
Capítulo Uno
—¡No me pises!
—No te estoy pisando.
—¡Claro que sí!
—Deja de quejarte, sólo déjame encontrar el... ¡Listo!
Ajusté los ojos a la nueva luz blanca que llenó el lugar, cortesía de la linterna de mi celular. Pude fijarme que el contraste entre esta y las paredes de piedra y madera daban un aspecto demasiado lúgubre al lugar, ya de por sí abandonado.
Sophie suspiró, aliviada, pero el temor no abandonó los ojos. Inspeccionaba, con aire cauteloso, cada pequeño, húmedo rincón. Avanzaba a paso lento, detrás de mí, abrazando su mochila contra su pecho, como si esta fuera algún tipo de escudo capaz de protegerla de... lo que sea que hubiera aquí abajo.
Cualquiera diría que tenía quince años en lugar de veinte.
—Bien, Em, ya hemos llegado hasta aquí. Me parece que es hora de regresar.
Me volví hacia ella, exasperada por su falta de entusiasmo.
—No voy a obligarte a seguir—dije, sin dejar de avanzar—. Puedes volver si quieres.
Sonreí cuando escuché los pasos de mi hermana al seguirme.Sabía que, bajo ningunas circunstancias,se iría por estos túneles sola.
Caminamos en penumbras algunos minutos más, en silencio. Puedo jurar que oí alguna que otra rata pasar cerca de nosotras, tal vez curiosa por aquellas dos intrusas que osaban irrumpir en su hogar.
Pero nada de eso importaba. Ni las ratas, ni las telas de araña, ni las piedras que parecían a punto de derrumbarse en nuestras cabezas. Nada podía opacar mi emoción.
—Esta es la última vez que te sigo—me recriminó Sophie, mientras intentaba no tropezar—. ¿Qué ganas con esto? ¡Estamos siguiendo el rastro de una historia que nunca ocurrió, por amor de Dios!
—Claro que es real—protesté, tanteando la pared de piedra en busca de... algo. Algo que pudiera servirme de guía.
—Lo mismo dijiste aquella vez en el EmpireState. Y ambas sabemos cómo terminó eso.
—¡No es lo mismo!—me defendí, intentando no reír. Bien, tal vez es cierto que arrastré a mi hermana a situaciones como esta en distintas oportunidades. Pero, ¿Qué es la vida sin un poco de aventura?—. ¿Acaso no lo ves? Leroux escribió su libro basándose en una historia urbana de ese entonces. El Fantasma era real para la gente de ese tiempo, y por lo tanto, debió de haber existido. Cuenta la leyenda que hasta encontraron un esqueleto con una máscara y un anillo aquí abajo. Estos túneles no existirían si fuera solo un mito.
—¿Y qué planeas encontrar, de todas maneras?
—Una pista. Algo. No lo sé.
Sophie guardó silencio durante unos minutos, sin querer otorgar legitimidad alguna a mis palabras.
—No puedo creer que gastaste casi todos tus ahorros en sobornar a ese guardia—murmuró.
—No es mi culpa que la Opera Garnier tenga una seguridad tan endeble.
—Papá y mamá van a estar furiosos.
—Papá y mamá tienen que entender que ya crecimos—espeté—. Si quiero colarme en los sótanos de un edificio del siglo diecinueve en Francia mientras ellos toman café en algún bar tengo todo el derecho de hacerlo.
—Cuando vean que no aparecemos en el hotel, de seguro van a...
—¡Ahí esta!—exclamé, prácticamente saltando de felicidad.
Apunté el celular hacia la masa de agua, uniforme y oscura, que se encontraba frente a nosotras.
El lago.
El agua era negra y se encontraba en calma, y no quise saber lo que se encontraba debajo de su superficie. Cadáveres de la época de la Comuna, como mínimo. Tal vez algún pez mutante.
De acuerdo, me veía obligada a admitir que hasta yo tenía mi lado escéptico. El lago no probaba nada.
Pero, a su vez, probaba todo. Si existía un lago, ¿por qué no la historia de Leroux? Tenía tantas probabilidades de ser falsa como de no serlo.
O quizás estaba dejando que mi obsesión por el Fantasma de la Opera llegase demasiado lejos. Sí, había una gran posibilidad de que, a mis cortos veinticuatro años, ya estuviera al borde de la demencia.Desde que era niña no había podido abandonar el amor por esta historia, y dudaba que lo hiciera alguna vez.
Amor que Sophia no compartía.
—¿Ya podemos irnos? No me gusta este lugar—suplicó.
—Sólo déjame rodearlo un poco. Ya llegamos hasta aquí.
Haciendo caso omiso a sus protestas, y ayudándome con la pared, avancé con cuidado por el contorno del lago, para tener una mejor visibilidad del lugar; era grande, y no podía ver un extremo del mismo. Saqué algunas fotos para tener en el archivo, que me ayudarían a recordar mejor el lugar a la hora de describirlo. Tenía entendido que este lago había sido un dolor de cabeza al construir el edificio, ya que el agua se filtraba a través de los cimientos. Habían necesitado varias bombas para extraerla.
Mis pies tanteaban la superficie rocosa, con precaución, porque no parecía muy estable. Las piedras estaban cubiertas de verdín, cosa que no ayudaba para nada. El agua parecía llamarme, invitarme a descubrir lo que aguardaba más allá, retándome.
—Quédate aquí—ordené a mi hermana, segura de que no se opondría—. Voy a ver si puedo llegar al otro extremo. Desde aquí no puedo ver nada.
—¡Ni se te ocurra!—me gritó, en un vano intento por frenarme.
—Tengo que verla. Necesito saber si la casa está ahí—Sophie no entendía. No comprendía esa fuerza que parecía estar atrayéndome, llamándome, llamándome, llamándome...
—Emilly, por favor, vas a matarte. Sólo volvamos y... ¡Em!
Demasiado rápido para siquiera procesarlo, perdí el poco equilibro que tenía. Sin tiempo de gritar, y en cuestión de segundos, me vi cayendo derecho a la negra superficie del lago. El frío se caló en mis huesos como afilados cuchillos que amenazaban con hacerme pedazos, quitándome la respiración momentáneamente.
Escuché a mi hermana gritar mientras las aguas heladas y negras me envolvían por completo, aprisionándome, dejándome sin aire.
¿Era tan profundo el lago?
Luché para salir a la superficie, pero una fuerza mayor parecía estar tirándome con fuerza hacia abajo y abajo.
Mis pulmones ardían y mis músculos iban perdiendo fuerza, y yo me empezaba a desesperar. La voz de mi hermana se vio reemplazada por otra mucho más profunda y melodiosa. A pesar de que no entendía sus palabras, hizo que todo mi cuerpo se estremeciera, aun bajo el agua, y envolvió mi cuerpo con un calor que en realidad no sentía.
¿Estaba muriendo acaso? ¿Podían los ángeles cantar de esa manera? Si así era, tal vez la idea de morir no era tan mala. No si podía escucharlos cantar todos los días.
Y, un momento después, la fuerza me soltó. Con las pocas fuerzas que me quedaban, salí a la superficie, tomando todo el aire posible. Nadé hacia la orilla y me dejé caer sobre el piso de fuerza, exhausta.
Una oscuridad casi absoluta me envolvía, ya que mi celular había quedado, perdido para siempre, en alguna parte del lago.
Y fue ahí cuando, con un escalofrío, me di cuenta de algo:
Sophie había dejado de llamarme.
—¿Sophie? ¿Dónde estás?—no hubo respuesta—. ¡Tú ganas, ya tuve suficiente!—ella siguió sin responder—. ¡Sophie, no es gracioso!
Me paré, helándome hasta los huesos, y me abracé a mí misma en un intento de mantener el calor. Me obligué a pensar con calma. De seguro había vuelto a pedir ayuda. Es algo que ella hubiera hecho.
Pero no iba a quedarme aquí durante horas, esperando que alguien viniese a buscarme. De ninguna manera. A pesar de que odié admitirlo, el lugar me provocaba una mala sensación. Casi miedo.
Avancé a ciegas y esperé que el túnel por el que me estaba metiendo fuera el correcto. Aferré con fuerza mi cruz, que llevaba siempre en el cuello y había sido un regalo de mi abuela, con la mano. Tal vez no fuera una linterna, pero generalmente ayudaba a sentirme segura.
Ahora que lo pesaba mejor, bajar hasta aquí había sido una idea estúpida. Sumamente estúpida y peligrosa. Debería de haberme quedado en el hotel, o salir a recorrer las calles de Paris.
Estuve en los túneles lo que me parecieron horas y horas. Completamente a ciegas y completamente mojada. Tuve la sensación de haber caminado varios kilómetros, pero aun así no haber avanzado nada.
Para cuando de milagro llegué a una puerta, estaba enojada. Principalmente conmigo misma, por ser tan infantil. ¿Ir en rastros de una leyenda? ¿En qué estaba pensando? Debía escuchar a Sophie más seguido. El lago, la casa y el libro habían quedado en ese momento sepultados en un espacio secundario de mi mente. Sólo quería volver al hotel, bañarme con agua bien caliente y ver una película. Sí, una película estaría bien...
Empujé con fuerza, y terminé cayendo de cara al piso de madera.
Alcé la mirada y fruncí el ceño; no había venido por aquí.
Escuché a una mujer cantando cerca de mí; debía de estar debajo del escenario, entonces. Por un segundo, me asombré de la voz que tenía. No recordaba qué nombre estaba escrito en la cartelera de la Ópera cuando llegué, y me prometí a mí misma que me fijaría en cuanto saliese.
Me levanté y me sacudí la tierra de la ropa, suspirando. Iban a matarme. Y con razón. Ahora solo tenía que buscar a Sophie y-
—¡Monsieur! ¡No pude estar aquí!
Me sentí ligeramente ofendida con el hombre uniformado que venía hacia mí, con una luz en la mano. Este también pareció sorprendido de descubrir que era mujer. Pero podía dejar mi enojo de lado esta vez.
Mi aspecto no debía de ser muy bueno; sumado a que estaba empapada de pies a cabeza.
—¡Señor, gracias a Dios! ¿No sabe usted dónde puedo encontrar la oficina de atención al turista, o algún lugar donde pueda pedir un taxi?
—¿Taxi?—el guardia me miró de arriba abajo, confundido.
—Sí, un taxi, un auto para ir al hotel.
—No sé de qué me está hablando, madeimoselle. Vendrá conmigo—agregó en un tono menos amistoso, sujetándome fuertemente del brazo.
Ahora sí estaba asustada. Y mucho. Pisé con todas mis fuerzas el pie del hombre, quién me soltó, sorprendido, y eché a correr en dirección que esperase fuera la correcta. Escuché que me seguía por detrás, y que llamaba a más guardias para que lo ayudasen.
A medida que cruzaba la Ópera Garnier, me di cuenta de que algo iba sumamente mal. Algo en la atmósfera parecía... distinto. Los distintos pasillos estaban alumbrados por una luz cálida, diferente a ese resplandor artificial al que mis ojos estaban habituados. No me detuve a observar detenidamente a las personas que dejaba atrás a mi paso, todas con expresiones extrañadas, pero podría jurarles que uno de los hombres llevaba un curioso sombrero de copa.
¡Un sombrero de copa!
¿Qué me había pasado? ¿Había tragado demasiada agua del lago y ahora estaba alucinando?
Intenté recordar las indicaciones del guía turístico acerca de cómo llegar a la salida, pero esto era en verdad un laberinto. Un muy lujoso, magnífico y imponente laberinto. Si tan sólo pudiera correr hacia la calle y pedir un taxi, para escapar de este lugar de locos...
—¡Allí! ¡Deténgase!
Los guardias estaban pisándome los talones. ¿Dónde podía ir? ¿Dónde podía esconderme? Ellos estaban apostados en toda la Ópera.
Repentinamente, tropecé con unas escaleras que llevaban a otro sector. Caí al suelo, y mi tobillo protestó. No en este momento. Luego podría dolerme. Me levanté y, cojeando, entré en la primera habitación que encontré abierta, cerrando la puerta tras de mí.
Esta me resultaba vagamente familiar, lo que resultaba ridículo teniendo en cuenta que era la primera vez que visitaba el Palacio Garnier. Flores por todas partes, paredes tapizadas de rosa, un tocador.
Y un espejo.
Dios mío...
Con temor, escuché los pasos de los hombres fuera del camerino, mi cabeza comenzó una trabajar a una velocidad impresionante. Buscando una solución, una respuesta. ¿Sería posible que...?
Esto no va a funcionar. Pasé mis manos por los bordes del gran espejo de la pared, buscando alguna palanca, algún mecanismo.No va a funcionar.
Cuando iba a darme por vencida, el espejo se abrió con un click, y me metí dentro, volviendo a colocarlo en su lugar, sin tener en cuenta que era lo que acababa de descubrir.
Qué significaba que yo pudiera haberlo hecho.
Me dejé caer contra la pared de piedra, exhausta. Me encontraba otra vez en un túnel, pero ni el mismo ángel Gabriel haría que yo me moviese de donde me encontraba. Enterré la cabeza entre las manos, y noté que estaba llorando.
Me obligué a mantener silencio mientras los guardias revisaban la habitación, y luego se iban.
Vagamente presté atención cuando una chica—tal vez dos o tres años menor que yo—entraba en el camerino, seguida luego por un atractivo caballero.Caballero; no había otro modo de describirlo. Bien podrían haber sido los mismísimos Christine y Raoul, y a mí no me hubiese podido importar menos. Mantuvieron una pequeña conversación y no tardaron en abandonar el lugar, y yo, tras el espejo, volví a quedarme sola.
Apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos.
Esto era una pesadilla.
Sólo una pesadilla.
a
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