Nada que ver
—Vladimir, se dice que aquí hay un gran índice por metro cuadrado donde se sitúan las minas más hermosas del país —dijo mi tío con voz cortante.
—No te preocupes, el asunto con Jey estará totalmente terminado —pensé con desesperación—; ni siquiera voy a permitir que la duda se fije en mí.
—Yo te creo, pero esto también me asusta mucho —repuso Alberto— , no quiero que nadie siembre la semilla de la duda en tu cabecita loca.
—Te entiendo, desde que murió mamá me he sentindo muy inestable conmigo mismo y no sé lo que me está pasando —expliqué.
—Definitivamente, Rosa sabría que consejo darte. Viste que ella tenía la manía de explicar todo. ¿Puedo invocarla? A mí se me hace que ella escucha todo. Creo que siento su presencia.
—Tío, no es por nada, pero creo que estás loco...
—Basta, nene, cállate. Yo escucho cosas. A veces siento su perfume. ¿Recuerdas su colonia inglesa?
—¡Ja!
Se levantó bruscamente e indignado y tomó las llaves para ir a su casa.
—Mejor es reírse que tener miedo a los fantasmas ¿no?
—Otro día te cuento mejor, quiero irme a mi casa a descansar —dijo Alberto.
Desconcertado lo miré fijamente. Nadie sabe tan bien como la mente nos juega una mala pasada. Tal vez él se halla martirizado por el cruel sentimiento por la pérdida física de mi madre.
El reloj cucú de la cocina daba la medianoche. Tomé un baño y me recosté en mi cama pero no podía pegar un ojo.
Me levanté tarde, a las once menos cuarto. Me tomé un taxi hasta la oficina y al llegar, Raquel preguntó:
—¿Pero que te pasó?
—Anoche salí a cenar con mi tío y después nos quedamos charlando hasta las doce —le expliqué.
—Pero tenés una cara de culo... —insistió la pelirroja.
—No tomes tan en serio mi expresión facial.
—¿Te pasó algo malo? —exclamó Epifanio.
Este estaba sentado en el escritorio, chateando con Encanto.
—¿Qué mirás mi conversación, eh? —dijo el petiso, tapando la pantalla con un repasador —, es una charla privada.
—Cállate, señor seducción —dije en un tono risible.
—¡Jua! —exclamó el petiso.
—¿Vladimir, querés un café con leche? —dijo Leopoldo mientras ponía la cafetera a funcionar.
Negué con la cabeza. Sus voces desonaban en mi cabeza como el disparo de un fusil.
—Bueno, voy a escupir la sopa... —dije en voz alta. A ver, escuchen...
Cerré la puerta detrás mío y los miré atentamente a los ojos.
—Ok, cuéntanos que te anda pasando —dijo Elmer, mientras rotaba su silla.
Me senté en una silla de mimbre en la esquina de la oficina y dije:
—Anoche salí a la pizzería de la esquina de mi casa a comer unas pizzas con mi tío Alberto.
—¿Qué? ¿Volvió? —exclamó Leopoldo.
—Sí, no le gustó mucho la ciudad de Asunción y volvió para trabajar nuevamente en el taller. Así que está aquí permanentemente.
—Joya —respondió Leo.
—Anoche estabamos comiendo en las mesitas que están en la vereda y derrepente apareció Jey.
—¿Eclipsa? —preguntó Raquel.
—Sí, pero sin su disfraz de transformista.
—¿Y qué pasó? —exclamó el petiso.
—El muchacho se sentó en la mesa y le dijo a mi tío que él tocaba el oboe. En ese instante los ojos de Alberto se encendieron como una baliza —les resumí.
—¿Y que más sucedió? —dijo Raquel.
—Me levanté y le jalé de su brazo con fuerza. —Y luego—, caminamos una cuadra, él aprovechó mi distracción y me volvió a besar.
—Noooo, esto es inadmisible. Ese jovencito te está utilizando. Y además... —dijo Raquel, cruzándose de brazos.
—Y además, ¿qué? —preguntó Leopoldo.
—Permíteme que lo diga sin pelos en la lengua: Jey es gay y quiere que vos también lo seas para estar juntos.
—¡Pamplinas! —dije.
—Raquel tiene razón. Seguro que ese es su plan maquiavélico —dijo Elmer, esbozando una sonrisa pícara.
Luego de oírlos a todos comencé a ordenar mis locos pensamientos con gran claridad. Raquel tenía algo de razón y me quedé pensando que pasaría si yo en realidad fuese gay.
—Sal del closet, mi querido Vladimir ...—dijo Leopoldo mientras jugaba una partida de pocker.
—¡Jua! —chilló Epifanio.
—No, muchas gracias; ya me estoy acostumbrando a que la chica que me gustaba con fervor ahora es un tipo.
—Esto es muy claro. ¿Estás seguro que te desagradaron sus besos? —cuestionó Raquel.
—Pero es que... la verdad no me dieron asco. Ya lo había besado con pasión en Anagrama.
—Entonces, lo besaste cuando hipotéticamente era Eclipsa —dijo Epifanio.
—Exactamente, yo no noté nada raro. A mí me gustó mucho y no puedo negarlo —dije con la frente en alto.
—Vladimir, yo creo que te autosaboteas —gritó Leopoldo.
—¿Por qué piensas eso?
—Amigo... —lo interrumpió Raquel con la taza de café—. Solo tienes un cuchillo para defenderte en esta guerra, si pierdes tu arma blanca tendrás que aceptar que no tienes armas ni escusas para defenderte —dijo el rubio sin apartar la vista del juego.
—¿Qué posibilidades hay de que seas bisexual? —preguntó Raquel.
—¿Bisexual? —dije y negué con la cabeza.
—Pese a todo, yo, en tu lugar investigaría si me gustan las mujeres o me gustan los tipos o si me gustan los dos. ¿Tiene sentido? —dijo Raquel mientras acariciaba el gato de la casa de al lado que había entrado por la ventana.
—Sí, si, naturalmente... ¿Saben que soy completamente heterosexual? —chillé encolerizado.
—Tal vez te equívocas... sí, cualquier persona se puede confundir —me dijo la pelirroja casi sin tono.
—No te entiendo nada...
—Verás, cuando tenía veinte años creí que era lesbiana y tuve una novia en la universidad nacional —explicó Raquel, mientras encendía un porro en el marco la ventana.
—Dios, las cosas que me vengo a enterar de mi propia novia —rugió Leopoldo.
Por un instante, Leo la miró fijo y frunció el ceño, luego volvió a su partida de Póker.
—Así que... ¿te divertiste mucho en la universidad, eh? —bromeó Epifanio y le pegó un codazo a Elmer.
—Pierdan cuidado, muchachos, solo fue una etapa de mi vida, algo que quise experimentar —explicó Raquel con los ojos chinos.
Un experimento —pensé—.
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