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Capítulo Once

  Erik volvió horas después de que Nadir se hubiese ido, encontrándome en un estado de nerviosismo digno de ver. Prácticamente eran las nueve de la noche, y yo ya me encontraba lista para irnos. Me había puesto el vestido y recogido el pelo, y sólo por esta vez no me había puesto zapatillas.

—¿Dónde estabas?¡Pensé que te había sucedido algo! ¿Cómo se te ocurre volver a esta hora?

—Tranquila—dijo suavemente, depositando un paquete sobre la mesa. Vi cómo sus ojos me estudiaban.

¿Acaso nunca había visto una mujer a punto de perder la cabeza de los nervios?

—No me relajes—le advertí—. No te atrevas a hacerlo.

Él se excusó para ir a cambiarse, y yo me permití relajarme un poco. Nada iba a suceder esta noche. Lo tenía todo controlado. Nadir tampoco permitiría que ocurriera nada.

Erik salió de su habitación, ya vestido para el baile de máscaras, con un atuendo rojo muy parecido al de la película de dos mil cuatro. Gracias a Dios, ya que el del musical llamaba demasiado la atención.

—¿La Muerte Roja?—pregunté, intentando lucir sorprendida.

—No sabía que te gustara Poe—dijo, claramente satisfecho.

—Me encanta Poe.

Desenvolvió el paquete que había dejado en la mesa y me tendió un antifaz plateado, que hacía juego con mi vestido.

—Gracias—dije, tomándola—. Me había olvidado que era un baile de máscaras.

—Te traje otra cosa—comentó, sacando algo de su bolsillo, y yo lo miré, atónita.

Era imposible.

No había manera de que hubiese podido encontrarla tan rápido. Tomé, escéptica, la cruz de plata. Era mi cruz, pero a la vez no lo era. Parecía más... nueva. Más brillante. El pequeño grabado que tenía, que nunca había podido distinguir del todo, era claramente una firma, tal vez del fabricante.

—¿Cómo...?—logré articular.

—¿Recuerdas una vez que mencionaste que tu cruz era de mediados del siglo XIX? Bien, estamos en el siglo XIX, por lo que tendrían que existir dos cruces en este momento. Reconocí la firma grabada, y resulta que el taller de ese hombre no queda muy lejos de aquí—explicó.

—Entonces... la cruz que me regaló mi abuela, ¿es la que yo le di a esa mujer?

—Así es—confirmó, con una sonrisa—. Todavía no entiendo bien eso el tiempo, pero supongo qué...

—¡Muchas gracias!—exclamé, abrazándolo con fuerza. Me coloqué otra vez la cadena, contenta de volver a sentir su peso en mi cuello.

—No me agradezcas—dijo, luciendo algo incómodo—. ¿Nos vamos?—preguntó, ofreciéndome su brazo.

Sonreí, aceptándolo. No; no había nada que pudiera arruinar esta noche.

Debía admitir, esto era impresionante.

La Ópera Garnier se había vestido de fiesta para la ocasión. Todo el lugar resplandecía gracias a las cientos de velas y lámparas ubicadas estratégicamente, y miles de adornos dorados colgaban de todas partes. Eso, sumado a la música, hacía que el lugar estuviera envuelto en una atmósfera que parecía mágica.

La gran cantidad de gente, en sus mejores galas, nos permitió a Erik y a mí perdernos fácilmente entre ella, sin que nadie nos mirara dos veces. Bien, las máscaras también ayudaban.

—¿Estás aguardando algo?—preguntó Erik, mirándome de reojo.

—En realidad, creo que sí. Tal vez estoy esperando a que todo el mundo comience a bailar y a cantar Mascarade—admití—. Esto se me hace muy familiar.

—Hasta yo debo admitir que resultaría raro que eso sucediese—comentó, y luego pareció fijar los ojos en alguien—. Ahí están.

—¿Quiénes?

—Los directores—respondió—. Emilly, esto no va a funcionar. No hay manera que los convenza de presentar mi ópera de esta manera.

—Funcionó la última vez, ¿no? Sólo que ahora será con menos drama. Cualquiera que tenga algo de conocimiento en la música aceptaría tu obra.

—¿Entiendes entonces por qué estoy dudando? ¡Esos dos no sabes distinguir una clave de sol de una clave de fa! No hubiesen sabido valorar a Mozart ni aunque lo tuvieran enfrente de ellos—por Dios, si no lo conociera, diría que estaba nervioso—Además...

—Vienen para acá—advertí. Y, en efecto, ambos hombres se acercaban hacia nosotros. Algo en su forma de caminar me decía que habían estado bebiendo.

Con algo de desconcierto, descubrí que no sabía sus nombres, los cuales variaban de acuerdo a la adaptación.

—Buenas noches—saludaron, y uno de ellos me besó la mano—. Madeimoselle, me parece que no la había visto antes en la Ópera. ¿Trabaja aquí?

—Así es, Monsieur—mentí, sonriendo—. Pero hace poco. Madame Giry de seguro les comentó algo.

—Ah, sí, sí, ya recuerdo—comentó el otro director—. Me alegro que tengamos por fin el placer de conocerla. Espero que esté disfrutando la noche.

Erik se aclaró la garganta, desviando su atención de mí, lo cual agradecí. Los hombres lo miraron, entornando los ojos.

—Disculpen que no los haya presentado—dije, intentando lucir avergonzada—. Este es Erik, mi am...

—Prometido—me cortó él, estrechando las manos de los hombres. Arqué una ceja, y este me dirigió una mirada significativa. Por supuesto; en esta época no era bien visto que una mujer saliera a solas con sus amigos—. Monsieur Morcharmin, Monsieur Richard, un placer conocerlos.

—¿Seguro que no nos hemos visto antes?—preguntó Richard, con una mirada de sospecha—. Su voz me suena conocida, Monsieur.

—No lo creo, acabo de mudarme a París de Viena—dijo, tranquilo.

—¡Viena! ¿Y a qué se dedicaba en Viena, si podemos preguntar?

—Es músico—interrumpí. Y arquitecto. E ingeniero. Y mago. Y ventrílocuo.

—¿Ha presentado algo, Monsieur?—preguntó Moncharmin, sirviéndose otra copa.

—No todavía, aunque me gustaría hacerlo en algún momento.

—Justamente por eso queríamos hablar con ustedes—agregué, antes de que los directores se abandonaran por completo al alcohol y a la fiesta—. Buscábamos presentarle algo, aunque sé que este no es el lugar conveniente. Comprendería si no están interesados—dije, intentando poner mi mejor cara de desilusión.

—Por favor, Madeimoselle, será un placer—se apresuró a decir el hombre—. Sólo aguárdenos un segundo. ¿Monsieur Reyers? ¡MONSEIUR REYERS!— El pobre hombre se apresuró a llegar hasta nosotros, una vez que ubicó quien lo estaba llamando. —Necesito que vea una cosa.

Erik le tendió la carpeta con Don Juan Trinfante, y Reyers la tomó, escéptico. La abrió y, mientras iba leyendo las partituras, sus ojos se abrieron de par en par.

—Esto es...muy bueno—murmuró, y yo estuve tentada a rodar los ojos. Por supuesto que era muy bueno.

—¡Está decidido, entonces!—exclamóel señor Richard—. Monsieur, no dudo que su obra verá la luz muy pronto—dijo, estrechándole la mano fervientemente. Ahora, si nos disculpan, hay otros asuntos que requieren nuestra atención. Madeimoselle.

Nos despedimos y los directores volvieron a la fiesta. Reyers también se retiró, no sin darle una última mirada de sospecha a Erik. Cuando los tres estuvieron fuera de la vista, solté el aire que no sabía que estaba conteniendo. Vi que Erik estaba sonriendo, no con una sonrisa de alegría, sino más bien la sonrisa de alguien disfruta una broma privada.

—¿Qué es tan gracioso?

—¿Cómo reaccionarían si se dieran cuenta de con quién estuvieron hablando?

—Ni se te ocurra—le advertí—. No vas a echarlo todo a perder ahora.

—Eres tan aguafiestas cómo Nadir—se quejó—. Erik, no hagas eso. Erik, no dejes caer el telón sobre La Carlotta. Erik, no hagas desaparecer al vizconde de Chany.

—¡Erik!

—Era broma—dijo, riendo, y tomándome por los hombros—. Nadir nunca me advirtió nada acerca de Raoul.

Puse los ojos en blanco. Sabía que lo estaba pasando bien a mi costa; muy maduro. Recorrí el lugar con la mirada, permitiéndome disfrutar el momento. Reconocí a Madame Giry y a Meg; estás lucieron algo sorprendidas cuando nos vieron, pero yo negué levemente con la cabeza, indicando que todo estaba bien.

Y, en verdad, todo iba bien, hasta que nos cruzamos con las dos personas que justamente no quería ver esta noche. Sentí que Erik se tensaba a mi lado, y le tomé con fuerza el brazo, lo que sabía no haría mucho si esto se salía de control.

—Erik—dijo Christine, sorprendida—. Yo...no sabía que ibas a venir.

Raoul parecía querer matarlo con la mirada, y su mano descansaba en su cinturón, donde estaba su espada. La chica le dirigió una mirada significativa, y este sólo apretó los dientes. Luego sus ojos se enfocaron en mí, y vi que estaba intentado comprender de qué iba esto.

—¿Por qué no habría de hacerlo?—preguntó, y su voz no denotaba ninguna emoción—. Es mi Ópera después de todo. No tuve ocasión de felicitarla apropiadamente por su compromiso, Madeimoselle Daaé.

Christine lució de repente herida, por el trato demasiado formal que estaba recibiendo. Yo, por mi parte, estaba confundida; Erik no sonaba cómo un hombre al que le hubiesen roto el corazón, sino cómo alguien a quien le habían herido el orgullo.

—G-gracias—murmuró, sin mirarlo a los ojos—. ¿Supongo que nos veremos en las lecciones?—Erik negó con la cabeza.

—¿Por quién me toma? Estar a solas con una mujer comprometida no es algo apropiado, Christine. Y dudo que a tu futuro esposo le agrade la idea—Raoul no parecía estar entendiendo la conversación del todo, al igual que yo—. No, las lecciones se acabaron. Creo que ya está lista. ¿Bailamos, Emilly?—preguntó Erik volviéndose hacia mí, ofreciéndome una mano. Me percaté de que Christine me miraba con algo en enfado.

¿Y yo que hice?

—Por supuesto—respondí con una sonrisa.

—Si nos disculpan—se despidió Erik, conduciéndome al centro del salón, donde había varias personas bailando.

Intenté recordar cómo es que se bailaba esto. Coloqué una mano en su hombro, y él una en mi cintura; no era muy complicado en realidad, ya que Erik era el que llevaba el ritmo en su mayoría.

—Vamos, dilo.

—Eso fue muy... maduro, de tu parte—comenté, dándome llevar por la música. ¿Por qué ya no se bailaban estos vals? Era agradable.

—¿Todavía estas esperando que vuele una parte del edificio o algo así, no es verdad?

—Bueno, sí—confesé, enrojeciendo con violencia—. Pero sabes que no puedes culparme.

—Supongo que no—dijo, distraído.

La notas de un violín subían y bajaban, combinándose en una melodía que nunca antes había escuchado, y que me envolvía, haciendo que todo pensamiento abandonara mi mente. ¿Qué esperaba? ¡Estaba en la Ópera Garnier! Si su música no hubiese sido buena, hubiese perdido mi fe en la humanidad.

Sentí que los dedos de Erik golpeaban mi cintura suave e inconscientemente, siguiendo el ritmo de la melodía. Me pregunté que se sentiría estar tan absorto en la música cómo él lo estaba. Qué se sentiría ser capaz de perderme en unas notas.

—¿En qué piensas?—pregunté, viendo que seguía distraído.

—En que podría acostumbrarme a esto—respondió simplemente, y vi el fantasma de una sonrisa en su rostro.

°°°

A medida que la noche avanzaba, pude comprender que mis temores iniciales eran infundados. No solo no había ocurrido nada malo, sino todo lo contrario. Varias personas se habían acercado a conversar con nosotros, ya que nadie nos conocía. Por supuesto, las primeras palabras habían sido tensas, pero a medida que Erik fue cobrando confianza, se fueron haciendo cada vez más amigables y ligeras.

Y tal vez el champán ayudo un poquito. Yo me mantuve lejos del alcohol, para evitar que ocurriese lo de la última vez. Pero a él no le venía mal relajarse un poco.

Seguíamos con el cuento de que se acababa de mudar de Viena, lo que hizo que muchos demostraran un súbito interés, más aun cuando les decía que era músico. Y el rumor de que había un músico de Viena no tardó en llegar al director de la orquesta, que le suplicó por una interpretación. Erik me miró, no sabiendo que hacer, y lo animé a aceptar. ¿Por qué no? Nadie sabía quién era.

Tomó el violín que le ofrecían, y lo colocó en su hombro, con una familiaridad que demostraba años y años de práctica. Meditó unos segundos, decidiendo que tocar. La gente a nuestro alrededor guardó silencio. Unos segundos después, Erik cerró los ojos y produjo las primeras notas en el instrumento, haciendo que me quedara cómo piedra.

¿Pero cómo...?

Unos instantes después, no me quedó ninguna idea de que canción estaba tocando. Pero es imposible, me dije mientras escuchaba, atónita, el estribillo de Beneath a Moonles Sky, no había manera en la Tierra de que la hubiese sabido.

Aun así, la canción estaba ahí. Siempre me había parecido que hablaba de amor, de furia, de pasión, de dolor; ahora, escuchándola de sus manos, sabía que era verdad. Mis ojos se humedecieron mientras comprendía que era justo lo que estaba sintiendo en ese momento. Tarde comprendí que había cometido un error muy, muy grande.

Me había enamorado irremediablemente de Erik.

Y no había forma de que esto pudiera acabar bien.

Intenté despejar mi mente de todo, porque si seguía pensando, temía que el dolor me consumiera por completo. ¿Cómo había podido ser tan estúpida? Por un lado, sabía que él no me correspondía, me había quedado bien claro que siempre amaría a Christine.

Su ángel.

Su musa.

Por el otro, quedaba la cuestión del tiempo. El tiempo; lo único que el ser humano no podía controlar. Porque mi tiempo no estaba aquí, y eso lo sabía. Tenía una familia. Amigos.

Por lo menos, me consolé a mí misma, disfruta de esto. Después lidiarás con lo otro.

—No estarían es este estado de éxtasis si supieran quien es en realidad—dijo con frialdad una voz a mi espalda, que reconocí cómo la de Raoul.

—Raoul...—escuché que Christine susurraba, a modo de advertencia.

—No puedo aguantar más, Christine—espetó, y yo dejé de prestarles atención, porque justo en ese momento Erik terminaba su representación , y la multitud prorrumpía en aplausos.Los tenía encantados.

Erik devolvió el violín y agradeció, y llegó hacia donde yo me encontraba.

—¿Te gustó?—preguntó.

—¿Eres algún tipo de brujo?

—Te escuché cantándola el otro día. Sólo saqué las notas. Espero que no le importe a quien quiera que la haya escrito.

—Te aseguro que a Webber no le importaría—comenté, y luego volteé hacia donde habían estado Raoul y Christine hace un momento—. Creo que tenemos que irnos.

—¿Por qué?—preguntó con algo de decepción.

—Tengo un mal presentimiento—murmuré, y luego negué con la cabeza— ¿Sabes qué? Olvídalo. Estoy un poco paranoica. Yo voy bajando, tú quédate un rato más.

—Pero...

—Pero nada. Disfruta lo que queda de la noche—le dije, intentando sonreír, y antes que mi determinación flaqueara, me di la vuelta y me apresuré a salir de allí.

No estaba con ánimos para permanecer en la fiesta, a decir verdad. Sólo quería estar sola hasta que mi cabeza se acomodara.

°°°

Terminé de atarme los cordones de las zapatillas y me dejé caer en la cama, exhausta. Sabía que no iba a dormir todavía, por lo que me había puesto la ropa con la que había llegado otra vez. Las notas de la canción todavía resonaban en mi mente, sin tener intención de irse. Maldije a Andrew Lloyd Webber por escribirla y a Erik por tocarla con tanta perfección. Me tapé la cara con la almohada, intentando callar los susurros en mi cabeza. No funcionó.

Resignada, me levanté de la cama, no pudiéndome quedar quieta. Ni siquiera sabía por qué estaba tan intranquila. Tal vez porque presentía que no iba a poder quedarme mucho más tiempo aquí. Y eso me estaba matando. ¿Por qué no se podía estar en dos lugares a la vez? Sí, existía la bilocación, pero dudaba que eso me fuera de ayuda.

Escuché que alguien llegaba, y me asomé por la puerta. En la orilla del lago, Erik se estaba quitando los guantes. No se había percatado de mi presencia, lo que no era sorpresa debido a la distancia que nos separaba.

Tenía que decirle. Tenía que decirle lo que sentía aunque no me correspondiera, porque me estaba comiendo por dentro. Por lo menos sería sincera antes de irme.

Tomé valor, y justo cuando iba a dar un paso en su dirección, algo me detuvo. Alguien.

—¿Christine?—preguntó Erik, no pudiendo ocultar su sorpresa ante la joven soprano que salía de la oscuridad. ¿Christine? ¿Qué hacía aquí? Notaba en su postura que no estaba cómoda, que algo la hacía querer salir corriendo— ¿Cómo llegaste aquí?

—Te seguí—confesó, ligeramente avergonzada.

—¿Y por qué harías eso?

Lo que siguió no me lo esperaba. La chica se acercó a él, y pude percibir que estaba nerviosa. Sin embargo, eso no le impidió acortar la distancia entre ellos y unir sus labios con los de Erik, que se quedó rígido, sorprendido.

Cerré los ojos, intentando que el dolor de fuera. ¿Eso era lo que quería en un principio, no? Y, sin embargo, ahora no soportaba estar en el mismo lugar que ellos. Tomé, en silencio, el pasadizo que se encontraba detrás de las habitaciones, con cuidado para no ser oída. Una vez que me encontré a una distancia prudencial, comencé a correr.

Una parte de mí me recriminaba, me decía que estaba siendo egoísta al reaccionar de esta manera. Erik sería feliz con Christine, y eso debía bastarme. Ese era el maldito final feliz que siempre había deseado para su historia. ¿Quién era yo en esto, después de todo?

Aun así, no pude evitar que otro sector de mi mente me apremiara a volver, a volver y a ser valiente y a enfrentar lo que sea que sucediese.

Pero yo nunca fui valiente, así que no lo hice. En cambio, seguí corriendo.

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