Capítulo Nueve
—No. Absolutamente no.
Observé con temor las vigas y las plataformas de madera que pendían sobre el escenario. Subir hasta donde me encontraba ya me había supuesto un esfuerzo enorme. Se veían inestables. Pero llegar hasta allí....
No. Ni loca.
—Vamos, la función está por comenzar—apremió Erik— ¿A qué les tienes miedo?
—A caer y hacerme puré sobre el escenario en medio del acto.
Pero no era sólo eso. No podía sacarme la imagen de la cabeza de Erik matando a Joseph Buquet en este mismo lugar, su cuerpo colgando en medio del ballet. Me estremecí, apartando esos pensamientos de mi mente.
Eso no había sucedido, y nunca iba a suceder.
—¿Hay algo más, no es cierto?—preguntó con suavidad, y negué fervientemente con la cabeza.
—Tienes razón, estoy actuando como una niña. Vamos. Sólo no me dejes caer.
—Nunca. Agárrate de mi brazo, y pisa donde yo piso—me indicó.
No mires para abajo. No mires para abajo. Intenta no caer sobre La Carlotta. Me aferré con fuerza a su brazo, casi cortándole la circulación, pero él no se quejó. Avancé con pasos inseguros, conteniendo la respiración, hasta que me indicó que podía parar.
—Ahora vamos a sentarnos, ¿sí? Despacio...
Unos segundos después, lo había conseguido, y sonreí, triunfante. Debo admitir que era un buen lugar, teniendo en cuenta que habían ocupado nuestro palco.
—¿Seguro que no pueden vernos aquí?
—No. No es la primera vez que lo hago; a los nuevos directores les gusta tentar a la suerte.
—¿Y no hay alguien que pueda vernos?—Joseph Buquet, por ejemplo.
—No esta noche—dijo, y yo no quise preguntar más.
La ópera comenzó y ambos guardamos silencio. Erik me tendió unos tapones de cera y yo le dirigí una mirada extrañada. Mi indicó que guardara silencio y esperara, y pronto comprendí.
Cuando La Carlotta comenzó a cantar, no dudé en usarlos. Dios, esa mujer sí que cantaba alto.
Una vez que el acto uno hubo terminado y nuestros oídos estuvieron por fin a salvo, me retiré los tapones. Christine apareció en el escenario unos segundos después, y recé para que no mirara hacia arriba.
Bueno, puedo decir que se había superado a sí misma. Cantó como nunca. Sabía que habían trabajado mucho en ese papel, y no había sido en vano. Miré a Erik, que parecía satisfecho.
Inesperadamente, se tensó, al mismo tiempo que varias personas en el público comenzaban a murmurar. La voz de Christine flaqueó.
—Algo anda mal—me dijo, buscando el origen del problema con la mirada— ¿No sientes olor a humo?
—¿Humo?
La chica había dejado de cantar, y miraba atónita como una cortina gris llegaba hacia el escenario lentamente. La gente comenzó a alarmarse y a salir de sus asientos, y los directores intentaban sin éxito poner orden.
—Salgamos de aquí—apremió Erik, tomándome con fuerza de la mano para evitar que tropezara, y abandonamos con rapidez nuestro lugar.
A medida que descendíamos, el humo iba en aumento. El personal de la Ópera y los espectadores corrían de aquí para allá, y todos parecían demasiado nerviosos y alterados para fijarse en nosotros, quienes intentábamos buscar una puerta para volver.
Todos salvo una persona.
—¡Gracias a Dios!—Madame Giry lo tomó del brazo. Tenía lágrimas en los ojos. La mujer que siempre me había parecido un ejemplo de estoicidad ahora lucía desesperada —Son los dormitorios, ¡Meg está allí! ¡Por favor, ayúdame a sacarla!
Erik debatió durante unos—largos— segundos consigo mismo, y luego me soltó.
—Espérenme en la segunda entrada—ordenó, con seriedad, y Madame Giry asintió. Luego él desapareció.
Madame Giry me condujo a través de la gente en dirección contraria, y estaba haciendo un gran esfuerzo por mantenerse serena. Era consciente de la férrea determinación que tenía, y no se derrumbó ni aun sabiendo que la vida de su única hija corría peligro. Debía confiar demasiado en Erik.
Llegamos hacia una puerta que yo no había visto antes, y la mujer se sacó una llave del bolsillo para abrirla. Entramos en una habitación—un cuarto de limpieza, o algo así—donde Madame Giry corrió una alfombra, y abrió una puerta-trampa.
Prendió un candelabro con velas y ambas bajamos, cerrando la compuerta sobre nuestras cabezas. La seguí hasta que llegamos a un pequeño espacio donde el camino se dividía en dos. Colocó el candelabro en la pared, y por fin me prestó atención.
—¿Quién es usted?—preguntó, mirándome de arriba abajo, como si intuyera que había algo mal en mí—No la había visto antes en la Ópera.
—Soy Emilly—me presenté, la mujer arqueó una ceja—. Una amiga.
Muy pronto, olvidándose de mí, su rostro se contrajo de preocupación, y comenzó a moverse, nerviosa. Viéndola de esta manera, me era imposible identificarla con su personaje frío y cruel en Love Never Dies; siempre me había quejado de la nueva imagen que le habían dado.
—No se preocupe—la tranquilicé—. Él sabe lo que hace.
Ella asintió, aun retorciéndose las manos. Nos dispusimos a esperar a que regresara.
Pasaron demasiados angustiosos minutos, tal vez incluso una hora, en los que nos dedicamos a comernos las uñas y a eliminar cualquier pensamiento negativo al respecto. Pero Madame Giry me había contagiado su nerviosismo.
¿Y si no habían logrado apagar el fuego? ¿Y si se había extendido? ¿Y si la Ópera quedaba reducida a cenizas y nosotros encerrados debajo de ella...?
Finalmente, distinguimos una figura en la oscuridad. Ambas nos sobresaltamos al ver a Erik, que cargaba a una Meg semi-consiente en los brazos. Al ver a su madre, la bailarina se zafó de sus brazos y corrió hacia ella, tambaleante, las dos fundiéndose en un abrazo.
Erik se acostó contra la pared, tosiendo, y yo respiré aliviada. Estaba un poco humeado y con la ropa quemada en algunas partes, pero vivo, al fin y al cabo. Llegué hacia él cuando lo invadía un nuevo ataque de tos.
—Quítate esto, te estás asfixiando— le reproché, sacándole con suavidad la máscara. Tenía los ojos húmedos por el humo y lucía medio aturdido, pero aun así se las ingenió para sacármela de la mano y volvérsela a poner. Suspiré.
—No...aquí—murmuró, mirando en dirección a las Giry. En ese momento, Madame Giry llegó hacia donde nos encontrábamos, y agarró con fuerza la mano de Erik.
—No sabes cómo te lo agradezco—dijo, con lágrimas en los ojos—. En serio, Erik, no sabes cuánto.
—Un caballero diría que fue un placer—comentó, aun con la voz algo ronca—pero la verdad es que la señorita aquí presente me lo puso difícil.
Meg enrojeció con violencia ante la mirada severa que le dirigió su madre.
—¿Ah, sí?—inquirió, aun sin dejar de mirarla.
—No es nada fácil sacar a unas señoritas de un cuarto en llamas cuando intentan matar al Fantasma arrojándole todo lo que tienen a mano. Y menos cuando tienes que convencerlas de que deben subir contigo por la puerta-trampa del techo—señaló, y no pude evitar reír. Podía imaginar perfectamente la situación, y a Meg gritando ¡Está aquí, el Fantasma de la Ópera!
—Meg lo lamenta—dijo Madame Giry—. Y no volverá a oír las historias de Joseph Buquet, ¿no es verdad, Meg?
Ella movió la cabeza afirmativamente con vehemencia, y se notaba que quería volver a la superficie cuanto antes.
Las mujeres volvieron a agradecer, y yo saqué un par de velas del candelabro, para que no nos quedásemos a oscuras. Bendita fuera la luz eléctrica que yo no había sabido valorar.
Volvimos a la casa del lago a paso lento, ya que yo no sabía el camino desde donde nos encontrábamos y Erik necesitaba descansar cada algunos minutos. Se sacó la máscara apenas nos alejamos un poco, y pude ver que respiraba mejor.
Apenas llegamos, se dejó caer en una silla, mientras yo me apresuraba a conseguir un poco de agua. Había perdido la chaqueta en algún momento, pero no parecía haberse dado cuenta. Aceptó agradecido el agua y me senté frente a él, jugando con mis manos sobre la mesa.
—¿Lograron apagar el fuego?
—Creo que sí. Espero que sí. No me gustaría ver mi Ópera consumida por el fuego—contestó— ¿Qué?
—Nada—me apresuré a decir, y él fijó sus ojos ámbar en mí incisivamente.
—No, ahora tienes que decirme. ¿Acaso prendo fuego a la Ópera o algo así?—preguntó, y yo me callé. Su expresión se volvió seria—. No puedes estar hablando en serio. ¿Cómo...?
—¿Te has fijado en esa linda araña de cristal que cuelga del techo?—hice una seña con la mano, representando una caída—¡Bum! Fuego por todas partes—Erik no dejaba de mirarme, no sabiendo si creerme o no— Digamos que fue el cierre perfecto para tu Don Juan.
—¿Presenté mi ópera?
—Una parte, por lo menos. Hasta que dejaste caer la araña y, naturalmente, cundió el pánico y la gente dejó de prestar atención. Un segundo—dije de repente—no es tan mala idea.
—¿Lo de la araña?
—¡Presentar tu obra, Erik!—exclamé con entusiasmo—¿Por qué no? No tiene por qué terminar cómo la última vez. ¡Sería un éxito!
—No creo que sea buena idea—comentó—. No, definitivamente no es una buena idea. Tú la has oído, Emilly. Y no por completo.
—Pero es justamente eso lo que la hace única. ¿No lo ves? ¡Es tu oportunidad de presentarte al mundo cómo el gran músico que eres!
—¿Y cómo se supone que haga llegar mi obra a los directores?
—En el baile de máscaras, por supuesto—¿cómo había podido olvidarme del baile de máscaras?—Ni siquiera tienen que saber que eres el mismo Fantasma. ¿Qué opinas?
—Tengo que pensarlo—dijo, poniéndose de pie y colocándose su máscara.
—¿A dónde se supone que vas?—espeté—No estás en condiciones de vagar por ahí en este preciso momento.
—Tengo que saber si Christine está bien—dijo simplemente, y agregó—y salvar mi mala reputación—, y antes de que yo pudiera abrir la boca para protestar, ya había desaparecido entre las sombras.
°°°
Descubrí que me había quedado dormida sobre la mesa cuando desperté de golpe, alertada por el ruido de alguien que acababa de llegar. Y, por lo que parecía, ese alguien no estaba de buen humor.
Tiró su capa sobre el órgano, sin molestarse en comprobar si había desparramado todas las partituras. Estaba ajeno a todo.
—¿De donde vienes?—pregunté, aun somnolienta.
—Del tejado—masculló, sus ojos ardiendo. Mi cerebro tardó unos segundos extras en relacionar lo que eso significaba. Si había estado en el tejado, y había ido a buscar a Christine...que seguramente se había comprometido con Raoul—. Gracias de todas maneras—dijo, viendo la comprensión en mi rostro, y se encerró en su habitación.
Sola con mis pensamientos, decidí que no podía simplemente ir a ver a Christine y preguntarle por qué demonios había hecho lo que había hecho. Simplemente no podía. Era su vida, después de todo, y yo odiaría si alguien me obligara a fingir que siento algo que no siento.
Porque la verdad era esa: la chica estaba enamorada de Raoul, no importa cuánto habían intentado negarlo, cuan habían intentado negarlo todos, ¡el mismo Lloyd Webber no se había resignado a la decisión de la soprano! No por nada existía un segundo musical. Una anestesia para aquellos que habían llorado por la elección de Christine.
Y comprendí, muy a mi pesar, que no tenía derecho a odiar a Raoul por eso. Él sólo luchaba por conseguir el amor de la chica a la que quería. Tal vez había sido un poco injusta con respecto a él.
Tal vez todos lo habíamos sido.
Oí el sonido proveniente de un violín, y las notas denotaban ira y enfado. Por lo menos los estaba canalizando por la música. Con la cabeza hecha un lío, comprendí que nada lograría quedándome en vela toda la noche, así que volviendo a mi habitación, dejé que mi cuerpo descara sobre la cama.
Mañana sería un día mejor.
a
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