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Capítulo 30. Corazón cobarde.

Ernesto se remueve inquieto sobre su mullida cama tamaño King, extrañando la compañía de ese cuerpo que se empeña en amarlo a pesar de recibir poco en la relación, no sólo añora el carnal cuerpo, sino para su mayor confrontación emocional, extraña al hombre, ese hombre que le recuerda por escasas horas; quien es en realidad.

Mirar fijamente el machihembrado del techo no le trae esa sensación de bienestar que intenta encontrar entre los tablones de madera. Ernesto está más que consciente que lo necesita, lo quiere junto a él para dejarse amar e intentar amar a riendas suelta, no obstante atreverse a formatear ese disco duro que fue llenado desde pequeño con lo que se espera de un hombre, es difícil sobre todo cuando se viene de una familia tan tradicional y conservadora como en la que se crio. Por años, el silencio, la falsedad y el miedo fueron sus consejeros, sus maestros.

Cansado por otra noche sin dormir termina abriendo sus ojos, resignado, luego de un escueto estirón se levanta de un brinco para iniciar esa rutina que le permite esconderse, disfrazarse o simplemente soterrar su otro yo. Mientras que con cada paso que da hacia el impecable baño un deseo desenfrenado le embarga el alma hasta el punto de querer correr al otro extremo de la ciudad para meterse debajo de aquellas sábanas, esas mismas, que en miles ocasiones se volvieron un blanco lienzo permitiéndole, a él, ser quien es en realidad, ese lienzo que le ha concedido el poder destaparse, escapar de la retrógrada cárcel autoimpuesta, ese albo lienzo que le deja pintar los más románticos atardeceres o esperanzadores, despertares anunciando que un nuevo día le espera y que el tiempo no se detiene a pesar de sus miedos y dudas, ese lienzo que fácilmente pasa de las sábanas al vibrante cuerpo de Oscar, «¡Oh Oscar!», lo piensa arrugándole aún más su afligido corazón.

Una ducha fría, rápida y tremendamente silenciosa, sí la compara con las compartidas con su alegre e ingenuo Oscar, es el primer paso para iniciar el disfraz. Con la toalla en la cintura y el pecho sin secar, se para frente al espejo que está en la pared focal del baño, busca a tientas y a ciegas entre los delgados vellos de su barba, allí, donde su disfraz tiene el antifaz natural perfecto según las exigencias de la sociedad. Intenta encontrar alguna señal de al menos una pequeña inflamación que justifique el rasurarse, pero, diantres, hoy no tuvo suerte, así que se dedica a peinarse, perfumarse y alistarse para no ser señalado por quienes, según él, lo juzgarán.

Enfundado en un traje que grita masculinidad a los cuatro vientos y aferrado a ese pesado maletín, regalo de graduación de su chovinista padre, se encamina gracias a Dios a su puesto de trabajo. Su profesión es una de las muy pocas cosas que logró elegir sin sentir la sofocante presión familiar, para bien o para mal forma parte de la fuerza laboral de una empresa pujante que va dejando prometedoras huellas en el ámbito comercial.

Justo, antes de entrar en el ascensor de la corporación, opta por enviar un simple mensaje, a quien, debe estar triste o molesto por su indiferente ausencia y poca entrega, sin embargo, sabe en el fondo de su corazón que no debe darle falsas esperanzas. ¡Diantres!, cómo darle esperanza a quien nunca ha de beber de la fuente del sacrosanto matrimonio con él, eso por demás sería cruel, casi un pecado, se reprocha con amargura al saberse tan débil o tal vez cobarde como para dar ese tan temible paso.

8:58 am

«Buen día, y feliz viaje» lo acompaña con emoticones de un corazón y una carita triste.

Pero ¿a quién quiere engañar?, cuando sabe que difícilmente recibirá alguna respuesta, no después de la terrible discusión que tuvieron días atrás. En ocasiones le encantaría ser como cualquier persona que es capaz de disculparse, pero en su ADN no está el significado de esa palabra, es un tabú, ningún integrante de la familia Urriaga se disculpa o reconoce el haberse equivocado, primero muertos, «maldita regla familiar», reprocha en silencio, pero qué se puede hacer cuando se le prohíbe tener tal gesto de debilidad.

En efecto, dos horas después no hay respuesta ni señal de Oscar, más, no hay motivo de porque alarmarse, pues le tranquiliza que su hermana Martha sea socia mayoritaria de la empresa donde labora su Oscar. Con el alma aliviada ante tal pensamiento, suspira por él en silencio, cerrar los ojos y dejar reposar la cabeza sobre el respaldar de la silla ejecutiva, le da unos escasos segundos de paz y sosiego, aunque no le sirven para eliminar esa fastidiosa migraña que le taladra más la consciencia que la cabeza.

Luego de todo un día productivo en el trabajo, orgulloso de sus logros profesionales, sale dispuesto a cenar en soledad como es casi rutina en él. Por fin, el sonido de un mensaje entrante le hace emocionarse, tal cual como, sí la promesa de un dulce le fuera entregado a un niño.

7:35pm

«Hola, gracias supongo» aunque no es el mensaje lleno de picardía que Ernesto esperaba es suficiente para llenar sus pulmones de aire fresco y su corazón con sangre nueva.

«Hola, supones bien, ¿qué tal tu vuelo?» indaga, aun sabiendo la respuesta, pero desea prolongar la conversación.

«Bien, pero no podremos regresar hoy, tal vez mañana, bueno eso espero, ya sabes cómo se ponen de complicados cuando se está por finiquitar un proyecto», se justifica con tal de alargar la conversación.

«¿Quieres cenar conmigo en una vídeollamada?» propone un Ernesto tratando de que funcione como una disculpa oculta. Pero se queda esperando respuesta a pesar de que las dos flechas azules le indica que fue leído.

Dos días después las manos firmes de Ernesto se deleitan al recorrer cada pulgada del atlético cuerpo de Oscar, el mezclar sus perlados sudores le es tan gratificante como excitante, engranar esos dos cuerpos fibrosos, musculosos y varoniles lo envuelve en la experiencia más sensual en la que le encanta participar, sentir como se acoplan en un solo ser, es casi como el crear un avatar de ellos. ¡Oh, Dios mío!, el provocar que sus almas se rocen hasta alcanzar el cielo, es lo que le permite reconocer que el amor es tan sublimemente sencillo como natural. Disfrutarlo en todo su esplendor, hacer con él todo para que sienta su peculiar forma de decirle, te amo, sin necesidad de pronunciarlo; es simplemente tan natural que difícilmente puede ser llamado pecado.

Pero, entonces, ¿por qué el miedo a gritarlo o al menos a admitirlo más allá de su egoísta boca?, ¿por qué encasillarse en el prototipo ideal del hombre latino? Cuando es amor lo que resguarda en su interior por Oscar. Esa es la gran diferencia entre el uno y el otro; la aceptación de sí mismo y la indiferencia a las críticas de la sociedad.

Los rayos del sol se asoman traviesos por los cristales del ventanal, taparse el rostro con desesperación con las arrugadas sábanas, negándose a despertarse, no ayudan mucho, cuando dos pares de pies insisten en jugar entre ellos y sus piernas se entrelazan en busca de más contacto corporal, mientras que sus manos recorren los cuerpos que conocen a la perfección a la par que sus bocas buscan saciar la sed que se tienen, y sus lenguas danzan sin parar. El sonido de una llamada entrante los hace a regañadientes separarse para que Ernesto deslice el dedo sobre la pantalla donde se refleja la imagen de su madre, una breve charla es casi inaudible por un Oscar que prefiere ir a preparar el desayuno, para darle privacidad lo que se prolonga por más de veinte minutos.

Una hora después ambos caminan a la par rumbo a sus respectivos trabajos, dos cuadras separan ambas corporaciones, así que, coincidir en el trayecto no levanta sospechas. Es el precavido y por demás cauteloso punto de vista de un Ernesto quien sabe que para Oscar esa corta caminata simboliza dar un paso más hacia una relación formal. Aunque Ernesto suele apurar el paso con las excusas de que deben llegar a tiempo, que no es momento de un paseo sino de ir al trabajo, «excusas... excusas... excusas»; esas mentiras disfrazadas de excusas que sólo le carcomen a Ernesto, pero que a su Oscar le resbalan sobre su segura personalidad.

La picosa mano de Ernesto le pide a gritos entrelazar los dedos con los de su Oscar, para bien o para mal la apacible caminata es interrumpida por una chillona voz, según el refinado oído de Oscar y contrariamente salvadora para el de Ernesto, una fémina voz, que les hace salir a cada quien de esa burbuja que se han creado dándole el valor que corresponde a su relación.

El rostro de incomodidad, desagrado y rechazo en Oscar es delatante al ver como Ernesto deja guindar de su brazo a esa descarada mujer, como si esos brazos, horas atrás, no lo arroparon con caricias en la más sexual intimidad.

Sin embargo, hoy, los asustadizos pensamientos de Ernesto son interrumpidos por una voz fuerte y posesiva que se dirige sin pudor hacia su Oscar, y ¡diantres! Sí, allí está Felipe, ese hombre que, sin querer Oscar lo quiera admitir o no, está tras de él.

El hecho verdadero es que el mismo Ernesto sabe que es un cobarde que se esconde tras los tradicionales tabúes que arremeten contra él mismo, como si de una violenta ola de tsunami se tratase, pero diantres, su instinto de supervivencia es mayor que el amargo sentimiento que le carcome el alma y agujera su corazón, así que para evitar mostrar sus celos prefiere acelerar el paso en unión con la mujer que aún guinda de su brazo. Ya encontrará la manera de justificarse y ser perdonado en la siguiente discusión.

Días después, es la primera vez en casi dos años y varios meses es él el que tiene que planificar la cita de reconciliación, se toma todo el tiempo necesario para repasar la lista con sumo cuidado, en esta ocasión quiere hacerlo bien, tal vez hoy su valentía despierte, y sea el día en que se atreva a tomarlo de la mano, o limpiarle la comisura de la boca, o algo tan simple como el llenar su copa al vaciarse, o simplemente darle de probar su comida directamente con su tenedor, o abrirle la silla para que se siente, o quizás colocarle la mano en su espalda baja al entrar o salir del restaurante. Porque está consciente que Oscar está comenzando a dudar de sus sentimientos en esa relación tan desigual, eso lo tiene al borde de los nervios, «maldición es tan duro», piensa aterrado, pero al dejar que la balanza se incline hacia un lado, por una parte, está su amor callado celosamente resguardado hacia Oscar, y por otro lado, la posibilidad de formar una familia tradicional; eso es una gran ventaja porque le eliminaría esa fuente de estrés constante sobre sus hombros. ¡Diantres y más diantres!, inicia el gran debate interno que lo abruma, que lo aqueja, que le impide ser quien es.

Vestirse con la camisa zaffre que Oscar le regaló en su primer aniversario es la elección perfecta para esta noche tan importante, ajustarse la correa le entrega un poco de valentía y sus pisadas enfundadas en esos botines negros le dan una sensación de saber que va con buen paso.

«Valentía, seguridad, confianza y luchar por su amor», su nuevo mantra se repite en su interior, el cual según él le inyecta directamente la energía suficiente para amar y dejarse amar, mientras que un mar de tribulaciones lo golpean una y otra vez como las olas del mar contra un arrecife provocando devastadoras destrucciones en el delicado coral. Ernesto cierra los ojos, respira profundo en busca de mantener su valentía esperando que su cobardía no haga acto de presencia entre el plato de entrada y el postre.

Sus manos comienzan a sudar cada vez más conforme se acerca a la residencia de Oscar, un ligero mareo se produce cuando ve a su hombre salir tan radiante a su encuentro, por primera vez en su relación hoy, hoy sí, tiene la suficiente confianza de salir para abrirle la puerta del carro, una sonrisa inesperada llena de asombro es el regalo que le entrega el destino ante tal gesto, «bueno, no es tan difícil, después de todo», piensa aliviando el miedo.

Tres horas después, un Ernesto llora sin control como el niño que acaba de perder a su mascota o ve salir a su padre con equipaje en mano, sin esperanza de volver a verlo. Sus espesas lágrimas le saben a soledad, cobardía y muerte sentimental. —Cobarde, maldito miedoso de mierda— espeta a todo pulmón a la par que lanza el celular contra la pared de su sala —lo único que tenías que hacer era posar tu maldita mano en su espalda baja mientras que entraban al restaurante, pero no ¿verdad?, ¿tenías que aprovechar el saludar a unos socios para que Oscar se tuviera que dirigir solo a la mesa?; estúpido miedoso, ¿a quién coño le importa a quien tomas de la cintura?— explota contra los recuerdos de hace unas pocas horas. —Cobarde, no eres más que un cobarde de pacotilla, tardaste el tiempo necesario para evitar rodarle la silla, claro un gesto tan revelador es demasiado para ti, ¿verdad?— a la par que la botella de vodka es lanzada contra el vitral que separa el balcón de la sala. —Desgraciado hipócrita sabías de antemano que es alérgico a la trufa, así que oportunamente "lo olvidaste", realmente, eres tan poco hombre que él no te merece— se reprocha con una decepción más grande que su enojo a la par que el llanto aumenta hasta casi no permitirle respirar. Dormir, desmayarse o simplemente morir le es más fácil que admitir que no se atreve a tomar las riendas de su vida amorosa. Su supuesta valentía es una falacia tan verdadera como su miserable cobardía.

Pero sentir y vivir como una marioneta a la cual le niegan la posibilidad de que le corten los hilos, esos sofocantes hilos, que con tanta destreza mueven su padre y la sociedad; le es tan doloroso saberse tan débil como para defender su amor por Oscar que unas simples preguntas son razones suficientes para fallarle a su hombre, pero ¡diantres! ¿Cómo lidiar con su familia?... cuando lo mínimo que esperan de él es que su esposa le dé la descendencia que perpetuará su apellido, ¿cuándo es el momento adecuado para llegar tomado de la mano de un hombre?, ¿quién de los dos les informará que sus nietos serán adoptados o en el mejor de los casos nacerán de un vientre subrogado?, ¿cómo justificarse, frente a su machista padre, al amar a un hombre y no a cualquier mujer?, ¿cómo, malditamente fallarle a su grandiosa vida con algo tan antinatural?, según sus propios prejuicios y límites autoimpuestos. Son algunas de las preguntas que golpean su mente, alma y corazón, mientras que sin darse cuenta camina descalzo sobre los trozos de vidrios dejando huellas llenas de dolor, huellas que le confirman muy a pesar suyo la amarga y cobarde verdad. Mientras un llanto ahogado, desgarrador y ensordecedor para el alma baña las paredes por una pérdida amorosa difícil de sanar, mientras reconoce que su infidelidad producto del miedo, al qué dirán, es la más baja traición, pues nunca le dio oportunidad alguna al corazón para ganar.

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