Capítulo Dos
Cuando desperté, fui vagamente consiente del reflejo de la luz que entraba por el espejo. Por suerte, mi tobillo ya casi no dolía, y la hinchazón se había reducido notablemente.
De igual manera, me sentía para el diablo. Me toqué la frente; tenía fiebre. ¿Qué más podía esperar tras haber pasado horas con la misma ropa mojada? Debía de estar agradecida de no haber sido mordida por una rata.
Me puse de pie, con intención de salir a través del espejo y largarme de una vez por todas, pero algo me detuvo.
Había alguien en la habitación.
La misma chica que había visto anoche se encontraba en el tocador. Lucía un simple vestido rosa, que no dejé de encontrar fuera de lugar, lo que hizo que mi corazón comenzara a latir con fuerza en mi pecho. Noté que jugaba nerviosamente con un mechón de su pelo castaño. A continuación, se levantó de la silla, y comenzó a caminar por todo el camerino. Se la veía ansiosa. No dejaba de mirar el reloj de la pared. ¿Estaba esperando a alguien?
Suspiró, aparentemente desilusionada.
—¿Dónde estás?—preguntó al aire. Su voz parecía temblar, pero la reconocí como la voz de la cantante de la noche anterior. Y, un momento después, había empezado a llorar—. No debí hacerlo, lo lamento—susurró entre sollozos—. ¡No ocurrirá otra vez, pero por favor, no me ignores!
Ambas permanecimos en silencio. Tenía un mal presentimiento sobre esto. Un muy mal presentimiento. La joven se secó las lágrimas, y, desilusionada, dejó la habitación, cansada de esperar.
Me sobresalté cuando sentí un golpe detrás de mí, como se alguien hubiera golpeado el puño contra la pared. Sentí un escalofrío.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?—aunque pretendí hablar fuerte, mi voz sonó como un susurro. Cuando me volteé, podría jurar que vi una sombra perderse por el pasadizo—¡Eh, espera!
Corrí tras la figura, siendo demasiado consiente de que lo que estaba pensando no podía ser cierto. Simplemente no podía ser cierto.
No había abandonado mi tiempo.
No estaba corriendo por los pasajes secretos de la ópera de París.
Y no, bajo ningún término, estaba persiguiendo al Fantasma.
Porqué eso sería ridículo, ¿no es verdad? Estaba soñando. Por supuesto que estaba soñando. Y si así lo hacía, no había daño alguno en seguir a la sombra, ¿no?
Muy pronto me vi descendiendo otra vez a las profundidades del Palacio Garnier, persiguiendo una figura que se escapaba de mi vista cada vez que creía alcanzarla. Cuando pensaba estar a sólo unos metros, esta volvía a desaparecen de mi campo de visión.
—¡Detente, por favor!—jadeé, sin aliento. No era muy buena idea que corriera en el estado en que me encontraba, pero no iba a dejar que se me escapase tan fácilmente.
La extraña persecución se prolongó durante casi quince minutos. Quince eternos minutos. Yo sólo rezaba para no perderme y acabar en ningún túnel sin salida. Tuve que entrar por una puerta-trampa, que a su vez comunicaba con otra serie de pasadizos. Demonios. ¿Quién había construido esto?
Vi un vago reflejo de luz al final de uno de los pasillos, pero sentí un movimiento unos metros detrás de mí.
—¡DEJA DE MOVERTE DE UNA MALDITA VEZ, ERIK!—exclamé, deteniéndome para recuperar el aliento, con las manos apoyadas en las rodillas. Estaba demasiado mareada—. En verdad no la estoy pasando demasiado bien.
Y, en eso momento, la sombra se detuvo abruptamente.
Ahora venía hacia mí. Maldiciendo mi estupidez, corrí con las últimas fuerzas de mi cuerpo en dirección a la luz. Obligué a mis pies a moverse rápidamente, a pesar de que mi tobillo gritaba cada vez que daba un paso, y la oscuridad de la inconciencia amenazaba con engullirme en cualquier momento.
En cuestión de segundos, me vi fuera del túnel, y me detuve abruptamente. Mis ojos se abrieron con asombro, y sentí que no podía respirar. Avancé con paso inseguro entre los cientos de candelabros con velas, fijándome en cada detalle.
La balsa.
El órgano.
La casa.
El lago.
Mis piernas ya no respondían, ni tampoco mi mente. ¿Esto era real?
—Sepa, madeimoselle—dijo una voz a mis espaldas—que no tolero intrusos en mi casa.
¡Esa voz! Si viviese cien años, estoy segura que no la olvidaría nunca. ¿Quién podría hacerlo? Las palabras parecían música viniendo de ella. Si me dijese que me tirase de arriba de un edificio, estoy segura de que mi cuerpo no duraría en obedecer su orden.
¡Esa voz!
Me di la vuelta lentamente, y allí estabaél. Vestido completamente de negro, con una máscara blanca que cubría más de la mitad de su cara. Sus ojos ambar—esos ojos de fuego que tantas veces había descrito Gastón Leroux—me estudiaban rigurosamente. Por un segundo, pareció casi confundido.
Baje la vista hacia mi ropa. Jeans, zapatillas y una remera de manga corta, sucias y mojadas.
Oficialmente, había perdido la cabeza.
—¿Nadir la envió?—preguntó, acercándose con lentitud. Dios, era alto. Me sacaba casi una cabeza.
—¿Nadir?—pregunté, saliendo del trance en que me encontraba. Demoré unos segundos en entender que se refería al Persa. Pero el Persa no existía, ¿o sí?—No.
—Le advierto que no intente mentir. Esa es la única manera en la que podría usted saber mi nombre.
Yo permanecí callada. Parecía real. Todo parecía real. Se sentía real. Me quedé unos segundos paralizada, dura como una piedra, mientras mi cerebro intentaba encontrar una solución lógica para esto.
Mis ojos se fijaron en el candelabro que tenía a mi lado, lleno de velas que ardían. ¿Sería el fuego también una ilusión?
—¿Pero qué esta...
Sin pensarlo dos veces, metí la mano en las llamas de las velas, y con un grito, comprendí que el dolor era muy real. Sentí como me apartaban con fuerza de mi lugar, pero yo sólo podía observar mi mano quemada, que ahora ardía cómo el infierno.
Caí de rodillas, temblando. Nada de esto era un sueño.
Ni el hombre frente a mí, que me miraba, atónito.
—Se lo dije—una risa involuntaria escapó de mí, aunque era más una risa histérica. Tenía un nudo en la garganta, e intenté evitar que los ojos se me humedecieran—. ¡Yo tenía razón! Le dije que todo esto había existido. No me creyó.
El hombre de la máscara—Erik—, profirió una maldición y me tomó por los brazos, poniéndome de pie.
—Madeimoselle, está en shock.
—No es verdad—protesté, pero dejé que me sentara en una de las sillas, mientras sacaba un frasco de uno de los armarios—. Pero esto sí es verdad. Le dije que eras real. Está ocurriendo, ¿no? Y ahora nunca voy a volver. Nunca debí haber bajado. Debí de haberle hecho caso. Es peligroso, me había dicho. Y yohabíacantadoput your hands at the level of your eyes. A Sophie no le hizo gracia. No le gusta la historia, ¿sabes? Es más de las comedias.
—Tómese esto—me ordenó, poniendo una taza con un líquido extraño en mis manos.
Y yo le hice caso, porque estaba cansada. Sabía que Erik no usaba veneno. No iba a pasar nada.
Estaba muy cansada.
Seamos francos. Uno simplemente no puede retroceder en el tiempo así como así, ¿no? Me refiero, ¿no hay alguna ley general que se aplica al tiempo? ¿Algo acerca de planos, dimensiones y líneas de energía? Y, si hubiera forma de quebrarla, de seguro gente más inteligente que yo ya habría inventado el modo de lograrlo.
Pero aquí estaba yo. En la casa de un hombre enmascarado que había muerto hace más de cien años, si es que había vivido alguna vez. Así que aparté todos los pensamientos de mi mente; más tarde resolvería cómo es que había llegado.
Y, más urgente, cómo volvería.
Me senté en la cama, con mi cabeza dando vueltas. La habitación en la que me encontraba era agradable, con un pequeño escritorio y un armario. Un candelabro con velas alumbraba el lugar, sin ventanas (cómo no podía ser de otra manera, ya que estábamos bajo tierra). Automáticamente, miré mi mano quemada; estaba vendada. Apenas escocía.
Trencé el desastre que era mi pelo castaño en una trenza, y suspiré al ver mi ropa arruinada. Debería pasar por la tintorería en algún momento.
Dudé antes de salir del cuarto, pero me armé de valor y abrí la puerta. Conocía la historia, conocía a los integrantes. Conocía a Erik. No me dejaría intimidar tan fácilmente.
Cuando llegué a la sala principal, con el órgano y los cientos de candelabros, me detuve al encontrarlo sentado, con un libro entre las manos. Al verme, lo cerró y lo dejó sobre la mesa.
—¿Se encuentra mejor?—preguntó. Sabía que, a pesar de todas las atrocidades en su haber, Erik había sido criado como un caballero, lo que no dejaba de resultarme algo irónico.
—Sí, gracias. Y por favor, no me trates de usted. Tengo veinticuatro años.
Erik me miró algo confundido, cómo si no entendiera que tenía que ver mi edad con el trato que me daba.
—Cómo desees—respondió, levantándose—. Debes cambiar el vendaje cada seis horas para evitar que se infecte—me explicó, señalando mi mano—. Cuando vuelva arriba, haz que la vea un médico. Mis conocimientos en medicina no son tan amplios como me gustaría.
—¿Volver...arriba?—¡no podía volver arriba! ¿Cómo se supone que iba a regresar a mi tiempo si hacía que me apresaran o si me perdía en las calles de París de fines del siglo diecinueve? Si esto en verdad estaba ocurriendo, si efectivamente no iba a despertarme...
No. No podía hacerlo.
—¿Acaso planeabas quedarte aquí?—preguntó, cruzando los brazos—. Madeimoselle, no suelo aceptar huéspedes. Y menos huéspedes que no dicen la verdad—Erik dio un paso hacia mí, y yo retrocedí instintivamente. Su voz era una amenaza cuando habló nuevamente—. Voy a preguntarlo una sola vez más: si Nadir no la envió, ¿cómo es que supo mi nombre?
Abrí la boca para contestar, pero la cerré casi al instante. No sabía qué podía decirle, ni si me creería si llegaba a decir la verdad. ¡Diablos, ni yo sabía cuál era la verdad! Así de confundida... ¿qué respuesta podía dar? Algo de esta magnitud no debía ser tomado a la ligera.
—Estás agotando mi paciencia—advirtió, y yo me sobresalté.
Estás agotando mi paciencia. Toma tu decisión.
Esta vez, no era la decisión de Christine, sino la mía. ¿Se lo decía? ¿Podía confiarle algo tan importante? El brillo en sus ojos me dijo que no me quedaba otra opción.
—No puedo volver—confesé, derrotada—. No puedo volver porque no tengo la más remota idea de cómo hacerlo.
—¿A qué se refiere?—inquirió.
—No sé cómo regresar a mi casa, ¡porque vivo en el año dos mil dieciséis! De verdad va a sonar algo extraño, pero estuve obsesionada con la historia del Fantasma de la Opera desde que tengo quince años, así que cuando decidimos visitar París, convencí a mis padres de venir a Opera Garnier, soborné al guardia de seguridad para que me dejara bajar a los sótanos y arrastré a mi hermana conmigo. Encontré el lago y luego caí en él, y ahora estoy atascada en el pasado, y descubro que mi libro favorito es verdad, y que realmente estás parado frente a mí. ¿Satisfecho?
Erik me miró, sin decir una palabra. Luego se dirigió hacia una de las habitaciones y regresó con una capa. Poniéndoselo, dijo tranquilo:
—Para cuando regrese, espero que mi casa esté vacía.
—¡Estoy diciendo la verdad! ¡Mira mi ropa!
—Y el lago también—agregó, marchándose.
¿Qué hago? Mi mente comenzó a buscar opciones rápidamente. No debí habérselo contado. No había manera en el cielo en que me creyera. Nadie con un poco de sentido común lo haría. A menos que...
A menos que le diera una prueba.
Tomé aire, armándome de valor, y canté:
In sleep he sang to me, in dreams he came
Erik se detuvo y volteó hacia donde yo me encontraba, de repente interesado.
That voice which calls to me, and speaks my name.
And do I dream again? For now I find
The Phantom of the Opera is here, inside my mind.
Guardé silencio, esperando una reacción, un comentario, alguna señal de vida. Suspiré, frustada.
—¿Feliz? ¿O debo comenzar con Angel of Music?
Erik me miró, y en sus ojos vi reflejado el desconcierto y el temor.
—¿Quién eres?
°°°
Olí el contenido de mi taza, y resultó agradable. Tal vez algún tipo de té. Erik se sentó también en la mesa, y me miró fijamente. Había permanecido callado hasta ahora, y parecía estar a su vez en un tipo de shock. Bienvenido al club.
—Comienza.
—¿Qué quieres saber?—pregunté—. Ya te lo dije; no tengo idea de cómo llegué aquí.
—Mencionaste un libro.
—Ah, eso—de repente, me sentí sumamente incómoda. ¿Cómo podía explicarle que millones de personas conocían su historia? Y no era una historia con un final feliz. Sabía que Erik era bastante inestable, y sus ojos me decían que no estaba para juegos. Tomé un poco de té y busqué mis palabras—. Digamos que un hombre decidió tomar la leyenda del Fantasma de la Opera y volverla un libro. Y que ese libro tuvo tanto éxito que luego se convirtió en un musical.
—¿Un...musical?—preguntó, atónito.
—Y varias películas—agregué, volviendo a llevarme la taza a los labios.
—¡Un musical!—Erik apretó sus manos en puños. Se obligó a calmarse, y luego repuso—No sé lo que es un musical, pero no me gusta como suena. Y, de todas maneras, ¿de qué trata ese dichoso libro?
—De ti, sobre todo—respondí—. Y de Christine.
—Christine...—susurró, todavía sin poder creerme del todo.
Si la chica que había visto en el camerino era efectivamente Christine Daeé, la noche en que llegué debió de estar haciendo su debut. Fruncí el ceño. Esa noche, la soprano debía de haber conocido al hombre detrás de su ángel de la música.
Entonces, ¿por qué no se encontraba aquí?
La respuesta llegó rápidamente.
—Demonios—murmuré, enterrando la cabeza entre las manos.
Por supuesto, la culpable era yo. Yo, que había entrado en el espejo, impidiendo que Erik pudiera hablar con ella. Y a la mañana siguiente, Christine lo había estado esperando para continuar con sus lecciones de canto, y, al nunca haber podido aparecer, la chica se había encontrado desilusionada. Seguramente, había ido a encontrar consuelo en los brazos de Raoul, con quien había cenado la noche anterior.
Cómo odiaba a ese tipo.
—Creo que me gustaría leer ese libro—comentó Erik, sacándome de mis cavilaciones.
—Despacio, Don Juan. Tú y Christine no son los únicos personajes de la historia—ante su silencio, agregué—.Raoul de Chagny.
—El vizconde—confirmó, y el tono de su voz no prometía nada bueno—. Pero yo lo mato, ¿verdad?
—¡Erik!
Él levantó las manos, rindiéndose. No iba a intentar nada. Por ahora.
—Veo que sabes mi nombre (y aparentemente más que mi nombre), pero yo no sé el tuyo.
—Emilly.
—Emilly. Supongo que tendremos que descubrir cómo regresarte a tu casa. ¿Algo para empezar?
—Tú eres la mente maestra. Piensa en algo.
Erik permaneció pensativo. Podría apostar a que estaba frunciendo el ceño, aunque la máscara no podía dejarme saberlo con exactitud. Sabía que no tardaría en ocurrírsele alguna idea.
°°°
Pasé mis dedos con suavidad por las teclas del órgano, pero con temor a presionar alguna. Sabía que, con este instrumento, Erik era capaz de crear una música extraordinaria. Tal vez le preguntaría si podía escucharle tocar una vez que regresara de inspeccionar el lago.
Había sido mi idea, después de todo. Volver al lugar donde todo comenzó. Y, a pesar de que había insistido a acompañarle, él había alegado que debía esperar a que la fiebre se fuera completamente, así que, resignada, me había ido a la cama. Había abierto el armario, y una parte de mí no se sorprendió al encontrarlo repleto de vestidos.
—Tal vez si está un poquito obsesionado—susurré, investigando cómo podía hacer para ponerme la maraña de tela que era el vestido. Aunque prefería mis jeans, mi ropa estaba hecha un asco.
Casi no podía reconocer mi reflejo en el espejo. Busqué mis ojos grises, y me alivié al comprobar que seguía siendo yo. Nada de mí había cambiado.
Cuando lo vi llegar, en la pequeña balsa, comencé a mostrarme ansiosa. Erik no dijo nada al verme con el vestido—que seguramente había comprado para Christine—. En cambio, sacó de su traje un pequeño aparato.
—¡Mi celular!—corriendo hacia él, se lo saqué de las manos, y con pesar descubrí que estaba todo mojado. Lo abrí sobre la mesa, sacándole la batería—¿No tendrías un poco de arroz, por casualidad?
—¿Arroz?—preguntó, extrañado—. Sí, creo que tengo un poco.
Volvió cinco minutos después, con un poco de arroz en un cuenco, donde introduje los restos de mi celular.
—Perfecto. Gracias.
—¿Para qué sirve?—preguntó, luego de que me dijera que no había nada inusual en el lago.
—Espera y verás, amigo mío. Espera y verás.
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