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Eclipsa y el hotel

Salimos a la calle. Así, con buen humor pusimos un pie en la vereda. Había un quilombo bárbaro, unos pibes se estaban peleando a piñas, patadas y escupidas.

Uno de ellos vino volando con la mirada encabronada y me dijo:

—¿Y vos que mirás? —exclamó el pibe de gorrita—. ¿De qué barrio sos? ¡Dale, no me mires como un boludo!

—¡Me dejás pasar por favor! —dije en un tono de voz rudo.

—¡Qué la agitas, gil! —al pibe le sangraba la cabeza—. ¿De dónde sos?

—¿Acaso sos guapo? —gritó otro que estaba con una botella de vodka en las manos.

—No soy de acá —dije con determinación.

Ándate, marica —oí una voz ronca a mis espaldas—, volá de acá, porque si no te apurás vas a ser boleta... ¿Entendiste?

Tomé la mano de Eclipsa y, esquivando la multitud crucé para la vereda de enfrente para tomar un taxi. La necesidad de huir, entonces, me obligó a caminar ligero.

—¡Esperá un cachito nene... no camines tan rápido que se me va a caer el oboe al suelo! —me dijo Eclipsa con una mirada eufórica—, déjame caminar sola... Sé que no querés que te agarren y te golpeen. Pero esto es normal, siempre hay enfrentamientos afuera de las discotecas.

—Lo sé, estos tipejos sin educación siempre buscan camorra —dije con la mirada torcida.

—Aquí te pueden navajear sin reparo alguno —dijo ella con la mirada brillante del susto.

—La gente hace lo que quiere y después se quejan cuando la yuta de los lleva a la comisaría —chillé.

—Es todo un fastidio —dijo ella apurando el paso.

—Dame tu bolso, bella —le insistí—,no quiero que te lo arrebaten estos hijos de puta.

—Muchacho, me da la impresión de que no sabes pelear —dijo la pelinegra—. Cuando un borracho te quiere enfrentar, debes saber como moverte y esquivarlo.

—Mi nombre es Vladimir, sé que no nos vimos durante unas semanas y tal vez olvidaste mi nombre —demandé.

—Es cierto —dijo avergonzada—, no recordaba tu nombre.

—Sabes, el primer día que vine a Anagrama yo me comí una piña a la salida —le dije mientras doblabamos en la esquina—. Yo no sé porque no ponen a un policía para que vigile esta zona.

—Yo fui policía —murmuró Eclipsa.

—¿Qué dijiste? —dije mientras alzaba la mano para parar el taxi.

—Nada, olvídalo.

—Ahí viene un taxi, espero que no pase de largo.

Eclipsa se disponía a entrar al vehículo y en ese momento advertí que el tamaño de su pie era bastante más largo de lo normal para la mujer promedio. La pelinegra divisó que le estaba mirando los pies y dijo:

—Hey, ¿qué mirás?

—Pues... ¡creo que calzas más que yo! —bramé y al mismo tiempo lancé una risotada en el taxi.

—Yo calzo 42 —dijo calmadamente.

—Bueno, está bien... Yo calzo 46 —siseé.

—¡Flor de patita tenés! —dijo con una risa sacarrónica.

—¿Y por casa cómo andamos? —exclamé, sin dudarlo.

Llegamos al hotel, nos registramos y fuimos a desayunar primero.

—Quiero comer, estoy famélica —solo se le ocurrió decir a la muchacha.

Exquisitos manjares cubrían las mesas. Había una gran variedad de sandwiches de miga; tortas, medialunas rellenas de jamón y queso, facturas de dulce de leche y crema pastelera y tartas de membrillo y batata. Esa mañana comimos como reyes. La pobreza del día a día parecía que se había esfumado por lo menos, por un rato.

—¿Siempre te hospedas en este hotel? —murmuré cerca de su oído.

—No siempre, porque es bastante costoso, pero hoy la situación lo amerita —dijo la pelinegra.

Por el camino hacia la habitación que Eclipsa había elegido y pagado, nos encontramos a un tipo alto y narigón vestido de sultán, un exótico joven que hablaba en lengua extranjera. El cruzó miradas con Eclipsa y encendió los celos en mi corazón.

—Eclipsa... —dije con cara larga—, ¿quién es ese tipo?

La pelinegra no pudo disimular su sonrisa.

—No lo sé, será un huesped de este hotel.

—Que gente rara que viene a hospedarse aquí —dije mientras fruncia el ceño.

Hay turistas en todos los hoteles, es algo normal, la gente viaja y se hospeda en esta clase de sitios —explicó la pelinegra.

—Lo siento, tenés razón. No sé en que estoy pensando últimamente desde que murió...

—Esta es la habitación. Necesito dormir un ratito —interrumpió la pelinegra mientras abría la puerta y acto seguido se quitó el abrigo y las zapatillas.

—Esta bien, también necesito descansar un poquito —repuse— , ayer no descansé nada. Paso horas en la oficina esperando que pase algo.

—¿Algo cómo qué? —dijo Eclipsa con la mirada dubitativa.

—Es que tengo un negocio físico y otro por la web.

—No entiendo —dijo, mientras sacaba de su bolso un cepillo de dientes y una pasta dental.

—Yo tengo un negocio con mi tío —expliqué mientras me sentaba en una poltrona que estaba en la esquina de la habitación.

—¿Venden algo?

—Sí, vendo carteles de vidrio soplado de neón —expliqué.

—¿Acaso son esos carteles que se usan en las marquesinas de los teatros?

—Si, hice un cártel para el teatro Pairó, para la obra contemporánea: La fuerza del agua.

—Qué lindo —dijo y sonrío dulcemente —Adoro el teatro independiente.

—En realidad los carteles tienen muchos usos. También me piden algunos para restaurantes, salas de bowling, barberías y la última vez fue para un sex shop —le expliqué, mientras ella se cepillaba los dientes en el baño.

—Está bien, lo importante es tener laburo. Detesto los hombres que ponen excusas para no trabajar —dijo mientras arrugaba el puente de su nariz.

—La vida no es fácil, nada es fácil últimamente —dije.

Eclipsa se acostó en la cama con un sostén blanco de algodón y el pantalón de jean puesto.

—De acuerdo, ven acuéstate del lado derecho —dijo y se apartó al lado izquierdo de la cama.

—¿No te quitarás el maquillaje y las pestañas postizas? —mascullé.

—Mmm, no —dijo y negó con la cabeza.

Aquella mañana, nos acostamos juntos y no pude conciliar el sueño. Eclipsa se durmió profundamente apenas apoyó su cabeza en la almohada. Todo parecía surreal como un sueño.






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