Capítulo 1 - Perdiendo mi religión
Ariel odiaba su nombre.
Sin importar cuántas veces le explicaran lo hermoso que era y el gran significado que poseía, lo odiaba con cada fibra de su ser.
Ariel, León de Dios.
Había escuchado esa explicación cientos de veces desde que era un niño, pero sin importar los argumentos que empleasen, él seguía rechazando su nombre.
Desde pequeño había tenido que soportar las burlas de otros chicos llamándole sirenito, haciendo alusión al personaje principal de la película animada The Little Mermaid, de los estudios Disney. Sus hermanos mayores también lo molestaban a veces:
_ Buen día sirenito._ le decía Antonio revolviéndole los cabellos.
_ ¿Dónde dejaste a Sebastián, el cangrejo?_ bromeaba Archie pinchándole en el costado.
Ariel a veces los detestaba. De los otros chicos era más fácil tolerar los insultos y las bromas pesadas con respecto a su nombre, porque no tenía que convivir con ellos bajo el mismo techo y los veía poco. Pero viniendo de sus propios hermanos, era demasiado. Solo su hermana Anabel le aconsejaba que no prestara atención al par de pesados:
_ Ni eres pelirrojo ni tienes cola de pez._ se reía ella._ Y no eres una chica. No dejes que esos dos te molesten. No les des demasiada importancia y verás como se cansan.
Pero era demasiado difícil, y su infancia y parte de su adolescencia transcurrió entre berrinches y broncas, en las que acababa llevándose la peor parte, puesto que sus padres siempre terminaban requiriéndolo a él:
_ ¡Pero Antonio y Archie no paran de molestarme! ¿Por qué no le dicen nada a ellos cuando fueron los que comenzaron?
_ ¿Qué te hemos dicho siempre?_ le preguntaba tranquilamente su madre._ Que no les prestes atención a tus hermanos. Solo están bromeando contigo. No necesitas ponerte agresivo por un simple juego.
Con el tiempo, Ariel tomó el consejo y dejó de prestarle atención a la gente que le llamaba sirenito, incluyendo a sus hermanos. Simplemente, hacía oídos sordos a quienes se atrevían a usar aquel apodo. Los ignoraba y a menos que le llamaran por el nombre que tanto detestaba, no se molestaba en mirarlos siquiera. Anabel no dejó de señalarle que, obrando de esa manera estaba dando muestras de madurez. Pero, en su criterio muy personal, solo era un modo de contener los deseos que tenía de golpear a quienes se burlaban de él.
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_ ¡Niños, apresúrense o llegaremos tarde a la escuela sabática!
Los jóvenes no tardaron en aparecer por la escalera.
Archie y Anabel descendieron discutiendo por alguna tontería de las que habitualmente eran motivo de pelea entre ellos:
_ Respeten la santidad del sábado. Ya dejen de discutir._ advirtió Gabriela mirando a sus dos hijos con un brillo de advertencia en los ojos.
_ Es Archie, mamá._ se quejó Anabel.
_ Yo no hice nada. Me estás acusando falsamente._ aseguró Archie.
Gabriela colocó los cuencos con cereales para el desayuno sobre la mesa y también el embase de leche. Se giró para tomar una fuente con frutas y un canasto con panecillos redondos de la encimera:
_ Les dije que ya basta. Dejen de pelearse por tonterías y siéntense a la mesa.
Archie, riéndose a espaldas de su madre, hizo una mueca burlona a su hermana. Anabel, frunciendo el ceño, pasó tras su hermano y lo golpeó en la cabeza:
_ ¡Mamá...!_ se quejó Archie._ ¿Viste lo que me hizo Anabel? ¡Me golpeó!
Anabel se sentó tranquilamente en su asiento y tomó una banana de la fuente de frutas:
_ No hice tal cosa.
_ ¡Estás mintiendo! ¡El Señor te va a castigar!
_ ¿A quién habrá de castigar El Señor? No creo que a nadie de esta familia que le sirve tan fielmente.
_ Buenos días papá._ saludaron los jóvenes.
José Luis se aproximó a su esposa, la besó en la mejilla y fue a sentarse en la cabecera de la mesa. Antonio bajó tranquilamente, arreglándose el nudo de la corbata, o por lo menos, intentando hacerlo:
_ Mamá ¿Me ayudas? No consigo que este nudo me salga bien.
Archie se llevó una cucharada de cereal a la boca:
_ Alguien quiere verse perfecto hoy.
Gabriela se dispuso a arreglar el nudo de la corbata de su hijo mayor:
_ Deja de molestar a tu hermano. Sabes que hoy es un día especial para él. Y no te atrevas a comer sin dar las bendiciones y gracias.
_ ¿Dónde está Ariel?_ preguntó José Luis.
_ Estaba en la habitación, ensayando de nuevo los himnos que cantará esta mañana._ respondió Archie._ Ya está estresándome. Le he dicho un millón de veces que no necesita practicar más, que los himnos suenan perfectamente bien.
_ ¿Qué hay de malo en que se preocupe?_ preguntó Gabriela soslayándolo con la mirada mientras ponía especial esmero en el nudo que sus manos estaban haciendo hábilmente.
Archie lanzó un resoplido y cruzó las manos tras la nuca, arrellanándose en la silla:
_ ¡Por favor...! Soy yo quien lo acompañará al piano. La gente apenas notará que él estará ahí.
José Luis miró a su hijo con desaprobación:
_ Eso es soberbia, lo sabes, Archie... ¿Recuerdas quién lo perdió todo a causa de ese pecado?
El muchacho bajó la mirada:
_ Lucifer, papá._ respondió en voz queda y añadió._ Lo siento. Solo estaba bromeando.
_ Pues dejemos las bromas y concentrémonos en desayunar._ dictaminó Gabriela concluyendo su labor y pellizcando cariñosamente una mejilla de Antonio, que fue a sentarse a la mesa, a la izquierda de su padre.
Gabriela salió al corredor, se aproximó al pie de la escalera que conducía a las habitaciones de la casa y gritó:
_ ¡Ariel, cariño, baja ya a desayunar!
_ ¡Enseguida voy, mamá!_ respondió una voz desde lo alto.
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Ariel descendió del auto y cerró la puerta con un golpe seco. Miró el estacionamiento lleno de personas extremadamente elegantes, que bajaban de sus coches y se saludaban, con apretones de manos, abrazos o besos en las mejillas. Los hombres, altivos y gallardos con sus trajes de tres piezas, con sus planchadas camisas y sus corbatas, todos esgrimiendo sus Biblias, como si fueran una parte de sus cuerpos. Los niños igualmente resultaban encantadores; los chicos con sus trajecitos similares a los de sus padres; las chicas, con vestiditos de tonos color pastel y sus cabellos recogidos en coletas o trenzas anudadas con cintas de satín.
Las mujeres lucían sus mejores galas, vestidos de exquisitas telas y llamativos colores, calzando tacones que resonaban en todo el espacio, como un concierto que Ariel detestaba, siempre sintiendo aquel constante sonido retumbando en sus oídos: taca-taca-taca-taca. A pesar de la extrema elegancia del vestir, ninguna de las damas ostentaba joyas, ya que la iglesia mantenía una postura rigurosa a propósito del uso de las mismas, teniendo su basamento precisamente en la Sagrada Escritura, en la primera carta del apóstol Pablo a Timoteo, capítulo 2, versículos 9 y 10, donde dice claramente: Asimismo que las mujeres se atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad.
Para las mujeres adultas era mucho más fácil renunciar al uso de joyas. Las adolescentes y jovencitas eran otra historia. Sabía de buena tinta que Verónica, la hija del pastor, sentía verdadera pasión por la moda en toda su expresión. Y ni hablar de sus dos primas mayorcitas, quienes eran excesivamente presumidas, aunque su tía Fabiola las mantenía a raya. Su hermana Anabel tenía que soportar que constantemente su madre le repitiera la cita de la primera carta de Pedro, capítulo 3, versículos 3 y 4: Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Con el tiempo, Anabel se había hecho a la idea de que, mientras viviera bajo el gobierno de sus padres, las joyas y la ropa de diseñador, serían solo un sueño que nunca alcanzaría, al menos, hasta que se independizara, y aún así, siempre estaría bajo el férreo escrutinio de su madre, sus tías y del resto de las damas de la congregación, quienes disfrutaban sobremanera mirar a aquellas mujeres que se atrevían a lucir pendientes o pulseras o collares, por muy simples o humildes que pareciesen. No, ninguna fémina de la congregación se atrevería a ponerse en la palestra pública y convertirse en motivo de censura.
Ariel suspiró con pesadez. Era otro sábado, con la misma rutina de cada día de reposo. Todos saludándose, dirigiéndose bendiciones y sonriéndose con las mismas sonrisas acartonadas de siempre. Todos deseándose feliz sábado con aquellos tonos de voz que a él seguían sonándoles de cierta manera, falsos. Hasta hacía poco, lo único que lo hacía sentir mejor de alguna extraña manera, era la diversidad existente en la congregación. Pero últimamente, ni eso.
New Heaven siempre había sido un emplazamiento de personas donde predominaban la raza aria y los afro descendientes, con mayor número de estos últimos. Sin embargo, con el transcurrir de los años, la comunidad había adquirido otras tonalidades, al incrementarse en la población, residentes provenientes de otras etnias, principalmente latinos y asiáticos. Había incluso una familia pakistaní, los cuales practicaban la religión musulmana y aunque no eran muy sociables con la comunidad, eran personas muy agradables y trabajadoras, manteniendo un negocio propio de frutas, vegetales y especias.
Aquel caleidoscopio de razas le resultaba atractivo, y uno de los grandes tesoros de su iglesia. Aunque todavía había personas de la comunidad que miraban con malos ojos a los intrusos, con la absurda idea de que la raza blanca era superior en todos los sentidos. Ariel no entendía cómo podían llamarse cristianos y pensar de tal forma al mismo tiempo. Él amaba aquella simbiosis de colores y nacionalidades diversas. Uno de los mayores logros que le reconocía al Creador del universo, era el haber hecho a tantas personas, tan diferentes unas de otras. Por ello, siempre le había gustado platicar con los chicos de esas familias para conocer de sus culturas y de los lugares de dónde provenían sus ancestros, aunque la mayoría había nacido en New Heaven, y no sabían absolutamente nada de la tierra de procedencia de sus padres.
Hizo una mueca y hundiendo las manos en los bolsillos del pantalón, echó a andar, dándose prisa por salir del estacionamiento, que siempre le provocaba claustrofobia, y poder disfrutar de la luz, del aire fresco de la mañana. No quería escuchar la nueva discusión entre Archie y Anabel, ni mucho menos a sus padres regañándolos, y a Antonio protestando porque no se sabían comportar debidamente. Amaba a su familia, pero a veces lo exasperaban:
_ Buenos días, Ariel.
_ Buen día, Ariel. Feliz sábado.
_ Feliz sábado Ariel... ¿Cantarás hoy?
Respondió a los saludos tratando de ser cortés, forzándose a sonreír. Siendo el perfecto niño educado que sus padres le habían enseñado que debía ser. Respiró hondo cuando la calidez de la luz del sol lo golpeó en el rostro. Se volteó para mirar la fachada de la iglesia, majestuosa, imponente, con su estructura arquitectónica moderna, sus paredes acristaladas y los hermosos jardines que la rodeaban.
El templo había sido remodelado hacía solo un año, sufriendo una transformación total que lo había dejado completamente renovado y era el orgullo de los feligreses que en él se congregaban para adorar al Señor. Con una capacidad de poco más de quinientas personas, para la remodelación del inmueble se había tenido en cuenta la ubicación en una zona de alta densidad poblacional. New Heaven no era ni por mucho un asentamiento urbanístico que destacara por sus grandes arquitecturas, siendo más bien una comunidad agrícola, que apenas sobrepasaba los diez mil habitantes, con pocas edificaciones que resultaran notorias. Sin embargo, se consideró hacer del nuevo templo, una estructura que se convirtiera en centro de atención y orgullo para toda la comunidad.
La edificación poseía una extensión superficial de 740m2 de lote, y 2,900mt2 de construcción, distribuido en cuatro niveles; un sub nivel, en el que radicaba el parqueo soterrado; primer piso, con un mezzanine y una nave principal de doble altura, que, según la explicación de los arquitectos, debía transmitir la sensación de reverencia y humildad que habría de llevar a los fieles a reconocer la majestuosidad del Todopoderoso.
El último nivel estaba empleado para diferentes áreas de apoyo, oficinas y salones de reuniones. A pesar de no tener ningún conocimiento de arquitectura, Ariel no podía dejar de reconocer que el templo había quedado realmente deslumbrante. Se trataba de un edificio de corte vanguardista, que satisfacía todas las necesidades de orden funcional y estética, cuyo concepto de la envolvente perduraría en el tiempo y siendo obvia la alegoría que se intentó plasmar a su estructura con el logo de la iglesia adventista a nivel mundial, el cual sirvió de inspiración, al utilizar la convexidad de las curvas en la fachada frontal y los laterales del plantel, su entablamento para dar la sensación de zigzag y así hiciese referencia al símbolo en cuestión.
Además, se había procurado pretender inspirar originalidad, complejidad y exuberancia. Según palabras del pastor Edgardo: Para Dios, lo mejor. El nuevo templo debe ser como una hermosa alabanza que le ofrezcamos a su gloria y majestad.
Toda la congregación estaba satisfecha y orgullosa de su nuevo templo. Los espacios interiores recibían luz natural y artificial suavemente por medio de las aberturas que penetraban a través de los cristales de la envolvente del edificio, y a la vez invitaban a la integración y participación del público circundante, creando una experiencia sensorial en el uso del color blanco, que se extendía sobre el piso de mármol y se proyectaba por las paredes y los techos, instaurando un ambiente de solemnidad y reverencia. El uso de grandes bloques de mármol blanco en el pódium, daban la sensación de majestuosidad y pureza, sirviendo de guía visual entre el pódium y los techos de la nave central.
Ariel se sintió pequeño e insignificante ante aquella edificación majestuosa. Últimamente se quedaba mirándola mucho rato, como si al solo tenerla en su campo visual y no concentrarse en nada más que en aquella imponente estructura arquitectónica, tuviera la certeza que de un momento a otro se le revelaría algo muy importante. Algo que en verdad ansiaba se le fuera manifestado. Pero el resultado fue el mismo de los últimos meses. El silencio fue la respuesta tajante a sus preguntas, a sus miedos, a sus dudas.
Era el cuarto hijo de una familia que profesaba la fe adventista. Sus padres vivían orgullosos de seguir practicando la fe heredada de sus padres y abuelos, hasta tres generaciones atrás en el árbol genealógico. Ariel, al igual que sus hermanos y primos, conocían de memoria la historia del tatarabuelo Arizmendi, quien, habiendo enfermado gravemente durante la epidemia de la gripe española, en su lecho de convaleciente y creyéndose a punto de morir, inducido por su enfermera de cabecera, aceptó a Jesucristo como su señor y salvador.
Cuando milagrosamente no murió, creyendo que se trataba de una señal del cielo, el tatarabuelo decidió confiarle su vida a Dios. Atribuyendo la bendición a la enfermera que le había atendido y guiado hasta El Redentor, terminó casándose con ella, y dando origen a una de las familias más enraizadas en la doctrina de los adventistas del séptimo día, denominación a la que la joven esposa pertenecía.
José Luis Arizmendi, junto con sus dos hermanos, era dueño de una gran empresa dedicada a la elaboración de alimentos y bebidas basados en el uso de frutas y vegetales. Aunque, dueños, era una palabra muy pretenciosa, ya que la matriarca de la familia, la abuela Mariana, era la verdadera propietaria del negocio. Su padre y sus tíos solo se limitaban a administrar la empresa en distintos cargos. La familia era propietaria de otras dependencias que habían mantenido y labrado una excelente posición en la sociedad, si bien no los había convertido en millonarios, al menos, podían darse pequeños lujos y garantizar el futuro de sus descendientes, muy por encima del resto de la población de New Heaven. Hablar de los Arizmendi, en New Heaven, era casi como referirse a la realeza. Del matrimonio de sus padres, José Luis y Gabriela Arizmendi, habían nacido Antonio, actualmente de dieciocho años; los gemelos Archie y Anabel, de dieciséis y finalmente, Ariel, de catorce, el benjamín de la familia. Ese era el nombre que quisieron ponerle en un principio, Benjamín. Pero por mantener la tradición de que todos los nombres de los hijos anteriores habían iniciado con la letra A, decidieron ponerle uno que, a diferencia de los hijos mayores, procedía de la Sagrada Escritura.
Ariel se dio prisa en ocultarse para no ser visto por sus padres y ser forzado a ir a saludar a sus parientes. Allí estaban el tío Juan Alberto y la tía Fabiola, con sus insoportables hijas, sus primas Isabel y Tamara. La tía Fabiola era hermana gemela de su madre. Dato curioso, su padre y sus tíos Juan Alberto y Juana, eran trillizos.
La tía Fabiola se parecía mucho físicamente a su madre, pero ambas eran realmente muy distintas en cuanto al carácter. Su madre era una mujer muy dulce, en cambio, la tía Fabiola fingía serlo. Mientras su madre era una mujer discreta, que hablaba bien poco, la tía Fabiola no ponía contén a su lengua, principalmente cuando estaba en compañía de la tía Juana y de otras respetables damas de la iglesia que presumían de muy piadosas y buenas cristianas pero que gustaban de hacer trizas las reputaciones ajenas.
El tío Juan Alberto no tenía nada que ver tampoco con su hermano José Luis. Su padre era un hombre sencillo, y el tío Juan Alberto no podía ser más ostentoso, y de su carácter, mejor ni hablar. En cuanto a sus dos primas, Isabel tenía su misma edad, solo se llevaban meses de diferencia, siendo él el mayor de los dos, y era un poco simpática, aunque le molestaba lo tonta y despistada que podía ser en ocasiones. Pero Tamara, con sus once años, en serio era una niña despreciable, con su carita de yo no fui y capaz de hacer las más grandes travesuras por las que sus primos terminaban pagando muchas veces, cuando ella se fingía víctima y desconocedora de los hechos. Y sus padres siempre le creían a ella, y la hacían una santita.
Y después estaba la tía Juana, tan odiosa, chismosa y prejuiciosa. Siempre criticando a sus hermanos y a sus esposas y a sus hijos, como si los de ella fueran perfectos. Las trillizas, aunque eran unas niñas pequeñas aun, no dejaban de ser unas diablillas. Toda la congregación tenía ese criterio. Pero como la tía Juana era la directora del ministerio infantil, y además, descendiente de una familia que era puntal en la comunidad, nadie se atrevía a decir de frente que Lucy, Laiza y Litzy eran realmente las niñas más intranquilas e insoportables de toda la clase. Sin embargo, Ariel las prefería a Tamara. En cuanto al tío Fidencio, todos sabían que era un sometido a su esposa, que obedecía ciegamente cualquier cosa que ella impusiera.
De entre toda la familia, la abuela paterna era su persona favorita, o solía serlo, antes de la muerte de su abuelo, seis meses atrás. Su abuelo había sido un renombrado pastor, además de consejero en la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día, nombramiento del que su padre y sus tíos se sentían plenamente orgullosos. Ariel recordaba cuántas personas habían asistido al funeral de su abuelo, y recordaba también el semblante sombrío de su abuela.
La abuela Mariana nunca había sido una mujer de detalles cariñosos. Más bien la gente la tenía por alguien hosco y para nada propensa a socializar. En su familia no era muy diferente. Sus hijos le tenían un profundo respeto, casi rayando en el terror, hasta el punto de acatar cualquier orden o sugerencia que la matriarca dictara. A veces llegaba a creer que nunca habían tenido una buena relación madre-hijos.
Ni siquiera con sus nietos parecía dispuesta a fraternizar. Aunque Ariel recordaba que con él, la abuela parecía tener cierto vínculo que no con el resto. Pero igualmente, no era muy cercana tampoco.
Luego de la muerte del abuelo, la abuela Mariana se retiró a su residencia, y apenas se la veía. Ni siquiera acudía a los servicios de los sábados. La tía Fabiola acostumbraba últimamente a decir que se había vuelto una ermitaña, mucho más esquiva que antes.
Sin embargo, aquel sábado la abuela Mariana salió de su aislamiento. Y tras el servicio religioso, toda la familia se reuniría a almorzar en la casa de la tía Juana, quien disfrutaba organizar cenas y almuerzos similares tratando de propiciar un acercamiento de su madre con sus insoportables hijas, o de mostrar lo buena anfitriona que podía ser y como se esforzaba por mantener unida a la familia. Ariel nunca había entendido porqué sus tíos parecían empeñados en convertir a sus vástagos en los favoritos de la abuela Mariana, principalmente cuando ella no mostraba interés en ninguno de sus nietos. Menos mal que su padre no tomaba parte en aquella competición absurda.
Intentó pasar desapercibido y mantenerse alejado de todos. Casi corrió tras unos tupidos setos de flores y tropezó con alguien al doblar por una curva, para escurrirse por una de las puertas traseras:
_ Lo siento._ se disculpó con prisa.
_ Oye, te estaba buscando.
Ariel suspiró aliviado y se forzó a reprimir una sonrisa. Por suerte había tropezado con Abdías. Si había una persona con la que se sentía cómodo, era precisamente con Abdías:
_ ¿Estabas huyendo de alguien?_ preguntó el muchacho de catorce años, estrechando sus ojos verdes aceituna.
_ ¿Qué? No... ¿De quién iba a estar huyendo?
_ Ariel, parecía que te estabas escabullendo. Si no me quieres decir no lo hagas. Pero no intentes engañarme. Soy más inteligente que tú.
Ariel entornó los ojos. A veces olvidaba que Abdías lo conocía bien. No por gusto era su mejor amigo en todo el mundo.
Abdías del Olmo era el hijo menor del actual pastor Edgardo del Olmo, quien llevaba cerca de cinco años liderando la congregación a la que acudía la familia de Ariel. Se habían conocido en la clase de Primarios, y aunque en un inicio aquel chiquillo le pareció un poco arrogante, todo cambió cuando, luego de cantar un himno al final del sermón de esa mañana, mientras los feligreses se despedían a la salida de la iglesia, el pequeño Abdías se le acercó y lo felicitó asegurándole que tenía la voz más bonita que había escuchado:
_ Tu voz es más bonita que la de cualquier mujer.
Si otra persona le hubiera dicho tal cumplido, Ariel quizás se hubiera enfadado con ganas. Ya era suficiente con que los otros niños y sus hermanos lo llamaran sirenito, para que ahora viniera aquel idiota desconocido y le dijera que tenía voz de niña. Sin embargo, hasta la fecha, Ariel nunca supo por qué no se molestó con Abdías por aquel comentario. Solo supo que, desde ese día comenzaron a intimar, y no tardaron en volverse mejores amigos:
_ No tengo deseos de saludar a nadie, eso es todo._ refunfuñó Ariel mirando a todos lados.
Abdías se rió y lo imitó. Lo tomó por la nuca y tiró de él, adentrándose en la edificación y cerrando la puerta. Subieron las escaleras que conducían a los salones y las oficinas y corretearon por los vastos pasillos, riéndose y disfrutando de los pocos minutos de libertad que les quedaba antes de que iniciara la escuela sabática. Entraron al salón donde se reunía el coro a ensayar y se sentaron en el alféizar de una de las ventanas, desde donde podían observar toda la entrada de la iglesia y los jardines, cada vez más llenos de personas:
_ ¿Vas a cantar hoy?_ le preguntó Abdías.
Ariel entornó los ojos y dibujó un gesto afirmativo con la cabeza:
_ Qué remedio...
_ ¿Por qué lo dices así? ¿No deberías estar contento? Es el bautizo de tu hermano mayor... ¿Tienes idea de lo feliz y emocionado que debe estar él?
Ariel alzó los hombros:
_ Me imagino. No ha hecho más que hablar de ello desde hace una semana. En serio ya quiero que lo bauticen o de lo contrario seré capaz yo mismo de sumergirlo en la bañera de la casa.
_ ¿Y qué vas a cantar?
_ Bueno, mi hermano quiere que en su momento de dar gracias, le dedique Yo te seguiré, oh Cristo... Pero tu padre me pidió que para el momento final de la ceremonia, cante Tan cerca, oh Dios, de Ti.
Abdías sonrió:
_ Vaya... Son dos himnos hermosos, y de seguro los cantarás maravillosamente bien, como siempre. En serio a veces te envidio. Dios te regaló una hermosa voz.
Ariel miró a través de la ventana, sin poder disimular la incomodidad de su semblante:
_ Pues a veces no quisiera que fuera así.
Abdías frunció la frente:
_ Estás muy raro hoy... De hecho, llevas días comportándote bastante raro... ¿Vas a decirme lo que te pasa?
Alzó las rodillas, abrazándolas, mientras dudaba si debía hablarle a Abdías de cómo se estaba sintiendo últimamente. Él era su mejor amigo. Nunca, desde el comienzo de su amistad, habían tenido secretos uno con el otro. Hizo intento de hablar, pero la puerta del salón se abrió con impulso y una pareja entró en la estancia. Era una muchacha bastante espigada, con el cabello largo, recogido en una trenza de color castaño muy oscuro. Llevaba un hermoso vestido floreado, y tiraba de un joven robusto cuyas manos la estaban toqueteando desde la cintura hasta las nalgas. Ambos dejaron de reír y se detuvieron abruptamente cuando vieron a los dos chicos sentados en el alféizar de la ventana:
_ Mierda..._ masculló el muchacho con el rostro bastante desconcertado.
_ Tranquilo._ dijo ella y carraspeó mientras se aproximaba a los chicos, que la observaban boquiabiertos._ ¿Ustedes qué hacen acá?
_ Podría preguntarte lo mismo._ chirrió Abdías taladrando al acompañante de la chica con una mirada de desaprobación._ ¿Quién es él?
_ Podría preguntarte lo mismo._ remedó ella._ No te importa quién es él.
Los ojos verdes de Abdías brillaron con cierto toque de picardía:
_ ¿Es tu nuevo novio?
_ Te dije que no te importa.
_ Le diré a mamá que viniste acá arriba a besuquearte con un chico._ amenazó Abdías.
La muchacha avanzó hacia él con agresividad:
_ Atrévete y eres hombre muerto.
_ Ya cálmense los dos._ suspiró Ariel._ ¿En serio siempre tienen que estar peleándose?
A Ariel le gustaba mucho Verónica, la hermana mayor de Abdías. Aunque había personas que criticaban la actitud a veces libertina de la hija del pastor, a él, ella le resultaba una de las personas más sinceras de toda la congregación. Verónica no se molestaba en fingir, y decía lo que quería decir, y hacía lo que quería hacer, sin importarle mucho el criterio que pudieran tener los demás acerca de su proceder. Claro que, en ocasiones se limitaba un poco, por aquello de tener que dar el ejemplo para no dejar mal parado a sus padres. Vamos, al final de la historia, era la hija del pastor, y de alguna manera, tenía los ojos de todos los fieles encima de ella y su comportamiento.
Pero sí, Verónica le caía muy bien. Excepto cuando ella optaba por unirse al club de los que bromeaban con respecto a su nombre:
_ Y ¿qué hacen tú y el sirenito aquí tan apartados de todos?
Antes de que Ariel pudiera replicar, Abdías se dio prisa en intervenir:
_ ¡No lo llames así! ¡Sabes que no le gusta que le digan sirenito!
Verónica se rió a carcajadas:
_ Solo estaba bromeando, no te pongas intenso._ se sentó entre ambos y corrió un brazo sobre los hombros de Ariel._ En serio, sirenito... ¿Cómo puedes soportar a mi hermano?
Ariel titubeó unos segundos:
_ Él... es... tu hermano es mi mejor amigo.
Verónica sonrió con una mueca burlona, aunque había algo de ternura en la forma en que miró a Ariel. Alzó una mano para pellizcarle una mejilla cariñosamente mientras decía:
_ Pues sí que tiene suerte el idiota de tener un amigo como tú. Los otros son unos completos imbéciles, como él.
Le tomó el rostro entre las manos y le besó suavemente en los labios. Ariel abrió ojos como platos y Abdías dejó salir su enojo ante el comportamiento de su hermana:
_ Eres repugnante. A veces te comportas como una ramera. No por gusto la gente habla mal de ti.
_ Me da igual lo que digan todos esos mojigatos hipócritas y farsantes. Y ahora, ustedes dos lárguense de aquí.
Abdías saltó del marco de la ventana al suelo y se plantó ante su hermana:
_ ¿Por qué? Nosotros estábamos aquí primero. Si lo que quieres es estar a solas con tu nuevo novio para besuquearse y hacer cochinadas, mejor búscate otro lugar, porque nosotros no nos movemos.
Verónica cerró el espacio entre ellos, midiéndolo con la mirada:
_ Mejor haz lo que te digo, hermanito, o de lo contrario, le diré a mamá que te sorprendí probándote uno de mis vestidos.
Abdías enfureció aún más:
_ ¡Eso no es verdad! ¡Mamá no te creería algo así!
El tono de Verónica derrochó diversión:
_ ¿Quieres apostar?
Antes de que ninguno de los dos, Ariel o Abdías, pudiera decir algo, la puerta del salón volvió a abrirse y una señora elegantemente vestida apareció en el umbral. María Luisa del Olmo, la esposa del pastor Edgardo y madre de Verónica y Abdías, era una mujer regordeta de carácter muy dulce, aunque sabía hacerse escuchar y respetar cuando era la ocasión adecuada, y aquella parecía ser una de esas ocasiones. Miró a los tres muchachos y soltó un suspiro de cansancio:
_ ¡Con que aquí estaban! ¡Llevo rato buscándolos! ¡Verónica! ¡Toda la clase bautismal está reunida con el pastor en su oficina, solo faltas tú! ¡Ariel, tu madre y la señorita Smith andan como locas, buscándote sin saber dónde estás! ¡Abdías arréglate ese corbatín de inmediato, está todo torcido! ¿Qué esperan? ¡Muévanse todos!
Se hizo a un lado para dejar libre la puerta y tropezó con el mozalbete que había permanecido oculto y silencioso en un rincón, esperando no ser descubierto:
_ ¿Y tú quién eres, jovencito?
Abdías quiso responder pero su hermana le propinó un disimulado pellizco que le hizo callar de inmediato. Mientras salían del salón, Ariel se inclinó hacia Abdías para preguntarle con un susurro:
_ Oye... ¿En serio te pones la ropa de tu hermana?
Abdías lo miró con furor y replicó en el mismo tono:
_ ¿Vas a prestarle atención a lo que diga la loca de mi hermana?
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♪...En las aguas de la muerte
Sumergido fue Jesús.
Mas su amor no fue apagado
Por las penas de la cruz...♫
La melodía del piano acompañaba las armónicas voces de los integrantes del coro, al que igualmente se unían las del resto de los fieles congregados esa mañana de sábado. Mientras cantaba, Ariel, el miembro más joven del coro de la iglesia, miraba a sus compañeros de cantos. Había jóvenes de ambos sexos, veinteañeros, e igualmente, hombres y mujeres adultos, y otros que rondaban la tercera edad o estaban zambullidos de lleno en ella. Algunas damas realmente daba gusto escucharlas, con sus voces de mezzosopranos, al igual que los hombres, barítonos y tenores, uno que otro tratando de hacer un vibrato que la mayoría de las veces le daba deseos de reírse a carcajadas, y debía controlarse para no hacerlo, ya que estaba en primera fila.
Había pasado a formar parte del coro desde los ocho años, cuando, en un intento de la señorita Federica Smith, la directora del ministerio musical, por hacer un coro de niños para los festejos de la Navidad que resultó más en un coro de gatos desafinados, descubrieron que poseía una angelical voz que, hasta entonces, ni él mismo sabía que tenía.
Ariel no cantaba ni en la ducha. Siempre, en los servicios de canto, movía los labios, pero sin pronunciar en voz alta. La señorita Smith lo percibió durante los ensayos y lo presionó para que vocalizara. Y allí mismo quedó expuesto.
Jamás podría olvidar ese día. Estaban ensayando Silent Night:
_ ¡Por favor niños, no griten! ¡Canten! ¡Entonen! ¡Escúchense unos a otros! ¡Intenten seguir la melodía!
Pero aquello era un auténtico coro de a saber cuántas especies animales mezcladas. Había aullidos, maullidos, graznidos y cuanto sonido animal pudiera alguien imaginarse. Desesperada, la señorita Smith, sin saber qué hacer para mejorar el desempeño de aquel grupo de niños y adolescentes, y hacer que cantaran, o hicieran algo muy similar y menos tortuoso, reparó en Ariel y volcó en él su frustración:
_ ¡Ariel Arizmendi! ¡Sigue moviendo los labios pero no está cantando! ¡Quiero escucharlo ahora mismo!
Ariel solo se había unido a aquel burdo intento de coro por la insistencia de sus padres, quienes se empeñaban en que sus cuatro hijos estuviesen involucrados en todas las actividades acordes a sus edades, organizadas por la iglesia. Realmente era su hermano Archie quien mostraba algo de talento musical, ya que recibía clases de piano y guitarra. Archie y Anabel, y hasta sus primas, también estaban cantando en el coro, aunque, al igual que el resto de los chicos, sus voces no eran para nada buenas.
Ante el regaño de la señorita Smith, y temeroso de que fuera a quejarse con sus padres y pudiera ser regañado, Ariel respiró profundo, cerró los ojos y alzó la voz, cantando la segunda estrofa del archiconocido villancico.
Ni siquiera se dio cuenta de que los chicos a su alrededor dejaron de reírse, hacerse silenciosas bromas entre ellos y callaron sus desafinadas voces. Tampoco se había percatado de que el señor Perkins, quien tocaba el piano, había dejado de hacerlo. Cuando abrió los ojos, Ariel casi se asustó al ver a más de una veintena de pares de ojos que lo observaban, totalmente desconcertados, pasmados, sorprendidos, admirados:
_ ¿Por qué no dijiste que sabías cantar?_ le disparó su prima Isabel de inmediato.
_ ¿Qué?_ solo atinó a preguntar Ariel sin entender aún lo que estaba ocurriendo.
Y su sorpresa fue aún mayor cuando la señorita Smith, con lágrimas en los ojos, se abrió paso a través del grupo de niños y adolescentes, y al llegar a él, lo abrazó, emocionada:
_ ¿Tienes idea del don tan especial que Dios te ha dado, criatura?
Para nadie era un secreto que la señorita Smith no era una adepta a los niños. Era una solterona consagrada al ministerio de la música. Verónica, la hermana de Abdías, acostumbraba a decir que, de haber sido católica, la señorita Smith se habría vuelto monja seguramente. Por tanto, que estuviera abrazando a uno de los chicos, era realmente señal de algo grande.
Ariel cada vez entendía menos... ¿De qué don estaba hablando esa mujer? Le habían pedido que cantara y él había cantado. No entendía qué había hecho de especial para que la señorita Smith estuviera tan conmovida, al extremo de derramar lágrimas y que el señor Perkins y los demás chicos, con sus hermanos y primas incluidos, lo estuviesen mirando y cuchicheando, como si él se hubiera convertido de repente, en una especie de fenómeno.
Mandaron a por el pastor Stevens, quien estaba al frente de la congregación por aquel entonces, y Ariel tuvo que cantarle íntegramente, y él solo, Silent Night. El pastor Stevens, un señor bajito y regordete y que parecía estar siempre enojado, una vez que el niño terminó de cantar, se le acercó, le revolvió los cabellos y sonrió (¡ese hombre nunca sonreía!) diciendo a todos los presentes con un tono casi solemne:
_ Dios nos ha bendecido enviándonos a un ángel.
Esa misma noche, el pastor Stevens, la señorita Smith y el señor Perkins fueron a la casa de los Arizmendi para hablarles del bienaventurado descubrimiento. Al matrimonio no le tomó por sorpresa, pues no bien habían llegado Archie y Anabel a la casa, soltaron toda la sopa. Ariel se había encerrado en su habitación. No tenía deseos de ver a nadie y mucho menos, de que le pidieran volver a cantar. En mala hora lo había hecho.
Pero desde aquel día se convirtió en el niño consentido de la señorita Smith, quien lo nombró miembro honorario del coro oficial de la iglesia. En ocasiones muy especiales, le preparaba himnos especialmente a él, y el niño debía interpretarlos ante toda la congregación, que siempre quedaba fascinada por la angelical voz del chiquillo.
Por supuesto, aquello no hizo sino acrecentar el odio que ya tenía por su nombre, puesto que ahora los chicos que le molestaban anteriormente, tenían una razón de más para llamarlo sirenito:
_ ¡Canta Ariel! ¡Canta sirenito!_ se mofaban de él los otros chicos, movidos por la envidia de toda la atención y admiración de la que ahora gozaba. Hasta sus hermanos llegaron a sentirse celosos. En cambio, sus padres no podían estar más orgullosos, principalmente Gabriela, a quien las otras damas llamaban, con bastante acidez de hecho, la mamá del pequeño angelito:
_ Si Dios te ha bendecido con esa hermosa voz, es justamente para que la uses de la mejor forma ¿Y qué mejor manera que alabando al mismo que te hizo tan hermoso regalo?_ le repetía su padre todo el tiempo, sobre todo cuando Ariel protestaba por la cantidad de himnos que la señorita Smith le daba para que memorizara y que debía ensayar constantemente.
Cantar llegó a ser como una especie de castigo, pero aún así, no dejó de hacerlo, aunque le fastidiara que ahora todo el mundo en la iglesia le mostrara un interés demasiado marcado, y no hacían más que repetirle sobre la hermosa voz que Dios le había obsequiado. Para él, más que un obsequio, era una tortura.
La única que jamás dijo nada al respecto fue su abuela. La primera vez que le escuchó cantar, la abuela Mariana se le quedó observando con una expresión indescifrable en la mirada y el rostro, pero no pronunció ni una sola palabra.
Sus tíos, en cambio, sí tuvieron mucho que opinar. Teniendo en cuenta que ninguna de sus primas gozaba de lo que, podría definirse como un talento digno de elogiar, era natural que la envidia despertase, principalmente en su tía Juana, quien a la primera oportunidad, no pudo evitar destilar su veneno y decirle, a modo de consejo, que cantara con voz algo más ruda, porque podían confundirlo con una niñita.
La primera vez que escuchó aquellas palabras, sintió deseos de llorar, a causa de la vergüenza, y se escondió para poder desahogarse a solas, sin atreverse a decirle nada a nadie, ni siquiera a sus padres. No quería ocasionar un disgusto entre sus tíos y sus padres. Pero las burlas de la tía Juana continuaron, y muy pronto, el tío Fidencio, el tío Juan Alberto y la tía Fabiola también se unieron al choteo, y ni qué decir de su insoportable prima Tamara, quien no paraba de reírse de él y repetir las mismas palabras que le escuchaba seguramente a sus padres.
Aquella tortura duró cerca de un par de meses, hasta que Juana y Fabiola cometieron el desafortunado error de usar sus burlas contra Ariel y ser escuchadas por la abuela Mariana.
Ariel no recordaba haber visto nunca a su abuela paterna furiosa, hasta aquel momento. La mujer no gritó ni profirió insultos, de hecho, Ariel no escuchó lo que les dijo a ambas, pero jamás olvidaría la expresión de su rostro, la frialdad de sus ojos. Tuvo que haber sido algo realmente amenazante, puesto que nunca más se atrevieron a burlarse. Y cada vez que sus primas intentaban mofarse, y alguno de sus padres estaban cerca, estos las requerían fuertemente. Aunque desde ese entonces no se molestaban mucho en disimular su rechazo por Ariel.
Mientras el canto se desarrollaba aquella mañana, los ojos de toda la congregación estaban puestos en el acto que se estaba llevando a cabo en ese momento. La pared del fondo de la plataforma central, estaba siempre cubierta por unas grandes cortinas de jacquard púrpura con brocados dorados. Cuando dichos cortinajes se descorrían, daban paso a un baptisterio de medianas proporciones. Era una especie de piscina, enclavada en una suerte de capilla cuyas paredes estaban levantadas con relieves en forma de rocas salientes, con pilas instaladas que permitían que el agua saliera y cayera como si fueran pequeñas cascadas. La parte superior de la pared, cercano al techo, estaba pintada de azul, como si fuese un cielo limpísimo, con nubes blancas y una paloma descendiendo de lo alto, envuelta en un cono de luz amarilla.
El pastor Edgardo estaba en medio del baptisterio, sumergido en el agua hasta la cintura, con su sobrio traje negro que usaba cada sábado. Doce personas recibirían el bautismo ese día, su hermano Antonio y Verónica, la hermana de Abdías, entre ellos. Irían descendiendo uno a uno a las aguas, vestidos con túnicas blancas, como símbolo de la pureza que estaban a punto de alcanzar en breve, donde morirían para el mundo y sus placeres y renacerían a una nueva vida en Cristo:
_ Antonio... En este día renuncias al mundo y renaces a una nueva vida en Cristo Jesús, nuestro Salvador. Por ello, por la dignidad de mi ministerio, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
El pastor sostenía con un brazo la espalda de Antonio, y con la otra lo impulsó hacia atrás, sumergiéndole brevemente bajo el agua y luego haciéndole emerger. Ariel observó a su madre, toda llorosa en uno de los primeros asientos. A su padre, serio, satisfecho y orgulloso, y sus hermanos, Archie y Anabel, filmando el momento con sus teléfonos móviles.
La última en bautizarse fue Verónica, con su cabellera castaña suelta sobre la espalda. A diferencia de los anteriores, Verónica no lucía la emoción que había primado en los rostros del resto. Ella parecía más bien, indiferente, como ajena a todo lo que estaba sucediendo. La señora María Luisa, su madre, estaba sentada junto a Gabriela, lloriqueando de emoción, mientras que Abdías filmaba con una cámara de video. Ariel sonrió al verle y hubiera querido saludarlo, en el momento en que Abdías enfocó la cámara hacia él, pero la señorita Smith le hizo una señal para que interpretara su momento de solo en el himno. Ariel tomó una bocanada de aire y comenzó a cantar.
Aunque había esperado que con la pubertad y todas las transformaciones que traía consigo, principalmente el cambio de voz, pudiera dejar de sonar tan bien, su voz continuó siendo dulce y armoniosa, como si Dios se hubiese propuesto hacer perpetua su penitencia de hacerle seguir cantando.
El servicio de canto se extendió durante unos treinta minutos, dando tiempo a que los recién bautizados se secaran y vistieran para ser presentados oficialmente como miembros de la iglesia, como recién nacidos en Cristo.
Cuando aparecieron, sonrientes, emocionados, llegó el momento de los agradecimientos, de mencionar sus citas bíblicas e himnos favoritos, además de los nombres de personas importantes en la formación y la vida espiritual de los neófitos. Fue el momento en que, una vez que Antonio agradeció a Dios por la presencia y el apoyo de sus padres en su vida, y mencionó que su cita bíblica favorita correspondía a Juan 3:16, Archie se sentó ante el piano y comenzó a tocar, mientras que Ariel entonaba dulcemente:
♪...Yo te seguiré, ¡oh Cristo!,
Dondequiera que estés;
Donde tú me guíes, sigo;
Sí, Señor, te seguiré...♫
♪...Yo te seguiré, ¡oh Cristo!
Tú moriste para mí.
Aunque todos te negaren,
Yo, Señor, te seguiré...♫
Con los años, Archie y él habían conseguido convertirse en todo un equipo, Archie al piano, acompañándolo en la mayoría de sus interpretaciones musicales. Era lógico, ya que su hermano se había vuelto en un gran apoyo, siendo su acompañante en los ensayos en casa. Con Archie al piano, se sentía más cómodo, habiéndose acostumbrado a sus tiempos musicales y a su forma de ejecución.
La ceremonia concluyó con el pastor Edgardo haciendo una fervorosa y apasionada oración y con Ariel interpretando el himno Tan cerca, oh Dios, de Ti, que provocó que muchas personas acabaran derramando lágrimas de emoción, sobre todo los recién bautizados, aunque distinguió a Verónica bostezando desvergonzadamente, como ansiosa de que todo aquello acabara de una buena vez.
******************
Abdías lo tomó de la mano y tiró de él, mientras corrían por los pasillos, riendo a carcajadas. Era realmente agradable estar fuera de la rigidez del culto divino, lejos de todos los adultos vociferando amén, amén, a cada tres frases del predicador; de las diaconisas, deslizándose sigilosas entre los bancos, con los letreros SILENCIO, REVERENCIA, bordados en unas bandas al estilo de las concursantes de los certámenes de belleza. Ariel se sentía mucho mejor estando fuera de aquel círculo vicioso y claustrofóbico. Sobre todo cuando podía disfrutar solo de la compañía de Abdías:
_ ¿Qué harás el resto de la tarde?_ le preguntó Abdías sentándose encima de una mesa del salón donde se reunía la clase de primarios.
Ariel, acomodado en otra mesa, volteó los ojos y alzó los hombros con un gesto de aburrimiento:
_ Mi familia se reunirá en mi casa para celebrar el bautismo de Antonio._ suspiró._ Un aburrido almuerzo y una aun más aburrida cena en la noche, luego de despedir el sábado, en la casa de mi tía Juana. No sé qué es peor de todas las opciones.
Abdías se echó a reír:
_ No entiendo cómo es que sientes tanta aversión por tu familia.
_ Es que no los conoces. Al menos, no tanto como yo.
_ Imagíname a mí entonces, siendo el hijo de un pastor._ señaló Abdías con una mueca._ Debo ser el hijo perfecto todo el tiempo. Y mi hermana Verónica no me lo hace muy fácil.
_ Ah, no digas eso. Tu hermana Verónica es genial. A mí me cae muy bien. Claro que es un poco loca y a veces se comporta de una manera... bueno, rara. Pero siempre me ha simpatizado.
_ ¿Qué? Debes estar loco para decir algo así. Verónica es insoportable. Últimamente mi madre y ella siempre están discutiendo. Verónica a veces da a entender que...
Se detuvo. Ariel lo miró con curiosidad:
_ ¿Qué? ¿Qué ibas a decir?
Abdías miró alrededor, como cerciorándose de que realmente estaban ellos solos:
_ ¿Puedo contarte un secreto?
_ Claro. Bueno, solo si estás seguro de que quieres contármelo. Si no confías en mí no tienes que...
Abdías saltó de la mesa en la que estaba y corrió a acomodarse junto a Ariel:
_ ¡Claro que confío en ti! ¡Eres mi mejor amigo!
Le tomó una mano y se la apretó con fuerza. Ariel se mordió una esquina del labio inferior, sintiendo un picor recorriéndolo por todo el cuerpo. Abdías comenzó a decir entonces:
_ Anoche escuché a mis padres y a Verónica discutiendo. Salí de mi habitación y fui sigiloso para escuchar por qué estaban peleando. Alcancé a oír a Verónica gritarles que no quería bautizarse, que ella no creía tanto en Dios y siendo así, si se bautizaba, estaría siendo una hipócrita.
_ ¿Y qué le dijeron tus padres?_ Ariel parecía muy impresionado por lo que acababa de oír.
_ Pues imagínate. Mamá no paraba de gritarle y de decirle que no sabía lo que estaba hablando. Mi papá le pedía que recapacitara, que ella no podía hacerles pasar esa vergüenza de, siendo la hija del pastor, echarse para atrás. Lo último que pude oír fue a Verónica gritarles que no podía creer que prefirieran montar una farsa y obligarla a hacer algo en contra de su voluntad, en vez de dejarla ser sincera y obrar según su corazón. Me fui corriendo cuando oí que mamá la abofeteaba, mandándola a callar. Fue algo horrible. Realmente lo fue.
Abdías dejó caer el cuerpo hacia adelante, encorvando la espalda mientras se tomaba las manos, con un gesto de abatimiento. Ariel se le quedó mirando unos segundos, hasta que alzó una mano y la depositó sobre la espalda de su mejor amigo, prodigándole una suave caricia:
_ Oye... ¿Te encuentras bien?
_ Pues... no lo sé... Después de escuchar esa terrible discusión de anoche en mi familia no sé ni qué pensar.
Ariel quiso replicar, pero ambos se irguieron de repente:
_ ¿Qué fue eso?_ preguntó Abdías.
Se escuchaban, provenientes de otro salón, voces exaltadas. Ariel y Abdías bajaron de la mesa y salieron al pasillo, siguiendo el origen de las voces. Empujaron la puerta del salón de juveniles, y se detuvieron abruptamente ante la escena que se estaba desarrollando ante sus ojos.
Había cinco chicos en el salón. Cuatro de ellos reían a carcajadas, risas burlonas, crueles. Dos de ellos sostenían a otro, mientras un tercero intentaba pintarle el rostro con un rotulador, y un cuarto filmaba la escena con un teléfono:
_ Vamos cuerda floja... No te resistas. Sabemos que a los que son como tú les encanta pintarse los labios... No te resistas más.
Y las risas se continuaban. Abdías miró a Ariel. El muchacho estaba pálido y serio, con los ojos fijos en el chiquillo que se retorcía en el suelo, tratando de liberarse de sus captores, con la mirada desesperada, llena de espanto:
_ ¿Qué hacen?_ preguntó Abdías.
Los otros voltearon los rostros hacia los recién llegados. Uno de ellos, el que intentaba pintar el rostro del otro, sonrió ampliamente:
_ ¡Abdías! ¡Ariel! Llegaron en buen momento... Estamos tratando de maquillar a Nandito cuerda floja. Vengan, ayúdennos.
Las mandíbulas de Ariel se apretujaron y antes de que Abdías pudiera responder a la invitación, se adelantó unos pasos y ordenó:
_ ¿Por qué lo molestan? ¡Déjenlo ir!
Los otros chicos respondieron con una risotada:
_ Vaya, Ariel. Defendiéndolo como lo estás haciendo das a pensar que estás de su parte. Y si es así, entonces debes tener mucho que ver con el cuerda floja.
Abdías se le encimó, amenazante:
_ Mucho cuidado con lo que insinúas, Saúl.
El muchacho se incorporó. Era alto, de cabello ceniciento, erizado como las púas de un puercoespín y un montón de pecas salpicadas sobre una nariz larga y puntiaguda, sobresaliendo en un rostro donde brillaban un par de ojos azules, que se entrecerraron al decir:
_ Wow... Cuánta pasión, Abdías... ¿Sabes que siempre me ha llamado la atención lo bien que se llevan el sirenito y tú? ¿Acaso son más que amigos?
Abdías le fue encima, tomándolo por el cuello de la camisa y sacudiéndolo con fuerza. La pelea habría sido inevitable de no haber aparecido alguien en el umbral de la puerta del salón:
_ ¿Qué está sucediendo aquí?
Los siete chicos se quedaron congelados de golpe. La señora Mariana Arizmendi recorrió con sus ojos fríos los semblantes demudados de cada uno de los jóvenes, y se detuvieron en su nieto, que estaba ayudando al tal Nandito a ponerse en pie. Con gesto severo en su rostro, la anciana taconeó hacia ellos, y se enfocó en los cinco agresores:
_ Si no quieren que vaya ahora mismo y les diga a sus padres lo que estaban haciendo y que me imagino para nada era bueno, desaparezcan de inmediato.
Aquellos no perdieron tiempo y salieron en tropel. Saúl se giró hacia Abdías y Ariel, dirigiéndoles una mirada de desprecio antes de marcharse. Mariana detuvo a Nandito, que se disponía a abandonar el salón, sosteniéndolo por la barbilla y mirándole fijamente a los ojos. El chiquillo tenía la misma edad de los otros, y era muy delgadito, con un rostro suave, casi andrógino, con facciones muy tiernas y unos ojos verdosos que estaban enrojecidos por la evidencia del llanto reciente. Nandito casi se sintió aterrorizado por la fijación de la mujer que tenía enfrente, cuyos ojos grises parecían traspasarle el alma, y se dio prisa en soltarse y salir corriendo fuera del salón.
Mariana se giró entonces hacia su nieto y Abdías, quienes seguían parados en el mismo lugar donde habían estado cuando ella entrara. Los observó por un instante, hasta que, tomándose las manos tras la espalda, avanzó unos pasos hacia ellos:
_ ¿Y ustedes en serio iban a pelearse con esos gamberros? ¿Hoy? ¿Sábado?
_ Es que ellos estaban maltratando a Nandito, y además insultaron a Ariel.
Mariana clavó los ojos en Abdías. Su mirada era penetrante, escrutadora. Ni siquiera cuando su nieto le habló, apartó los ojos del hijo del pastor:
_ Abuela... ¿Les dirás a mis padres lo que ocurrió?
_ No._ negó Mariana tranquilamente._ Ahora salgan de aquí. No deberían estar en estos salones sin la supervisión de un adulto.
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Despedir el sábado era una tradición adventista que la familia Arizmendi llevaba a cabo religiosamente en cada puesta de sol que marcaba el final del Día Santo del Señor, con cantos, meditaciones de la cita bíblica de la jornada y oraciones de acción de gracias. Cada sábado se iban rotando y celebraban el ritual en la casa de alguno de los tíos, culminando con una suntuosa cena. Aquel día habría de acabar en la residencia de la tía Juana. Mala suerte.
No bien terminó el ritual, la familia se sentó a la mesa del comedor para disfrutar de la cena que la tía Juana había dispuesto y no dejaba de catalogar como, deliciosamente magnífica. Todo en ella siempre era así. La auto exaltación al límite de lo inimaginable.
Ariel detestaba ir a la casa de la hermana de su padre. Odiaba la manera en que ella presumía la elegancia de su residencia, su ostentosa decoración, y cuanto se le ocurriera enaltecer como logro personal por encima de sus dos hermanos y sus respectivas esposas. Se esmeraba en llamar la atención de su madre, ganar quizás su aprobación o algún elogio, pero la abuela Mariana siempre hacía como que no la escuchaba, y no podía lucir más indiferente. Además, las trillizas se volvían más insoportables cuando estaban en su ambiente.
Luego de la cena, Ariel se escabulló sin hacer ruido y fue a sentarse en un oscuro rincón del jardín, lejos de las banales pláticas familiares y de sus insoportables primas y sus tolerables hermanos. Quería estar solo. Necesitaba estar solo. Hubiera preferido estar en su casa, en la complicidad de su habitación, con un par de audífonos en los oídos para aislarse aún más, mientras escuchaba sus temas musicales favoritos de los años ochenta y los noventa del pasado siglo, música mundana, no recomendada por los mandatos de la iglesia, y prohibida según las normas de su estricta familia, pero su música favorita al fin y al cabo, las cuales les resultaban mucho más emotivas y con más sentimientos que los pulverulentos himnos religiosos que se veía forzado a cantar desde los ocho años.
En aquel rinconcito del jardín de la tía Juana, Ariel pensó en lo ocurrido en la mañana, al terminar el servicio, el incidente con los chicos que se habían burlado y torturado cruelmente a Nandito Espinoza, el chico al que todos llamaban peyorativamente, cuerda floja, un modo casi decente de tildarlo de homosexual.
Nandito Espinoza siempre había sido un niño muy frágil, dado más a buscar la compañía de las niñas, que, aunque aparentemente lo aceptaban con ellas, igual no perdían la oportunidad de ofenderlo cuando por alguna razón se enemistaban con él. Sin embargo, era un chico muy simpático y agradable. A Ariel le caía muy bien, aunque se relacionaran poco. A su padre no le gustaba que se mezclara con aquel chiquillo cuyo futuro no vislumbraba ser muy favorable. En un principio, Ariel no entendía lo que quería decir su padre con aquello, pero con el transcurrir del tiempo llegó a comprender el significado de tales palabras. Era la misma razón por la que todos en la iglesia se burlaban de Nandito. Daban por cierto que el chico era gay, incluso, cuando se trataba solo de un niño que no tenía ni idea del significado de aquel término.
Ahora entendía por qué los señores Espinoza se mantenían a veces apartados del resto de la congregación. Estaban avergonzados de su único hijo, que era motivo de cuestionamientos y burlas por parte de todos sus conocidos. El señor Espinoza, un sujeto robusto y de aspecto desagradable, siempre estaba gritándole a su hijo, empujándolo, exigiéndole que hablara más fuerte, que no llorara tanto, que se comportara más como un hombre. La señora Espinoza era un poco más tolerante, aunque igual recriminaba a su hijo por sus maneras tan afeminadas.
Ariel suspiró y por un momento se planteó la hipótesis de que él estuviera en una situación similar a la de Nandito. Si todos creyeran que él era un cuerda floja, ¿cómo reaccionaría su familia?
Miró a lo alto, al oscuro cielo estrellado donde relucía una luna inmensa, redonda como un queso agujereado, y tuvo deseos de estar frente a frente a Dios, si realmente existía, y preguntarle si los cuerda flojas tenían lugar en su corazón, si también los consideraba hijos suyos.
Interrumpió su soliloquio mental en el momento en que su madre lo llamó. La abuela Mariana ya se marchaba a su casa y como siempre, habrían de despedirla. La abuela estaba dispuesta a abordar su viejo Mustang, cuando se volvió a sus hijos, nueras, yerno y nietos. Paseó la mirada por los rostros de todos y cada uno, y se detuvo en Ariel. Se acercó a él y por un instante permaneció con los ojos fijos en el adolescente. Ariel tragó en seco, consciente de que todas las miradas de sus parientes ahora estaban clavadas sobre él. La abuela Mariana, con una media sonrisa en su boca fruncida, estiró una mano y le revolvió los cabellos, luego, en silencio, subió a su auto y se alejó con un bramido del vehículo:
_ Bueno,_ suspiró Tamara con voz chillona._ parece que la vieja ya tiene un nieto preferido.
_ ¡Tamara!_ graznó la tía Fabiola, aunque su rostro, al mirar a Ariel, mostraba cierta inconformidad.
El resto de los adultos, exceptuando a sus padres, también parecían descontentos.
_ ¿Qué hiciste para que la abuela tuviera ese gesto contigo?_ le preguntaron Archie y Anabel en el trayecto a la casa.
_ No hice nada._ respondió Ariel.
_ Algo tienes que haber hecho._ señaló Antonio._ Ni siquiera conmigo, que soy el mayor de todos, ella ha tenido jamás ese gesto de cercanía.
Pero Ariel estaba tan sorprendido como los demás por lo sucedido.
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A Ariel le habría gustado pertenecer al Club Conquistadores, de no ser porque el liderazgo del mismo estaba sobre los hombros de sus tíos Fidencio y Juan Alberto, los cuales a veces parecían creer que estaban entrenando cadetes para ingresar al cuerpo de marines. La mayoría de los padres y madres de los chicos se turnaban para tomar parte en el club en calidad de voluntarios, y así apoyar a Fidencio y a Juan Alberto en la difícil labor de controlar a un montón de adolescentes.
El Club Conquistadores era lo más parecido a los boy scout. Los domingos era el día de encuentro de los miembros del club. Las actividades que se realizaban eran múltiples, que iban desde el trabajo de servicios comunitarios, tutoría personal, educación basada en habilidades, entrenamiento en liderazgo dentro de la iglesia, y temporalmente, excursiones y acampadas, justo como la que habría ese domingo. Esa mañana se sumaron las señoras Asunción Placeres (la madre de Ernesto), Enriqueta Bassett (la madre de René) y Casilda Benavides (la madre de Cristóbal).
Era bastante difícil ver a estas tres mujeres, que eran muy cercanas a la tía Juana, en ropas campestres, habituadas siempre a exhibirse en sus mejores galas, siempre degustando entre ellas algún jugoso chisme. Y faltaba la muy honorable señora Esther Ruíz, la madre del insoportable de Saúl. Después de los Arizmendi, los Ruíz eran la segunda familia más prestigiosa de la comunidad, no por gusto Saúl se creía con el derecho de hacer y deshacer a su gusto, y al igual que las otras señoronas, Esther Ruíz se creía que su hijo era un angelito, con aureola en la cabeza incluida.
Los chicos y chicas estaban entusiasmados por la idea de trasladarse al campamento Hope, una propiedad que poseía la iglesia en las afueras del condado. Se trataba de una hermosa finca enclavada en un igualmente hermoso ambiente natural, rodeado de bosquecillos de pinos y arces, prados que invitaban a correr sin descanso, disfrutando de la tranquilidad y el aire puro, y hasta un cristalino lago donde se podía uno refrescar del acuciante calor. El campamento Hope tenía habilitadas unas diez cabañas con capacidad para veinte personas, cinco para damas, y cinco para caballeros, y en el verano era el lugar idóneo y favorito de los más jóvenes para disfrutar de las vacaciones, y lejos de las miradas ceñudas de los padres.
Ariel entornó los ojos al escuchar el estridente chirrido que estaba haciendo el tío Juan Alberto al sonar el silbato, mientras el tío Fidencio exhortaba a voz en grito a los chicos a que descendieran rápidamente del bus amarillo. Las madres se fueron de inmediato a sentar en el interior de la casona central, donde desatarían sus lenguas, largo y tendido.
Ariel bajó justo detrás de Abdías. Tuvo que hacer un esfuerzo por contenerse y no intervenir, saliendo en defensa de Nandito, a quien Juan Alberto y Fidencio estaban ridiculizando ante los otros chicos, que no hacían más que reírse, sobre todo Saúl Ruíz, Ernesto Placeres, Cristóbal Benavides y René Bassett, los mismos que el día anterior habían abusado del chico. Miró la mano de Abdías que se había cerrado con fuerza alrededor de su muñeca, impidiendo que avanzara hacia sus tíos y les gritara un insulto, sobre todo, por lo ridículos que se veían con aquellos pantaloncillos que dejaban al descubierto sus pálidas y peludas piernas. Las del tío Fidencio eran pasables, atléticas, pero las del tío Juan Alberto resultaban deplorables, pálidas, largas y escuálidas.
Al mirar a Abdías, este no dijo ni una sola palabra, pero movió la cabeza con un suave gesto negativo. Ariel reprimió un respingo y se soltó bruscamente, alejándose de su amigo y forzándose a mirar hacia otra parte. Estaba tan molesto que prefirió apartarse de todo el grupo. Sin decir nada se encaminó rumbo al embarcadero. La voz del tío Juan Alberto sonó justo después de un nuevo chirrido del silbato:
_ ¿A dónde vas, sirenito? Ya vamos a comenzar el entrenamiento de hoy.
Saúl y su séquito de idiotas estallaron en sonoras carcajadas. Ariel frunció el ceño y entrecerró los ojos antes de replicarle al hombre:
_ Mi nombre es Ariel, tío, aunque no debería recordarte algo que sabes perfectamente.
Hubo un murmullo sordo entre los chicos, pasmados ante el atrevimiento de Ariel, que se había volteado hacia los dos hombres y los miraba fijamente, con una expresión bastante molesta. El tío Juan Alberto boqueó un momento, sorprendido por las palabras de su sobrino. Fue el tío Fidencio quien reaccionó finalmente, dejando escapar una grotesca carcajada de burla:
_ Vaya, parece que alguien está de muy malas pulgas hoy.
Aturdido aún, Juan Alberto volvió a sonar el silbato y ordenó a los chicos que se organizaran en dos filas, una de hembras y otra de varones. Cada vez que miró a su sobrino en lo sucesivo, no pudo ocultar el descontento y la inconformidad con el chico:
_ ¿Por qué tenías que responderle así a tu tío?_ le preguntó Abdías por lo bajo.
_ Ya me tiene harto._ respondió Ariel en el mismo tono._ Le encanta hacerse el chistoso delante de todos. Sabe que odio que me llamen sirenito. No tenía porqué llamarme así, y menos enfrente del imbécil de Saúl Ruíz y sus perritos falderos.
Abdías quiso replicarle, pero Fidencio los regañó por estar cuchicheando y no prestar atención a las explicaciones.
El tío Juan Alberto informó el horario que habrían de seguir durante la jornada. A continuación dejarían los bolsos en las cabañas y harían trabajo físico de calentamiento. Eso indicaba que tendrían que saltar, correr y hacer cuanto ejercicio les indicara el tío Fidencio, que teniendo mucho más porte de atleta que el tío Juan Alberto, siempre atendía tales actividades. Además, Ariel sospechaba que le encantaba aquello de dar órdenes porque era la única oportunidad que tenía para hacerse oír, ya que en su propia casa, quien mandaba y disponía era su esposa, la tía Juana.
Luego tendría lugar una dinámica en pareja. Después, el almuerzo; una hora de descanso, y finalmente, disfrutarían de un baño en el lago antes de subir al bus para regresar a casa.
La sesión de entrenamiento físico fue una tortura mayúscula en todos los sentidos, especialmente para Nandito Espinoza, a quienes Juan Alberto y Fidencio habían convertido en el blanco directo de sus burlas y críticas:
_ ¡Más energía, Nandito! ¡Debería darte vergüenza! ¡Mira a las niñas! ¡Se esfuerzan más que tú!
Ariel tuvo que contenerse para no marcharse de allí. Con los años, sus tíos se habían vuelto personas realmente horribles. Antes ya lo eran, pero ahora se habían tornado aún peores. Sentía compasión por el pobre Nandito Espinoza, para quien aquel entrenamiento era un castigo que no merecía. No se trataba solo de ver que hacía los ejercicios con el mayor de los esfuerzos, sino también, tener que sufrir tantas ofensas:
_ Vamos a hacer de ti un hombre._ decía el tío Juan Alberto y le palmeaba fuertemente la espalda, derribando casi al esmirriado chiquillo, cuyos ojos reflejaban claramente los deseos de llorar a causa de recibir tanta humillación.
Luego de unos minutos de descanso, tras haber recorrido a trote toda el área, bajo la férrea supervisión del tío Fidencio, se dispusieron a hacer la segunda actividad del día:
_ Se juntarán por pareja. Niñas con niñas. Varones con varones. El objetivo es que cada dúo intente recuperar un tesoro que se ha ocultado.
Los chicos de inmediato corrieron a buscar a sus compañeros según la afinidad. Ariel se mordió los labios al ver como todos ignoraban a Nandito, que estaba de pie, apartado y encogido, observando como le daban de lado como si fuese un apestado, un enfermo con alguna dolencia contagiosa. Dirigió una rápida mirada a Abdías y con determinación se encaminó hacia donde estaba Nandito Espinoza:
_ ¿Quieres hacer equipo conmigo?
Mientras Fidencio explicaba, Juan Alberto distribuía unos mapas que tenían las supuestas pistas que habían de seguir para cumplir el objetivo del ejercicio, y bolígrafos entre los chicos. Ambos hombres se quedaron pasmados. Abdías fue el primero que se quedó con la boca abierta cuando vio lo que acababa de hacer Ariel, y los otros chicos no tardaron en reaccionar de la misma manera. Siempre era la misma historia. Nadie quería a Nandito en su equipo, y cuando intentaban unirlo a alguno, lo rechazaban, acusándolo de torpe, lento o débil. Fidencio y Juan Alberto, que debían defender al chico, preferían formar parte de la crueldad de hacerle sentir mal consigo mismo y de humillarlo hasta el cansancio. Por eso, Ariel estaba harto de ser testigo de aquel comportamiento tan poco cristiano. Quizás era cierto y Nandito era gay, eso nadie podía comprobarlo o darlo por cierto, pero no tenían el derecho de tratarlo de aquella forma que dejaba tanto que desear, y que de seguro, el mismo Dios desaprobaba. Ya había llegado el momento de dejar de sentirse culpable por nunca hacer nada para defender a un indefenso.
Nandito se le quedó mirando, atónito, y solo atinó a mover la cabeza con un nervioso gesto afirmativo, a la vez que recorría con la vista los rostros desorbitados de los demás, quienes contemplaban la escena sin saber qué estaba sucediendo. Abdías se aproximó a la pareja, titubeando:
_ ¿Qué haces? Tú y yo siempre hacemos equipo.
_ Creí que sería bueno variar._ respondió Ariel tranquilamente.
Abdías se cruzó de brazos. Parecía bastante enojado:
_ ¿Y qué se supone que haga ahora? ¿Con quién me ubico para el ejercicio?
Nandito intentó hablar, temeroso de provocar algún problema entre los amigos, pero Ariel se le adelantó:
_ Puedes unirte a nosotros, pero si te incomoda que Nandito esté a tu lado, entonces mira a ver en los otros equipos si alguien te acoge. Estoy seguro que Saúl Ruíz o cualquiera de los otros imbéciles estarán felices de recibirte.
Molesto, Abdías frunció los labios y dirigiendo una mirada furibunda a Nandito, se dirigió hacia el grupo que conformaban Saúl y Ernesto, quienes lo recibieron con mucha algarabía. Abdías era uno de los adolescentes más hábiles y atléticos del club, por tanto consideraban que tendrían ventaja sobre los demás. Parecía mentira que solo el día anterior hubiesen estado a punto de enrolarse a trompadas.
Ariel no podía negar que la reacción de Abdías le provocó dolor. Esperaba que sin importarle lo que dijeran los otros, lo apoyaría en su decisión y recibiría a Nandito sin ningún prejuicio. Sumado al dolor, estaba también la decepción:
_ No tenías que hacerlo. Puedes decirle a Abdías que venga y hagan equipo juntos, como siempre. A mí... a mí no me importa hacer ese estúpido ejercicio. Ya estoy acostumbrado a que pasen estas cosas. No quiero que por mi culpa ustedes acaben enemistados.
Ariel suspiró y dijo, sin apartar los ojos de Abdías, que parecía absorto, escuchando las voces entusiasmadas de Saúl y Ernesto. Tampoco le pasó por alto que su prima Isabel le estaba haciendo ojitos coquetos al muchacho:
_ Dije que lo haríamos juntos. No hay nada más que discutir.
Casi arrancó el mapa de la mano de su tío Juan Alberto cuando se detuvo ante ellos. Se quedó mirando unos segundos a Ariel, con una mezcla de repulsión y desconfianza que Ariel ignoró por completo:
_ Bien..._ dijo el tío Fidencio dando varias palmadas._ En esos mapas están las rutas que deben seguir para ir en busca de los tesoros. Como pueden ver, todos los tesoros están ubicados a lo largo y ancho de los terrenos del campamento. Está terminantemente prohibido salirse de los límites establecidos, y quienes se atrevan a entrar al lago sin autorización, serán severamente castigados. El primer grupo en encontrar su tesoro y retornar al punto de salida y accionar la campana, será el vencedor. En cuanto suene el silbato, será la orden de salida... ¿Preparados?
Todos los chicos y chicas parecían dispuestos a matar por ser los ganadores, y se miraban unos a otros de forma retadora. Abdías lanzó una última mirada a Ariel, solo que había cierto rastro de dolor en sus ojos. Juan Alberto hizo sonar el silbato y la bandada de adolescentes se dispersó a toda carrera en diversas direcciones.
Ariel avanzó velozmente, pero al mirar hacia atrás, vio a Nandito que apenas se tenía en pie haciendo un esfuerzo por correr. Retrocedió sobre sus pasos y tomando al chico de la mano tiró de él para que le siguiera. Nandito ni siquiera se quejó, solo se dejó arrastrar, teniendo tiempo solo para lanzar un gemido, pero se adecuó al paso de Ariel, que alcanzó a divisar las expresiones desconcertadas y asqueadas en los rostros de sus tíos:
_ Que se jodan._ musitó.
La búsqueda del tesoro fue bastante fácil, al menos Ariel lo vio de esa manera. El tesoro resultó ser un pequeño cofre de cartón, con una tarjeta en su interior. Según las instrucciones de sus tíos, no solo debían buscar el tesoro y llevarlo de vuelta, debían resolver un desafío, que consistía en descifrar una cita bíblica escrita en una clave, cuya simbología estaba escrita tras el mapa. Solo una vez que hubiesen traducido e interpretado la cita, podrían regresar al punto de partida.
Tardaron una media hora en hallar el cofre, y al abrirlo y darle un vistazo a la tarjeta, se pusieron a trabajar en la traducción. Ariel supo de inmediato cuál era el texto bíblico:
El árbol se conoce por su fruto; porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. (Lucas 6, 39-45)
Mientras regresaban al punto de partida, encontrándose a su paso a algunos chicos enfrascados en resolver la clave, se dieron prisa para ser los primeros, sorprendentemente para ambos:
_ Siempre has sido muy bueno en cultura bíblica._ le dijo Nandito de repente._ Gracias por querer hacer equipo conmigo.
Ariel quiso responderle, pero en ese momento llegaron al encuentro de Fidencio y Juan Alberto, quienes se quedaron boquiabiertos al ver a los chicos aproximarse al soporte de la campana que se usaba para marcar los horarios en el campamento. Ariel les dirigió una mirada suficiente y alzó la mano para tirar del cordel y sonar la campana. Justo entonces se acercaron corriendo Saúl, Ernesto y Abdías. Obviamente habían intentado llegar lo más rápido posible para ser los victoriosos, pero al comprobar que no lo habían logrado, sus rostros no podían verse más decepcionados, más aún cuando vieron quienes habían resultado los vencedores.
Ernesto parecía contrariado. Abdías no tanto. Pero Saúl parecía furioso, y no dejaba de maldecir y despotricar acerca de los dos chicos que estaban tranquilamente sentados, hasta que Abdías se giró hacia él y le dijo algo en voz baja, pero con una expresión siniestra, y dando media vuelta fue a sentarse bajo un arbusto, junto a Isabel, quien se alebrestó ante la presencia del muchacho, que fingió prestarle atención, sin dejar de lanzar miradas de vez en vez al sitio donde estaban sentados Nandito y Ariel. Saúl, por su parte, se quedó mirando a la pareja con una expresión de rencor reflejada en todo su semblante.
La inesperada victoria del dúo fue escuetamente celebrada, y Fidencio y Juan Alberto se encargaron de sonar bastante incisivos y declarar lo insospechado de tal éxito en semejantes competidores.
Cada dúo tuvo que exponer la cita bíblica que había tenido que descifrar. Cuando llegó el turno de Ariel y Nandito, el muchacho se paró ante todos y leyó aquel pasaje con toda la intención posible, mientras lanzaba miradas endurecidas a sus tíos, y a Saúl, Ernesto, Cristóbal, René, e incluso, a Abdías, que sonrojado, bajó la mirada, rehuyendo los inquisidores ojos de Ariel:
_ Creo que esta cita se refiere sobre todo, a esos falsos cristianos que hablan mucho de amor al prójimo, pero cuyos corazones son incapaces de sentirlo. Por el contrario, solo se dedican a levantar juicios, a juzgar, a rechazar y a humillar a otros, porque eso es precisamente lo que tienen dentro de su corazón. Obrar así, es estar bastante bien lejos de Dios.
Molesto ante aquel solapado ataque, el tío Juan Alberto sonó el silbato y dio por terminada la misión, dando a continuación la orden de almorzar. Se dirigieron a la casa principal, donde estaba el comedor, la enfermería y los distintos salones comunitarios, y luego de una fervorosa oración pronunciada por Fidencio, los chicos sacaron sus almuerzos y se juntaron en grupos repartidos por las mesas del amplísimo salón.
Ariel se sentó solo, lejos de todos, y destapó la lonchera en la que su madre le había preparado una apetitosa ensalada. Alzó los ojos cuando percibió que alguien se aproximaba a la mesa que ocupaba. Esperaba que fuera Abdías, pero no era él. Era Nandito:
_ ¿Puedo... puedo sentarme contigo?
Ariel forzó una sonrisa amable y le indicó con un gesto que tomara asiento:
_ Quería agradecerte por haberme elegido como tu compañero de equipo._ dijo luego de una pausa silenciosa.
_ Ya me has agradecido un montón de veces._ replicó Ariel incómodo.
Nandito escarbó con el tenedor en la comida de su lonchera:
_ Lo sé. Pero es que nunca nadie había hecho lo que tú hoy. Siempre se han burlado de mí, me han rechazado..._ suspiró con pesar._ A veces quisiera no tener que venir a estas cosas, ni siquiera a la iglesia.
Ariel alzó la mirada. Algo en sus ojos brillaba de una forma extraña:
_ ¿Y por qué no lo haces?
_ Por mis padres. Siempre que le digo a mi padre que no quiero venir al club de los Conquistadores, él me amenaza con romperme la cabeza. Dice que aquí es donde me pueden volver un hombre de verdad y evitar que no acabe siendo...
Se detuvo abruptamente y se llevó un bocado a la boca, forzándose a callar. Ariel se humedeció los labios con la lengua. Se concentró unos minutos en comer, hasta que comenzó a hablar nuevamente, sin mirar a Nandito:
_ Creo que es muy injusto lo que te hacen, como te tratan todos. Nadie debería soportar algo así. Ni aunque sea verdad lo que todos piensan de ti. No tienen derecho de insultarte. Eso no es de cristianos.
Nandito apartó la lonchera:
_ Ya ni siquiera siento que crea en Dios._ sonrió el chico mientras se apartaba de la frente un flequillo rizado._ Hace mucho desde que comprendí que Él parece preferir a idiotas como Saúl Ruíz y sus amigotes, que se divierten torturándome, y no a alguien como yo.
_ No creo que eso sea del todo cierto.
Nandito soltó una risita:
_ Por favor... Has visto la manera en que me tratan, como se burlan de mí y me humillan. Y a nadie le importa en lo absoluto. Hasta tus tíos parecen disfrutar martirizándome, cuando debían ser los primeros en requerir a esos cretinos que me molestan. En cambio, se unen a ellos para hacerme la vida más difícil. Si Dios fuera realmente justo como dicen que es, no entiendo que permita que me hagan sufrir de esta manera.
Paseó la mirada por el comedor. Muchas caras estaban volteadas hacia ellos, y había cuchicheos malintencionados con respecto a los dos adolescentes que estaban sentados tan apartados del resto. Incluso, Fidencio y Juan Alberto se mostraban incómodos con aquella situación, y murmuraban a las madres acompañantes, seguramente poniéndolas al tanto de lo sucedido. Y aquel atajo de chismosas deslenguadas no hacía más que mirar en dirección a donde estaban los dos jovencitos, poniendo caras de espanto y cuchicheando apasionadamente. En cuanto a Abdías, solo se limitaba a verlos y a fingir que prestaba atención a la animada charla de Isabel, sentada o casi tirada encima de él, mientras le ofrecía compartir su delicioso almuerzo con él:
_ ¿Lo ves? Ahora mismo todos están hablando mal de mí y pensando seguramente lo peor de ti por juntarte conmigo, el cuerda floja de la iglesia.
Ariel también miró entorno y alzó los hombros. Se volteó hacia su lonchera y continuó comiendo tranquilamente, como si nada le importase:
_ Pues que hablen todo lo que quieran. No eres una mala persona, sean o no ciertos los rumores sobre ti. Me caes bien, y creo que eres mejor que todos estos imbéciles que te juzgan sin conocerte siquiera.
Esta vez Nandito sonrió, y sus ojos brillaron, con el asomo discreto de lágrimas que pujaban por escapar. Tiró de la lonchera y se dispuso a comer, mucho más animado que antes:
_ ¿Quieres probar mi ensalada de huevos? Mamá hace una ensalada deliciosa, te lo aseguro._ le brindó a su aparente nuevo amigo.
******************
Tenían una hora y media de descanso luego del almuerzo y los chicos se dirigieron a las cabañas. Ariel dio vueltas sobre la cama durante un rato, hasta que sintió enmudecer las voces de los que hablaban, refiriéndose a cuáles eran las chicas más lindas y las menos agraciadas y dignas de lástima. Y cuando los supo vencidos por el sueño provocado por el cansancio del esfuerzo físico de la mañana y el almuerzo que acababan de degustar, se incorporó despacio sobre la litera. Había un silencio total en la cabaña, interrumpido solamente por algún que otro ronquido.
Saltó al suelo con mucho sigilo, cuidando de no hacer ruido. Se puso las zapatillas y salió al exterior. Respiró el aire fresco y cerciorándose de que sus tíos no andaban cerca, corrió hacia el embarcadero.
Cuando iba al campamento, uno de los momentos que más disfrutaba era el de sentarse en el embarcadero, o a la orilla del lago, sobre los guijarros, a la sombra de un roble que crecía cercano al margen de la masa de agua cristalina que la brisa rizaba, mientras que bandadas de garzas revoloteaban a la caza de pequeños peces o anfibios que nadaban en la superficie.
Se acomodó en su sitio favorito y suspiró, recordando la plática con Nandito durante el almuerzo, y lo que siguió después, la manera en que sus tíos se acercaron a él y, llevándolo aparte, le sugirieron no seguir frecuentándolo, o todos acabarían pensando que él era también un cuerda floja. Ariel solo se limitó a mirarlos con cierto toque de lástima, y dijo con mucha calma, antes de dar media vuelta y dejarlos con la palabra en la boca:
_ Deberían sentirse avergonzados de ustedes mismos.
No podía sacarse de la mente las palabras de Nandito:
«A veces quisiera no tener que venir a estas cosas, ni siquiera a la iglesia.»
«Ya ni siquiera siento que crea en Dios.»
Sintió, en lo más íntimo de su corazón, que ambos tenían mucho más en común de lo que era incapaz de imaginar siquiera:
_ Sabía que te encontraría aquí.
Podría haberse sobresaltado al escuchar de repente aquella voz, pero no fue así, porque sabía quien estaba a su lado y acababa de sentarse muy pegado a él:
_ Pensé que estabas dormido al igual que todos.
Abdías se sacudió las manos y estiró las piernas:
_ Sabes que no soy de dormir siestas.
Guardaron silencio un instante, escuchando el silencio, el leve rumor de la brisa en la copa del roble, el suave canto de las aves. Abdías giró la cabeza para mirarle y se atrevió a preguntar:
_ ¿Vas a decirme de una vez qué es lo que te pasa?
_ ¿A qué te refieres?
_ Ya no intentes hacerme pasar por tonto, Ariel. Sabes de lo que estoy hablando. Llevas mucho tiempo actuando raro. No te lo había dicho antes porque supuse que se trataba de algo sin importancia. Todos tenemos nuestras malas rachas. Pero después de hoy, pienso que las cosas realmente están pésimas para ti.
Ariel enarcó una ceja al mirarlo:
_ ¿No te parece una afirmación muy exagerada?
_ Ariel vamos... Eres mi mejor amigo en todo el mundo mundial. Te conozco.
Ariel reprimió un gemido. No, Abdías no lo conocía en lo absoluto. Si así fuera, estaba seguro de que no serían tan buenos amigos. Estaba seguro de que Abdías no lo vería igual nunca más:
_ Estoy bien, Abdías. No te preocupes._ afirmó con un suspiro pesado.
_ ¿Bien? ¡Ariel...! Últimamente te quedas dormido con los ojos abiertos, como si tuvieras la cabeza en otra parte. A veces te veo durante el culto divino y estás totalmente ausente. Hasta en la forma de cantar has cambiado. No suenas con el mismo entusiasmo de antes.
_ Cantar nunca ha sido algo de mi agrado. Lo sabes bien._ aclaró Ariel.
_ Ese no es el punto. Y luego, hoy... ¿Cómo explicas lo de hoy? Me dejaste solo para irte con Nandito Espinoza.
_ Estaba molesto y cansado de ver como lo fastidian siempre. No entiendo cómo es que puedes quedarte impasible viendo como maltratan a una persona que no le hace daño a nadie, sea como sea.
Abdías curvó los labios en una sonrisita cínica:
_ ¿Qué? ¿Vas a volverte ahora el defensor de los cuerda flojas del mundo?
Ariel sintió un golpe de furia azotándolo, un golpe que le habría impulsado a darle un puñetazo a Abdías de no haberse contenido lo suficiente. Se puso de pie, sacudiéndose el trasero del pantalón:
_ No puedo creer que acabes de decir algo así. Actúas igual que esos imbéciles de Saúl Ruíz y mis tíos. Pensé que eras diferente.
Quiso marcharse, pero Abdías, que se había puesto también de pie, arrepentido de sus palabras, lo detuvo por un brazo:
_ Oye, discúlpame. Solo bromeaba. Es que... ¡Quiero entenderte! ¡Estoy preocupado por ti!
Ariel miró la mano que lo sostenía, sintiendo un cosquilleo por todo el cuerpo y un montón de emociones encontradas que lo estaban enloqueciendo en aquel momento:
_ Abdías, por favor..._ se escuchó a sí mismo suplicando.
Pero el chico cerró la distancia entre ambos, tomando a Ariel por los hombros, sacudiéndolo ligeramente, y mirándolo fija y apasionadamente a los ojos:
_ ¡Háblame, Ariel! ¡Cuéntame qué es lo que te pasa! ¡Soy tu amigo! ¡Quiero ayudarte!
Ariel sintió que el corazón se le apretujaba dentro del pecho. Sintió escozor en los ojos, como si estuviera a punto de romper a llorar de un momento a otro:
_ No es tan fácil, Abdías. Lo que me pides no es tan simple.
Abdías le echó los brazos al cuello, envolviéndolo en un cálido abrazo:
_ Solo inténtalo. Recuerda que pase lo que pase soy tu mejor amigo. Y siempre seré tu mejor amigo.
Ariel se mordió los labios. Se sentía mareado. Estar allí, en medio de aquel hermoso entorno natural, a la orilla del lago, envueltos por aquel delicioso ambiente, y entre los brazos de Abdías, de su mejor amigo, del chico que desde hacía mucho tiempo no salía de sus pensamientos:
_ ¿Si yo fuera un cuerda floja como Nandito? ¿Me seguirías viendo igual? ¿Me considerarías aún tu amigo?
Abdías frunció el ceño. Aquella pregunta estaba fuera de lugar, era absurda, no tenía sentido. Se apartó un poco de Ariel, lo suficiente como para mirarlo, extrañado, impreciso:
_ Ariel... ¿Qué significa eso de que...?
Lo que sucedió a continuación fue demasiado confuso. Abdías abrió desmesuradamente los ojos cuando las manos de Ariel se aferraron a su rostro y de repente sintió que la boca de él descendía violentamente sobre la suya, en una especie de beso torpe que solo duró unos segundos, los suficientes para que Abdías apartara a Ariel de un empujón, aunque sin soltarlo, reteniéndole por los hombros, mirándolo con expresión entre aterrada y sorprendida.
La turbación de ambos duró alrededor de unos brevísimos minutos que se extendieron con la lentitud de siglos. Ariel, cubriéndose la boca con una mano, incapaz de creer lo que acababa de hacer. Abdías, atontado aún, hasta que apartándose con pasos vacilantes, se alejó de Ariel, rumbo a las cabañas, sin voltearse ni una sola vez.
Ariel quedó solo bajo el roble, con el corazón latiéndole a mil por hora y un raro cosquilleo en los labios con los que había rozado los de Abdías hacía solo un momento, y consciente, en lo más profundo de su alma, que aquel acontecimiento cambiaría por completo la amistad y las vidas de ambos en lo adelante.
******************
CUATRO AÑOS DESPUÉS...
Ariel se miró al espejo de su habitación una vez más y suspiró. Debía sentirse feliz. Era un día especial para él, o al menos, se suponía que así debía ser. Recibiría el sagrado bautismo, ante toda su familia, ante toda la congregación. Él y otras tantas personas más para un total de veinte. Todo un logro, una auténtica bendición según la mentalidad de cada miembro de la iglesia, siempre empeñada en el proselitismo absurdo disfrazado con la buena intención de salvar las almas y ganarlas para Cristo... Agh.
Ese día su familia estaba de fiesta, puesto que no solo él volvería a nacer a una nueva vida, sino también su prima Isabel.
Y además de ellos, Saúl Ruíz y sus amigotes también se bautizarían.
Y Abdías también recibiría el bautismo esa mañana.
Abdías.
Hacía cuatro años que no se hablaban, o al menos, no como antes.
Luego del incidente en el lago, Abdías se apartó de él, y Ariel respetó las distancias. Solo se limitaban a dirigirse un escueto saludo cuando coincidían, y Abdías terminó uniéndose a la pandilla de Saúl. Ariel, en cambio, se hizo aún más amigo de Nandito, algo que no fue muy bien visto por la congregación, y menos por su familia, sobre todo cuando, el jovencito se declaró oficialmente gay a los dieciséis años y abandonó la iglesia. Tampoco terminó el bachillerato. Muchas personas manifestaron no sorprenderse con aquella noticia, ya que lo veían venir de alguna manera. Los señores Espinoza estaban avergonzados y poco a poco se fueron apartando, hasta que terminaron mudándose a otro estado.
Para Ariel fue realmente doloroso que Nandito se marchara no solo de la iglesia, sino también del pueblo, trasladándose a la ciudad, donde podría gozar de una vida más plena y libre, donde no estaría bajo el escrutinio público, como sucedería mientras permaneciera en New Heaven:
_ Ven conmigo._ le había invitado el día en que fue a despedirlo al autobús._ Sabes que este lugar no es para ti. Nunca serás feliz en este pueblucho de mierda, con esta gentuza y su mentalidad tan reducida.
Pero Ariel, aún cuando hubiese aceptado la propuesta con los ojos cerrados, sin siquiera pensarlo, solo se dignó a sonreír y abrazar a su amigo mientras le deseaba las mejores cosas del mundo para la nueva vida que estaba a punto de iniciar.
Hacía dos años que Nandito se había marchado de New Heaven. Dos años en que se sumió en una completa soledad, sin hablar con nadie fuera de los miembros de su familia.
Ya desde la ruptura con Abdías, Ariel había comenzado a comer de forma desordenada, afectado por el estrés provocado por el miedo de que Abdías contara lo sucedido. Pero el joven nunca abrió la boca para hablar del tema, con nadie. Sin embargo, Ariel se acostumbró a la idea de comer para aplacar la ansiedad, y poco a poco fue ganando peso de más, hasta el punto de engordar considerablemente. La amistad con Nandito fue como una tabla de salvación, pero al perder a este último, fue otro duro golpe que lo sumergió aún más en la depresión y en el engullir comida chatarra compulsivamente.
Ahora sus hermanos se mofaban llamándolo el sirenito que se volvió cachalote. Y Saúl Ruíz y sus acólitos se ensañaban insultándolo por el mismo estilo, excepto Abdías, que al verle, bajaba la cabeza y guardaba silencio, con el semblante rojo hasta las orejas.
Ariel se acomodó la pajarita roja del cuello de la camisa de un suave tono rosa. Tenía dieciocho años. Acababa de graduarse del bachillerato y se esperaba que fuera a estudiar a la prestigiosa universidad adventista de Loma Linda, la carrera de medicina. Su hermano Antonio llevaba cuatro años estudiando en el seminario, y muy pronto, con el favor de Dios, se convertiría en el próximo pastor de la familia Arizmendi.
Archie y Anabel estaban a mediados de sus estudios para convertirse en profesores, y según los pronósticos familiares, se esperaba que pudieran conseguir trabajo en algún notorio colegio de los tantos que tenía la iglesia a lo largo y ancho del país.
Solo faltaba él, el menor de los hijos. El último pendiente por cerrar el capítulo de sus orgullosos padres que solo presumían de sus cuatro retoños que habían ofrecido al Señor.
Como siempre, aquella mañana tendría que cantar en el coro del cual seguía formando parte a pesar de que ya no sentía absolutamente nada cuando cantaba; y Dios, para él, había pasado a ser el mero símbolo de una fe que ahora dudaba si alguna vez había tenido... ¿De qué servía dominar La Biblia casi a la perfección y citarla de memoria? ¿O tener una voz angelical para entonar alabanzas que todos elogiaban? ¿O pertenecer a una prestigiosa familia de sólidas raíces cristianas que era envidiada y admirada? ¿De qué valía todo eso cuando en el fondo, él se sentía como un hipócrita, un farsante que engañaba a todos los que les rodeaban?
Se acarició el flequillo de cabellos negros que le caía ante la frente, y se ajustó los espejuelos ante los ojos. Sintió lástima y vergüenza del joven gordo que veía a través del espejo:
_ Cariño ¿Estás listo?
Se giró hacia su madre, que empujó suavemente la puerta y entró a la recámara. Gabriela sonrió al ver al menor de sus hijos y avanzó hacia él. Sus manos tantearon la pajarita roja, y luego acarició una regordeta mejilla del muchacho:
_ Mírate, estás guapísimo.
Ariel volteó la mirada:
_ Mamá, por favor... Mírame, soy un mastodonte fofo y sin gracia.
_ Eres un muchacho guapo y dulce, y si los demás no son capaces de verlo así, pues están ciegos.
Sus labios se fruncieron ligeramente:
_ Solo... ¿No crees que debías haberte puesto una camisa de otro color?
_ ¿Qué tiene esta de malo? Me parece muy elegante.
Gabriela hizo una mueca:
_ Es solo que esa se ve tan poco... masculina.
_ ¡Ay mamá! Esas son tonterías. Son absurdas tradiciones del pasado, de gente ridícula que impuso el que los niños tenían que vestir de azul y las niñas de rosa.
_ Aún así cariño... ¿No crees que sería mejor que te pusieras algo menos colorido?
Pero Ariel le dio a entender con el simple hecho de cruzar los brazos sobre el pecho, que no pensaba cambiarse de ropa. Gabriela suspiró y se alzó un poco para besarlo en la mejilla. No se acostumbraba a la idea de que todos sus hijos la habían superado en estatura. Le recordaba que ya no eran sus niños hermosos a los que amaba más que a nada ni a nadie:
_ Bien, haz lo que quieras. Hoy es tu día especial, y quiero que lo disfrutes al máximo. Hoy renacerás a una nueva vida y lo celebraremos por todo lo alto. Me gustaría que solo fueras tú, pero supongo que tendrás que compartir el crédito con tu prima Isabel.
Las rivalidades entre sus padres y sus tíos no habían menguado con los años. De hecho, parecían haber empeorado más, sobre todo ahora que la abuela Mariana, luego de haber estado enferma en varias ocasiones, parecía estar empeñada en poner en orden sus asuntos y los negocios de la familia, y sus tres hijos ansiaban desesperadamente que se anunciara cuál de los tres se convertiría en la cabeza de la estirpe Arizmendi:
_ Mejor bajemos ya. Tu padre está ansioso por llegar a la iglesia, y los que se van a bautizar tienen que reunirse antes con el pastor del Olmo.
Con una sonrisa mecánica, Ariel se dispuso a seguir a su madre.
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_ Vaya Ariel, bonita camisa... ¿Qué no había para hombres donde la compraste?
Ernesto, Cristóbal y René se rieron a carcajadas de las palabras de Saúl, y este agregó que había que tener todo dispuesto para rellenar el baptisterio, ya que una vez que Ariel se zambullera, con su gordura de cachalote sacaría toda el agua seguramente.
Abdías, que estaba junto a aquellos idiotas, solo se limitó a bajar la cabeza, sin atreverse a mirar de frente a Ariel, que continuó su marcha sin molestarse en reparar en aquel grupo, haciendo como que no los veía o escuchaba, porque realmente, tenía cosas mucho más importantes en las que pensar en ese momento.
Aquella mañana lo asaltó la sensación de vacío que llevaba años experimentando. Pero esta vez el agujero en su pecho era mucho mayor. Las sonrisas acartonadas le parecieron más falsas que nunca, al igual que las bendiciones que se propiciaban mientras se saludaban con efusividad. Desde hacía mucho había aprendido a reconocer a los hipócritas que hablaban mal unos de otros y luego se saludaban afectuosamente cuando se encontraban; había aprendido a alzar una ceja con las respetables damas que fingían ser muy piadosas y cuyas lenguas se ensañaban hablando mal del prójimo; las mismas lenguas viperinas que se habían desatado destrozando la reputación de Nandito; había aprendido a guardar silencio, cuando realmente tenía ganas de denunciar a algunos de los muy machos y respetables hombres de la congregación, que sabía de sobra que le estaban siendo infieles a sus esposas, porque accidentalmente los había descubierto, aunque no tenían conocimiento de ello, y seguían fingiendo ser maridos ejemplares y cristianos intachables; había aprendido a voltear la cara para no ver a los desvergonzados jóvenes que aprovechaban los momentos lejos de los padres u otros adultos, para hablar obscenidades y presumir de hazañas sexuales para luego, jugar los roles de muchachos y muchachas que vivían en castidad, aguardando puros hasta el momento del matrimonio.
Ariel estaba harto. Harto de seguir jugando a ser un buen cristiano. De seguir riéndose de Dios en su propia cara, si es que realmente Dios existía. Ya ni siquiera estaba seguro. No era justo. No era bueno. Mentir así, engañarse así. Privarse de vivir la vida que deseaba solo para seguir sumergido en un mar de mentiras.
El pastor Edgardo estaba dentro de la tina bautismal, y acababa de sumergir y hacer emerger a su prima Isabel. La congregación respondió con un sólido amén, y la muchacha salió a la superficie, destilando agua y sonriendo feliz. Ariel tragó en seco. Era su turno. Con pasos vacilantes puso un pie en el primer escalón. Ignoró el comentario burlón que Saúl musitó a sus espaldas. El agua fría le dio un corrientazo en el pie que le recorrió hasta la última punta del último cabello de la cabeza. Entonces le atacó el pánico. Sus ojos nerviosos cayeron en los bancos de la primera fila, donde estaban sus padres, sus hermanos, sus tíos, sus primas y su abuela. Giró la cabeza hacia atrás. Detrás de él llegaría el turno de bautizarse a Abdías.
Abdías.
Estaba guapísimo. Se había estirado aún más, y durante aquellos cuatro años se había ejercitado y lucía un cuerpazo de galán de cine que incluso se podía percibir bajo la túnica blanca que lucía en aquel momento. Era hermoso, tan diferente de él, un ballenato cuatro ojos sin ningún encanto.
Ariel le dedicó una sonrisa fugaz, y miró entonces al pastor Edgardo, convencido de que era el momento de hacer lo correcto por primera vez en su vida:
_ Lo siento._ dijo en voz alta._ No puedo seguir con esto.
Y retrocedió, dándose prisa en salir corriendo, ignorando la tormenta de murmullos exaltados que se había desatado dentro del templo. Su familia en pleno se había puesto de pie, no hallando una explicación lógica a lo que estaba aconteciendo.
Se detuvo una fracción de segundo, cuando sintió una mano que le sujetaba por la muñeca. Volteó la cabeza para ver quién lo retenía.
Era Abdías.
Se miraron por un instante brevísimo, hasta que Abdías finalmente lo soltó, y Ariel se alejó a toda prisa. Entró al salón destinado para que los caballeros se secaran y cambiaran una vez salidos del agua. Los que ya estaban alistándose se le quedaron mirando asombrados, sin comprender por qué venía totalmente seco, y había empezado a desvestirse y a ponerse su ropa, dejando a un lado la túnica blanca.
Bajó corriendo las escaleras y salió del edificio. Justo afuera encontró a sus padres, a sus hermanos, a sus tíos, a sus primas, y a su abuela, que iban a su encuentro. Todos vociferaban y parecían discutir. Todos excepto la abuela Mariana, que se le quedó mirando fijamente, mientras él aminoraba la marcha, no sintiéndose listo para soportar un enfrentamiento que sabía inevitable:
_ Si pueden dejar de berrear como locos,_ empezó a decir la anciana con parsimonia._ él único que puede explicar lo que sucede es Ariel, y no creo que esté dispuesto a hablar si lo atacan como una banda de histéricos.
José Luis se le fue encima a su hijo y tomándolo por los hombros lo sacudió con fuerza:
_ ¿Nos puedes explicar qué acabas de hacer?
_ ¡Nos has dejado a todos en ridículo!_ vociferó Antonio hecho una furia.
_ Antonio no le grites de ese modo._ dijo Archie con firmeza._ Déjalo hablar.
_ De seguro estabas nervioso y por eso actuaste así ¿Cierto hermanito?_ preguntó Anabel esperanzada.
_ Por favor cariño..._ suplicó Gabriela._ Habla, dinos algo.
Ariel los miró a todos. Uno por uno. El furor y el desconcierto de sus padres y hermanos, y la morbosa satisfacción en los rostros de sus tíos y de su prima Tamara, apenas disimulándolo. Y luego estaba el rostro impasible de su abuela paterna. Todos aguardaban una respuesta de su parte.
Y por alguna razón, al ver la expresión de su abuela, Ariel se sintió seguro y valiente. Experimentó una sensación de libertad que jamás había imaginado tener. Se soltó despacio del agarre de su padre y abarcándolos a todos con una mirada, comenzó a decir con un asomo de sonrisa en los labios:
_ Lamento si lo que acabo de hacer los ha dejado a todos en ridículo. No era esa mi intención, pero no podía seguir con esta farsa...
_ ¿Farsa?_ interrumpió Antonio._ ¿De qué estás hablando?
_ No podía bautizarme, Antonio. No cuando ya no creo en Dios, o al menos no lo suficiente como para dar este paso.
_ ¿Estás de coña?_ gruñó Antonio fuera de sí.
_ ¡Antonio...!_ lo regañó Gabriela por aquella expresión tan fuera de lugar.
_ No, nunca he hablado más en serio. Hace tiempo que perdí mi fe, y he llegado a un punto en que ya no puedo seguir fingiendo que todo está bien en mi vida cuando no es así. Este no soy yo. Esta persona que canta en el coro de la iglesia y memoriza citas bíblicas. He fingido por mucho tiempo, pero ya no más. Ya no más.
Los miró a todos, mientras se iba alejando:
_ Esto es un escándalo._ musitó la tía Fabiola a la tía Juana._ Todos en la iglesia hablarán de nosotros por esto.
Los Arizmendi se voltearon cuando escucharon el aislado sonido de unos aplausos y una voz que gritó entusiasmada:
_ ¡Eso es sirenito! ¡Bien hecho! ¡Bravo por ti!
Ariel sonrió. No le importaba que casi toda la congregación hubiera salido del templo y estuviera fuera, contemplando la escena de la que luego hablarían y chismorrearían por mucho tiempo. Le hizo un gesto de complicidad a Verónica, la hermana de Abdías, que seguía aplaudiendo y vociferando mientras su madre intentaba hacerla callar y que dejara de aplaudir.
Ariel se arrancó la pajarita roja del cuello, y se abrió la camisa rosada mientras se colocaba un par de audífonos en los oídos, conectados a su teléfono móvil y saltaba a cada paso, sintiéndose ligero y libre por primera vez en años, canturreando al mismo tiempo que Michael Stipe, el vocalista de la banda R.E.M., aquella especie de himno que desde hacía algún tiempo había acabado por asumir en su vida:
♪...Oh, life is bigger.
It's bigger than you and you are not me,
The lengths that I will go to,
The distance in your eyes...♫
♪...Oh no, I've said too much,
I set it up.
That's me in the corner,
That's me in the spotlight,
Losing my religion...♫
♪...Trying to keep up with you
And I don't know if I can do it,
Oh no, I've said too much,
I haven't said enough...♫
♪...I thought that I heard you laughing
I thought that I heard you sing
I think I thought I saw you try...♫
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