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Capítulo Tres

  Aparté la vista del libro que estaba leyendo. Escuchaba voces en la sala. Lo cual, teniendo en cuenta el lugar en que me encontraba, no dejaba de resultar raro.

Erik había insistido en que, si quería intentar entrar al lago otra vez, debería de esperar unas cuantas horas, y esperar a estar completamente recuperada. Con la autoridad de un médico, me había ordenado volver a la cama y no volver a salir de allí hasta que él considerara que ya estaba repuesta.

Afortunadamente, nunca le había hecho caso a los médicos.

Dejé el libro sobre la cama y me aproximé a la puerta, todavía sin abrirla. La primera voz la reconocí; la segunda, no tanto. Decidí que era hora de investigar, así que me alisé el vestido y salí de la habitación.

Se encontraban sentados conversando tranquilamente, lo que me desconcertó. Al verme, los dos hombres guardaron silencio. El extraño, con una tez olivácea y ojos verdes, que me miraba sorprendido. Tenía un rostro agradable y debía de estar en sus cuarenta, y sus ojos, a pesar de que me escrutaban de pies a cabeza, tenían un brillo y una curiosidad que me gustó.Me era sumamente familiar, y unos segundos después descubrí el porqué.

—Por Alá, Erik, ya habíamos hablado de esto—exclamó, poniéndose de pie. Podía notar el enfado en su voz—. Quedamos en que nada de... un segundo, no es Christine—miró a su amigo, en busca de explicaciones—. No estoy entendiendo.

—Soy Emilly, amiga de Erik—dije, presentándome—. Vine a buscarlo para que me ayudase a resolver un... problema. ¿Usted debe ser Nadir, no es verdad?

—En efecto, Madeimoselle—el Persa me besó la mano educadamente, pero la incredulidad no abandonó sucara—. ¿De dónde se conocen, ustedes dos?

Miré a Erik buscando ayuda, pero él se cruzó de brazos y negó con la cabeza. ¡Traicionada por el Fantasma! Bien, tenía que sacar esto adelante sola.

—Yo era... sobrina del maestro arquitecto de Erik en Roma, Giovanni—mentí. Me percaté que las partes visibles de su rostro se habían vuelto blancas. Así que si había existido Giovanni, después de todo.

El Persa entornó los ojos, con un dejo de sospecha en ellos.

—Ya veo—dijo, tomando su lámpara de aceite de la mesa—. Si me disculpan, creo que debo retirarme. Los dejo con sus...trabajos. Erik, Madeimoselle.

Y, diciendo esto, se perdió por uno de los pasadizos. Me dejé caer en el sillón, liberando el aire contenido. Eso había estado cerca.

—¿Qué otras cosas sabes de mí?—preguntó Erik, mirándome con fijeza.

Todo. Nada. No sabía cuales partes de la historia eran ciertas, o cuales eran mera ficción. Por qué sabía que había ficción.

Tuve una idea. Pedí papel y algo para escribir—porque dudaba que existieran las lapiceras— y le indiqué que se sentara a mi lado.

—Bien, hagamos una cosa. Yo pregunto algo, y tú respondes verdadero o falso. ¿De acuerdo?

—¿Por qué tanto interés?—preguntó de repente.

—En parte, porque una parte de mi tesis es acerca del Fantasma de la Opera, y me gustaría que sea lo más realista posible; estoy analizando la influencia del periodismo en la literatura.Y, por otro lado...curiosidad—confesé.

—De acuerdo—dijo, quitándose los guantes—. Pregunta.

Medité durante unos segundos. Había tantas cosas que quería saber.

—Empecemos con algo fácil. Según el libro de Kay, tenías una perra llamada Sasha cuando eras niño.

Erik sonrió con melancolía.

—Verdadero—respondió con un poco de nostalgia en su voz.

—Entonces, ¿tu madre se llamaba Madeleine?—él asintió, pero no dijo nada. Cambié de tema, porque era consciente de que no le gustaba hablar sobre ella—. Y pasaste algún tiempo con los gitanos, y ese tipo llamado...¿Javert?

—Siguiente pregunta.

—Pero...

—Siguiente—me cortó. Suspirando, anoté verdadero en la hoja, intentando contener mi indignación. ¿Cuánto lo había hecho sufrir ese hombre?

—Mmm. Si es verdad que trabajaste con Giovanni, estuviste en Roma. ¿Serviste a la madre del Sah de Persia?

—¿Sabes acerca de Persia?—preguntó con algo de sorpresa en su voz, cómo si no pudiera concebir la idea de que yo siguiera sentada con suma tranquilidad a su lado. Sin embargo, se repuso con rapidez—Una mujer horrible—coincidió, tal vez con algo de amargura—. Pero yo era un hombre horrible, así que sí.

Suspiré, ignorando su comentario.

—¿Allí conociste a Nadir y a su hijo?

—Sí. Reza.

No me inmiscuí más en el tema. Era obvio que no le gustaría adentrarse más en el recuerdo del niño y el arcoíris que se había visto obligado a pintarle.

—¿Cuántos años tienes?—pregunté de repente.

—Treinta y cinco. Creo. ¿Por qué?

Al parecer, todas las cosas que relataban Kay y Leroux en su libro hacían ocurrido, pero algo no tenía sentido. Para este momento, según el libro original, Erik debería tener unos cincuenta años.

Tal vez, se habían confundido en el tiempo. Todo encajaba, si es que había permanecido menos cantidad de años en cada lugar al que había ido.

¡Era brillante!

—Por nada. Veamos...¿duermes en un ataúd?

—¿Por qué habría de hacerlo?—preguntó, confundido.

—"Uno debe acostumbrarse a todo, incluso a la eternidad"—cité—. ¿No?

—No.

Bien, íbamos por buen camino. Pregunté unas cosas más, en su mayoría triviales, tales como fechas y lugares más exactos, para llevar un registro más preciso. Poco a poco, pude comenzar a separar la ficción y la leyenda de Erik.

—¿Entonces tampoco eres adicto a la morfina?

—¿Quién se supone que escribe esos libros?—yo me reí, negando con la cabeza.

—Una cosa más—me animé a decir, pero luego lo pensé mejor y callé. No estaba segura de si quería saberlo.

—Adelante.

—Creo que terminamos por hoy—lo corté, doblando la hoja con los apuntes.

—¿Vas a acobardarte ahora, Emilly?

Dudé. Una parte de mi quería salir de la duda, pero otra parte prefería vivir en la ignorancia. ¿No decían que el mundo de la ignorancia es el mundo de la felicidad?

—¿Es verdad que tienes la misma cámara de tortura que construiste en Persia aquí en la ópera?—solté. Él no me miró, y permaneció en silencio— ¿Erik?

—Falso—respondió, y yo suspiré, aliviada.

Decidí que era hora de ver si mi celular había o no resucitado. Lo saqué del arroz, y comencé a armarlo, ante la mirada expectante de Erik. Estaba segura de que se estaba preguntando cómo demonios es que una cosa así podía funcionar. Tomé una nota mental de no dejarlo cerca de él para evitar que lo desarmase por completo.

Con un pitido, la luz de la pantalla se encendió, volviendo a la vida. Sonreí, triunfal, mientras lo desbloqueaba y esperaba que el inicio se cargase. Podía sentir a Erik mirando sobre mi hombro, con los ojos abiertos de par en par.

Puse la cámara frontal y exclamé:

—¡Sonríe!

El flash se encendió, y segundos después vi cómo me era arrancado de las manos y arrojado contra la pared.

—¡No!—me arrodillé y miré el cadáver de mi celular, ahora inarreglable—¿Por qué? ¡Era un Iphone 6!

—Iba a explotar—se excusó, sin apartar la vista del aparato destrozado.

Vi que seguía alerta, a pesar de que mi teléfono ya estaba muerto. Todo mi enfado desapareció y comencé a reír, dado lo ridículo de la situación.

—Era una foto—dije, intentando respirar—. Una foto no mata a nadie. Y ahora te has quedado sin escuchar las canciones de Webber.

—Creo que puedo superarlo—comentó, pero sonrió levemente. Luego la sonrisa desapareció—. ¿Tienes que regresar, no es verdad?

—Supongo que sí—Ambos permanecimos en silencio. Sabía que iba a tener que regresar a mi tiempo. No podía simplemente abandonar toda mi vida en el dos mil dieciséis—. Voy a buscar mis zapatillas.

°°°

—¿Es aquí?—preguntó Erik.

Ambos nos encontrábamos en la orilla por la que había venido la primera vez. Miré al agua negra y me estremecí. No tenía muchas ganas de meterme allí.

Y tampoco sabía si funcionaría.

—Sí, gracias.

Él asintió, también mirando el agua. ¿En qué estaría pensando?

—Creo que es hora de irme.

—Un segundo—le dije, antes de que pudiera arrepentirme, haciendo que se detuviera—. ¿Puedo darte algo?

—¿A qué te refieres?—preguntó, extrañado.

—Un regalo. Por tu ayuda.

Erik me miró, me no pude comprender la expresión en su rostro.

—De acuerdo—dijo, despacio, con la duda reflejada en su voz. Yo me puse frente a él.

—Cierra los ojos—ordené.

—¿Qué...?

—Hazme caso.

Erik suspiró, pero lo hizo. Consciente de que esto podía ser una muy, muy, mala idea, tomé el costado de su máscara. Sentí que me agarraba fuertemente de la muñeca.

—No—me advirtió, en un tono que hizo que mi sangre se helara.

—¿Sabes que ya he visto tu rostro cientos de veces, no?

—No es lo mismo—me corrigió, aun enfadado.

—Bien—dije, soltándome de su agarre—. Te quedarás con la duda. Nos vemos.

Me levanté el vestido, entrando los pies al agua. Estaba helada. Unos segundos después, escuché que decía mi nombre. Sonreí. Una de las principales características de este hombre era la curiosidad, y yo lo sabía bien.

—¿Si?—pregunté inocentemente.

—Tú ganas—respondió, aunque estaba claro que estaba irritado—. Pero ten claro que no te ayudaré si te desmayas.

—Trato.

Salí del agua y me aproximé a él.

—Los ojos—le reprendí. Murmurando algo entre dientes que no me molesté en entender, los cerró.

Intenté que mi mano no temblara mientras retiraba despacio la máscara, y sentí como tomaba aire. No la estaba pasando bien.

Yo también contuve el aliento, casi involuntariamente. De acuerdo, estaba bastante mal. ¿Pero qué esperaba? ¿Un Gerard Butler enmascarado? No, la realidad era otra. Y comprendí que nunca, nunca, un maquillaje sería capaz de reproducir con exactitud el rostro de Erik.

Pero era su rostro, así que no importaba.

Me puse de puntas de pie y le di un beso en la mejilla. Sentí como se tensaba.

—Uno para ahora—susurré, y luego besé la otra—y otro por si se gasta. ¿Mejor tarde que nunca, no es cierto?

Tal vez no podía reemplazar el regalo que él le había pedido a su madre cuando era niño, pero algo era algo. Me aparté de Erik, quien tenía los ojos muy abiertos. Estaba demasiado quieto.

¿Respiraba siquiera?

—¿Erik?

—Gracias—susurró, y yo sonreí, devolviéndole la máscara.

—No hay de qué, señor fantasma.

Mi sonrisa flaqueó cuando volví a ver el agua, y suspiré.

—¿Crees qué...?—recorrí el lugar por la mirada, pero no había rastros de Erik. Intenté reprimir la oleada de decepción que me invadió.

Pensé, con algo de dolor en el pecho mientras me metía con lentitud al agua, en cómo terminaría la historia.

En cómo Christine se quedaría con Raoul y dejaría a su maestro muriendo de tristeza aquí abajo. Nadie merecía eso. Nadie merecía que lo trataran como lo habían hecho hasta ahora. ¿Qué se sentiría que el mundo te hubiese dado la espalda de esa manera? ¿Así de insensibles éramos los seres humanos?

Me mantuve estática unos minutos en el agua, con la mente en blanco, pensando, dudando.

Maldije y salí del agua, que ahora me llegaba hasta la cintura. ¿Qué sucedía conmigo? Me encontraba en medio de mi historia favorita, y tenía el poder de ayudar a Erik a cambiar el final por uno más feliz. Al demonio Raoul de Chagny.

No me haría daño quedarme unos días más. Ya había enredado la situación el día del debut, y me correspondí a mí arreglarla. Lo que es más, si las cosas salían bien, podía salvar a más de una persona y evitar Erik hiciera algo de lo que se arrepentiría luego.

Mojada hasta la cintura, me interné en el túnel por el que habíamos llegado.

De vuelta a la casa del lago.

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