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eight




viii.
( el sótano en parís )




Las pesadillas no eran algo de lo que James estaba exento. 

Cuando era pequeño, se contagió de viruela de dragón. Él juraba, hasta el día de hoy, que la Muerte misma lo visitó una de esas noches en las que estuvo internado en San Mungo, ya que su estado de salud había empeorado con el pasar de las semanas. James la recordaba bien; porque la Muerte no se parecía en nada a cómo la hubiera imaginado. Ella tenía el cabello rubio, como los rayos del sol, y los ojos muy rojos, de un tono escarlata que lo maravilló por completo.

La Muerte lo había mirado, postrado en una camilla y lloriqueando de dolor. Ella lo arrulló, le acarició la frente y le prometió que el sufrimiento se iría pronto, que James estaría mejor si solo cerraba los ojos. Él le hizo caso, porque tenía 10 años y llevaba meses bajo revisión de los especialistas, y cualquier cosa le parecía mejor idea que morirse despierto en esa habitación.

Al día siguiente, James dejó la camilla por primera vez desde que lo internaron. Saltó de arriba a abajo, devoró su desayuno y participó activamente de los análisis. Los medimagos le dijeron a sus padres que era un milagro que siguiera vivo; sus padres lloraron de alivio al recibir la noticia de que le darían de alta y Sam torció los labios cuando James le contó, el mismo día que regresó a la mansión, del visitante que llegó a su habitación de San Mungo aquella noche.

—Ella quería llevarte —dijo Sam, con toda la molestia que una niña de 10 años podía reunir.

Su ceño fruncido borró la sonrisa del rostro de James.

—Pero —James ladeó la cabeza, confundido por el enojo de su gemela—. Fue muy amable conmigo, me dijo que el dolor se iría...

—¡Ella quería llevarte! ¡No se supone que lo haga! —Sam protestó, lanzándose encima de James. La cama crujió y él estaba seguro que los medimagos se molestarían si se enteraran; a Charlus y Dorea se les dieron estrictas órdenes de que James no debía acercarse a Sam, por la posibilidad de contagiarla con los residuos de viruela de dragón en su sistema—. No lo permitiré, ella no te asesinará.

Después de ese estallido de Sam, la Muerte siguió visitando a James, esta vez en pesadillas. La diferencia es que ya no era el mismo espectro con el cabello de rayos solares y ojos como rosas. La Muerte en sus pesadillas era fuego puro, tenía colmillos y estaba hecha de sangre; la sangre que le robaba a sus víctimas cuando se las llevaba del mundo de los vivos. Tampoco se mostraba bondadosa, o preocupada, o le decía a James que todo mejoraría. En sus pesadillas, era ella quien le causaba el dolor.

La perdida de Sam no mejoró su situación en nada; pero James ahora tenía una cosa a la que ni siquiera consideró cuando era pequeño: las pociones para dormir sin sueños. Con ellas no había visitas, ni ruidos extraños, ni sangre fresca. Sólo negro. A James le gustaba el negro, cuando se trataba de las pesadillas. Al menos el negro no lo hacía revivir el peor momento de su adolescencia.

Sin embargo, James cometió un error: se volvió dependiente de las pociones. No podía irse a la cama sin beberse una, y eso no fue un gran problema, al menos hasta que salió de Hogwarts y se inscribió en la Academia. El Cuartel de Aurores le exigía un estado físico en óptimas condiciones, lo que significaba que los problemas de alcohol o de drogas no podían ser parte de su vida. Él hizo la elección de dejar las pociones, y debido a su trabajo y la guerra, siempre se iba a dormir demasiado cansado para que su mente tuviera tiempo de formar el escenario que lo atormentaría durante sus pesadillas.

Hasta hoy.

Pasó una media hora antes de que James dedujera que no estaba atrapado en un sótano de París; que no había agua de tubería bajo sus pies y que no sostenía la figura floja de Sam, con laceraciones profundas en el pecho de las que salía sangre a raudales, como ríos de carmesí. Aun así, el chirrido en sus oídos de los gritos lejanos de sus padres mantuvo el fantasma del cuerpo inerte en los brazos de James.

Cinco minutos, proporcionó inútilmente su cerebro. A Sam le tomó desangrarse cinco minutos, y a James casi un año colocarse al día con que su gemela ya no respiraba, que nunca lo volvería a hacer. Sam nunca lo miraría a los ojos de nuevo y le prometería que la Muerte no se lo llevará, porque ella no lo permitiría.

—Mierda —gruñó, tirando de su cabello con fuerza y desespero. Él odiaba esa pesadilla—. Han pasado cuatro años, por favor, déjame en paz. Te lo suplico.

A veces, James se preguntaba si su momento de morir había sido aquella noche; en esa camilla fría de San Mungo y con alucinaciones persistentes por la viruela de dragón. A veces, James se preguntaba si la Muerte se arrepentía de haber sido clemente con él; si sólo estaba buscando atormentarlo para que diera un paso en la dirección correcta y volviera al camino que lo llevaría a ella. Al cabello de rayos solares y ojos escarlatas como rosas.

El reloj de pared cliqueaba con cada movimiento del segundero. James lo miró fijamente por un largo momento, sin estar del todo seguro de si ver borroso se debía a su creciente ataque de pánico o a que no traía las gafas puestas.

Cuando pudo hilar un pensamiento coherente con su sistema nervioso para enviar comandos al resto de su cuerpo, lo primero que James hizo fue sentir las sábanas de la cama bajo su palma. Era suave, de seda, una cascada que se le escurrió entre los dedos. El segundero del reloj continúo cliqueando, el sonido se unió al del canto lejano de un borracho en la calle.

La ventana está abierta, pensó débilmente. Podía escuchar el crujido del engranaje cada vez que la movía el viento. Un escalofrío le subió por la columna vertebral por el frío de la ráfaga; porque había hecho frío en ese sótano de París, hace cuatro años. James tuvo que morderse los labios hasta saborear sangre para no perderse en la memoria de ese día maldito. Allí no se oía el canto de los borrachos, tuvo que recordarse. Allí lo único que se oía era la risa de los mortifagos, las suplicas de sus padres, el lloriqueo de dolor de Sam.

Canto, canto, canto. ¿Qué estaba cantando aquel hombre? James no reconoció la canción, lo que en realidad no lo ayudó a calmarse. Vamos, joder, pensó. Sirius le enseñó una vez cómo calmar los ataques de pánico. Vuelve al olor ¿Cuál es el olor?

Primavera. Sí, ese era el olor. Prímulas, petunias, flores de primavera; las favoritas de Peter. El aromatizante de la habitación de James fue escogido por él, en realidad. Una combinación suave y dulce, como las magdalenas de naranja que la señora Pettigrew les preparó cuando tenían 14 años, la vez que se pasaron por su casa en Whitechapel. Era semana de Pascua muggle, el invierno acababa de descongelarse por completo y el primer rayo de sol desde el verano atravesó los cielos encapotados de nubes, para iluminar los hermosos jardínes de la señora Pettigrew. 

Fue un buen día, y uno de los pocos recuerdos de James que no estaban manchados de tragedia. Peter probablemente lo hizo apropósito, el bastardo inteligente. Sus amigos nunca fueron ignorantes sobre sus peores días, por mucho que él lo pretendiera así.

—Ya no estás en París —sollozó. Los labios le temblaban—. Por favor, esto no es París.

Casi podía escuchar la voz de Sirius indicándole que enumerara cosas en voz alta. Sirius siempre fue el más propenso de los cuatro a los ataques de pánico, gracias a la infancia que Walburga y Orion Black le dieron en Grimmauld Place, y se había obligado a si mismo a controlarlos, por su propia seguridad en esa casa del infierno.

Era un truco simple; pero la mente descarriada de James no alcanzaba todavía el primer paso que Sirius le confío a seguir, la misma madrugada que encontró a James agonizando por los recuerdos del secuestro detrás de las cortinas de dosel de su cama en Gryffindor. La visión borrosa de James iba y venía; de París, a Potter Manor, a Londres y viceversa.

Cosas que veía. Sí, eso era. Cinco cosas que viera.

—El re-reloj —tartamudeó, con la voz rota—. La ventana. La est-antería. —Giró la cabeza hacia la derecha, desesperado por apartar el fantasma de Sam de sus brazos—. Eh, las cajas. Fo-tos de los chicos. Cuatro co-cosas que puedo oler. Las prímulas. Las p-petunias. El licor del borracho. —James tragó hondo. Le dolía el pecho—. Maldita sea, mi su-dor.

James consiguió calmarse cuando llegó a las dos cosas que escuchaba. Aunque París se mantuvo como una tormenta en ciernes al fondo de su consciencia, algo que no podía ignorar en el rabillo del ojo, ya no era el principal foco de atención de James. Se estiró para coger las gafas de la mesa de noche y miró de nuevo el reloj de pared.

02:09am.

Demasiado temprano para justificar con ejercicio que rondara por ahí en el edificio. No quería problemas con los vecinos; se supone que no debía llamar la atención y ya era extraño que sólo el portero lo reconociera. En Londres, a nadie le gustaba meterse en los asuntos de los demás; sin embargo, James sabía que los comportamientos que iban contra el común era la forma más fácil de hacer que la gente te mirara, te consideraran.

Moody podía ser muchas cosas; pero no entrenó a un idiota.

James decidió que el mejor curso de acción era beber sus males. Sí, él era capaz de hacer eso. Los huesos le crujieron con fuerza en cada paso que daba fuera de la habitación, y aunque logró llegar a la cocina sin tropezarse, las manos todavía la temblaban al abrir la alacena, donde lo esperaba una botella de vino barato que Remus le regaló hace unos años.

El sonido distorsionado de teclas fue lo que le advirtió que no era el único despierto esa madrugada.

Erdoj —maldijo una voz ronca—. Krow, ozadep ed adreim.

Lyra estaba en el estudio, con la luz artificial encendida y la puerta y la ventana abierta. James se quedó de pie debajo del marco de madera, preguntándose si era buena idea interrumpirla o mejor pretendía no haberla visto. Ella ni siquiera notó que ya no estaba sola, sus dedos extendidos continuaron tocando torpemente las teclas del piano, lo que provocó un sonido horrible que hizo a Lyra rechinar los dientes, irritada.

Un Sol desafinado fue suficiente para que James se decidiera a interrumpir.

—Aun quiero saber cuál es ese idioma tuyo —le dijo, y luego se sintió como un completo imbécil cuando ella saltó por el susto. James se mordió el labio inferior—. Lo siento, eso fue estúpido.

—Sí, lo fue —Lyra murmuró, devuelta al inglés. Los ojos esmeralda lo miraron acercarse con cautela; pero ella se deslizó en la butaca para hacerle espacio de todas formas—. ¿Qué haces despierto?

—Ah. —James se estremeció. No tenía ganas de hablar de sus pesadillas—. Un poco de esto, un poco de lo otro. Ya sabes, lo habitual. El trabajo nunca descansa. ¿Qué haces tú despierta?

Lyra frunció el ceño—. Tengo esta melodía en la mente de la que no puedo deshacerme, y la puerta no tenía seguro, así que entré. Lamento tocar tus cosas sin permiso.

—Puedes usar el piano siempre que quieras —le aseguró de inmediato. No es que a él le gustara particularmente la idea de quedarse aquí dentro, con todos sus recuerdos atormentándolo; pero con la historia de John Carstairs que Lyra le compartió esa primera noche, se sentía incapaz de negarle la oportunidad—. ¿Eres capaz de tararear la melodía? Tal vez la reconozca.

Ella pareció insegura al principio, incómoda incluso. Luego, dándole una mirada de reojo, Lyra comenzó a generar el sonido de la partitura con su voz, las manos entrelazadas encima del regazo, como si quisiera concentrarse en ellas y no en él. Afuera, el trueno de una tormenta naciente iluminó el cielo londinense negro, despojado de estrellas y de la luna aquella madrugada.

James destapó la botella de vino y le dio un largo trago cuando reconoció la composición a la que se refería Lyra. Por supuesto, tenía que ser la maldita Clair de Lune. La composición favorita de su padre, esa que Dorea Potter tocaría cada noche para ellos después de una cena familiar; antes de que el tictac de un reloj de pared diera las 10pm y los mandaran a él y a Sam a dormir, a pesar de sus protestas de quedarse a ver la actuación en piano de Dorea.

—¿Sabes cuál es? —Lyra preguntó, la esperanza mal disimulada en su mirada.

—Clair de Lune —dijo James, con una sonrisa amarga. Se levantó del asiento, levantó la tapa del piano y comenzó a afinar las cuerdas de las teclas—. Tienes buen gusto, Lyra. Te lo concederé. Debussy era un genio; aunque mi favorito es Tchaikovsky.

—Que básico eres, James.

—¿Perdón? La señorita "tengo en mi mente Clair de Lune" no tiene derecho a juzgar aquí.

Lyra resopló entre dientes; la chispa de una sonrisa se enroscó al final de sus labios fruncidos, conteniéndose de reaccionar de verdad. James decidió en ese mismo momento que su meta los próximos meses sería conseguir que Lyra se riera, o sonriera al menos, como una persona normal.

Con eso en mente, terminó de afinar y le dio un segundo trago al vino. Después, colocó sus manos encima del teclado y comenzó a jugar.

Él recordaba a la perfección la última vez que tocó algo, hace cuatro años. Una de los recepcionistas del hotel en París le concedió a James el capricho de usar el piano de la sala de recreación, y Sam no dudó un segundo para pedirle que interpretara Invierno, de Vivaldi, porque ella era intensa en ese sentido. Desde entonces, se negó a acercarse a uno siquiera. Su habilidad para los concertos de artistas melodramáticos del siglo XVIII moriría con Sam.

Bueno, al menos Debussy no era del XVIII.

Y la mirada asombrada en los ojos de Lyra lo valió totalmente.

 —Sere osollivaram —dijo Lyra, con una inhalación admirada. La voz gangosa y ronca expresó sus palabras en una fluidez que sólo podía obtenerse siendo nativo. James estaba fascinado por el sonido del idioma; aunque no tuviera idea de lo que ella había dicho—. ¿Cuándo aprendiste a tocar el piano, James?

—Mi madre me enseñó —confesó, sintiéndose un poco más ligero y más alejado de la realidad gracias a la botella de vino—. Esta fue la primera composición que interpreté para la familia. Mi padre amaba Clair de Lune ¿Sabes? El siglo XIX era como- su época favorita de la historia humana. Él siempre tuvo preferencia por el arte que nació en ella. Tchaikovsky, Debussy, Chopin, Wilde, Rimbaud, Poe, Dostoievsky, Verne, Degas, Delacroix...

—Goya —Lyra asintió.

James soltó una risita—. Su trabajo inicial es más del siglo XVIII, prerromanticismo. Aunque, supongo que las pinturas... Espera. —Él la miró de nuevo, sintiéndose perturbado—. ¿Por qué conoces a Goya?

—¿Por qué no conocería a Goya?

Tenías casi 6 años cuando te secuestraron, pensó. Debiste conocer a Goya a los 5 años, se paniqueó. ¿Quién carajos deja que una niña de 5 años se enfrente a las pinturas de Goya? No es que le quedaran verdaderas esperanzas sobre la clase de padre que fue John Carstairs; pero habría creído que Athena tuvo sentido común al tratarse de la educación que recibieron los gemelos.

Decidió no mencionarlo. Tenía el presentimiento de que Lyra se tomaría muy a pecho cualquier comentario acerca de Athena Carstairs.

—Mi punto es —James sacudió la cabeza—. El siglo XIX, especialmente Francia, era su cosa, y papá adoraba a Debussy, entonces fue lo primero que aprendí a tocar en el piano. Invierno de Vivaldi fue lo segundo —y con eso dicho, agarró la botella y le dio su tercer trago. Necesitaba licor para esta conversación—. Sam me lo pidió, era su favorita de Las Cuatro Estaciones.

—Invierno es la favorita de Atticus —dijo Lyra, en un susurro. Su expresión decayó casi al instante, y algo feo en el pecho de James se retorció con horror—. Lo extraño ¿Sabes? Incluso con los mortifagos, él todavía estaba ahí, y ahora ya no. Eso... duele. Es como si una parte de mi hubiera sido arrancada, como si se hubiera desvanecido en el aire.

James conocía ese sentimiento demasiado bien, más de lo que le gustaba admitir. 

La culpabilidad lo embargó. Era cruel que la protección de Lyra implicara separarla de Atticus, y en viceversa. Uno de los informes de Alice decía que Atticus no se estaba adaptando al cambio de mejor manera que Lyra; incluso si ella se calmó un poco con el pasar de las semanas y las promesas de James sobre permitirles reencontrarse pronto; que él, Frank y Alice sólo necesitaban estar seguros de que ambos estarían a salvo.

Habían transcurrido dos meses desde el ataque a San Mungo, desde que Lyra Carstairs vivía en el apartamento de James. Era una adición extraña en el panorama, a decir verdad; un giro del rumbo en el que iba su vida del que James todavía no estaba del todo seguro. 

Moody los mandó a la banca y les obligó a prometerle que se mantendrían alejados de la vida pública mientras la misión de proteger a los gemelos siguiera en pie; lo que significaba que ninguno de ellos podía acercarse a menos de 2 kilómetros del Ministerio de Magia. Según fuentes de Moody, que no quiso compartir porque era un bastardo paranoico así, los infiltrados de los mortifagos en el Ministerio iban en aumento; y ni siquiera el Cuartel de Aurores estaba extenso de las sospechas de Ojo Loco.

Aunque Moody le dijo que persuadiría al Jefe del Departamento de Seguridad Mágica para aumentar el presupuesto semanal; James se negó y le dijo a Moody que se haría cargo de sus gastos y los de Lyra el tiempo que lo requiriera. No creía que ir al Jefe de Departamento fuera realmente urgente, sobre todo si no querían llamar la atención acerca de ellos. No era un secreto que las misiones, las batallas, la guerra en general, afectaba de forma monetaria al Cuartel; además de los gastos de San Mungo si una pelea salía mal, o tenían a alguien bajo su protección (como ocurrió con los gemelos) que requiriera atención médica constante. ¿Pedir el aumento, cuando ya estaban en su tope? Era colocarse otra diana en la cabeza, como si ser el Cuartel de Aurores ya no fuera una bastante visible.

La bóveda Potter de Gringotts era lo suficientemente grande y repleta para que James no necesitara en los años próximos (ni en los futuros siglos) los galeones del Ministerio; razón por la que pagó las habitaciones privadas de Lyra y Atticus, y la atención médica, los meses que ambos estuvieron allí. Con el ataque de los mortifagos, el plan era mantenerlos lo más lejos posible del radar; y siendo él, Frank y Alice quienes se hacían cargo de la protección de los gemelos, tenían que desvanecerse con ellos.

¿Significado? La única cosa por la que James abandonaba su apartamento en estos días era para hacer las compras de la semana.

Tal vez por eso la pesadilla había vuelto. James nunca pasó más de algunas horas en el piso, no desde que lo compró y tuvo que amueblarlo casi un año atrás. El repentino cambio debió alterar algo en su psiquis acostumbrada a vivir con los chicos; lo que lo hizo querer lanzarse por el balcón y estrellarse contra el suelo diez pisos abajo, por el desespero que sentía.

—Te estás volviendo loco allí dentro —le dijo Sirius, una vez, durante una llamada por el espejo de dos vías después de que Lyra se hubiera ido a dormir sin dirigirle la palabra en todo el día. Remus y Peter estaban a cada lado de Sirius, por lo que sus cabezas aprisionadas una contra otra casi hizo sonreír a James—. De verdad, Prongs ¿Has visto tus ojeras?

—¿Estás comiendo bien? —Peter preguntó, removiéndose en su pequeño espacio frente al espejo para obtener una mejor perspectiva del rostro demacrado de James—. Pareces más delgado. Está más delgado ¿Cierto, Moony?

Remus chasqueó la lengua—. Lo está, Gus. Y su cabello es un desastre peor de lo normal. Prongs ¿Qué has estado comiendo? ¿Has dormido siquiera esta semana?

—No me hagas ir a Londres sólo para embutirte la cena —lo amenazó Peter, con ojos grandes y lastimeros, el arma mortal de Peter Pettigrew—. Porque iré, te daré leche caliente, te leeré un cuento de hadas y te arrullaré hasta que te duermas. Soy capaz de eso y lo sabes, Charlus.

—Estoy bien —dijo James, como un mentiroso—. Ha sido una mala semana; pero estoy bien. Pedí comida a domicilio y hablé con el portero ¿Recuerdan a Joe? —Los asentimientos de los chicos le provocaron un revoltijo a James en el estómago, porque la caja de comida china seguía sellada en su mesa de noche—. Me contó un chisme sobre los vecinos de arriba, al parecer Andrew engañó a su esposa con Sophie.

—¿¡La del cuarto piso!? —gritaron los chicos.

No es que él no supiera que sus amigos tenían razón, porque lo hacían. El horario de sueño de James se desordenó una vez se dio cuenta de que no iba a salir del piso pronto, y aunque no lo quiso, la idea del encierro empezó a afectarlo. James era algo claustrofóbico (hola de nuevo, sótano en París) y la piquiña psicológico de ver las mismas paredes todos los días sólo se hacía peor si se juntaba con la física, la necesidad de irse de aquí jugándole malas pasadas.

Para Lyra, enfrentarse a esta nueva realidad de su vida tampoco fue fácil. Era una claustrofóbica peor que James; lo que tenía sentido, dado cómo ella pasó los últimos años. Esa pequeña pieza de información (de la que se dio cuenta al azar) también explicaba los comportamientos erráticos de Lyra en San Mungo; la forma en que se desconectaba del mundo durante sus peores días, su manía por siempre acercarse a la ventana falsa. 

La vista de cuatro paredes debía empeorar la neurosis de guerra de Lyra. Ella no podía estar más de cinco segundos dentro de un lugar que no tuviera espacios exteriores visibles y a su disposición, motivo por el cual la habitación de Lyra se mantenía con la puerta y las ventanas abiertas. Si ella se pasaba a la sala, las puertas corredizas del balcón tenían que mantenerse separadas; a pesar del ruido de los coches, los vendedores, turistas y la vida citadina de Londres.

—Lamento que tengas que separarte de Atticus —dijo James, sus labios en la boquilla de la botella.

—Ya te has disculpado sobre eso —Lyra lo desdeñó, mientras con la uña delineaba una de las teclas. El sonido de la tormenta azotó las paredes externas del edificio, y una cascada de lluvia escurría por la ventana abierta hacia el piso, donde se empozaba el agua—. Perdón por arruinar tus cosas.

—¿Las cajas? —James miró con indiferencia a su alrededor, el estudio nunca inaugurado. Lleno de cajas al azar, polvo, estanterías vacías y muebles tapizados por sábanas—. Tienen un hechizo de conservación, no te preocupes. Me acabas de dar una excusa para arreglar este lugar, en realidad.

Que era lo que menos quería hacer, James pensó. Por supuesto, no le iba a decir eso a Lyra.

Ella pasaba mucho tiempo aquí, ya que se daba cuenta; aunque nunca pensó que tratara de tocar. Al menos, nunca escuchó el ruido desafinado del teclado. Lyra se veía cómoda, a pesar de la suciedad evidente y el poco espacio que permitían las cosas amontonadas. Tal vez era algo acerca del piano, del recuerdo de un buen padre que tenía de John Carstairs.

Se preguntó si Lyra lo extrañaba. A James le daba la impresión, desde ese primer día; pero no podía estar seguro, no tratándose de Lyra. Ella guardaba rencor de una forma muy extraña, porque las únicas veces que se mostró comunicativa en San Mungo durante el interrogatorio fue para repetirle a Frank que la culpa de toda su situación la tenía John. Y aquí estaba, todavía, anhelando el recuerdo del padre que en su momento ella creyó era John.

Era desconcertante. Lyra Carstairs lo desconcertaba.

—Bueno, es un placer ayudar —dijo Lyra, con una mueca que estaba destinada a ser una sonrisa.

, James aprendió a diferenciar las muecas de Lyra. Y sus resoplidos. La mayoría de las veces, estos últimos eran de risa, lo que significaba que al menos no estaba haciendo un mal trabajo divirtiéndola.

Había veces en las que ella lo dejaba contarle un chiste, o escuchaba a James parlotear acerca de los chismes de Joe, el portero. Lyra sólo asentía; emitía un uhm para recordarle que le prestaba atención, y ocasionalmente ofrecía su propio punto de vista del problema, comentarios que eran una variación de "matarlo es la solución más factible".

De hecho, la primera vez que le dijo eso a James fue por el chisme sobre Andrew, del apartamento de arriba; su esposa Gennevive y Sophie, la amante del cuarto piso. James parpadeó, la miró como si se hubiera vuelto loca y Lyra se encogió de hombros, para luego decirle que separarse era demasiado problema; lo que en realidad no estaba ni cerca de ser lo que confundió a James.

Después de unas horas, James decidió que esa era sólo Lyra y que la muerte era su tema favorito de conversación. Un hermano nigromante y una vida de mierda tenían que hacerte eso ¿No?

También había veces en las que no hablaban en lo absoluto, lo que James identificó como los malos días de Lyra. Ella pasaría horas enteras sentada en el suelo del balcón, con la vista fija en los edificios londinenses y el cielo otoñal taponado de nubes. Luego, cuando James pedía la cena a domicilio, ella se colocaba de pie y se iba a su habitación. Nunca cerraba la puerta; pero era evidente que no quería ser molestada, así que James no lo hacía.

Se acoplaron a esa dinámica con facilidad, lo que fue una grata sorpresa. Los únicos compañeros de cuarto que tuvo alguna vez eran los chicos; que conocían a James más de lo que se conocía a si mismo y sabían sobre cada pequeño átomo que conformaba sus manías de vida: despertarse con el sol, salir a correr a las 6, cantar en la ducha y hacer mucho ruido, en general.

A Lyra no parecía molestarle. En realidad, le gustaba el ruido.

—En la cueva nunca había ruido —ella le dijo, cuando James tuvo el valor de preguntar la razón.

La cueva era como ella se refería a algo en Rosier Manor. James tenía un vago recuerdo del día del rescate; a Atticus mencionando la cueva y que solían llevarla allí. James asumió, desde entonces, que la cueva era la celda de Lyra en el sótano, y no volvió a pensar en eso. 

Luego de escuchar a Lyra decir lo del ruido, James supo que asumió mal. 

Un estudio extenso de los especialistas en magia imperdonable del Cuartel de Aurores arrojó que los gemelos no eran las únicas personas que habitaron el sótano de Rosier Manor los últimos años. La cantidad de cadáveres enterrados, sangre seca y los signos viejos de tortura fueron alarmantes en el informe. Si Lyra hablara de la celda cuando decía "la cueva", no había manera que no haya escuchado algo de eso. La tortura no era limpia, ni silenciosa, ni rápida.

No estaba seguro de si en realidad quería saber qué era la cueva.

—Puedo adaptar el lugar para ti —dijo James, con el rostro adormecido encima de la palma de su mano. La pesadilla no lo ayudó en nada a solucionar su sueño desregulado—. Si te gusta estar aquí. Tal vez colocar un sillón individual cerca de la ventana, una mesa de aperitivos frente al sillón. Correr la estantería a la derecha. ¿Qué te gustaría?

Lyra parpadeó con sorpresa—. No tienes que hacer eso.

—No, lo sé. —James se encogió de hombros, para luego darle un trago a la botella de vino. Se dio cuenta con el ceño fruncido que ya casi no quedaba nada—. Quiero hacerlo, Lyra. Mi intención inicial era volverlo mi oficina, tal vez construir una chimenea y conectar la red flu con el departamento de los chicos; pero eso nunca pasó y tú estás aquí, haciendo... lo que sea que quisieras hacer antes de que yo te molestara.

—No me molestaste —dijo Lyra, su voz suave y tranquila, ojos esmeraldas llenos de amabilidad. James tuvo que hacer una doble toma para asegurarse de no estar alucinando. Lyra no se había visto tan accesible desde... desde nunca—. Yo sólo- soñé con algo, y mi mamá estaba ahí. Clair de Lune era su favorita, y quería recordarla, así que vine aquí. Estaba aprendiendo cómo tocar piano cuando- cuando ocurrió todo, supongo.

Dos pesadillas andantes juntándose, pensó James.

—Bueno, puedo enseñarte —ofreció.

El rostro de Lyra se iluminó, un aspecto tenebroso en su mirada a la luz de la luna que hipnotizó a James al instante. Había algo aferrándose a la existencia fantasmal de Lyra, algo que todavía brillaba titilante. Era hermoso y trágico al mismo tiempo, destinado a la condena. Ella era una hermosa tragedia. Una a la que James no sabía si estaba esperando ver colisionar, o quería evitarle la colisión.

—¿Lo harías?

—Sí —dijo James, sin dudarlo. La mueca feliz en el rostro de Lyra deshizo el nudo de malestar en su estómago—. ¿Por qué no? No creo ser tan malo de tutor. Si logré que Gus pasara el E.X.T.A.S.I.S de Transformaciones, puedo enseñarte a tocar el piano.

James iba a coger la botella, darle el último trago al vino, cuando sintió una mano fría envolverse alrededor de su muñeca. Los dedos de Lyra presionaron el relieve de la vena en su piel, los ojos fijos en él, como si lo encontrara tan fascinante que se desvanecería si ella apartaba la mirada. James tragó saliva, seguro de que podía escuchar el latir de su propio corazón en sus oídos por la repentina cercanía.

—Gracias —murmuró Lyra, luego tiró de su mano para besarle los nudillos—. Gracias, de verdad.

—Yo-eh-quiero decir. —James sintió que su respiración se agitaba. La cercanía de los labios de Lyra a su piel lo colocaba nervioso, el escalofrío provocado por la sensación no duraba lo suficiente para que él descifrara si provenía del gusto o del miedo—. ¿De nada? Quiero decir- no tienes que agradecerme, Lyra. Yo sólo- sólo quiero que estés bien.

—No he sabido lo que es estar bien en años —Lyra lo consideró, su aliento frío erizó los vellos invisibles de la mano de James. Ella no lo apartó, viéndose pensativa—. Pero me siento tranquila, aquí. Eso tiene que contar ¿Verdad?

Alejando la idea de su sistema nervioso, que bombeaba sensaciones a las que no quería darle importancia, James se deslizó en el banco, un poco más cerca de ella. Lyra no lo notó, o no le molestó, ya que sólo se quedo quieta bajo la mirada tranquila de James. Él no tenía idea de qué iba a hacer con exactitud; pero creyó bien devolver el gesto. Tiró de la muñeca de Lyra hasta que los nudillos cicatrizados rozaron sus labios.

—Lo hace —le aseguró, con una sonrisa. Lyra inhaló, como si se aferrara al aire que los rodeaba—. La recuperación por todo el trauma que has pasado no es lineal. No sé si los medimagos alguna vez te lo dijeron, pero está bien no estar bien. No estás rota, no estás dañada, no es que no funciones bien. Funcionas perfectamente ¿Entiendes? Sólo tienes tropiezos, tropiezos que vas aprendiendo cómo superar con el tiempo.

—¿Y si no funciona? —ella bajó la voz, viéndose desolada por la idea—. ¿Y si en unos años me miro en el espejo y nada ha cambiado? No quiero quedarme en ese sótano toda mi vida, James.

Saldremos de aquí, Sammie. Eso le dijo James a Sam, mientras ella se desangraba en sus brazos. El sonido de los gritos de Aurores franceses, los de sus padres, el agua de tubería que corría bajo sus rodillas, hincado por la tortura y aferrarse a lo poco de vida que le quedaba a su gemela.

Sólo uno de nosotros lo hará. Fue la respuesta de Sam, con la boca bañada en carmesí y laceraciones abiertas, grotescas, en el pecho; su cuerpo temblando de frío, de dolor. Sam se quedó en aquel sótano de París; y aunque físicamente salió, James también lo hizo. 

Era hora de cambiar eso.

—Intentarlo es lo primero —dijo James—. No soy el mejor para decirte cómo sanar, pero sé esto: si te levantas cada día, te darás cuenta que vas a dar un paso fuera de ese sótano. Un paso a la vez, Lyra.

—¿Y si retrocedo?

—Estaré ahí, y ofreceré mi mano. —James hizo la mímica de ello, entrelazando sus dedos. Ella lo miró durante un largo segundo, y a James le dio la impresión de que, al igual que él, Lyra estaba tratando de memorizar como se sentía tenerlos allí, juntos. Piel contra piel—. Y si me aceptas, sabré que sigues intentándolo, y eso es todo lo que importa. Que lo intentes. Está bien no estar bien, Lyra.

E incluso si Lyra no aceptaba su mano, James todavía estaría ahí. Y lo intentaría con ella.

Un paso a la vez.

Unas horas después, la tormenta había disminuido de intensidad, y el golpeteo de la lluvia contra el asfalto ya no era tan audible. Aun así, los peores residuos de agua continuaron escurriéndose sobre el piso del estudio, por lo que se levantaron de la banca del piano y comenzaron la remodelación del lugar, con la intención de volverlo un espacio más apetecible para Lyra.

—Si murieras —dijo Lyra—. ¿Qué quisieras que estuviera escrito en tu lápida?

—¿Sabes? Hablar de la muerte a las 6 de la mañana es lo que me mantiene feliz —él se rio, destapando una de las cajas al azar más alejada de la ventana. Eran sus libros de Hogwarts, lo que debería funcionar; tal vez Lyra entraría aquí un día y los leería por aburrimiento—. Tus temas de conversación son muy interesantes. ¿Cómo se te ocurren?

—Mi hermano es un nigromante.

—Eso tiene sentido.

Lyra resopló antes de hacerle una mueca; su forma personal de sonreír. James volvió a reírse ante la idea. No importaba cuántas semanas pasaran juntos; él no paraba de encontrar hilarante la forma de expresarse de Lyra, y lo muy extraño que alguien encontraría que James supiera diferenciar las clases de muecas que ella mostraba.

Ambos quitaron la gruesa sábana del sofá, lo que provocó un estornudo de James, como el graznido de un ciervo. A veces no estaba seguro de cómo la gente no los descubría siendo animagos; dada la manía de Sirius de reírse en un ladrido, el tic de Peter de arrugar la nariz igual que una rata, y a James congelándose con las luces frente a su cara y el sonido aleatorio e involuntario de ciervo al que era propenso.

Cuando iban por la cuarta caja, que contenía el gramófono de Charlus Potter y unos cuantos discos viejos de rock n' roll ilesos por el hechizo de conservación, Lyra volvió a hablar:

—No, enserio ¿Qué quisieras en tu lápida?

—Esa es una forma muy extraña de coquetear con un chico —le dijo, sólo para verla colocarse roja hasta las orejas y balbucear que ella, que ella nunca, no quería. James se apiadó más rápido de lo normal de su vergüenza, ya que se rio abiertamente—. Te estoy tomando la varita, Lyra. Si me coquetearas hablando de la muerte, lo encontraría adorable.

Lyra arrugó la nariz—. No eres gracioso.

—Soy hilarante —la contradijo, sacándole la lengua. Lyra rodó los ojos y volvió a las cajas detrás de ella, las de los libros de Hogwarts. James se aseguró de decirle que los agarrara cuando deseara, y a juzgar la mirada pensativa en sus ojos, ese no era un futuro lejano—. ¿Por qué quieres saber sobre las lápidas?

—Atticus y yo solíamos decirnos —confesó Lyra, con un encogimiento de hombros—. A veces, era placentero porque en realidad esperábamos que sucediera, y otras veces, era sólo para ver qué tanto habían cambiado las cosas. Él una vez dijo que esperaba un "aquí yace el hijo de puta más caliente de todos" y luego lo golpeé porque llamó puta a mamá, pero él ni siquiera se disculpó. Una semana después, me dijo que quería un "el gemelo más bonito, pateador profesional de culos de mortifagos". Habían como cuatro del círculo interno con nosotros.

James se rio sin poder evitarlo.

—Atticus tiene agallas.

—Es el más valiente de los dos —dijo Lyra, como si fuera evidente—. Nunca creí que lo dijera enserio, lo de las lápidas. Sólo quería hacerme reír. Pero yo sí los decía enserio ¿Sabes? Y siempre tuve la curiosidad de si era la única que en realidad pensaba en eso, si era tan diferente a las demás personas incluso sobre las cosas que me interesaban.

Él se detuvo, la mano congelada encima de otra caja destapada. El libro forrado en piel de dragón, rótulo dorado y cursiva, fue lo primero que sus ojos avellana vieron dentro. Fleurs du mal, Charles Baudelaire.

—No eres la única —murmuró, el aguijón del dolor regresó a su pecho. Hacia años que no se enfrentaba a ese libro—. Race d'Abel, voici ta honte: Le fer est vaincu par l'epieu!

—¿Qué?

—Eso es lo que dice la tumba de Sam —explicó, enseñándole el libro en sus manos—. Es la penúltima estrofa de Abel et Caïn, de Baudelaire. A Sam... —Él tragó saliva—. A Sam también le gustaba la poesía francesa del siglo XIX. Y Fleurs du mal era su poemario favorito. Ella- ella siempre dijo que quería que eso estuviera en su lápida.

—¿Y qué significa?

—Raza de Abel, he aquí tu vergüenza ¡El hierro vencido por el venablo! —recitó; y una pequeña sonrisa nostálgica tiró de sus labios hacia arriba. Sam lo había atacado una vez en la cama, se le sentó encima del abdomen y recitó todo el poema en francés a voz de grito—. Sam tenía un gusto por la poesía no convencional, y Baudelaire es como el estándar de las oddas políticas. 

» Cuando se hicieron los preparativos del funeral, no estaba en un buen estado mental, y les dije a mis padres que nunca los perdonaría si no colocaban la estrofa en la lápida. Que podían ir dando a su último hijo por muerto si se atrevían a no hacerme caso en esto. Sam fue muy específica, y aunque no tengo idea de qué sentido tiene, quería cumplírselo. Si no pude salvarla, al menos quería hacer eso por ella.

—No fue tu culpa, James —Lyra murmuró.

—Lo sé. —Él asintió, sin apartar los ojos del libro—. Lo sé, pero todavía se sintió así por mucho tiempo. Así que yo... yo le dije a los chicos que quería en mi lápida la última estrofa. Miré a los ojos de mis amigos y les dije que, cuando muriera, quería que Abel et Caïn me siguiera en la muerte.

Lyra se acercó con cautela. El libro estaba abierto en la página del poema; marcado por tinta seca de la pluma de Sam. Probablemente usó su favorita, la del águila, para escribirlo. Ella había hecho una flecha frente a la estrofa de Abel, en la segunda sección; plasmó con su hermosa y prolija letra "acertijo" y así lo dejó.

Abajo, la continuación de la última estrofa:

Race de Caïn, au ciel monte, et sur la terre jette Dieu!

—Raza de Caín —Lyra balbuceó, con concentración—. ¿Al cielo móntate?

—¡Raza de Caín, al cielo trepa, y sobre la tierra arroja a Dios! —James recitó, la mueca amarga en su rostro debió sorprender a Lyra—. Eso es. Le dije a los chicos que volvería del más allá y les jalaría la piernas en la noche si se atrevían a no hacerme caso. A alejarme de Sam de nuevo. Siempre fuimos nosotros dos, y quería que mi otra mitad estuviera conmigo para siempre. Creo que a ella le habría gustado la idea.

—¿Y aun lo quieres en tu lápida?

—Sí.

Pero no ahora, fue lo que no le dijo a Lyra. Todavía no. Cuando ocurriera; Caín y Abel se quedarían aquí en la tierra por ellos, donde los mellizos Potter fueron cruelmente separados; pero James sólo volverá a Sam en el momento adecuado. La Muerte tendrá que seguir esperándolo de brazos cruzados; porque viendo a Lyra pasearse por el estudio, James supo que este no era ese momento.

No, este era el momento de salir de ese sótano en París.





REFERENCIAS Y EXPLICACIONES

*"Erdoj. Krow, ozadep ed adreim" significa "Joder. Work, pedazo de mierda". El work funciona como un "trabaja", sólo que está en inglés.

*Clair de Lune, de Claude Debussy (1891). Inspirada en "Fête galantes" (1869), una colección de poemas de Verlaine.

*Four Seasons, de Antonio Vivaldi (1723). Grupo de cuatro concertos para violín y orquesta, conformado por "La Primavera" (Primavera), "L'estate" (Verano), "L'autunno" (Otoño), y "L'inverno" (Invierno). Sam aprendió a tocar la última, Winter, en violín, y James la aprendió en piano, porque ella no sabía tocar el piano y él no sabía tocar el violín.

Athena, la madre de los gemelos, tocaba Winter en violín para Atticus.

*"Sere osollivaram" significa "Eres maravilloso".

*Tchaikovsky (1840, Rusia) y Chopin (1810, Polonia), como Debussy, son compositores. Wilde (1854, Irlanda); Rimbaud (1854, Francia); Poe (1809, Estados Unidos); Dostoievsky (1821, Rusia) y Verne (1828, Francia) son escritores y/o poetas. Degas (1834, Francia); Delacroix (1798, Francia) y Goya (1746, España) son pintores de arte.

James se siente perturbado porque Lyra conociera a Goya a los 5 años específicamente por las "pinturas negras" de Goya (1819-1823), las que está a punto de mencionar; que son las que él más tiene presente de su trabajo, porque Goya era el pintor favorito de Sam.

*Charles Baudelaire (1821, Francia). AKA el amor de mi vida y el de mi profesora de Literatura Francesa del siglo XIX. Publicó Fleurs du Mal (Las Flores del Mal) en 1857.

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