Del otro lado del puente que dividía en dos la ciudad de Los Sauces, en la mitad más humilde de la cual, se extendía el sempiterno parque sembrado de los árboles que nunca fueron talados y que le habían ganado el nombre a la misma, creciendo altos e imponentes, hasta donde alcanzaba la vista.

Cade solía contemplarlos todo el tiempo por la ventana de su salón de clases, ubicado en el segundo piso del edificio. Especialmente a esa hora y en esa época, la entrada del otoño; cuando el sol empezaba a descender y el verde pálido de las hojas se teñía de los colores de la tarde, refulgiendo como un mar agitado de olas color naranja.

Hubiese deseado que la otra mitad de la ciudad, donde él llevaba su vida diaria, tuviera algo aunque fuera remotamente similar. No obstante, con el crecimiento de la urbanización, Sauces del Este se había convertido en una asfixiante jungla de concreto, y casi todos los árboles de la zona se habían talado.

No quedaba excepto uno, en medio de la plaza central, el cual permanecía allí de pie como una estatua en medio del cemento frío; el cual solitario, privado de compañía y familia, era más una conmemoración al cementerio verde sobre el que yacía la urbe, que un árbol de la hermosa y melancólica especie que era la favorita de Cade.