Capítulo Siete
Había alguien en el lago.
Dejé los dibujos que estaba viendo sobre la mesa, ordenadamente para que pareciera que nadie los había revisado, y presté atención. Erik había puesto algún tipo de alarma en el lago, según tenía entendido, lo que explicaba por qué podía oír al intruso a esta distancia.
Habían pasado unos días desde el incidente de Christine, donde no había vuelto a verla. Ahora, Erik se había ido al alba, alegando que necesitaba terminar los negocios que había dejado a la mitad el otro día, y que no sabía cuándo volvería. Podía ser hoy, podía ser mañana, o dentro de tres días.
De todas maneras, la situación era esta: no tenía ni la más remota idea de qué podía hacer. Si de algo estaba segura, era de que no iba a permitir que nadie llegara hasta este lugar. Erik había depositado su confianza en mí, y no iba a fallarle.
No, señor; la guarida del Fantasma seguiría siendo un secreto.
No muy segura de lo que estaba haciendo, me subí a la barca y tomé el remo, con el objetivo de llegar al otro extremo del lago, que no estaba a la vista, más rápidamente.
Cuando dejé atrás la casa del lago, fuera de mi campo de visión, distinguí a alguien en la orilla opuesta. Cargaba una antorcha encendida, lo que me permitía ver su cara. Reprimí una maldición; ese hombre era un verdadero dolor de cabeza. ¿Cómo había logrado llegar hasta aquí?
Aparqué la barca en un extremo del lado y salté a la orilla, disponiéndome a salvar la distancia que nos separaba a pie. Cuando me encontré a unas decenas de metros, Leroux apuntó la luz hacia mí.
—¿Quién anda ahí?—gritó.
—Monsieur Leroux—lo saludé, y él bajó la antorcha, asombrado de verme allí— ¿Qué está haciendo aquí?
—Podría hacerle la misma pregunta, Madeimoselle.
—Trabajo en la Ópera—mentí, y pretendí mostrarme ofendida—. Y sé que no puede estar aquí. Lo acompañaré a la salida.
—¿Y su amigo? ¿También trabaja aquí?—preguntó, arqueando una ceja. Y... podría decirse que sí. ¿Cada edificio tiene un fantasma, no?
—No—respondí secamente—. Sígame, lo sacaré de aquí.
Durante todo el camino hacia arriba, el periodista no dejó de hacerme preguntar que me costó responder. ¿De qué trabajaba? ¿De qué trabajaba Erik? ¿Qué hacía allí abajo sola? ¿Qué había más allá del lado? Intenté ser lo más vaga posible al hablar, hasta que el hombre pareció cansarse y lo dejó estar.
Cuando salimos por una puerta cerca de los dormitorios, Gastón Leroux abrió mucho los ojos, maravillado de haber acabado allí.
—¿Cómo...?
—La Ópera tiene muchos secretos, Monsieur, y esperó que así permanezcan—le advertí, pero me di cuenta de que era en vano. Nada aplacaría la curiosidad de este hombre.
Lo acompañé hacia la entrada y lo despedí, aconsejándole que no volviera a aparecer allí a menos que no quisiese que hablase con los directores.
Cuando estaba volviendo, distraía, tropecé con dos personas que venían en dirección contraria.
—Lo lamento....—se excusó el hombre. Raoul. Él también pareció reconocerme al mismo tiempo que yo a él—. Tú—me acusó.
—¿Emilly?—preguntó Christine.
—¿Se conocen?—inquirió Raoul, mirando a la soprano.
—Sí, es la chica de la que te hablé.
—¿Le hablaste acerca de mí?—pregunté incrédula. Luego tuve otra sospecha, y no pude contener mi enfado— ¿Le hablaste acerca de él?
Christine se mostró incómoda, pero fue Raoul quien se dirigió a mí.
—Por supuesto que lo hizo. Y ya hemos conversado sobre ese...tema. Christine está de acuerdo en que ya es suficiente, ¿no es verdad, Christine?
—Yo...
—¡Tú no tienes derecho a decidir por ella!
—No, tiene razón, Emilly—dijo la soprano, apoyando su mano sobre el brazo de Raoul—. La próxima vez, veré la manera de hacerle entender que ya no veo necesidad de continuar con las lecciones.
—¿Qué tú no...? ¿Sabes qué? Me cansé. Esto es imposible—dije, frustrada—. Haz lo que te parezca, pero no vengas a llorar después.
Enfadada, me di la vuelta y corrí hacia la entrada del primer sótano. Mientras bajaba y me internaba en los túneles, resoplé, conteniendo mi irritación.
Estaba muy enojada. Enojada con Christine, por no saber valorar lo que tenía en frente. Por seguir soñando con aquel niño que había recogido su bufanda del mar. Por preferir un Ángel de la Música antes que a Erik. Enojada con Raoul, por... bueno, por ser Raoul. Pero, sobre todo, estaba enojada conmigo misma, por sentir una especie de alivio. ¿Alivio de... qué? Ni yo lo sabía.
Perdida en mis pensamientos, no me fijé cuando me apoyé en uno de los cuadros de las producciones anteriores, y activé accidentalmente una puerta-trampa a mis pies.
Con un grito, sentí que caía durante unos segundos y golpeaba el piso, lo que me dejó sin aliento. Apoyé justo a tiempo las manos frente a mi cabeza, me evitar el golpe. La puerta-trampa, sobre mí se cerró, y yo quedé completamente a oscuras.
No tenía modo de saber dónde me encontraba, ni cómo volvería al camino. Avancé unos metros, y choqué contra una superficie fría. Entrañada, seguí caminando, con la mano apoyada en la pared lisa. Un paso... dos...tres...
Tras caminar durante unos minutos, comprendí que estaba en una habitación circular.
¿Pero qué demonios...?
Sentí un click, y las luces del lugar se encendieron, cegándome por un instante. Cuando volví a abrir los ojos, contuve el aliento. Me encontraba en...
¿...una selva?
Negué con la cabeza. Parecía una selva; árboles y árboles a mí alrededor, y uno de metal a unos metros de mí, con una soga que pendía de él. Pero entendía que lo que veía no eran árboles, sino una mera ilusión formada por espejos. Y sabía exactamente donde me encontraba.
Erik me había mentido.
La cámara de tortura creada para entretener a la madre del sah estaba perfectamente construida, y si yo no hubiese sabido de ante mano que era un artificio, seguramente hubiese perdido la cabeza en el mismo momento en que entré aquí.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué me había ocultado Erik la verdad? No lo había juzgado, no lo había cuestionado. Y, aun así, me había mentido.
Y yo estaba atrapada aquí.
La temperatura del lugar iba en aumento, y decidí trenzarme el pelo, para estar más cómoda. Vamos, piensa. Debe haber un modo de salir. Si Raoul y el Persa lo hicieron, tú también puedes. Me calenté el cerebro intentando recordar cómo lo habían logrado, y unos minutos después, la respuesta llegó a mí.
Me agaché, tanteando el piso, y comencé a buscar. Tras unos intentos, encontré el clavo que debía mover para accionar la puerta del piso y largarme de allí.
—¡Sí!—exclamé, tirando con fuerza de él—¡Lo conse-
El clavo se desprendió del piso y yo caí para atrás. Uy. Tal vez había usado demasiada fuerza. Comenzando a desesperarme, busqué más ranuras o agujeros, pero fue inútil. No había nada que me sirviera de ayuda.
Me puse en pie y comencé a golpear la pared de vidrio.
—¡Erik!—grité con todas mis fuerzas. Nadie respondió. Ni siquiera se encontraba en la Ópera—. ¡Nadir! ¡Ayuda, estoy encerrada!
Sentí a la lejanía el rugido de un león, y me estremecí, a pesar de que ya sabía que era un truco. No es real, me recordé, intentando tranquilizarme. No es real.
Cuando sentí la garganta seca de gritar, y el calor me hacía imposible pensar, me senté en el piso, abrazando mis rodillas contra mi pecho.
No sabía cuándo podía regresar Erik. El Persa no vivía aquí. ¿Y si me quedaba aquí hasta morir o enloquecer? Sujeté con fuerza mi cruz, lo cual hizo que mi mano lastimada doliera. Por favor, Señor, no dejes que muera aquí. Por favor.
El lazo en el árbol de metal parecía burlarse de mí. Podía sentir que me llamaba, que me invitaba a descasar, a salir de aquí, de una maldita vez. No. Esa nunca sería una opción. De ninguna manera.
Pero sería más fácil. ¿No quieres irte?
Me tapé con fuerza los oídos, pero eso no evitaba que la voz en mi cabeza siguiera hablando, siguiera susurrándome los dulces placeres de la muerte. Temblaba y estaba empapada de pies a cabeza, y había comenzado a llorar. ¿Por qué? ¿Qué placer había tenido esa mujer en ver a las personas sufrir de esta manera? ¿Qué sentido tenía?
Me abracé a mí misma, acostada en el piso que también parecía arder, y cerré los ojos con fuerza, y dejé que el tiempo siguiera su marcha.
Y lo hizo, sin lugar a dudas. No sé de qué manera; quizás eran segundos, minutos, horas. Todo lucía igual para mí.
No era real.
No era real.
No es real.
No era real.
No er-
Fui vagamente consiente de que las luces se apagaron de golpe, y la temperatura descendió abruptamente. Sentí que alguien abría una de las paredes de vidrio, y un aire fresco me envolvía. Aunque tal vez el aire no fuera real.
—¡Emilly!
Percibí cómo alguien se arrodillaba frente a mí y me abrazaba fuertemente contra su pecho. Yo rompí a llorar otra vez. No quería que fuera una ilusión.
—Dios mío, ¿Cuánto llevas aquí adentro?—preguntó Erik, con desesperación. Casi sin voz, le dije que había caído allí a eso del mediodía. Lo noté tensarse—Emilly... llevas aquí casi veinticuatro horas. Nadie había... nadie...
—¿Por qué?—susurré, sabiendo que él entendía a lo que yo me estaba refiriendo. Sin embargo, permaneció en silencio—. ¿Por qué?—le insistí.
—Porque tenía vergüenza—admitió, casi tan bajo que no lo oí—. No quería que tú también vieras el monstruo que en realidad soy.
Quise replicar, pero esta vez, me dejé llevar por los dulces brazos de la inconciencia.
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