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Capítulo Diez

  Preparar el desayuno sin hornallas, ni heladera, ni horno, no era muy fácil, pero me las había ingeniado para hacerlo hasta ahora; me había acostumbrado a la laboriosa tarea de cocinar a la antigua. No era como si tuviera que cocinar un montón de comida, de todas maneras.

—Buenos días—saludé a Erik, quien salía de su habitación, con un aspecto que decía que no había dormido en toda la noche—. Preparé el desayuno.

—No tengo hambre, pero gracias.

Y ahí íbamos otra vez. La misma discusión que manteníamos todos los días.

—¿Vamos a hacerlo por las buenas o por las malas?—inquirí, cruzándome de brazos—. Porque puedo estar aquí toda la mañana.

—Ponte cómoda, entonces—dijo, tomando su máscara.

—Ya estás grandecito para esto, Erik. Tienes que comer algo. Todavía no sé cómo sigues en pie; yo tengo la mitad de tu tamaño y cómo prácticamente el doble que tú.

—No sé qué necesidad tienen las mujeres de alimentar a quién se les cruce en el camino—comentó, pero se sentó a la mesa. Feliz con mi triunfo, me senté frente a él.

Ninguno tocó el tema de Christine y su nuevo prometido en lo que siguió del desayuno. Pero supuse que esto no se quedaría así. No, teniendo en cuenta a quién tenía delante de mí.

—¿Podemos ir a la ciudad hoy?—pregunté, trayendo a Erik de regreso a la realidad. Había permanecido pensativo, sin decir una palabra.

—¿A hacer?

—Cualquier cosa. Necesito sol y aire—confesé. No me mal interpreten, era genial estar aquí, pero eso no quitaba la sensación de encierro que producía estar bajo tierra—. Y me gustaría conocer más de París antes de...

De volver. ¿Cuántos días habían pasado desde el accidente del lago? ¿Dos semanas? ¿Más? Todavía tenía la esperanza de que, al volver, regresase al momento exacto en el que había retrocedido.

Pero, ¿y si eso no sucedía?

—¿Quieres volver?—preguntó Erik, haciendo eco a mis pensamientos.

—No todavía—respondí automáticamente—. No pienso perderme tu obra. ¿Cuándo es el baile de máscaras, a propósito?

—Esta noche.

—No puedes estar hablando en serio—dije enterrando mi cabeza en mis manos—. Todo va...demasiado rápido.

El hombre enmascarado no dijo nada.

°°°

—Creo que esto de usar vestido es muy poco práctico—murmuré, recogiendo el ruedo del mismo para evitar que se empapara con un charco.

Las calles de Paris estaban mojadas y frías, signo de que anoche había llovido. Yo no me había ni enterado. Ahora, el cielo se mostraba más despejado, e intentaba atrapar los pocos rayos de sol que se colaban a través de las nubes.

Se sentí bien estar afuera otra vez.

El aire fresco no llegaba a helarme, lo que era una suerte ya que los vestidos por aquí no eran muy abrigados. No se cómo hacían las mujeres para no enfermarse cada tres minutos.

—¿Y qué sugerirías tú?—me preguntó Erik, divertido.

—Unos buenos jeans—dije con anhelo—. Y zapatillas deportivas. O botas de goma.

—¿Botas de goma?

—Son para la lluvia—expliqué—. Para no mojarte los pies.

—Suena interesante.

—Y útil—agregué.

—Y útil— coincidió—. Tal vez pueda copiar el modelo.

Unas cuadras más adelante, Erik me pidió que lo esperase fuera de uno de los negocios, en el cual debía atender "asuntos que no eran propios para una dama, con gente no tan agradable". No quise preguntar. Algunas veces—cómo esta— era mejor permanecer en la ignorancia.

Así que me quedé en la calle, viendo vidrieras, pero sobre todo observando a la gente. Sí, sonaba algo acosador, pero no podían culparme. La gente de esta época era parecía distinta a la del siglo XXI. Damas y caballeros paseaban, tomados del brazo y sonrientes, dando el aspecto de una pintura. Los vendedores ambulantes—en su mayor parte niños—gritaban en francés, ofreciendo sus mercancías.

Súbitamente, el ruido de una discusión hizo que me volteara, buscando su origen. Varias personas miraban, curiosas, el espectáculo.

En la puerta de una de las tiendas (una zapatería, según parecía) un hombre sujetaba con fuerza a una de las que suponía era su empleada, y gritaba mientras ella no hacía más que llorar. Indignada, vi cómo la gente a su alrededor pasaba, sin decir una palabra.

La última gota colmó el vaso de mi enojo cuando el zapatero abofeteó violentamente a la mujer, y la arrastró hacia la calle. Si nadie iba a hacer algo, yo lo haría.

—¿Qué demonios le pasa?—exclamé, interponiéndome entre el hombre y la chica, que en el suelo, no hacía más que llorar.

—No se meta, Mademoiselle—dijo. Sus ojos no presagiaban nada bueno—. Estoy en mi derecho de tratar a esta ladrona cómo me plazca. ¡Uno le ofrece trabajo, y así se lo pagan!

La mujer a mis pies intentaba defenderse, alegando que no había robado nada.

—Si se vio obligada a robar, Monsieur, fue tal vez porque no le pagaban lo suficiente—espeté con frialdad—. En donde yo vivo, podrían meterlo en la cárcel por lo que hizo. ¿Lo sabía usted?

—Pues deben estar muy locos ustedes, si un patrón no puede disponer de sus empleados cómo quiera—escupió a mis pies y entró a su tienda, cerrando con fuerza la puerta tras él, no sin antes advertir a su (ex) empleada que no volviera a aparecer por allí.

Me volví hacia la mujer, ayudándola a levantarse. Apenas podía mantenerse sobre sus pies.

—¿Se encuentra bien?—ella asintió, pero luego rompió en llanto otra vez. Con una mirada dura, eché a todos los curiosos que nos prestaban atención.

—No puedo perder este trabajo—sollozó, y vi que su ropa era humilde, lo que confirmaba lo que acababa de decir—. Tengo dos hijos. ¿Qué van a comer?

—¿No tiene algún familiar? ¿Algún amigo que la ayude?

Negó con la cabeza, y yo sentí por primera vez en la ida un sentimiento de impotencia tan grande que me dieron ganas de gritar. Mis ojos se humedecieron de tristeza y rabia mientras veía cómo su mundo se venía abajo.

Apreté con fuerza mi cruz, pensando, pensando. ¿Qué podía hacer yo, que desconocía las costumbres y a la sociedad de esta época? Absolutamente nada. No había manera de ayudarla, y eso me estaba matando.

Un segundo.

Tal vez sí la había.

°°°

—¿Lista?—preguntó Erik, saliendo de la tienda con un paquete bajo el brazo. Asentí y nos pusimos a caminar en silencio.

Erik me señaló algunos de los edificios más importantes de la zona y me los describió con detalle, enseñándome su historia y su función. Era como una enciclopedia andante. El sombrero de ala ancha cubría la mayor parte de su rostro y de su máscara, por lo que no llamábamos tanto la atención.

Además, siempre me había gustado la arquitectura de estilo francés, así que no podía estar más maravillada con ellos.

Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, al mediodía, decidimos atravesar un parque para acortar camino de vuelta a la Ópera. Los árboles se alzaban, altos y frondosos, sobre nosotros, y el olor de las flores impregnaba el aire. Ah, lo que hace la falta de contaminación.

—¿Sucede algo?—quiso saber Erik.

—No, ¿por qué?

—Estás muy callada. Y el silencio no es precisamente una de tus virtudes, Emilly.

—Sólo estoy pensando, supongo—dije, pero no pareció muy convencido con mi respuesta.

—Estás preocupada por algo—afirmó, y yo negué con la cabeza—. No entiendo por qué simplemente no me dices qué... espera, ¿Dónde está tu cruz?

—¿M-mi cruz?—balbuceé, incómoda—Yo...la perdí.

—Sí, seguro—su voz se tornó seria—. Se cuando estás mintiendo, Emilly.

—¿Uno de tus super-poderes de fantasma?—intenté bromear, pero él no dio el brazo a torcer.

Resignada, le conté el episodio de la mujer y el zapatero. De cómo la mujer se había quedado sin trabajo, desesperada, y con dos hijos que alimentar. Mi cruz—que había sido regalo de mi abuela para mi noveno cumpleaños—era de plata, y bien podía alimentar a una familia de tres durante casi un mes. O eso esperaba.

—¿Así que le diste... tu cruz?—preguntó, atónito.

—¿De qué me sirve tener una cruz en el cuello si no puedo honrar lo que representa?

—¿Y eso que sería?—inquirió, con un brillo de curiosidad en sus ojos.

—Caridad. Misericordia—respondí, pensativa—. Según yo lo veo, es un símbolo del sufrimiento humano. No podía simplemente... dejarla allí. Tendrías que haber visto su cara.

—Podrías haber ido a buscarme también—repuso con suavidad—. ¿Acaso no se te ocurrió?

—¡No lo sé! Entré en pánico, ¿bien? La próxima vez usaré la cabeza.

—No, Emilly—replicó, con una sonrisa en los labios—. No lo hagas.

°°°

El eco de nuestros pasos resonaba en los pasillos secretos de la Ópera Garnier, y mis ojos intentaban acostumbrarse a la luz que desprendían las velas del candelabro. Me pregunté cómo Erik podía aprenderse todos los caminos de este laberinto.

Down once more to the dungeon of my black despair... Down we plunge to the prison of my mind... —canté, y Erik volteó a verme. Sentí que me ruborizaba—. Perdón. Me tenté.

—No, sigue—dijo, riendo.

Down that path into darkness deep as heeell! —terminé, también riendo. No había forma que cantara el resto de la canción frente a él.

—¿Sí sabes la cantidad de velas que uso, no? —se defendió—. No está tan oscuro.

—Lo que tú digas. Pero te hace falta una buena cantidad de luces de emergencia.

Erik frenó de repente, produciendo que me chocara contra su espalda.

—Olvidé algo—se excusó, y puso el candelabro en mi mano—. ¿Sabrás encontrar el camino?

—Por supuesto que sí. Mantendré mi mano a la altura de mis ojos, si eso te tranquiliza.

—No soy el único fantasma que vive aquí abajo—me advirtió, y desapareció en la oscuridad. Yo me reí, porque estaba bromeando, ¿cierto?

¿Cierto?

Me llevó la mitad del tiempo regresar, sus palabras haciendo eco en mi cabeza. Vamos, no era una persona supersticiosa, pero conocía a la perfección, por mis clases de historia, lo que había sucedido aquí abajo en la época de la Comuna. Y no dejaba de ponerme los pelos de punta.

Eran alrededor de las cuatro de la tarde, por lo que todavía faltaban varias horas para el baile de máscaras. Presentía que esto se parecía a la calma antes de la tormenta; que estaba por suceder algo grande. Todavía no podía aceptar que Erik se hubiese resignado así de fácil a la idea de perder a Christine; era cómo una bomba, que podía estallar en cualquier momento y se arrasaría con todo lo que tenía a su paso en la explosión.

Y yo debía estar allí para reducir el daño lo mejor posible.

Al encontrarme sola, no tenía mucho para hacer. Revisé el armario de mi habitación, buscando algo para ponerme esa noche. Elegí un simple vestido blanco de detalles plateados, que afortunadamente me quedaba. Ventajas de tener la misma talla que Christine.

Un ruido me sobresaltó, y supuse que ya había regresado. Decidí ponerme la ropa, ahora limpia, con que había llegado, ya que me resultaba más cómoda que uno de los vestidos.

—¿Erik?—pregunté, saliendo del cuarto.

—No, Nadir—el Persa me miró, con el ceño fruncido—. ¿Nos encontramos solos?

—Sí... ¿por qué?

—Tenemos que hablar—me dijo seriamente, y yo me pregunté de que iba todo esto—. No tengo idea de quién eres en realidad—y antes de que yo pudiera refutar, me mandó a callar—por qué no creo una sola palabra de lo que dijiste. Y dudo que eso—señaló mi ropa—sea la última moda en Roma. Pero no me importa, siempre y cuando las cosas sigan cómo hasta ahora.

—¿A qué te refieres?—pregunté, confundida.

—No sé cómo lo lograste, pero estás siendo una buena influencia para él, ¿me explico? Parece menos... un fantasma, y más una persona.

—No es un fantasma.

—Alá, me hubiese ahorrado muchos problemas si lo hubiera sido—comentó, riendo. Luego, recuperó la seriedad—. Cuando vuelvas al lugar de donde hayas venido, cualquiera sea ese lugar, intenta que le sea leve, ¿sí? He intentado ser un amigo para Erik, pero a veces puede ser muy complicado, y me temo que no estoy haciendo un muy buen trabajo.

—¿Estás hablando en serio?—si este hombre no era ejemplo de amistad, no sé qué nos quedaba a los demás. No todo el mundo soportaba cinco años de cárcel sólo por ayudar a escapar a un amigo—. ¡Por supuesto que lo estás haciendo! Y, hablando de eso... necesito tu ayuda esta noche.

Le conté acerca del compromiso de Christine y de mi temor de que Erik estuviera tramando algo para el baile de máscaras que mande todo al diablo. Nadir me escuchaba atentamente, sin interrumpir.

—¿Y qué quieres que haga?—preguntó al fin.

—Sólo quédate por ahí, por si algo llega a salir mal. Está atento.

El Persa se mostró conforme y me prometió que prestaría atención. Aliviada, me permití relajarme un poco.

—Ah, Nadir, una cosa más.

—¿Si?

Había estado pensando en un desconcertante detalle desde hace varios días. Mi irrupción en la casa de Erik había cambiado irremediablemente el curso de la historia, y si quería que en mi presente el libro y amaba siguiera tal cual como originalmente era, debía hacer algo al respecto.

—Algún día, en el futuro, te visitará un periodista llamado Gastón Leroux, y te preguntará por Erik.

El Persa arqueó una ceja, no entendiendo de qué iba el asunto. Me acerqué a él, mirándolo con seriedad.

—Presta mucha atención—le dije—porque debes contarle exactamente lo que yo te diga.

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