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Capítulo 3

No sabía por qué seguía yendo a verlo cuando era más que claro que él no la quería allí. No obstante, era consciente de que no podía evitarlo. Odiaba verlo convaleciente en una cama de hospital. Siempre se veía tan fuerte, imponente, invencible, que verlo en ese estado la estaba matando. Era extraño lo que le pasaba. Jamás había reaccionado así por una persona que no tuviese nada que ver con ella, con la que no había compartido ni siquiera un beso, pero, de algún modo que aún no comprendía, sentía la necesidad de asegurarse de que estuviese bien, de que se recuperaba según lo previsto por los médicos.

Si bien estaba acostumbrada a bromear con su amiga llamándolo "bomboncito", incluso a consciencia de que la mayoría de las veces él la escuchaba, siempre era en tono casual, divertido. Sin embargo, sus sentimientos eran más profundos que eso y ella lo sabía muy bien. En verdad le gustaba. Con solo verlo, todo su cuerpo reaccionaba, su corazón se aceleraba y un estremecimiento la recorría entera hasta culminar en la parte baja de su vientre a modo de descarga.

Debía reprimir un gemido cada vez que percibía su masculina fragancia que, de modo arrollador, invadía sus fosas nasales nublando por completo todos sus sentidos. Y sus ojos... esos ojos de un celeste claro y cristalino, hacían estragos en su interior en los breves momentos en los que se detenían en los suyos. ¡Dios, ¿cómo podía ser que tuviese semejante efecto en ella?! Lo peor era que él apenas la registraba. Por el contrario, estaba demasiado ocupado desviviéndose por su amiga, quien, irónicamente, no estaba interesada.

Odiaba ver la decepción en sus ojos cada vez que la veía desde lo sucedido. Estaba segura de que, de algún modo inconsciente, prefería que la hubiesen llevado a ella en lugar de a su amiga y eso le dolía mucho. No obstante, lo entendía. Era evidente que, más allá de sus obligaciones, de su trabajo, sentía algo más profundo hacia la hija del político. La quería, de eso no tenía dudas, como así tampoco de que sabía que el sentimiento no era recíproco. Daniela no lo veía del mismo modo y nunca lo haría. Cerró los ojos con fuerza al pensar en ella. Le angustiaba imaginar lo que podría estar sufriendo en ese momento.

Delante de la puerta de la habitación de Gabriel, inspiró profundo para armarse de valor antes de entrar. No sabía bien por qué, pero estar cerca de él hacía que se sintiese más cerca de Daniela. El cuarto estaba en silencio, por lo que supuso que estaría dormido. Con sigilo, avanzó hacia la silla que había junto a la cama y dejó su cartera sobre esta. Al llegar, lo observó con detenimiento. Su semblante era mejor que el del día anterior. De hecho, si no fuera por el vendaje que rodeaba su torso, no pensaría que había recibido un disparo.

Con cuidado de no hacer ruido, apoyó el vaso de café que había llevado consigo y cambió las flores del pequeño florero que ella misma se encargó de colocar con la intención de alegrar el ambiente. Luego, se dirigió al baño en búsqueda de un paño húmedo. Había notado su sudor, por lo que pensó que sería una buena idea refrescarlo un poco. Al regresar a su lado, apoyó la toalla en su frente y la deslizó con delicadeza hacia los lados. Acto seguido, hizo lo mismo con su cuello. Un hormigueo en la boca de su estómago la invadió de repente al advertir que su piel se estremecía ante el contacto de la fría tela.

Permaneció inmóvil por unos segundos al oír el suave gemido que escapó de sus labios y temiendo haberlo despertado, fijó los ojos en su rostro. Pero seguía dormido y eso fue un alivio. Sabía que lo que estaba haciendo era peligroso. ¿Qué le diría si la atrapaba en ese momento? Era consciente de que ese era el trabajo de las enfermeras, pero también de que no tendría otra oportunidad para hacerlo. Jamás había estado tan cerca de él y la tentación de tocarlo, de acariciarlo y poder proporcionarle bienestar era mayor que el miedo de ser sorprendida.

Con manos temblorosas, continuó con su labor hasta que borró todo rastro de sudor en su cuerpo. Lo miró por un instante sintiendo el fuerte deseo de acariciar su cabello. Extendió la mano hacia él una vez más, esta vez sin paño alguno, pero se acobardó en el último instante. Dispuesta a despejarse, se acomodó en la silla y sacó de su cartera el libro que había empezado a leer desde que se quedaba tantas horas en el hospital. No faltaba mucho para el próximo parte médico y no quería perdérselo.   

Gabriel tenía los ojos cerrados cuando oyó que alguien entraba a su habitación. Ni siquiera se molestó en abrirlos. Seguramente era alguna enfermera que venía a controlarlo, pero entonces, su dulce perfume lo alcanzó, incluso antes de que se acercara a él, y supo perfectamente de quién se trataba. Permaneció inmóvil simulando estar durmiendo. Había tenido una pésima noche y si bien los analgésicos habían calmado su dolor físico, no había nada que aliviase la culpa que no dejaba de atormentarlo desde aquella maldita noche.

La verdad era que no se sentía de ánimo para ver a nadie, mucho menos a Lucila. La chica no había dejado de ir a visitarlo desde que fue herido y aunque apreciaba el gesto, no podía evitar sentirse agobiado, ya que su presencia no hacía más que recordarle, una y otra vez, el error cometido. Un error por el que jamás se perdonaría. Había sido su falta de objetividad lo que le impidió protegerla. Le había fallado como guardaespaldas y ahora ella estaba pagando las consecuencias.

De pronto, el sonido del agua corriendo llamó su atención. Instantes después, sintió la suave y refrescante caricia sobre su frente. El placer fue instantáneo y lejos de apartarse de aquel contacto, se permitió aceptarlo. No pudo evitar gemir al sentir el frío paño sobre su cuello. Notó que su piel se estremecía ante su toque a la vez que su cuerpo reaccionaba a ella de una forma en la que no lo había hecho antes. "¡¿Qué carajo?!", pensó, sorprendido. Sin embargo, no hizo nada por detenerla. No podía. La sensación era demasiado placentera y no tenía la fuerza necesaria para resistirse a tan deliciosa caricia.

Antes de que pudiese comprender qué le estaba pasando, ella paró y aunque su primer impulso fue tomarla de la muñeca para instarla a continuar, logró contenerse a tiempo. Una lucha comenzó a gestarse en su interior. Mientras su mente rechazaba el suave contacto, su cuerpo se encendía, reclamándolo. Abrió lentamente los ojos al sentirla alejarse, pero ella no se dio cuenta. Estaba concentrada en el libro que solía leer cada vez que iba a visitarlo.

Debía frenar lo que fuese que acababa de experimentar. No podía permitir que siguiera yendo y se quedara todo el día a su lado. No era justo para ella. Le pediría que se fuera, que no se preocupase más por él, que estaría bien. Sin embargo, se sentía demasiado cansado para hablar y más relajado tras sus delicados y apacibles cuidados, volvió a cerrar los ojos.

El aroma a café recién hecho fue incentivo más que suficiente para que Pablo despertara. Apenas abrió los ojos, se apresuró a revisar su celular para comprobar si había novedades. Todavía nada. Inquieto, se levantó y se metió en el cuarto de baño dispuesto a darse una larga y necesaria ducha. Esta vez, procuraría tomarse el tiempo necesario para afeitarse y luego, le pediría a su madre que le cortase un poco el cabello, tal y como solía hacerlo en un pasado antes de que decidiera mudase lejos.

Aunque había logrado dormir algunas horas, seguía sintiéndose cansado. La noche anterior, luego de que su compañero por fin lo contactara para darle la ubicación de la camioneta utilizada por los secuestradores antes de que estos la abandonaran debajo de una autopista, había ido al lugar dispuesto a examinarla. Con sumo cuidado para evitar que la escena se contaminase, revisó el interior de esta, en búsqueda de algún indicio que lo llevara más cerca de ella.

Según la información que Lucas le había enviado, las cámaras de tránsito de la ciudad registraron el momento exacto en el que los delincuentes cambiaron de vehículo antes de seguir su camino hacia donde fuera que la tuviesen cautiva. Por desgracia, no había podido hallar aún al otro auto, por lo que, incapaz de mantenerse al margen, guardó la ubicación exacta en su teléfono y se apresuró a conducir hasta allí.

Si bien sabía que su colega le avisaría en cuanto tuviese más novedades, no podía quedarse de brazos cruzados. Eso lo hacía sentirse ansioso y exasperado. Y aunque era consciente de que debía avisar a la comisaría que estaba llevando el caso, prefirió ser él quien la examinara primero, antes de que la policía científica tomara el control total de la escena.

Lamentablemente, no pudo encontrar nada de utilidad, por lo que regresó a su casa antes de que alguien lo viera hurgando. Por supuesto, se aseguró de notificar a las autoridades de la zona, pero en ningún momento se identificó a sí mismo. No le convenía que lo relacionasen con la investigación, mucho menos que se supiera que estaba trabajando por su cuenta. Tenía claro que no estaba siguiendo el protocolo correspondiente, pero no podía dejar de darle vueltas a lo que Gabriel había sugerido respecto de que el secuestro podría haber sido algo armado.

Por todo eso, mientras aguardaba a que su compañero consiguiera localizar al otro vehículo utilizado por los secuestradores, iría al trabajo de su padre para hablar con el personal de Norberto Mancini. De paso, si era posible, conversar también con él. Era esencial conocer con exactitud qué tipo de amenazas había recibido este con relación a su hija días antes de que se la llevaran.

Luego de desayunar con Raquel, su madre, y de que ella le cortase el cabello, tomó su chaqueta y salió de la casa en dirección a su Peugeot 3008 blanco que se encontraba estacionado justo al frente. Una vez que lo puso en marcha, se alejó con prisa hacia el hogar del político. Nada más llegar a destino, se identificó con el personal de la puerta y luego de unos minutos, ingresó a la propiedad. Eso era lo bueno de que su padre fuese el jefe de seguridad. No necesitaba recurrir a su placa.

Continuó avanzando con su auto hasta detenerse frente a la entrada. Al instante, se acercó un muchacho —por su atuendo, supuso debía ser el chofer— y le pidió las llaves para estacionar el vehículo por él. Se negó. Si había algo que no le gustaba era que tocasen lo que era suyo. Y reacio a permitir que alguien más lo condujera, le pidió que le indicara dónde podía aparcarlo. El joven, sorprendido y notoriamente desilusionado, apuntó con su dedo unos metros más adelante y retrocedió para permitirle seguir.

Al entrar en la gran casona, aguardó junto a la puerta a que la empleada anunciara su llegada. Mientras esperaba, miró a su alrededor. Todo estaba exactamente igual a cómo lo recordaba. De pronto, una imagen del pasado regresó a su mente tomándolo por sorpresa. De pie, en el mismo lugar en el que se encontraba en ese momento, discutía acaloradamente con su padre. En realidad, era Emilio quien lo retaba en tanto él permanecía callado aceptando la reprimenda.

A lo lejos, escondida detrás del marco de la puerta del pasillo que conducía al resto de la casa, una niña de largo cabello rubio y enormes ojos verdes lo observaba fijamente. Parecía triste, llorosa, arrepentida, como si fuese ella la responsable del sermón que él estaba recibiendo. Entonces, sin más, recordó lo que había pasado. Cansado de que esa pequeña lo siguiese por todos lados cada vez que iba, le había propuesto jugar a las escondidas. Sin embargo, ni siquiera se molestó en buscarla después. Solo había sido una treta para librarse de ella.

La niña, confiada de que él iría en su busca, se había subido al árbol más alto que había en el parque trasero de la casa y lo esperó durante casi una hora. No obstante, conforme el tiempo transcurría, se dio cuenta de que él no volvería por ella. Decepcionada, intentó bajar, pero luego de tanto tiempo, sus piernas se habían entumecido y eso provocó que perdiera el equilibrio en el descenso y cayera sobre el césped lastimándose las rodillas.

A pesar de que se había hecho daño y que lloró durante varios minutos a causa de ello, en ningún momento lo delató. Sin embargo, Emilio no necesitaba que lo hiciera para darse cuenta de que su hijo estaba involucrado. Por esa razón, lo había llevado hasta allí y tras reclamarle por su falta de responsabilidad y madurez, le ordenó que se marchase a su casa.

Esa fue la última vez que estuvo allí y aunqueapenas conservaba algunos recuerdos de esa época, parecía ser capaz de evocar, consorprendente nitidez, aquellos verdes y brillantes ojos fijos en los de él. Sucuerpo volvió a tensarse al pensar que, en ese mismo instante, la vida de esachica corría peligro.   

Mientras estuvo junto a su padre, no notó nada inusual o extraño en el personal de seguridad, pero la realidad era que tampoco lo sorprendía. Si en verdad alguno de ellos estaba involucrado, era esperable que fuesen muy cuidadosos luego de la desaparición de Daniela.

Conversaba con Emilio sobre eso cuando, de pronto, Norberto entró en su oficina.

—Pablo, tu padre me avisó que vendrías —saludó nada más verlo—. ¡Qué gusto tenerte por acá!

—Hola, señor Mancini —respondió a la vez que estrechó su mano con fuerza.

—Quería agradecerte en persona el haber venido a ayudarnos. Sé que debo dejar que la policía haga su trabajo, pero se trata de mi hija y estoy desesperado. —La voz se le quebró al final, por lo que hizo una pausa en un intento por recuperar la compostura—. Tengo entendido que sos uno de los mejores detectives que tienen en Misiones y por eso estoy muy aliviado de que estés acá. En este momento necesito a alguien de suma confianza. Si algo le pasa a mi pequeña...

—Haré todo lo que pueda por encontrarla y traerla de vuelta —lo interrumpió antes de que el hombre comenzara a derrumbarse. Al verlo asentir, prosiguió—: ¿Le importaría si le hago algunas preguntas?

—Por supuesto que no —respondió con seguridad al tiempo que se sentaba en una de las sillas del despacho de Emilio.

Pablo optó por mantenerse de pie y apoyándose sobre el borde del escritorio, cruzó los brazos delante de su pecho. A continuación, le pidió que le contara sobre las amenazas recibidas desde que se había convertido en el candidato más fuerte de la oposición. Norberto procedió a decirle que, si bien estas eran bastante habituales en ese ámbito, había preferido ser precavido y extremar las medidas de seguridad alrededor de su hija. Por esa razón, contrató a Gabriel Acosta como su custodio personal. Le gustaba que, al igual que él y Emilio, hubiese sido entrenado por la policía.

—Pensé que sería capaz de mantenerla a salvo. Ya veo que estaba equivocado —murmuró.

—Por lo que tengo entendido, su hija se empeñaba en dificultarle la tarea —objetó Pablo en clara defensa de su amigo—. Actuaba de forma caprichosa e irresponsable, intentando evadir todo el tiempo la vigilancia de su guardaespaldas. De hecho, era justo lo que estaba haciendo al momento del secuestro.

Norberto cerró los ojos a la vez que asintió con su cabeza.

—Es cierto. A Daniela nunca le gustó que comenzara una carrera política, pero jamás me imaginé que sus acciones pudiesen ponerla en peligro. Pensé que él lo tenía controlado.

—El trabajo de un custodio es cuidar de la integridad de la vida de la persona para quien trabaja, no lidiar con sus caprichos —respondió con hostilidad.

El hombre se puso de pie ante ese comentario y cuadró los hombros, notablemente molesto.

—Lo que mi hijo quiere decir —intercedió Emilio a la vez que se incorporó también—, es que la conducta de Daniela distraía a Gabriel de su principal tarea.

Al pasar junto a Pablo, apoyó una mano en su hombro a modo de advertencia. Era necesario que se calmara y cuidara el tono que empleaba al hablar con él.

—Sí, soy consciente de eso —aceptó este por fin—. De todos modos, ahora ya no importa. Se la llevaron hace casi tres días y ni siquiera se pusieron en contacto conmigo.

—Lo harán pronto —afirmó el inspector—. Solo pretenden asustarlo para que no les cause problemas llegado el momento de tener que negociar y, por lo que acaba de contarme, ambos sabemos qué pueden llegar a pedirle. La pregunta es, ¿está dispuesto a bajarse de la candidatura a cambio de la vida de su hija?

Frunció el ceño al notar que dudaba por unos segundos. Sin embargo, se tranquilizó al verlo asentir.

—Sí, haré lo que sea para recuperar a mi pequeña.

Pablo no supo por qué, pero de algún modo, no lo convenció del todo su respuesta. No obstante, no dijo nada.

—De acuerdo. Ah, una cosa más... la policía encontró la camioneta utilizada por los secuestradores y en este momento deben estar haciendo las pericias correspondientes. Le sugiero que esté pendiente de eso. Puede que den con los responsables.

Advirtió, al instante, su sorpresa.

—Gracias por decírmelo. Ya mismo voy a llamar al oficial a cargo de la investigación —afirmó antes de despedirse y dejarlos solos.

Era evidente que la preocupación de ese padre era sincera, pero algo en su actitud, en sus respuestas, no terminaba de cerrarle a Pablo. Sin embargo, no podía especificar de qué se trataba. De lo que sí estaba seguro era de que Norberto ocultaba algo. Había algo que no estaba diciendo.

—¡¿Te volviste loco?! ¡¿Cómo vas a hablarle así?! —recriminó Emilio.

Alzó la vista hacia él al oírlo.

—Lo siento, no debí reaccionar de ese modo —se disculpó, consciente de que se había dejado llevar por su temperamento—. Voy a pasar por el hospital antes de ir a casa. Quiero ver cómo sigue Gabriel.

—Está bien. ¿Te acompaño a la puerta? —preguntó, más calmo.

—No, tranquilo. Nos vemos más tarde.

Estaba subiendo a su auto cuando, a lo lejos, alcanzó a ver al jefe de campaña de Norberto salir junto a un hombre que, estaba seguro, no formaba parte del personal de la casa. No supo por qué, pero algo en ellos llamó su atención. Procurando no ser visto, se alejó en dirección al portón, no sin antes volver a mirarlos por el espejo retrovisor. Con expresión seria, estrechaban sus manos despidiéndose.

—¡Ya dejame en paz, Lucila, dije que no tengo hambre!

La voz cargada de exasperación de Gabriel lo alcanzó mientras entraba en la habitación. Lo sorprendió el tono empleado, ya que su amigo no era de los que pierden la paciencia de esa manera. Ambos lo miraron al oírlo llegar y eso le permitió advertir en los ojos de la chica las lágrimas que intentaba detener en vano.

—Puedo volver más tarde —señaló al ver que ninguno hablaba.

—No hace falta. Yo ya me iba —respondió ella con voz quebrada.

Gabriel apretó los labios formando una fina línea y se frotó el cabello en un gesto nervioso.

—Esperá, Lucila —la llamó, procurando sonar más tranquilo. Ella se detuvo, aunque no se dio la vuelta—. Perdoname, no debí hablarte así. Es que todo esto es muy difícil para mí.

—Está bien, no tenés que explicarme nada —balbuceó a la vez que abrió la puerta.

—Es verdad, no tengo. Pero quiero hacerlo —se apresuró a decirle antes de que se marchara—. Si no hubiese sido por tu ayuda ni siquiera estaría vivo. Te arriesgaste por mí y estoy muy agradecido por eso. En verdad lo siento. ¿Te veo mañana?

Lucila no respondió de inmediato y sin saber por qué, su repentino silencio lo puso aún más nervioso.

—Acepto tus disculpas —susurró y sin decir nada más, salió de la habitación.

—Dios, soy un imbécil —murmuró más para sí mismo que para su amigo—. ¿Qué hacés acá a esta hora, Pablo? ¿Pasó algo?

Pero una notificación en su celular lo interrumpió antes de poder responderle. Era un mensaje de su compañero. Al parecer, las cámaras de seguridad de una estación de servicio ubicada justo frente al lugar donde dejaron la camioneta habían captado el momento preciso en el que los delincuentes se subían a otro auto y, por la dirección que siguieron, se hizo una idea de la ubicación aproximada.

—Los tengo —dijo alzando la vista hacia su amigo.

—¿Dónde están? —indagó con voz ahogada.

—Por la zona de los astilleros abandonados del puerto de La Boca.

—Pablo...

—La traeré de vuelta. Lo prometo.

Bajó por la escalera los cuatro pisos del hospital para no perder tiempo y corrió hacia su auto. Abrió el baúl en búsqueda del arma de grueso calibre que tenía guardada en un compartimento oculto y se puso en marcha. Si iba a ir a ciegas, al menos, no lo haría solo con su pistola. El estéreo se encendió al mismo tiempo que el motor y acelerando a fondo, se incorporó al tráfico, avanzando entre los autos a gran velocidad en dirección a la autopista que lo llevaría directo a Daniela.

Podía sentir su cuerpo en tensión, al igual que su mente por completo activa. Siempre le pasaba cuando se encontraba en medio de un operativo. De pronto, "Highway to hell" de AC/DC comenzó a sonar. ¿Acaso el universo intentaba darle algún mensaje? Ignorando ese pensamiento, se aferró al volante y permitiendo que la música lo llenase con su energía, pisó a fondo el acelerador.

"No stop signs, speed limit. Nobody's gonna slow me down. Like a wheel, gonna spin it. Nobody's gonna mess me around. Hey Satan, paid my dues playing in a rocking band. Hey mama, look at me. I'm on my way to the promised land, whoo! I'm on the highway to hell. Highway to hell. I'm on the highway to hell. Highway to hell" —"No hay señales de alto, límite de velocidad. Nadie me va a retrasar. Como una rueda, voy a girarla. Nadie me va a molestar. Ey Satanás, pagué mis deudas tocando en una banda de rock. Hola mamá, mirame. Estoy en camino a la tierra prometida, ¡whoo! Estoy en la carretera al infierno. Autopista al infierno. Estoy en la carretera al infierno. Autopista al infierno"—.

Ignoraba si se dirigía al infierno o a la tierra prometida, pero que iba directo al peligro, de eso no tenía dudas. No sabía con qué se encontraría al llegar, ni siquiera si ella estaría con vida, pero de algo estaba seguro, ahora que sabía dónde estaba, nada lo detendría. 

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