlus. Amas tu trabajo, y recibes buena paga, aunque ya seas rico de por si. Amas tu trabajo...

De pronto, dos carpetas se estrellaron en su cara, haciendo que el polvo que las cubría le entrara en la nariz y empezara a estornudar.

— ¿¡Pero qué en el nombre de Morgana...!? — chilló, manoteando frente a su nariz en un vano intento de alejar el polvo mientras sostenía las carpetas dañadas y envejecidas entre sus dedos para no dejarlas caer y que se rompieran más. Cuando se logró calmar, leyó el nombre en letras mayúsculas que rezaba la carpeta ¿Carsta...? ¿Qué demonios es esto, Ojo Loco?

— Estás son carpetas. Dentro hay papeleo. El tedioso y horroroso papeleo del Caso Carstairs. Ahora mueve tu trasero y has tu trabajo antes de que me arrepienta de haberte dado el visto bueno para salir de la academia, Potter.

James sintió la gran necesidad de mandar a todos al mismísimo infierno y desear que les diera viruela de dragón. Pero luego de suspirar, casi tan exageradamente como la voz de John Carstairs en los recuerdos alterados, dejo las carpetas sobre una caja que creyó vacía en su escritorio.

Y sí, creyó, porque en cuanto las carpetas cayeron, el sonido seco de haber golpeado algo llamo la atención de los sensibles oídos de James.

Con el ceño fruncido, miró la caja y sacó otra carpeta, de color azul y bastante nueva, por lo que notó al ya tenerla entre sus manos. La abrió lentamente y leyó el expediente de la lista renovada de prisioneros en Azkaban, el informe completado marcaba fecha del día anterior. James sintió sus nudillos ponerse blancos por la fuerza que ejerció al sostenerlo, la furia burbujeó a la vista de la foto mágica que fue anexada al pergamino, el recordatorio de a quién estaba ocultando existencia en ese horrible lugar.

— ¡Oye, amigo! — la voz de Sirius lo sobresalto, por lo que James se apresuró a cerrar la carpeta y hundirla debajo del papeleo de los Carstairs.

Sirius levantó las cejas, por la extrañeza de que James le ocultara algo. Pero el azabache sólo se acomodo la montura de los lentes y sonrió.

— ¿Qué pasa, Canuto?

— Colagusano esta lloriqueando de hambre y Lunático va a golpearte como no vayas ahora, cuernos — James puso los ojos en blanco por el apodo — Y enserio, ¿qué estás haciendo? ¿Qué ocultaste ahí?

— Sólo son papeleos de casos viejos — James se encogió de hombros aparentando indiferencia, rezando porque sus habilidades para mentir no estuvieran tan oxidadas como las creía.

Los merodeadores eran los únicos en la historia de Hogwarts que habían podido mantener sus secretos a salvo de la red de chismorreos del castillo, y aquello no era un mérito cualquiera y sin importancia. No eran estúpidos, habían hecho cosas ilegales en su estadía allí y no podían arriesgarse a ser descubiertos por un descuido, un gesto que los delatara o una mirada nerviosa donde no debía estar. En la oficina de Aurores, James no utilizaba mucho su experiencia en la mentira, ademas de cuando debía fingir no saber las cosas cuando ya había escuchado de ellas por su oído animal. Por eso, miro con toda la normalidad del mundo a Sirius, esperando que por una vez pudiera engañar a su hermano de otra madre, el único aparte de Sam que podía saber cuando mentía y cuando no.

Sirius levantó las cejas una vez más

— Ya, claro. — James se mordió el labio con incomodidad. No podía mentirle a Sirius, nunca fue capaz. — De verdad tenemos hambre, así que apúrate, Potter.

Cuando Sirius salió de la oficina, James sacó la carpeta de la caja y la abrió con brusquedad, leyendo el expediente completo del chico de 18 años que la foto blanco y negro mostraba.

Fecha de ingreso: 28 de Noviembre, 1978.

Tan solo unos meses después de que se graduaran de Hogwarts, de que todo pareciera ir tan bien entre ellos, cuando la chispa ilusiva de un brillante futuro todavía no era apagada, a pesar de todo lo que vivieron juntos. Aquel día había sido un borrón; estar a mitad de una clase de la academia cuando los rumores de mortifagos capturados volaron a sus oídos y se enteró del hombre detrás de la máscara.

James suspiró.

— ¿En qué diablos te metiste, Malfoy?

La foto mágica de Atlas Malfoy le guiño un ojo, burlón, repitiendo la acción una y otra vez; como un círculo que no tenía fin.

§

A James le gustaba hacer enojar a Lily, era relajante, de una manera extraña y retorcida. Verla con la nariz arrugada, los puños apretados a los costados de su cuerpo y el cabello, oh, ver su cabello rojo cuando se enojaba era la cereza del pastel de aquel espectáculo, pues para él, y para cualquiera, era como si el cabello de Lily de pronto fuera a estallar en llamas de furia que la harían cenizas.

— Se supone que no tienes que molestarla...

— Evans, mi trabajo es vigilar de ella. No quiero discutir ahora ¿vale? — pero incluso mientras lo decía; James seguía mascando exageradamente la goma de mascar en su boca, con una sonrisa burlona amenazando con deslizarse por sus labios al ver la cara de Lily ante su acción.

Hubo un tiempo en el que a James le gustaba Lily, en el que ver como arrugaba la nariz le parecía adorable y en el que cuando rechinaba los dientes solo le daban ganas de estrujarla entre sus brazos y llenarle la cara de besos.

Pero aquellos habían sido sentimientos vacíos, que se resumían a la satisfacción de ser el único que hacia a Lily Evans perder los estribos. Y aunque seguía teniendo aquel privilegio, ya no era lo mismo. Ya no era ese adolescente inmaduro que creía querer a una chica y se humillaba día tras día por dicha chica.

James, en su ceguera ante sus sentimientos, le dio a Lily su corazón en bandeja de plata.

Lily le enterró el más afilado de los cuchillos en cuanto tenía la oportunidad.

— Muy bien, Potter — Lily aceptó, sacudiéndose el polvo imaginario de la túnica mientras intentaba volver a su expresión neutra, dándole una mirada desagradable antes de irse, siendo el sonido de sus tacones lo único que James escuchó por varios minutos.

James tan solo había recapacitado de sus sentimientos para con Lily una vez, y fue suficiente para que James olvidara su completa existencia apenas unos meses después de iniciar 5° curso. Recordaba, incluso, como Sam lo había agarrado de la oreja, sin importarle que estaba bañado en jugo de calabaza, y así lo sacudió hasta que James empezó a dar manotazos para que lo soltara.

— No todas las pelirrojas que encuentras por ahí son el amor de tu vida. — dijo Sam, frunciendo el ceño ante su lloriqueo por su oreja lastimada — Y definitivamente, Lily Evans no es el amor de tu vida, Charlus. Olvida a esa chica.

Allí había terminado su intento de buscar una relación junto a Lily, con Sam imitando la pose de regaño de su madre y James sobándose la oreja mientras lloriqueaba por la brusquedad de su melliza. James tuvo otro par de novias, entre ellas a su primer amor, pero cuando todo acabó de la peor manera para ambos James se redujo a ser el Premio Anual con el alma a la mitad que cuidaba cuanto podía de Remus, Sirius y Peter, solo teniendo un par de citas ocasionales que nunca pasaron de eso.

Luego comenzó la carrera como Auror (que seguía sin recordar que rayos lo convenció de que era una buena idea) y allí estaba, cuidando de dos chicos raros porque su jefe pensó que era el indicado para el trabajo.

— ¿Por qué estás aquí? — James parpadeó y salió de sus pensamientos, dejando de juguetear con su varita mientras dirigía su mirada avellana a Lyra.

La pelirroja, que ahora se veía más humana que cuando ingresó a San Mungo, estaba recostada en la cama y movía su cubierto sin muchas ganas de comer, viéndolo perderse en su cabeza con bastante rapidez, como si no fuera capaz de centrar su mente y alma por completo en el presente que vivía allí.

— ¿Qué?

— ¿Por qué estás aquí? — repitió Lyra, con lentitud, como si le hablara a un niño de 5 años. James se sintió un poco ofendido, hasta que reparo en el echo de que cada que la escuchaba hablar se quedaba mirándola como idiota en busca de ubicar su acento de una vez por todas. Por lo que cerró la boca y espero que continuara.

Lyra se quedo callada, estudiándolo, por lo que James supo que debía responder algo o parecería más perdido de lo normal cuando estaba junto a la pelirroja.

— Bueno, es mi trabajo. Se supone que debo estar aquí.

— Estoy segura de que los aurores tienen mas problemas hoy en día que cuidar de unos mocosos Lyra lo contradijo, como hacia la mayoría del tiempo con cualquiera que se dignara a hablar con ella, dejando de lado la bandeja mientras cruzaba los brazos pálidos sobre su pecho. — ¿Por qué estás aquí?

— A mi jefe le gusta joderme la existencia — respondió con simpleza, encogiéndose de hombres ante la mirada confundida de la chica —Seguramente pensó que seria buena idea ponerme como su ángel de la guarda y proteger su trasero de cualquiera que intente hacerles daño. Aunque si lo piensas bien, se supone que ese es en sí el ideal de la oficina de Aurores...

Lyra ladeó la cabeza, sus ojos esmeraldas aturdidos y curiosos, como una niña de 11 años a la que le permitían tener una varita por primera vez. — No tiene sentido. Tú no tienes sentido.

— ¿A qué te refieres?

— ¿Por qué eres un auror? — su cuestionamiento fue simple y llano, casi ácido. La curiosidad todavía estaba ahí; pero de una forma diferente a la de antes. Como si James fuera un complicado rompecabezas que no pudiera resolver. — ¿Por qué someterte a esto apropósito? No creo que seas mucho mayor que yo.

— Dos años — murmuró, porque había memorizado ese maldito expediente sobre los gemelos y los escalofríos de sólo pensar que esos chicos tenían la edad suficiente para estar a punto de graduarse de Hogwarts, que él pudo conocerlos en Hogwarts, le revolvía el estómago. — Soy mayor que tú dos años.

Eran unos niños.

Él también era un niño.

O se supone que lo era. Él dejó de ser un niño en el momento que perdió a Sam. Él dejó de ser un niño cuando la sangre espesa de su gemela manchó su alma rota, diluyó la calidez de los preciados recuerdos de su infancia con ella. James era prácticamente nada sin su gemela, y nunca volvería a lo que las cosas eran antes, porque toda su luz murió con Sam.

— ¿Ves? No tienes sentido — Lyra inhaló hondo, uñas largas arañaron la piel reseca de sus brazos. James no pudo evitar morderse el labio inferior cuando recordó esas primeras semanas, después del rescate, lo inhumana que Lyra se veía. La sensación de su columna vertebral puntiaguda que lastimaba la palma de su mano si tenía la oportunidad de tocarle la espalda — Esta guerra es una porquería.

James soltó una risita baja. — Cuida esa boca, o Lily te lavará con lejía.

— Uhm — una tarareo suave escapó de sus labios, y aunque Lyra Carstairs no era una persona de sonrisas, James estaba seguro de que estuvo a punto de sonreír. — Lily no ha visto a At en sus días malos. O entiende lo que decimos en nuestro idioma, le gusta maldecir mucho cuando una poción sabe horrible.

— ¿Qué idioma es ese? Su natal — sus ojos parpadearon hacia ella, y por un momento muy largo, lo único que hicieron fue mirarse el uno al otro. James no tenía idea de qué era lo que tanto le atraía a ella, como magnetos muggles. Le gustaba pensar que, siendo auror, el ser espectador de su relación con Atticus había tocado una fibra sensible dentro de él, una fibra que creyó quemada junto a Sam. 

Nadie merecía perder a un gemelo, y si estaba en su poder evitar que los gemelos se perdieran en esta maldita guerra, Merlín lo maldiga como no aproveche su oportunidad. Nadie iba a vivir lo que James Potter vivió tras la muerte de Sam. Y definitivamente no Atticus y Lyra Carstairs. El jodido Voldemort tendría que pasar su cadáver muerto, frío y despedazado para alcanzarlos de nuevo.

Eso era una promesa.

Ella se encogió de hombros en una delicadeza suave que a su vez era afilada en los bordes. Siempre se veía demasiado afilada en los bordes, a la espera de que su ilusión de paz se desmoronara en piezas frente a su cara. Las consecuencias de vivir una guerra a carne viva, creería. — Adivina y me lo cuentas. Me gustan las adivinanzas.

— ¿Te gustan? — insistió, con la voz suave e interés genuino. Saber las pequeñas cosas que hacían a Lyra fuera de todo el tema de los mortifagos le resultaba, de cierta forma, esperanzador. Los 11 años de secuestro no habían podido arruinarla por completo, si todavía existían aquellas partes atómicas, las que no podían arrebatarle como lo hicieron con su infancia. — Me aseguraré de recordarlo; uno de mis mejores amigos recibió un libro de adivinanzas de su hermano en broma cuando teníamos 14 años. Si lo encuentro, te lo traeré.

— No tienes que hacer eso — un suspiro sorpresivo y alarmado escapó de sus labios rotos. — No es necesario...

— Quiero — James se rascó la nuca, tratando de ocultar una sonrisa al ver las mejillas de Lyra estallaron de un rojo carmesí igual de intenso que su cabello, ahora iluminado con vida luego de una serie de cuidados efectuados por los esfuerzos conjuntos de Lily y Alice. Ella era adorable. — Aunque tendrás que disculparme, las adivinanzas son del nivel de un niño de 5. No te miento cuando digo que al hermano de mi mejor amigo le gustaba ser cruel... ¿Qué pasa?

El ánimo de Lyra se había esfumado. Ella retrajo las rodillas hacia su pecho y recostó el mentón encima de ellas, viéndose como si estuviera a punto de ser tragada viva por la camilla. Como si quisiera que la camilla se la tragara viva, simplemente desaparecer. No le parecía así de desolada desde los primeros días, los peores días. En los que se despertaba alterada y la única manera de que se relajara era que sacaran a Atticus de su habitación para traérselo a ella.

— ¿El libro es Los Caminos de Bibble El Hechicero?

— Sí — James parpadeó, sin saber qué hizo mal. La impotencia se desenrolló en su cuerpo al verla temblar. No estaba haciendo frío y los hechizos calefactores de San Mungo todavía funcionaban; así que todo esto debía ser provocado por sensaciones internas. Su corazón crujió por el frágil panorama de la chica. — Es... ¿Cómo lo sabes?

Ella sollozó, un sonido ronco y ahogado que se obligaba a retener consigo. — Mi madre me regaló ese libro cuando cumplimos 5 años. Fue el último regalo que me hizo.

Y oh, ahí estaba. El dolor crudo. Una vara ardiente recién salida de la chimenea, apoyada sobre inflamables, a punto de provocar un desastre. Lyra tembló, su rostro apartado de miradas inexistentes, enterrado entre sus piernas, el intento desesperado por controlarse siendo inútil. James ni siquiera pensó qué planeaba en realidad cuando se colocó de pie, se sentó al borde de la camilla y la envolvió en sus brazos; pero fue una buena idea hacerlo: Lyra se aferró a su túnica como si buscara algo que la mantuviera a flote y rompió en llanto completamente. 

— Me gustan tus abrazos — le había dicho Sam, una vez. Los ojos grandes y vivos de su gemela brillaban aquella noche fría de 27 de marzo, en la torre de Astronomía, mirando las estrellas nacientes del cielo. — Mamá siempre dice que un abrazo puede curar males. A mi los tuyos me hacen sentir a salvo.

Espero que no me hayas mentido, Sammie; pensó, con el brazo alrededor de la cabeza de Lyra para esconderla en su pecho. El sonido desgarrador no disminuyó de volumen, el temblor sólo se intensificó y James podía decir que Lyra estaba perdida al total dentro de su propia mente, dentro de sus recuerdos tormentosos; pero él se negó a soltarla.

— Está bien llorar — susurró, meciéndola un poco. El hilo de jadeos aturdidos que escapó de los labios de Lyra no detuvo a James, sintiendo sus ojos nublados y a punto de acompañarla en su llanto. — Desahógate todo lo que quieras, Lyra. Te mereces un cierre.

— Fue su culpa — ella balbuceó, y James no estaba seguro de que estuviera plenamente consciente de que hablaba. Los dedos de Lyra tiraron de los bordes de su túnica, no con fuerza, pero sí desespero. Como si no se sintiera a salvo en su propia piel. — Ella está muerta por él, por lo que nos hizo. Perdimos todo gracias a él, y sólo se fue. Nos abandonó. No tenemos nada más que esto. Y no es justo, James. No es justo.

— No lo es — asintió de acuerdo, sin querer intervenir del todo. Parecía que ella lo necesitaba. Quejarse, desesperarse, enfurruñarse con el mundo y la vida y cualquier culpable de lo que ella y su hermano pasaron. Merlín maldiga a James si fuera él quien se lo impidiera.

— Yo tenía 6 — Lyra golpeó su pecho con el puño; aunque de nuevo, no había fuerza de verdad detrás del gesto. Sólo ansiedad, ansiedad de recordarle que ella estaba ahí. Que ella también sufría. Una petición silenciosa de quedarse, a la que él obedeció sin rechistar. — Teníamos 6 y él fue y nos arruinó y ella está muerta. ¿Cómo eso es justo? No sé qué hicimos Atticus y yo para merecerlo...

— No hiciste nada — James insistió, el deseo inquieto de hacerle darse cuenta que nada de esto era su culpa lo embargó. — Ninguno de los dos hizo nada, Lyra. Merecían más de lo que obtuvieron. No dudes de eso, los únicos culpables de las acciones de los mortifagos son los mortifagos y tal vez tu papá. Pero no de ustedes. Sólo eran niños... sólo eras una niña.

— A ellos nunca les importó que lo fuera — el sollozo salió estrangulado de su garganta reseca. James le tocó el hombro; deseaba trasmitir un poco de calor al cuerpo frío entre sus brazos. — Sólo vieron un arma que podían usar. Un arma que nadie cuidaría, ni siquiera Atticus. Y él lo intentó bastante.

Desalmados hijos de puta, pensó con desprecio ante la risita de dolor que se le fue en su última oración.

— Yo te protegeré — aseguró, en toda la convicción terca que lo caracterizaba desde que era un niño. James movería cielo y marea como se le ocurriera la idea de que podía hacerlo, y nadie lo detendría. — Lyra, te prometo que no tendrás que regresar ahí nunca más. Yo cuidaré de ti.

Lyra parpadeó. Ojos esmeraldas, rojos por el llanto, se fijaron en él. — ¿Por qué prometerías eso?

— Porque mereces que alguien cuide de ti — susurró, sus dedos cálidos y callosos quitaron las lágrimas de sus frías mejillas. — Porque sé que hay una niña de 6 años ahí dentro que lo pide a gritos.

— ¿Cómo? — su voz inhaló aire, aturdida con la sensación de ser protegida en mucho tiempo.

La sonrisa rota de James podría haber complementado el espíritu destrozado de la chica en sus brazos. — Porque hay un niño de 15 años en mi que también lo hace.

§

Había algo gentil en el aturdimiento. Bloquear el resto del mundo, las sensaciones dolorosas y las conversaciones. Jodidas conversaciones; voces fuertes que no quería escuchar, imágenes sin sentido captadas primero por su oído y luego sus ojos. La realización de que el mundo avanzaba, con o sin él, porque en el panorama general no era realmente nada. Ya no estaban ahí, el aturdimiento lo consumió todo.

James se sintió en paz. El aturdimiento le impedía sentir el cuerpo muerto, frío como mármol, de Sam en sus brazos; le impedía ver el rostro pálido, sin vida y su brillo característico, de su amada gemela; le impedía notar sus jadeos, su respiración agitada, las ganas de arrancarse el corazón y dárselo como ofrenda a los dioses a cambio de tenerla devuelta. El aturdimiento impedía que captara la viscosidad de la sangre espesa en su cuerpo, un recordatorio cruel de que fue él lo último que Sam vio antes de cerrar los ojos para siempre.

Un recordatorio de que pudo ser James, y no lo fue. 

No lo fue, y ahora tenía que vivir con la mitad de su alma por el resto de su miserable existencia. Sin Sam, él ya no estaba completo. Nunca lo estaría de nuevo. Porque con ella había muerto todo lo que alguna vez lo caracterizó como James; la infancia dorada que sus padres les dieron, los años asombrosos de Hogwarts juntos, sus ganas de vivir.

Sacó la varita, cerró los ojos y nadó contra la corriente del mar cruel, lastimero, opaco de felicidad forzada; sus recuerdos alborotados, distraídos, expulsados a la superficie con el único objetivo de lastimarlo. Malditos dementores de mierda.

¿Por qué Merlín no me hizo nacer siendo Elvis?James suspiró con exagerado pesar, subiendo el volumen del tocadiscos mientras la melodía de la canción inundaba toda la estancia.

Sam rió a su lado.

— Porque quería que nacieras siendo James Potter — se burló, ganándose un bufido y una fingida mirada de molestia de su parte.

— Te detesto.

— No puedes vivir sin mi, hermanito.

— No, no puedo — murmuró a la nada, aferrando su varita con más fuerza mientras recorría el pasillo de alta seguridad en Azkaban

No se encontraba muy seguro de que lo convenció de ir; pero ahí estaba, esquivando a los prisioneros enloquecidos que jalaban de su túnica cuando lo veían lo suficientemente cerca a los barrotes de sus celdas, avanzando con lentitud por los constantes recuerdos de su hermana que llegaban a su cabeza. Estaba jodido, si seguía siendo atormentado ellos incluso cuando los dementores ya se había alejado, obligados por el ciervo plateado que galopaba a su alrededor.

Llegó a la penúltima celda, y su respiración se cortó en su garganta al ver una cabellera, antes pulcra y platinada; ahora llena de tanta suciedad que el marrón parecía ser su color natural.

— Al final si te teñías ¿no, Malfoy?

Atlas Malfoy levantó la cabeza, mirándolo con sus ojos grises llenos de furia, e irritación. James lo vio levantarse, y volverse a sentar con los ojos cerrados, mareado. Hizo una mueca, con el pecho oprimido ante la idea de su mejor amigo viendo esta escena.

— Vete al infierno, Potter.

— Ya estamos en él — James sonrió de manera sarcástica — Pero a diferencia de ti, yo si puedo salir.

Atlas y él no siempre se llevaron mal. De hecho, que Atlas saliera con Sirius fue de las primeras razones por la que se unió la pandilla. Pero cómo no, acabar Hogwarts los había roto más de lo que ya estaban rotos luego de que Rhea y él terminaran y muriera Archie, y lo último que James supo del rubio es que había dejado a Sirius con el corazón destrozado y eso no era algo que fuera a perdonar tan fácil. 

Atlas se levantó, esa vez logrando mantenerse de pie, y camino hacia él. Tomó los barrotes y ejerció fuerza, como si quisiera doblarlos para poder sacar su brazo y darle un puñetazo. James frunció los labios y se alejo un poco.

— ¿Qué demonios quieres?

— ¿Qué fue lo que te vio? — murmuró en respuesta, ignorando el brillo dolido en los ojos de Atlas por el recuerdo — Aun no se me olvida que le rompiste el corazón a mi mejor amigo, idiota.

— No tenía elección — Atlas parpadeó, negándose a soltar un sola lágrima frente a él. Luego frunció el ceño, el dolor siendo remplazado por la furia en un brillo relampagueando dentro de sus orbes — ¿A eso viniste? ¿A echarme en cara mis muchos errores?

— Quiero información — James cambio el peso de su cuerpo de una pierna a otra, cruzándose de brazos después de conjurar el patronus que ilumino la cara sucia de Atlas.

Él sonrió burlón.

— ¿Por qué crees que te la daré, Potter?

James rodó los ojos.

— Es una lástima, supongo que Sirius va a tener que leer ese expediente — ante el ceño fruncido de Atlas, James imitó su sonrisa burlona — ¿No lo sabias? En mis manos está el expediente de todos los prisioneros en Azkaban... ¡Y eso incluye el tuyo! — entonces, acercó su cara a los barrotes y frunció el ceño con enojo — Le he estado mintiendo para que no termine más decepcionado de ti de lo que ya esta, querido Atlas. Elegiste a tu familia sobre él. ¿A qué te llevo eso?

— Cierra la boca — siseo, sus mejillas tomando un rojo carmesí que le devolvió un poco de color a su pálida piel. — Era eso o que me mataran.

— Últimamente todos estamos a un paso de la muerte...

— No lo sabes — Atlas habló con ese tono bajo y ácido que caracterizaba a los Malfoy, no teniendo la necesidad de levantar la voz para que algo dentro de la cabeza de quien lo escuchara dijera corre — Tú y tu perfecta familia. Tus perfectos padres no eran locos de la supremacía que acabarían con todo lo que te hacía feliz sólo para mantenerte en el redil.

James sintió unas ganas inmensas de soltar la varita y darle un puñetazo.

— ¡Por supuesto que lo sé! ¿¡A quién crees que acudió cuando escapó de su casa!? ¡De su familia purista!  — Atlas calló, y James tuvo que suspirar varias veces para calmarse y no terminar matando al rubio. Es ilegal, James pensó — ¿Me vas a dar la información que necesito o no?

— Ya que no tengo elección.

— Al parecer nunca la tienes — James tuvo que golpearse mentalmente para no seguir tocándole el genio a Atlas, que ya lo miraba con más odio de lo habitual — Los gemelos Carstairs.

Atlas abrió la boca ligeramente, viéndose incrédulo ante el solo hecho de que alguien preguntara por aquellos dos niños pelirrojos.

— Te estás metiendo en la boca del lobo, Potter.

— Corrección: Mi jefe me está metiendo en la boca del lobo — James suspiró — ¿Qué sabes de esos niños? ¿Por qué los mortifagos los tenían?

Atlas miro hacia otro lado, debatiéndose internamente de hablar o no.

— ¿Por qué crees que en realidad sé algo? — Atlas arrugó la nariz, su expresión de desconcierto le recordó a los días de Hogwarts donde las cosas eran más fáciles. — ¿Por qué crees que te servirá lo que te diga? Nunca confíes en un mortifago, Potter. Somos los desalmados embaucadores ¿Cierto?

James casi se rio. No podía creer que se atreviera a usar sus propias palabras en su contra, no con esto. 

Mantuvo la esperanza de que Atlas no fuera como ellos, al menos; más por el bienestar de Sirius que porque de verdad le tuviera plena confianza al rubio. O a cualquiera que eligiera llevar la marca. Aunque lo trató como la peste cuando logró colarlo a una sala de interrogatorio después del arresto, todavía cerró la boca. Todavía no dijo nada. Le cubrió las espaldas a costa de su mejor amigo, lo menos que le debía era darle lo que quería.

— Estaban en Rosier Manor — espetó, y el nombre de la mansión fue suficiente para traer a Atlas devuelta al presente. Sus ojos grises, opacos luego de tanto tiempo encerrado en Azkaban, parpadearon en su dirección, como si no esperara que tuviera una pista de lo que había pasado y la neblina de sus pensamientos se disipara al ver lo que serio que era esto. — Yo los encontré, por si no te llegaron las buenas nuevas. Los saqué de ese maldito sótano donde estaban encerrados. Quiero información, y la quiero ahora.

Atlas cerró los ojos. — Te recuerdan a ti y a Sam ¿No es así?

Sin dudarlo, metió su mano entre los barrotes y tiró de la camisa andrajosa hacia el metal, su varita apuntada al mentón huesudo que crujió a la fricción del golpe. La fragilidad de Atlas le envío un deja vu inquietante a la de Lyra, un saco roto de humanidad que luchaba por mantener unidos los pedazos disueltos.

— No te atrevas a mencionar su nombre — amenazó, sus dientes rechinaron, oídos sordos al quejido de dolor que escapó de Atlas. Cuando se trataba de Sam, lo único que James veía era rojo. Y no iba a dejar que un asqueroso mortifago hiciera gala de ella, que la usara en su contra. No cuando fueron ellos quienes se la arrebataron. — Lávate la boca con amoníaco antes de decir el nombre de mi hermana de nuevo ¿Me has entendido, Malfoy?

Una exhalación forzada fue la única respuesta que obtuvo.

Atlas tropezó unos pasos por la inercia de perder la fuerza bruta que lo sostenía contra los barrotes. Una mueca pequeña recorrió su cara, acariciándose el área lastimada de su cuello gracias a la varita de James. — Maldito idiota, no había necesidad de eso.

— No me importa — gruñó, aun afectado por la oleada de memorias que los dementores trajeron a la superficie en su llegada a Azkaban. Odiaba este jodido lugar. — Rosier Manor, vamos, no tengo todo el día.

— Archie no sabía nada ¿Está bien? — declaró, como si tuviera la necesidad de limpiar el nombre de los muertos ante él. Era conocimiento común de Hogwarts lo protector que James era con sus mejores amigos, y no le importaba que Archie estuviera tres metros bajo tierra, lo traería devuelta y le daría una paliza por esto, por jugar con Remus, si necesitaba hacerlo. — Ni él, ni Blair, sabían lo que se escondía en esa casa. Evan definitivamente sí está involucrado; pero ellos no sabían nada, así que déjalos fuera de esto.

— A Archie lo encontraron en los terrenos de Rosier Manor — murmuró, la bombilla de esa noticia regresándole como pólvora. Atlas tragó saliva, bastante perturbado por la insinuación de su voz. — Se enteró y lo mataron — él apartó la cara. James inhaló, las nauseas revolviéndole el estómago. — Atlas ¿Qué estaba ocurriendo en Rosier Manor? ¡Era tu mejor amigo!

— ¡Yo no lo sabía!

— ¡Eres un mortifago! 

— ¡Sí! ¡Y adivina quién me metió ahí! — los ojos grises brillaron a la luz de la luna. James sintió un escalofrío recorrerle la columna a la expresión descompuesta que el rubio le mostraba. Una lágrima salió de ellos, seguida de otra, y otra, y otra y otra hasta que Atlas Malfoy se encontró llorando frente a él en todo el sentido de la palabra. — Me alejé para proteger a Sirius, pensé que si aceptaba casarme me dejarían en paz y no le harían nada. Rhea me metió, con la excusa de que no me matarían, y yo no quería, juro que no quería. Todas esas veces que los torturaron, tenía tantas ganas de gritar. Merlín, son unos niños...

A los mortifagos les gustaba jugar con nosotros. Fueron las palabras de Lyra escritas en el informe de interrogatorio de Frank. Dejé de contar los días al tercer mes de estar ahí, y lo demás sólo se sintió como flotar, excepto cuando nos exhibían como marionetas. Como ejemplos. Educaron a los mortifagos mas nuevos usándonos de muñecas de práctica.

Esto fue culpa de John, era la perspectiva de Atticus desde el de Alice. Se metió en malos negocios y sufrimos las consecuencias, mamá sufrió las consecuencias.

— ¿Alguna vez conociste a John Carstairs? — preguntó, con toda la intención de irse de aquí. No soportaba la piquiña del frío, el aliento muerto de los dementores, el entumecimiento que consumía la existencia de James como un agujero negro.

Atlas se tragó un sollozo, y no lo miró a los ojos cuando respondió. — Lo vi una vez, en una gala sangre pura. En Rosier Manor. Era el cuartel general ¿Sabías eso?

— Lo suponíamos — confesó, el recuerdo de la batalla volvió a él como una ola. Los cuerpos caídos; esquiva, ataca, protege; el escombro, la sangre. El sótano. Atticus y Lyra y esos malditos cadáveres del infierno. Suprimió un escalofrío y examinó el rostro rosado por el llanto de Atlas. — ¿John estaba muy involucrado con los mortifagos?

— ¿Involucrado? John Carstairs era un mortifago, Potter — Atlas se rió, como si el eufemismo le resultara divertidísimo. — Tenía la marca, fue el primero en tomarla en realidad, seguido de mi padre. Era el mano derecha del Lord, y si los rumores eran ciertos, muy querido también — la renovada risita sardónica le advirtió de que no le iba a gustar lo que escucharía. — Era el favorito.

— ¿Por qué los gemelos sólo dijeron que hizo malos negocios?

Atlas se encogió de hombros con pesadez. — No lo sé, tenían 6 años cuando fueron secuestrados.

Y pasaron 11 allí encerrados, pensó de inmediato. Debían saberlo, suponerlo al menos. No era como si no supieran que fue culpa de John, porque aprovecharon cada oportunidad para recalcarlo. Entonces ¿Por qué protegerlo?

— ¿Dijiste que era muy querido? — repitió, y ante el asentimiento débil de cabeza de Atlas, prosiguió a agregar: — ¿Por qué, en realidad? Era un buen duelista, buen pocionista, experto en venenos ¿Qué? ¿Qué tenía John Carstairs que llevó a que secuestraran a sus hijos para darle una lección?

— Pregúntaselo a los muertos — murmuró, y en menos de un segundo, el Atlas que había llorado mostrándole su corazón humano se desvaneció. El aire cruel del día del interrogatorio regresó, y se pavoneó ante él, como si no le importara nada. La opacidad de los ojos grises fue lo que devolvió la mirada desconcertada de James. — Tú mismo lo dijiste, Archie se enteró y lo mataron. Usa a Lupin de cebo, tal vez sienta compasión por ti y aparezca para resolver tus problemas.

El sonido de su risa fue lo último que oyó antes de que el cuerpo flácido se fundiera con las sombras de la celda.



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