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Capítulo Seis

  La mañana siguiente, decidí que no quería lidiar con Erik y su mal humor, así que me dirigí al palco número cinco al ver los ensayos de la compañía de ballet. Distinguí a una chica rubia que debía de ser Meg. O eso suponía, no la había conocido en persona todavía, pero esperaba hacerlo.

Las bailarinas interpretaron tres ballets distintos, y me quedé maravillada ante la fluidez de sus movimientos. Sentí envidia; yo nunca había sido buena bailando. O cantando. O actuando. Las chicas parecían bastante jóvenes, y se distraían a menudo, haciendo que Madame Giry les llamara la atención. Madame Giry. A ella también quería conocerla. ¿Así que efectivamente era ella la instructora de ballet? Me pregunté cómo había podido Leroux confundirla con una simple acomodadora.

Cuando decidí que había dado a Erik suficiente tiempo como para serenarse, decidí que era hora de regresar. Me tomó algún tiempo volver a la casa del lago, ya que era consciente de que el camino estaba plagado de trampas ocultas, pero al llegar, me sorprendió descubrir a Erik escribiendo unas partituras. No tenía puesta la máscara, sino que descansaba a un costado de la mesa, lo que lo consideré un signo de confianza.

—Buenos días—dijo en voz baja, y su tono era jovial. Casi animado.

Algo andaba mal. No debería de estar animado.

—Buenos días—respondí (aunque ya eran más de las tres de la tarde) intentando descubrir que traía entre manos.

—¿Dónde has estado?

—Viendo a las bailarinas—respondí, mirando encima de su hombro en que música estaba trabajando—¡No me digas que ya terminaste Don Juan!

Erik me hizo un gesto para que bajara la voz.

—Más despacio, por favor. Y sí, estoy puliendo las últimas notas.

—¡No puedo esperar para oírlo!—exclamé, y Erik volvió a callarme.

—¡Baja la voz, mujer, por el amor de Dios!

Fruncí el ceño. ¿Por qué estaba actuando tan raro? Más que de costumbre, quiero decir.

—¿Erik, hay algo que quieras decirme?—pregunté, y este negó con la cabeza. Ante su recurrente silencio, me crucé de brazos y suspiré—. ¿Tienes a Christine desmayada en la habitación, no es así?

—¿Cómo...?

—¡Porque te conozco, Erik! ¡Te conozco y sé que así no se hacen las cosas! Tienes que devolverla.

—¡No!—exclamó, levantándose abruptamente de su lugar y encarándome—. No tengo paciencia para esperar a que tu método funcione.

—¡No vas a lograr nada teniéndola aquí contra su voluntad! ¡Sólo harás que te tema!

—Lo que sucede es que estás celosa—me reprochó Erik, y yo lo miré, atónita.

—¿Celosa? Erik, hago esto porque quiero ayudarte. Porque no-

Sentimos un grito y ambos nos sobresaltamos. Christine—que al parecer ya no estaba más en la habitación— nos miraba con los ojos muy abiertos, con una expresión de horror en el rostro. Retrocedió, tambaleante, hacia el cuarto , y cerró la puerta.

Muy pronto sentimos que había empezado a llorar.

—¿Qué diablos le pasa?—pregunté, confundida, volviéndome hacia Erik.

Este permanecía petrificado, cómo si lo acabaran de abofetear. Y en ese momento me percaté de que no llevaba la máscara. Mi corazón se rompió cuando me di cuenta de que tenía los ojos húmedos.

—Oh, Erik...

—Que se vaya—susurró, dándome la espalda—. Tenías razón. Fue una mala idea.

Sin darme oportunidad para decir otra cosa, Erik desapareció, no sin antes haber tomado la máscara de encima del piano. Maldije y me aproximé a la puerta de la habitación donde estaba Christine. Ahora si iba a escucharme.

Llamé y una voz temblorosa me respondió.

—¡No entres!

—Soy Emilly. Abre la puerta.

—¿Quién?—preguntó, obviamente no reconociéndome.

—Sólo déjame pasar. Erik no está aquí.

Unos segundos después, la puerta se abrió. Una Christine con ojos irritados y asustada apareció tras ella. Se sentó en la cama, y comenzó a llorar otra vez.

—¡Por favor, Christine! ¡Ya estás grande para esto!

La chica me miró, confundida.

—No sé quién eres.

—Eso no importa. Pero quiero decirte que hiciste un espectáculo allí afuera.

—¿Acaso es que tú no lo ves?

—¡Por supuesto que sí, pero hay algo que se llama tacto! Ayuda a respetar los sentimientos ajenos, por si no lo sabías.

—No es sólo eso—dijo, abrazando sus rodillas contra el pecho—. Es...todo esto. ¡Mi ángel es el... el... el Fantasma!

—No es un fantasma, Christine—le recordé—. Ni un ángel. Es un hombre. Y siente como hombre, así que la próxima vez, piensa un poco antes de reaccionar de esa manera, ¿de acuerdo?

—Quiero irme de aquí—susurró, con lágrimas corriendo por su rostro—. Fue su voz, sólo seguí la voz...Por favor, sácame de aquí.

Era inútil. Era como hablar con una pared. Suspirando, asentí.

—Sígueme. Y, por favor, deja de llorar.

Guié a la soprano, quién no dejaba de temblar, a través de los sótanos hacia la puerta-trampa del espejo. A medida que más tiempo pasaba con ella, más me convencía de que la única persona que valía la pena del libro era Erik.

Una vez que llegamos a su camerino—con gran sorpresa por parte de ella— me dispuse a volver, pero me agarró del brazo.

—Emilly, ¿cierto?—comenzó, algo avergonzada—. Lamento lo que ocurrió hoy. No quiero darte una mala impresión. Yo... yo no soy así. No sé qué me sucedió. No va a volver a ocurrir.

Ahora sí estábamos hablando cómo adultas.

—No es a mí a quién debes pedir disculpas—le dije, y ella pareció dudar.

—Y una cosa más, antes de que te vayas—la miré, interrogante, ya que su expresión era seria—. Ten cuidado. He oído muchas cosas del Fantasma de la Ópera, y no son buenas.

—Descuida, yo también—repliqué, riendo, y volví a perderme en el espejo.

°°°

Cuando regresé, Erik se encontraba en su órgano, tocando. La música era demasiado triste como para que pudiera soportarla.

—¿Estás mejor?—pregunté, y él dejó de tocar.

—¿Cómo puedes hacerlo?—susurró, sin mirarme.

—¿El qué?

—¡Verme! ¡Pasar todos los días conmigo, encerrada en este lugar!—gritó, enfrentándose a mí—Sabes exactamente quién soy, lo que soy, que he hecho y lo que haré, ¡y sigues aquí! ¿Por qué?—preguntó, su voz como hielo— ¿Por qué?

—Cálmate, Erik—espeté—. Estás herido y nervioso, así que intenta pensar con claridad.

—¿Pensar con claridad? ¿Quieres que piense con claridad? ¡Esto es lo que pienso! ¡Creo que debes estar demente para recluirte aquí conmigo, dónde ni siquiera la luz del sol se atreve a entrar!

—¡Recluirte! ¡Exactamente eso es lo que haces!—ahora yo era la que estaba enojada. ¿Por qué no podía verlo?—. Tú eres el único responsable de estar encerrado aquí abajo, como un fantasma. Pudieras estar en cualquier lugar que quisieras, trabajando con los arquitectos e ingenieros más reconocidos del mundo, dando a conocer tu música. ¡Pero no, decides hundirte en la autocompasión y permanecer aquí! ¿Las personas son unas desgraciadas? Sí, pero no todas. No todos somos así. ¿Acaso te hecho sentir lo contrario?—dije despacio.

—Tú no lo entiendes—masculló, y me miró con frialdad—. Me reprochas eso, pero tú nunca has sabido lo que siente, ¿o sí? Seguramente has crecido con unos excelentes padres, tienes una hermana, amigos, una vida. ¿Has tenido alguna vez que luchar por sobrevivir? ¿Has pasado semanas de hambre? ¿Has sido mirada con desprecio en todos los lugares que ibas? ¡Así que no, no lo entiendes y nunca lo harás! ¡No te atrevas a juzgarme otra vez, niña insensata!

Miré a Erik, con una mezcla de dolor y horror. No era su rostro lo que me asustaba, sino el súbito arrebato de ira. Ahora sí que se parecía a ese hombre acosado por sus demonios que había conocido mientras leía el libro.

—Lamento si te he dado esa impresión—susurré, intentando contener las lágrimas, pero con la fría determinación de no mostrar cuan herida estaba—. No volverá a ocurrir.

Sin esperar a que Erik volviese a contestar, corrí hacia la salida de la casa más cercana; necesitaba estar sola.

Y sabía exactamente donde podía conseguirlo.

°°°

La tarde era fría, demasiado fría para mi gusto, pero en el tejado se respiraba un aire de quietud y soledad que me gustaba.

Sólo estábamos París y yo.

Sentada de frente a la gran ciudad, abrazando mis rodillas para mantener el calor, me permití vaciar mi mente de todos los malos pensamientos. De nada servía preocuparse ahora por algo que, tarde o temprano, pasaría. Erik estaba usando contra mí todas las defensas que se había obligado a aprender durante aquellos crueles años en los que había trascurrido su vida.

Pero no quería pensar en Erik en ese momento. No quería pensar en fantasmas, bailarinas, puertas trampas, cantantes, pretendientes, ni cartas. Contemplé la ciudad en lo que efectivamente se hicieron horas, a juzgar por la entrada de la noche. Parecía tener una música especial, como si el movimiento de las personas y las luces crearan distintas melodías, al igual que las teclas de un piano. Una música distinta a la de mi tiempo. La estatua de Apolo parecía querer acompañarla con su lira, y no me hubiese sorprendido si esta cobrara vida para unírsele.

Sólo estábamos París y yo.

Sin embargo, no me asusté cuando, en cierto momento, sentí un cambio en la atmósfera, y una presencia cerca de mí. Tampoco cuando la sobra se sentó a mi lado.

—¿Llevas aquí mucho tiempo? —preguntó Erik con suavidad. No se había vuelto a sacar la máscara, y supuse que pasaría mucho tiempo antes de que volviera a hacerlo.

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Supongo que unas horas. ¿Tú la sientes?

—¿El qué?

—La música—dije, señalando la ciudad frente a mí—. La música de París.

Erik permaneció unos segundos en silencio, contemplando también el paisaje.

—Todo el tiempo.

Sentí que me colocaba su capa sobre los hombros y yo sonreí, agradecida. La noche se había vuelto demasiado fría para el fino vestido. Ambos nos quedamos en silencio durante varios minutos, escuchando solamente la música, inaudible pero a su vez real. Cerré los ojos. Se sentía bien aquí arriba.

—Pensé que te habías marchado—dijo de repente, y yo no pude evitar reír.

—¿Marcharme a dónde, Erik? No conozco la ciudad, y menos este siglo.

—No me refiero a eso—comentó—. Me refiero a tu... hogar.

—Ah—contesté simplemente, y bajé la mirada hacia mis manos—¿Quieres que me vaya?

—No, Emilly—respondió, como si la idea le resultara ridícula—. Sólo que es lo que cualquiera con algo de amor propio o sentido común hubiese hecho luego de que yo... me haya portado como todo menos un caballero.

Yo guardé silencio. Sí, durante unos segundos—unos pequeños instantes— había considerado con seriedad volver a casa. Extrañaba a mi familia, la luz eléctrica y todas las comodidades del siglo XXI. Pero había descartado la idea casi de inmediato.

En primer lugar, me negaba a huir de Erik; no podía, no podía comportarme como todos los demás. Hasta ese momento, no había hecho más que tratarme con amabilidad, ofreciéndome su hogar y su ayuda cuando más lo necesitaba; ofreciéndome su confianza.

No iba a mostrarme tan desagradecida como para no corresponderle.

Y, en segundo lugar, tenía miedo. Me aterraba la posibilidad de intentar volver a casa y finalmente fracasar; no tenía ni idea de que me había conducido aquí, y tampoco sabía si eso seguiría allí cuando me decidiera a regresar.

Y de no ser así, ¿qué sería de mí entonces? ¿Me encontraría Erik en la orilla del lago—lo que quedaba de mí—temblando y llorando porque nunca podría volver a ver a mi casa? ¿Porque nunca más vería a mis padres y a mis amigos? ¿A Sophie?

¡Nunca más! Casi podía imaginar esas palabras como un mantra en mi cabeza, y no necesitaría de ningún cuervo para recordármelas.

¡Nunca más!

—Dudo que me quede algo de sentido común—respondí, en cambio, y me levanté, envolviéndome con fuerza en la capa negra—. ¿Podemos regresar? Creo que va a agarrarme una gripe en cualquier momento, y no creo que todavía se hayan creado las pastillas de ibuprofeno.

Erik me miró pero no pude descifrar lo que sus ojos querían trasmitir. No exageraban cuando decían que este hombre era un misterio.

Había alguien en la casa del lago cuando volvimos a bajar, usando la pequeña góndola para cruzar la masa de agua, el camino más rápido hacia el hogar de Erik. El poco equilibrio con el que contaba casi nos había valido una buena mojada, pero él había logrado con rapidez estabilizar la barquita.

Erik me estaba ayudando a bajar cuando nos percatamos de la presencia del otro hombre.

—Creo que vengo en mal momento—comentó el Persa, quién llevaba una botella de vino y dos copas en el brazo—. Volveré uno de estos días.

—De ninguna manera, querido Daroga—lo cortó Erik, con una sonrisa—. Justamente estábamos necesitando un trago.

Yo sólo asentí, totalmente de acuerdo.

Nadir permaneció con nosotros hasta casi las tres de la madrugada. Mientras leía el libro, nunca me había fijado mucho en su personaje; pero en Fantasma, pude ver que era mucho más complejo de lo que yo pensaba. Sabía que había sido policía en Persia, que había perdido un hijo y a su mujer, y que había abandonado su país luego de estar en prisión. Se había portado como un verdadero amigo para Erik, lo cual decía mucho de él, y actuaba como su conciencia en la mayoría de los casos, que considerando de quien estábamos hablando, no era tarea fácil. Me caía bien.

El vino también había ayudado bastante a relajarnos, siendo completamente sinceros. Nos había ayudado a olvidar a Christine y a Raoul y a mí, en particular, a enmudecer esa sensación de que algo iba a salir mal en cualquier momento que tenía en el pecho.

—¿De dónde había dicho que venía?—me había preguntado el Persa en cierto momento.

—De...—fruncí el ceño. ¿Qué era lo que había inventado? Debía admitir que tal vez el alcohol me estaba nublando un poco la mente. Sinceramente, no estaba muy acostumbrada a tomar, y no me había medido mucho en esta ocasión—. ¿De dónde era?—le pregunté a Erik.

—Giovanni—dijo, con una sonrisa. También había tomado unas copas.

—Giovanni. Cierto. Su hija Luciana y yo éramos buenas amigas—comenté, llenando otra vez mi copa—. O lo fuimos. Luego comenzó a obsesionarse con Erik y no quiso regresar al colegio.

—¿Ah, sí?—preguntó Nadir, arqueando una ceja y mirando a Erik.

—Algo así—admitió, incómodo y a la vez triste, quizás recordando el trágico final de la chica.

—Y no es la única—añadí, riendo—. Tienes a todo un fandom babeando por ti en donde yo vivo. Si te sirve de consuelo, nadie soporta a Raoul ¡Y tendrías que ver cuántos hombres audicionan para tu papel! No te llegan ni a los talones, por supuesto, pero son muy-

—Emilly, ya es suficiente—me cortó Erik, sacándome el vino de la mano, a lo que yo le dirigí una mirada molesta.

—¿Entiendes una palabra de lo que dice?—inquirióNadir, y él negó con la cabeza—. Creo que no debí traer un vino tan fuerte.

—Está enojado porque lo reemplazaron con Madame Giry en el musical—le susurré a Erik, con una pequeña risa, y él suspiró.

—Se acabó por hoy—exclamó, poniéndose de pie—. Daroga, nos vemos la semana que viene. Voy a llevar a Emilly a dormir.

—Qué aburrido—protesté, cruzándome de brazos. De repente se me ocurrió una idea—. ¡Cantemos!

—No—espetó, pasándole al Persa su abrigo.

Have you let it draw you it, past the place where dreams begin—comencé de todos modos—Felt the full breathless pull of the beauty underneath.

El Persa me miró, confundido, y Erik me arrastró a mi habitación tras sí.

—Si sabía que te ibas a poner así, no te hubiese dejado oler el vino. Para ser una mujer adulta, tienes muy poca resistencia al alcohol—me recriminó.

The very same wayyyy—murmuré, dejándome caer en la cama. Ahora mi cabeza daba vueltas—. Creo que voy a dormir.

Erik asintió, aparentemente aliviado, y se fue de la habitación, dejando la puerta cerrada pero un candelabro sobre la mesa. Siempre se aseguraba que hubiese velas en mi habitación antes de que yo me fuese a dormir. Escuché sus voces en la sala, pero no entendí lo que decían.

Había sido suficiente por una noche.


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