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Capítulo 1

Estaba cansada de tener que lidiar siempre con lo mismo. Desde que su padre había decidido empezar una carrera en la política, su vida ya no era la misma. Nunca le había faltado dinero, ya que descendía de una larga línea de empresarios exitosos, por lo que estaba acostumbrada a los lujos y el reconocimiento público. Sin embargo, nunca antes eso fue sinónimo de peligro para ella. Ahora, todo había cambiado y debía moverse para todos lados y en todo momento con un maldito custodio a su lado.

"Es solo por precaución", le había dicho su padre cuando se quejó al respecto. Sabía que tenía razón, pero no por eso le desagradaba menos y como era propio en ella, no dejaba pasar oportunidad para demostrar a quien fuese que se cruzase en su camino lo mucho que eso le molestaba. El que peor la llevaba era su guardaespaldas —Dios, hasta la sola palabra le resultaba ridícula— a quien solía meterlo siempre en aprietos a causa de su comportamiento y actitud rebelde. No tenía nada en contra de aquel hombre, él solo cumplía con su trabajo. Su problema era con su progenitor y la situación a la que la había arrastrado.

Norberto Mancini había empezado desde abajo y creando un nuevo partido político, de a poco fue ganando terreno hasta llegar a convertirse en el referente más fuerte de la oposición. Hoy se postulaba como candidato a jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y eso había provocado que empezara a recibir amenazas de todo tipo. Era consciente de que eso pasaría. Al fin y al cabo, no contaba con la fuerza ni el apoyo político de un aparato bien armado como el de sus rivales. Además, estaba claro que no les convenía que una persona como él, honesta y con ganas de ayudar a la gente, llegara a un cargo tan importante como ese. Eso, definitivamente iba en contra de los intereses de unos cuantos.

A pesar de entender que la presencia del custodio era necesaria, Daniela no podía evitar reaccionar de forma impulsiva cada vez que lo tenía cerca. Sentía que toda su vida era una imposición y estaba cansada de no poder manejarse con libertad como el resto de sus amigos. Odiaba que ni siquiera el hecho de ir a comprar ropa interior fuese algo privado y estaba convencida de que, si su padre le preguntaba al hombre, este sabría decirle la marca, el talle y hasta el color del último conjunto que había adquirido.

Tampoco había tenido la libertad de estudiar lo que quería. Su verdadera vocación no tenía nada que ver con lo empresarial y ella no podía darse el lujo de seguir sus sueños. Debía continuar con el legado familiar y enorgullecer a su padre. ¡Dios, lo que daría por poder elegir su camino sin tener que rendirle cuentas a nadie! Jamás podría hacerlo y empezaba a darse cuenta de eso. Había tenido la suerte de nacer en una familia acaudalada, por lo que nunca pasó necesidad, era muy consciente de eso, pero el precio era bastante alto porque tenía que dejar de ser ella misma para convertirse en lo que se esperaba que fuese.

Si bien la administración no le desagradaba, lo que en verdad amaba era la música. Desde pequeña había querido aprender a tocar la guitarra, en parte, por influencia de su niñera quien solía cantarle todas las noches antes de dormir. La mujer era profesora en un conservatorio y le había enseñado todo lo que sabía. Sin embargo, siempre tuvo claro que no podría seguir adelante con ello. No solo por ser algo por completo bohemio y poco rentable, sino porque no podía defraudar a su padre. Él esperaba mucho más de ella.

Ese día en particular, se sentía de pésimo humor. Por la tarde, él le había comunicado su decisión de que se hiciera cargo de los negocios familiares, ahora que él debía estar plenamente abocado a la política y eso, sin duda, no era para nada lo que ansiaba para su vida, para su futuro. Sin embargo, no fue capaz de contradecirlo. Desde que su madre se había ido abandonándolos a ambos cuando ella aún era pequeña, la relación entre los dos se había vuelto muy cercana, a tal punto que sentía que no podía negarse o estaría haciéndole lo mismo que ella... decepcionándolo. No, jamás le haría algo así.

Dispuesta a olvidarse de sus penas, aunque fuese por algunas horas, había quedado con su mejor amiga en un bar para tomar algo. Le hubiese gustado tener la posibilidad de ir sola, pero sabía que era simplemente imposible. Su guardaespaldas se había vuelto su sombra en los últimos meses y aunque la mayor parte del tiempo intentaba no prestarle atención, era bastante difícil ignorarlo. Por otro lado, Lucila estaba loca por él y siempre que arreglaban para verse, le preguntaba si llevaría consigo al bomboncito —estúpido apodo por el cual había empezado a llamarlo desde que lo vio por primera vez—.

Debía reconocer que le fastidiaba un poco aquello. Al fin de cuentas, llegaba un momento en el que dudaba de si en verdad quería verla a ella o solo la usaba como pretexto para poder acercarse a ese atractivo hombre encargado de su protección. Sin embargo, él parecía ser completamente inmune a los encantos de su amiga —o, al menos, indiferente—. Nunca permitía que nada ni nadie lo distrajera de su trabajo, por lo que no apartaba la atención de ella en ningún momento.

Hacía varios años que Gabriel Acosta trabajaba como guardia en su casa, pero tan solo un año desde que se había convertido en su custodio personal. Recomendado por el jefe de seguridad mismo, a quien ella conocía desde que tenía uso de razón, fue seleccionado entre otros por su padre. Si bien en un principio había tenido cierto reparo —estaba segura de que debido a su juventud y notable atractivo—, finalmente accedió a que fuese él quien la escoltara siempre. Después de todo, confiaba ciegamente en Emilio Díaz y si este le aseguraba que era el más apto para la tarea, entonces de seguro lo era.

En un pasado, había sido policía, pero una lesión le impidió continuar con su carrera y debido a eso, decidió dedicarse a la seguridad privada. Así fue como comenzó a trabajar para su familia, muchos años atrás. Recto, serio y de lo más intimidante aún con sus sesenta y cinco años, era excelente en su trabajo. Más aun, luego de que Norberto se metiese en el oscuro círculo de la política, obligándolo a tener que reforzar las medidas de seguridad.

Desde que podía recordar, Emilio siempre había sido bueno con ella, llegando a tratarla incluso como a una hija. Había visto de primera mano el desastre que provocó el abandono de su madre —tanto en ella como en su padre— y, de alguna manera, eso lo instó a tratarla con una calidez que no le brindaba a cualquiera. Daniela lo apreciaba mucho y solo por respeto a él, intentaba medirse cada vez que el impulso de escapar de su guardia la invadía. Después de todo, no quería causarle un disgusto.

También a su esposa, una mujer dulce y amable a quien había tenido el placer de conocer gracias a un largo viaje que tuvieron que hacer y por el cual algunos empleados llevaron a sus familias con ellos. Si bien hacía bastante tiempo que no la veía, tenía un lindo recuerdo de ella. Del que no se acordaba tanto era de su hijo, un muchacho diez años mayor que ella que, en un pasado, solía ir seguido a su casa para visitar a su padre. Aunque un tanto borrosas, conservaba todavía en su mente algunas imágenes de él, muchas de las cuales eran de lo más bochornosas.

En ese tiempo, estaba obsesionada con las princesas y convencida de que él era su príncipe azul con quien se casaría cuando tuviese edad suficiente, lo perseguía por toda la casa cada vez que lo veía. ¡Dios, qué vergüenza le daba el solo pensarlo! Se preguntó qué habría sido de su vida. Sabía que, al igual que su padre, se había convertido en policía, pero luego se mudó a otra provincia al conseguir el puesto que anhelaba y no había vuelto a verlo desde entonces.

Un mensaje en su teléfono la alertó de lo tarde que era. Extrañada de lo mucho que se había abstraído en los recuerdos de su infancia, se apresuró a meterse en el baño y darse una rápida ducha. Su amiga odiaba la impuntualidad, por lo que debía apurarse si no quería que la regañara. Al terminar, procedió a vestirse. A pesar de contar con un amplio guardarropa, optó por algo sencillo. Se puso un jean ajustado, una blusa de breteles en color crudo y unas botas de taco alto.

A continuación, peinó su rubio y ondulado cabello, dejándolo suelto, y se maquilló de forma sutil. El tiempo apremiaba, así que se limitó a delinear de negro sus ojos verdes, esparcir un poco de rubor en sus mejillas y aplicar un suave brillo en sus labios. Finalmente, roció su cuello con la fresca colonia de maracuyá que tanto le gustaba y colocándose el abrigo, tomó su cartera para salir de la habitación.

No había hecho dos pasos fuera de la casa cuando notó que Gabriel avanzaba hacia ella. Tenía la orden explícita de no perderla de vista y por esa razón, estaba pendiente en todo momento de cada uno de sus movimientos. Al darse cuenta de que no le quedaría más remedio que informarle adonde iba, le indicó la dirección del bar en el que se encontraría con Lucila y se metió en la parte trasera de su auto. Hacía varias semanas que ni siquiera tenía permitido salir sola y aunque había intentado que su padre desistiera de esa absurda medida, no tuvo éxito. Al parecer, las últimas amenazas lo asustaron lo suficiente para tomar medidas mucho más extremas.

Realizaron el viaje en silencio. Su guardaespaldas conducía con seriedad por las calles de la ciudad sin dejar de observar en todo momento el entorno: cada auto que pasaba por al lado de ellos, las personas que cruzaban en el semáforo cada vez que debían detenerse, cuando algún vehículo se acercaba demasiado desde atrás... Gabriel estaba permanentemente alerta y, por lo visto, no dejaba que se le escapase ningún detalle.

Aprovechando la oportunidad, lo observó con detenimiento. En verdad era bastante atractivo. De rostro agradable y masculino, sus ojos claros resaltaban en contraste con su cabello oscuro. Su físico, por otra parte, no estaba nada mal. A pesar de la ropa, podían intuirse sus delineados músculos, lo cual indicaba que solía ejercitarse. Tenía sentido considerando a qué se dedicaba.

Ahora que le prestaba atención, podía entender a su amiga. Sin duda, era un hombre muy interesante y sensual. Sin embargo, por mucho que lo mirase o estuviese cerca de él, no le generaba nada. Ni la más mínima chispa. No se le aceleraba el corazón, no sentía ese maravilloso cosquilleo en la boca de su estómago... nada. Pensaba en eso cuando lo vio posar sus ojos en el espejo retrovisor enlazando su mirada a la de ella. En el acto, miró hacia otro lado, avergonzada por haber sido atrapada.

¡Dios, ¿qué iba a pensar ahora?! En varias oportunidades lo había visto observarla y aunque jamás dijo nada ni procedió de forma inapropiada, tenía la leve sospecha de que se sentía atraído hacia ella. Por un momento, la divirtió pensar en cómo reaccionaría su padre si entre ellos pasara algo, pero desestimó la idea tan pronto como pasó por su mente. Por muy atractivo y sensual que fuera, jamás se involucraría sentimentalmente con su custodio. Mucho menos, sabiendo que le gustaba a su amiga.

En cuanto el auto de detuvo, se bajó con prisa del mismo y corrió hacia la entrada. Aún tenía las mejillas encendidas por haber sido descubierta mirándolo y no quería que él lo notara. Lo oyó maldecir por lo bajo mientras se apuraba a seguirla y no pudo evitar sonreír al notar que el lugar estaba abarrotado de gente. Eso, sin duda, le dificultaría la tarea de vigilancia.

No sabía por qué siempre se desquitaba con él cuando en realidad no era su culpa que estuviese en esa situación, sino de su padre. No obstante, no pensaba ponerse a analizarlo en ese momento. Estaba enojada, frustrada, y necesitaba sentir, aunque fuese por medio de acciones infantiles, que recuperaba el control de su vida.

En menos de diez segundos ubicó a su amiga entre la gente y caminó, decidida, hacia ella.

—¡Dani, llegaste! —exclamó la chica con una sonrisa a la vez que se puso de pie para abrazarla.

—Hola, Luci —respondió, devolviéndole el efusivo saludo.

Notó cómo sus ojos pardos escaneaban rápidamente el lugar y no necesitó preguntarle para saber a quién buscaba. En cuanto advirtió el brillo en su mirada, supo que lo había encontrado.

—¿Qué hiciste ahora? Parece furioso.

—No hice nada. Por favor, ¿podemos hacer de cuenta que no está? Hace mucho que no nos vemos y por una vez quisiera pasar el rato con mi amiga sin tener que preocuparme por nada más.

Lucila la miró con el ceño fruncido. Podía notar su agobio y aunque no llegaba a entenderla ya que ella en su lugar estaría saltando en una pata si tuviese a ese hombre a su lado todo el tiempo, sabía que a su amiga eso la incomodaba.

—Está bien —aceptó mientras volvía a sentarse—. Acabo de quedarme sin trabajo —dijo sin más.

Por un lado, no era su estilo dar vueltas, y por el otro, había querido acaparar por completo su atención en un intento por distraerla de lo que fuese que la tenía tan mal. Supo que había dado resultado en cuanto la vio abrir la boca, confundida, y clavar sus ojos en los suyos.

—¡¿Qué?! ¿Cómo que...? ¿Qué pasó?

—Lo mandé al carajo a Guido, eso pasó.

Hacía varios años que Lucila trabajaba como asistente en el estudio contable de quien había sido su primer novio y con quien aún hoy, mantenía encuentros casuales de vez en cuando.

—¿Por qué?

—Porque me harté de que siempre me esté subestimando. Por eso, cuando en medio de una reunión me mandó a preparar café, le dije que bien podía hacerlo él, que no era manco.

—¡Lucila! —la reprendió—. Es tu jefe. No podés hablarle así delante de otros, por más intimidad que haya entre ustedes.

—Sí, bueno, ya no va a haber nada de eso tampoco. El muy idiota va a casarse.

Y ahí estaba la verdadera razón por la cual había reaccionado de esa manera y luego, la llamó para verse. Al parecer, sentía más de lo que pensaba por su antiguo novio y se notaba la tristeza en su rostro.

—Ay, amiga, me parece que llegó el momento de pedir una copa de vino —sugirió, consciente de lo mucho que a ella le gustaba esa bebida.

—Diría más bien una botella —replicó, poniendo los ojos en blanco.

—Me parece bien —aceptó con una sonrisa.

Sin perder tiempo, le pidieron al cantinero lo que deseaban y conversaron sobre lo sucedido. Lucila comenzó a despotricar acerca de lo miserable que era su vida y cómo ahora debía conseguir pronto otro trabajo para no tener que regresar a la casa de sus padres. Mientras el alcohol iba desapareciendo a una velocidad alarmante, Daniela la escuchaba con atención, intentando contenerla.

Hacía bastante que no hablaban y a pesar de las circunstancias, le gustó estar ahí con ella y compartir un rato juntas. Por primera vez en meses, logró concentrarse en otra cosa aparte de sus problemas y se dio cuenta de que tal vez se lamentaba demasiado por algo que en realidad no era tan grave como ella lo sentía. Estaba tan distraída que, incluso, olvidó que tenía escolta. Sin embargo, la sensación duró poco.

Unos muchachos que pasaban justo al lado de ellas, empujaron sin querer a Lucila provocando que esta derramara el contenido de su copa sobre la ropa de Daniela. La escena era patética y, aun así, las dos comenzaron a reír a carcajadas. Los jóvenes se disculparon de inmediato y las invitaron con otra botella para resarcirlas por el pequeño incidente. Ambas se miraron por un instante. Eran bastante atractivos y aunque no debían superar los veinte años, podrían pasar un agradable rato con ellos. Pero antes de que pudieran aceptar, oyeron la voz de Gabriel.

—Creo que ya bebieron demasiado.

Lucila casi se cayó de su asiento al verlo de repente frente a ella y no pudo evitar sonreír como una boba. Ella, por el contrario, se sintió exasperada. ¿Acaso era su maldito niñero? Los caballeros, al parecer, entendieron el mensaje ya que, con un asentimiento, se alejaron sin decir nada. Daniela estaba que trinaba. No soportaba aquella actitud tan fuera de lugar de su custodio, y el reproche que había percibido en aquel comentario, terminó por sacarla de quicio.

Hecha una furia, le dedicó una mirada de hastío y en silencio, tomó su abrigo y su cartera para dirigirse al baño. Notó que hacía el amago de seguirla, pero para su alivio, Lucila se apresuró a detenerlo y tomándolo del brazo, comenzó a darle charla. ¡Dios, ¿acaso pretendía entrar con ella también?! Con brusquedad, cerró la puerta y se acercó al lavatorio. Con agua y un poco de jabón líquido, intentó quitar la mancha de su blusa, pero era imposible. Un fuerte deseo de llorar la invadió de pronto, no por su ropa, sino porque, una vez más, se sentía sofocada.

A continuación, se mojó la cara en un claro intento por despejarse y respiró profundo. Debía intentar serenarse antes de salir y volver a enfrentarlo. Sabía que solo estaba haciendo su trabajo y que no debía agarrársela con él, pero no podía evitar reaccionar de ese modo. Entonces, vio la ventana a través del espejo. La misma era lo suficientemente grande como para que una persona adulta pasara por ahí. Solo debía ser capaz alcanzarla. Tal vez si se subía a la mesada... Sí, tenía que intentarlo. Saldría por allí y llamaría un Uber para que fuera a buscarla. Eso le daría una lección tanto a él como a su padre y les demostraría a ambos que ella podía cuidarse sola.

Volvió a ponerse el abrigo y se dispuso a llevar a cabo su plan. Para su fortuna, la traba cedió al primer intento y sin dificultad la abrió de par en par. Atravesó la abertura hasta salir directo al callejón ubicado detrás del bar. Sonrió en cuanto sus pies tocaron el suelo. "Libre, por fin", pensó con orgullo. Sin embargo, al girar se dio cuenta de que todo había sido en vano. De pie, frente a ella, Gabriel la observaba con los brazos cruzados y expresión de agobio en el rostro.

Conociéndola, no había tardado en anticiparse a esa situación y consciente de que haría algo así, se encargó de llevar a Lucila al auto y luego, se dirigió a la parte trasera del bar. Estaba molesto. ¿Por qué siempre tenía que complicarlo todo? Intentando no perder la calma, le pidió que lo acompañara para que pudiese llevarlas a ambas a casa. Pero ella se negó, amenazando con agotar la poca paciencia que le quedaba.

—Por favor, Daniela. No lo hagas más difícil. Vamos al auto.

—¡Te dije que no! ¡Estoy harta de que siempre estés rondándome! No quiero ni necesito un guardaespaldas, mucho menos un niñero, soy perfectamente capaz de cuidarme so...

Pero la frase quedó inconclusa cuando una camioneta, salida de la nada, clavó los frenos, deteniéndose con brusquedad a su lado, y dos hombres encapuchados y armados, saltaron de esta, determinados a ir hacia ella. En el acto, Gabriel llevó una mano a su cintura para desenfundar el arma que llevaba oculta debajo de su traje. No obstante, uno de ellos fue más rápido y sin dudarlo, le disparó a quemarropa.

Daniela gritó al verlo desplomarse en el suelo mientras sentía cómo unos brazos la sujetaban desde atrás para arrastrarla hacia el interior del vehículo. Desesperada, intentó resistirse a la vez que lo llamó a gritos, pero él no reaccionaba y no pudo evitar comenzar a llorar al creer que estaba muerto. De pronto, un repentino y brusco golpe en su cabeza la silenció provocando que se desvaneciera al instante.

—¿Por qué le disparaste, imbécil? ¡Esto no estaba dentro del plan! —dijo uno de los malhechores.

—¿Y qué querías que hiciera? Tenía un arma.

—Dale, arrancá de una vez antes de que alguien venga por culpa de ese maldito disparo —ordenó antes de cerrar con brusquedad la puerta lateral.

Gabriel luchaba contra el aturdimiento que se empeñaba en devorarlo. Debía levantarse e impedir que se la llevaran, pero el cuerpo no le respondía. Había sido capaz de oír los lamentos de Daniela llamándolo en medio de un angustioso llanto antes de que algo la hiciera callar y supo que la habían golpeado. La ira comenzó a invadirlo provocando que la adrenalina recorriera su torrente sanguíneo.

Eso le dio la fuerza necesaria para incorporarse un poco. Sin embargo, era demasiado tarde. Habían cerrado la puerta y se estaban alejando. No podía arriesgarse a herirla si comenzaba a disparar contra ellos a ciegas, por lo tanto, fijó los ojos en la patente mientras que, con manos temblorosas, sacó el celular de su bolsillo. Ignorando el intenso dolor que le causaba aquella bala incrustada en sus costillas, buscó con premura el contacto de la única persona capaz de ayudarla. El mensaje fue corto, conciso, pero supo que él lo entendería. En cuanto lo envió, cerró los ojos y ya sin fuerzas, se dejó caer sobre su espalda.

Al borde de la inconsciencia, oyó que varias personas se acercaban tras oír el disparo, incluida Lucila quien, nerviosa, se arrodilló junto a él para comprobar sus signos vitales. La escuchó llamarlo varias veces por su nombre en un intento por hacerlo reaccionar, pero se sentía demasiado débil para responder.

—La ambulancia está en camino —la oyó susurrarle al oído con voz temblorosa justo antes de que la oscuridad se cerniera por completo sobre él. 

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