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Capítulo 22. Susurros bajo la Intimidad.

La mirada reflejada en los iris de Alicia intenta decidirse entre vergüenza, timidez o tranquilidad. Tres sentimientos que la embargan a plenitud.

Vergüenza, por infinitas razones, cada una con más fuerza que la anterior; vergüenza por entregarse completamente a su yerno, sabiendo que nunca obtendría el perdón de Dios, de la vida y lo peor de su amada hija, esa hermosa mujer que intentó criar para ser una buena esposa, que por cierto, falló en su deber. Vergüenza de la vida al darse cuenta de que ella había caído en lo que tanto la golpeó una y otra vez; vergüenza ante Dios, por no mantenerse dentro del camino moral en el cual siempre creyó, Alicia, está tan llena de vergüenza que le es inevitable preguntarse quiénes son perores personas ¿ellos por haber hecho el amor o sus infieles esposos que tienen sexo con quien se les pegue la gana?

Timidez al verse desnuda junto a un cuerpo tan joven que irradia años por vivir y experiencias por descubrir, comparar la lozanía de la musculatura de él con la incipiente flacidez que ella misma ha empezado a notar, le incomoda, le inquieta, le estremece. ¿Cómo se le ocurrió que ella podría estar a la par de un joven veinteañero?, sea quien sea. Nunca en su vida menospreció su cuerpo; el cual para su edad está realmente en geniales condiciones si lo comparan con el promedio de su generación, pero ¡caramba!, ¿qué pretendía demostrar; que la experiencia es mejor que las ganas de ganar baquías en la cama?

Por otra parte, está esa sensación, relajante que le trasmite tranquilidad de saber que ella, «Alicia Durán, no es una mujer a la cual se le da sexo por venganza o ira, sino todo lo contrario, ella es una mujer a la cual se le hace el amor», con este último pensamiento se le despliega una cálida sonrisa pintándole de infinitos matices rojos sus mejillas hasta lograr un inesperado brillo en esos iris que siempre quisieron ver en un Matteo; al hombre, al padre y esposo ideal. Sin embargo, allí está, junto a un esbelto y glabro cuerpo digno de adoración.

Ese sentimiento proyectado por ella, de alguna forma, es lo que saca lentamente de los brazos de Morfeo el cuerpo de Miguel, ese hombre que durante la noche anterior consagró su mente, cuerpo y caricias a la mujer que jamás miró más allá que con sentimientos de agradecimiento, admiración y el más sincero respeto. Preguntarse si ella lo habría comparado con su experimentado esposo le es inevitable, interiormente volvieron sus temores e inseguridades que lo sofocaban en sus años de adolescencia, pidiéndole al cielo que la mujer que está desnuda a su lado no se arrepintiera de tan perfecta entrega. Sin embargo, el calor corporal que ambos se transmiten es suficiente para que el par de iris se busquen para encontrar en ellas un puente invisible e intangible que les permite saber a cada quien que no hay arrepentimiento alguno.

El sonido del agua tibia saliendo cual lluvia artificial de la regadera les empapa sus cuerpos dejándolos limpios de la aromática espuma, el ayudarse a aplicarse champú se vuelve enseguida en gratas caricias, carantoñas y mimos que son bien acogidos por el otro, no les toma mucho tiempo cerrar la llave del agua cuando sin darse cuenta ambos se han secado envolviéndose en dos suaves toallas tan albas como las motas de algodón, tal vez para ellos algodón de azúcar, sí, esa es la mejor comparación, ese algodón que desde niños hacía especial las salidas a los parques de diversiones y ferias, ese algodón de azúcar que les ofrecía un futuro con la gran promesa de ser felices.

Miguel ve reflejado su rostro familiarmente relajado en el amplio espejo que cubre casi la totalidad de la pared focal del majestuoso baño, contrario de lo que debería ser debido a las dolorosas circunstancias que lo llevaron a la casa de sus suegros, pero sin embargo, es una apacible sonrisa lo que el material aplomado reflectante devuelve.

Antes de tan siquiera pronunciara la primera palabra, ve con picardía como su Ali se le acerca con una afeitadora a estrenar, sin pensarlo mucho la besa con frenesí mientras él la alza por sus curvilíneas caderas para apoyarla sobre el mármol del tocador quedando de frente, él decide saltarse la espuma de afeitar, pues, lo último que necesitan es traer incómodos y dolorosos recuerdos por lo tanto; la forma más simple de deshacerse de Matteo es no oler a él, así que se aplica abundante jabón para facilitar el deslizamiento de la hojilla. La voz ilusionada de su Ali le ofrece ser su fígaro personal.

—¡Oh, Dios mío!, esto sí, es intimidad —son las palabras que ambos sueltan al unísono con rebosante satisfacción, mientras, que sus cabezas afirman infantilmente

La fémina mano de Alicia se mueve con destreza sobre la tersa mandíbula de Miguel, quien está completamente deslumbrado grabando cada gesto, cada línea de expresión, cada sonrisa y mirada de concentración realizada por esa magnífica mujer que le está dedicando tal llaneza intimidad.

La parte racional de él toma el control de sus pensamientos al saber que es esta la intimidad que siempre ha anhelado de su mujer, esposa y futura madre de sus hijos. Pero, ¡carajo! ¿En qué se equivocó?, ¿cuándo perdió el sentido de la orientación para mal elegir a Anabel por sobre todas las mujeres? Mientras, que su parte emocional le permite aún admirar tan hermoso rostro que está naturalmente enmarcado por una alborotada cabellera de la cual todavía destilan delgados hilos de agua con delicado aroma a rosas.

—Listo, quedaste divinamente apetecible —bromea orgullosa Alicia a la par que a un Miguel le toma escasos segundos para responder con un beso casto.

—Lo sé, no puedo esperar menos de ti, mi Ali —comentario que hace aumentar a pasos agigantados la autoestima de la hermosa mujer madura que está sentada con sus piernas rodeándole las caderas.

Él acuna el femenino rostro, lo mira con detenimiento una y otra vez recorriéndolo casi sin poder respirar, eso de tomar aire y expulsarlo se ha vuelto una tarea casi imposible cada vez que ella lo envuelve, sin saber, en la relación que él esperaba tener con Anabel. La abraza fuerte, transmitiéndole cada emoción y sanación, haciéndolo sentir vivo, sí vivo; tal cual, como esperó sentirse dentro de su matrimonio o ¿debe decir fracasado matrimonio?

—¿Estás bien? —indaga Alicia, temerosa de estar haciendo más mal que bien.

—Claro que sí, mi Ali, claro que sí —suspira sereno, mientras pasa con parsimonia, casi solemne, sus dedos por los labios de ella. Haciendo que sus cinco sentidos se activen e intuitivamente pase la punta de la lengua sobre ellos, tal vez para solamente humedecerlo o tal vez, sólo tal vez, para calmar su necesidad de otra entrega de amor con toques de sensualidad. Gesto que no lo saca de su burbuja apacible.

—¿Sabes?, me acabas de dar una magnífica visión de lo que merezco dentro de diez años; una esposa que se tome el tiempo de afeitarme, que se bañe orgullosa de su cuerpo con marcas producto de los años de vida, una esposa más hermosa por dentro que por fuera, una mujer que esté dispuesta tener intimidad cotidiana, fresca y natural. Gracias, mi Ali, gracias de verdad —reconoce el idílico futuro que vislumbra merecer.

La delicada piel de ella se estremece ante tal declaración. ¡Qué rara es la vida y que injusto el destino al darse cuenta de que mal eligió a su compañero de vida!. Tal vez él no es el único culpable de la insatisfacción dentro de lo que Alicia al principio creyó ser un buen matrimonio, sino que ambos buscaban distintas formas de relación por lo que entregaron diferentes modos de amor. Ella siempre quiso estabilidad emocional, independencia económica y calor familiar, mientras, lamentablemente para su matrimonio, Matteo buscaba aventura, adrenalina y una vida en pareja, más no en familia, al menos no con ella y eso lo pudo confirmar luego de aceptar con todo el dolor de su alma al verlo tan emocionado y feliz en esa sala de maternidad.


Mientras consume con tranquilidad del aromático cappuccino dejando que la traviesa espuma le implante un bigote que no combina para nada con su rostro, una llamada entrante lo saca de tal deleite, aunque Oscar no sabe si es por la grata compañía o por la italiana bebida, sin embargo, no le toma más que el segundo repique para aceptar la llamada. Oscar hace un ademán de mano solicitando un permiso que en realidad no necesita para contestar.

—Dime, ¿qué quieres? —suelta, aún molesto por la pésima noche de la cual aún no se recupera. El tono poco amigable que sale del joven le indica a Felipe que debe darle privacidad, así que el imponente cuerpo de Paug busca el baño como la salida más rápida.

Un silencio incómodo se abre paso en la improvisada llamada, pero a Ernesto le toma pocos segundos para reaccionar.

—¿Dónde estás? —espeta, aún, sabiendo perfectamente que fue él el que fallo anoche, porque todavía sus amargas, frías y viscerales palabras, hasta a él mismo le retumban en sus oídos, reconoce que pronunciarlas fue más fácil que oírlas, pero no puede cambiar el pasado.

—No estoy de humor para tus juegos, dime; ¿qué quieres?, o cuelgo la llamada —aunque Oscar intenta suavizar el tono de voz es poco lo que realmente logra, mientras que desde el ventanal un celoso e inseguro Ernesto lo observa y analiza intentando ver que tan infiel es quien le juró amor hasta envejecer.

—¿Dónde estás?, Oscar; dime ¿estás en casa? —indaga a la vez que le monta una trampa.

—Primero no debes preguntar ¿estás en casa?, porque no es nuestra casa, es mi casa, ¿lo recuerdas?, anoche me lo reprochaste, luego de corregirme al recordarme que tú no vives allí, si mal no recuerdo tus palabras exactas fueron; "sólo me quedo alguna que otra noche así que no la siento como mi hogar". Y segundo ¿desde cuándo te importa dónde estoy?— lo comprueba fríamente a pesar de que su alma se quema de la rabia, pero se controla para no hacérselo saber. —Ahora que tenemos todo claro, dime de una puñetera vez, ¿qué coños quieres? No tengo mucho tiempo libre, además, recuerdo muy bien tus palabras de anoche, Ernesto, cuando me recalcaste con tu tono tan típicamente frío que el hecho que nos estemos viendo desde hace más de dos años no me da el derecho de la exclusividad de tus pensamientos— pronuncia Oscar con amargura apretando los dientes para evitar gritar.

En silencio Ernesto mira, con una hincada de dolor, como Oscar se tuerce el cuello tratando de liberar el estrés que mantiene su cuerpo tenso, ese es un gesto que le confirma a él que está a punto de perderlo, pero ¿cómo puede hacer para evitar tan nefasto fin?...  Desprenderse de él le partiría el alma, le costaría un mundo, encontrar a alguien que lo acepte como él lo ha hecho, pero ¿por qué no es suficiente para dejarse llevar por el amor que suele recibir de Oscar?, ¿qué más espera de sus parejas?, ¿por qué demonios le cuesta aceptar en voz alta que lo ama?... Empiezan a acumularse una fila de preguntas en su intranquilo interior.

Ante tal silencio es la voz de Oscar quien arremete contra el interlocutor —Dime, ¿qué mierda quieres?, ¿cuál es el favor que vas a pedirme?, ¿qué mierda quieres que haga ahora, por ti? —acribilla a preguntas casi sin respirar.

—Tranquilo... yo— duda entre pedir perdón por hacerlo llorar anoche o delatarse por el verdadero motivo de la llamada. Pero al no decidirse opta por volver a mantener la farsa, —¿dónde estás?— jurando que si miente esa será la señal inequívoca que es mejor terminar.


Catorce horas de sueño es el tiempo que les toma a Anabel y a Lluis para recuperar fuerzas, ambos usan sus respectivos celulares para dar señales de vida, ella, a su confiado esposo y él, bueno él, deja por quinta vez un mensaje a Sándra para informarle que debe regresar en pocos días todo con la esperanza que ella lo llame a su cama.

Para la tranquilidad de los infieles ambos mensajes son marcados como leídos, sin embargo, ninguno recibe contestación, pero ¿a quién le importa?, cuando todos sus sentidos están en su aquí y ahora atrapados respirando, como si fueran drogadictos, una atmósfera de sudor y sexo. Claro está, sin remordimientos.

Luego de una buena tanda de sexo con sabor a infidelidad, ambos deciden que es momento de salir de la habitación para ir a comer en el restaurante griego que les recomendaron. Sin esperarse encontrar una celebración familiar de un bautizo, donde rápidamente, se ven envueltos por los gritos, bailes y brindis de la mesa de al lado a la suya.

Un frío se ancla en un rincón del corazón de Anabel cuando ve que Miguel no ha contestado el mensaje, incómoda de verdad procede a llamarlo. Cinco, casi seis repicadas son necesarias para poder escuchar la voz risueña de él.

Un tono de voz que la saca de su impía burbuja de deslealtad cuando reconoce que así entona él cuando está excitado. Una corriente le perfora el estómago cuando su imaginación se activa proyectando imágenes eróticas de él con otra.

Pero no puede ser Miguel, su esposo, demasiado fiel, confiable y controlado como para serle infiel, se repite una y otra vez para tratar de apaciguar la acidez que le quema el estómago y que casi le provoca vomitar. Ella metería sus manos en el fuego jurando que él no tendría las agallas necesarias para jugarle sucio, —él no —Le suplica a Dios con los ojos cerrados.

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