Capítulo Cuatro
Cuando me encontraba a sólo unos metros de la entrada, me detuve en seco, prestando atención a la música que llegaba a mis oídos. Las notas iban y venían, subían y morían, y yo me encontré de repente intentando de contener las lágrimas.
Erik estaba tocando.
La música hablaba de dolor, y de rechazo, y de oscuridad. La tristeza se reflejaba en cada una de las notas, y luego fueron cambiando hasta que el tono de la melodía se volvió casi... amenazante. Como si cada una fuera arrancada con fiereza del instrumento. Y la muerte parecía estar contenida en cada escala. Las notas se volvieron más agudas, llenándome de esperanza y anhelo.
Y supe, sin lugar a dudas, que estaba escuchando su Don Juan Triunfante.
Que se detenga. Pensé inconscientemente, llevándome las manos a los oídos. La música que en un principio me había cautivado, ahora se calaba con fuerza en mi cuerpo, de manera casi dolorosa. Era casi como si pudiera sentirla, percibir físicamente todo aquello de lo que hablaba. Me estaba matando, derritiendo todos y cada uno de mis nervios. Y de repente comprendí por qué, en el libro, Erik se había negado por completo a presentarla en público.
Su Don Juan ardía.
A pesar de que las notas invadían inclementes mi mente, sin mi consentimiento y sin piedad alguna, había algo, una fuerza oscura y atrayente, que me obligaba a seguir escuchando la magnífica melodía, a apartar mis manos de mis oídos y a detener mis lágrimas.
¿Cómo podía una persona ser capaz de sacar algo así dentro de sí? No creía que fuera humanamente posible.
Cuando la música por fin murió, yo fui capaz de moverme otra vez y de volver a pensar con claridad. El hechizo se había roto, y yo volvía a estar en mis plenas facultades mentales. Aunque sabía que el recuerdo de aquellas notas nunca me abandonaría, ni cien años en el futuro.
Salí del pasadizo, y Erik se sobresaltó al verme. Tenía los ojos irritados, como si hubiese estado llorando. Y, después de escuchar su música, no se lo hubiese reprochado.
—¿No funcionó?
—Decidí que podía quedarme unos días más—me encogí de hombros, intentando no demostrar cuanto me había afectado su música—y que voy a ayudarte con Christine.
—¿Por qué?—preguntó, levantándose de su órgano, con un dejo de desconfianza en su voz.
—Porque se me da la gana. ¿Quieres ganar su amor o no?
—Sí—contestó.
—Pero tengo condiciones—le advertí, y él cruzó los brazos—. Nada de lazos punjab, ni de amenazas, ni de ahorcar a nadie—enumeré con los dedos— y bajo ninguna circunstancia debes matar a Raoul, a pesar de que resulte realmente odioso. Que el fantasma de la ópera se tome unas vacaciones. ¿Queda claro?
—¿Quieres prohibirme también que respire?—intenté que mi rostro reflejara que estaba hablando en serio. Erik suspiró—De acuerdo.
—Y una cosa más—agregué con una sonrisa—. Quiero conocer la Ópera.
Erik también sonrió.
—Eso puedo hacerlo.
—¿Qué estás haciendo?
Erik cerró el sobre y lo selló con cera caliente. Lo dejó a un costado, y comenzó a escribir otra carta.
—Le escribo una nota a Madame Giry para que reserve mi palco para esta noche. El vizconde tiene la mala costumbre de ocupar lo que no es suyo.
—Estás consciente de que, con todo lo que le exiges a los dueños de la Ópera, puedes pagar el palco todos los días y así evitar que lo ocupen, ¿no?
—¿Y qué tendría de divertido eso?
—Me olvidé con quien estoy hablando—comenté, intentando leer lo que estaba escribiendo por encima de su hombro. Tenía una caligrafía impecable— ¿Qué hay esta noche?
—Christine canta.
—¡Es nuestra oportunidad!—exclamé, y Erik me miró, confundido—. Luego de la ópera, podrás presentarte como es debido. No esperarás que crea por mucho más tiempo el cuento del Ángel de la Música.
Él cerró el sobre y me miró.
—¿Y si esperamos a...?
—Erik—le advertí—. No puedes esperar más tiempo. Ella debería de haberte conocido la noche del debut. ¿Quieres darle a Raoul más chances?
—No—dijo, y pude ver cómo sus ojos llameaban con la mención del hombre—. Pero lo haremos a mi manera.
Negué con la cabeza.
—Será a mi manera. La tuya no funcionará, créeme.
—¿Y qué se supone que voy a tener que hacer? ¿Llamar a su camerino cuando su público se haya ido, con un ramo de flores en la mano, y presentarme cómo su ángel?
—Podría funcionar—razoné.
—No estaba hablando en serio.
—Sí, definitivamente funcionará. Es una buena idea.
Erik enterró la cabeza entre las manos, frustrado.
—Esto será un desastre.
°°°
Mis ojos se abrieron de par en par al contemplar la majestuosidad de la Ópera de Paris. Podía ver todo el escenario y a la gente elegantemente vestida desde donde nos encontrábamos, y me permitía apreciar todos los detalles. Fijé mi vista en la araña gigante que pendía del techo, la cual era absolutamente extraordinaria.
Todavía no podía creer la suerte que estaba teniendo.
Estaba en la Ópera Garnier.
En el palco número cinco.
Con el mismo Fantasma.
—¿Te encuentras bien?—me preguntó Erik. Estaba impecable de pies a cabeza, sin un pelo fuera de lugar—Pareciera como si te fuera a dar algo.
—Estoy...—encantada. Eufórica. Feliz—bien.¿Supongo que no cantará Think of Me?
—No estoy seguro de lo que sea eso—confesó—. Pero no. Interpretarán Fausto.
—Me conformo con eso.
Unos minutos después, la ópera comenzó. Y, a pesar de que no entendía ni una palabra de lo que decían, logré comprender de qué iba la historia, más o menos. Un hombre, ya mayor, se enamora de una joven, Margarita, y decide hacer un trato con el demonio para que lo haga joven otra vez y pueda conquistar su amor.
Cuando Christine empezó a cantar, todo el mundo enmudeció. Tenía a todas las personas en la sala encantadas, incluyéndome.
Anges purs, anges radieux!
Portez mon âme au sein des cieux!
Sabía que su perfecta voz se debía, en gran parte, a las lecciones de Erik. Aparté la vista del escenario, y lo encontré mirándome.
—¿Qué?
—¿Es la primera vez que escuchas algo así?—me preguntó, y sus ojos se fijaron en la soprano, con un brillo de orgullo.
—En realidad, sí. Y te aseguro que no será la última.
Al terminar Fausto, toda la gente se puso de pie, aplaudiendo. Estaban histéricos; había sido otro gran triunfo de Christine. Los imité, y sentí que tiraban de mí para que me volviera a sentar.
—Qué no te vean—me advirtió Erik.
—Lo lamento—me disculpé. Los artistas se despidieron y salieron del escenario, y decidí que era nuestro momento—Vamos.
—¿Ahora?—tal vez les mienta, pero creo poder decir que distinguí un poco de nerviosismo en su voz.
—Sí, ahora o nunca. Ve e intenta no comportarte como el acosador que en realidad eres.
Erik suspiró y abrió la puerta-trampa que se encontraba en una de las columnas dentro del palco. Luego, colocó otro sobre en el asiento, al que yo miré interrogante.
—Es para Madame Giry, dándole las gracias. Hay que ser educados, ¿no es así?
—Habla el hombre con el lazo punjab en el bolsillo—dije, pasando a través de la puerta. Erik me siguió.
—Hay que ser educados y precavidos—se corrigió.
Yo resoplé, pero no iba a discutir ahora. Caminamos en silencio y, unos metros después, nos separamos. El plan era simple: yo inventaría una distracción para mantener a Raoul fuera del camino durante toda la noche, y Erik esperaría a que todos se hayan ido a dormir para hablar con Christine. Mientras tanto, yo estaría observando desde la puerta del espejo por si algo salía mal.
Fácil.
Salí a uno de los pasillos de la Ópera, por suerte vacío, porque no resultaría conveniente que alguien me viese salir de la pared. Ahora, ¿dónde iba a encontrar a Raoul?
A medida que me dirigía a los camerinos, había más y más personas en los pasillos. Caballeros y damas que hablaban cortésmente, destapando botellas de champán, saludando a los que habían participado del espectáculo. Demoré solo unos minutos en encontrar mi objetivo.
—¡Monsieur!—grité, esquivando a la multitud. Él no pareció siquiera percatarse de que lo estaba llamando; se encontraba hablando con dos hombres de traje, seguramente los dirigentes de la Ópera—. ¡Monsieur Vizconde!
Raoul se dio la vuelta y dirigió su mirada hacia mí, mientras llegaba hacia donde se encontraba.
—¿Madeimoselle?—bueno, Christine tenía un punto. El hombre era un perfecto caballero, en todo el sentido de la palabra. Pero no deja de ser Raoulde Chagny, me reproché. Odias a Raoul de Chagny—¿En qué puedo ayudarla?
—Me envía Madeimoselle Daeé—mentí, pero logré mi cometido. Tuve su total atención. Los señores que se encontraban con él me miraron, seguramente preguntándose de dónde demonios había salido—me pidió que le diera un mensaje.
—¿Christine?—preguntó, extrañado.
—Me dijo que le diga que la pequeña Lottie lo espera donde descansa su padre—comencé, intentado sonar lo más confundida posible. Pero esta era la única forma de que me creyera, y el cementerio quedaba bastante alejado—. No dejó de recalcarme de que es muy importarte de que salga hacia allí en cuando reciba el mensaje, y que bajo ningún término la espere, que ella lo alcanzaría.
El brillo en sus ojos al oír de Christine casi me hizo sentir mal acerca de querer arruinar su relación. Casi.
Bien, a quién quería engañar; no lo sentía en absoluto.
Raoul me dio las gracias y se despidió de los dos hombres, que lo miraron, confundidos. Salí de allí en cuanto se hubo marchado, para evitar un interrogatorio innecesario.
Me dirigí al pasadizo por donde llegaría al espejo, y, una vez que estuve allí, me dispuse a esperar. Había tenido la precaución de llevar una lámpara de aceite para no perderme en el camino, y sin embargo, me vi obligada a apagarla cuando divisé la luz proveniente de la habitación.
Los minutos de espera se me hicieron eternos, pero no era la única que se estaba impacientando. Christine también parecía estar esperando a alguien, aunque no podía haber dicho con precisión si aguardaba la llegada de Raoul—la cual podía esperar toda la noche—o la de su maestro.
Finalmente, cuando ambas estábamos a punto de morir de aburrimiento, alguien tocó la puerta. Nos sobresaltamos, y la chica se apresuró a abrir.
Recurrí a toda mi fuerza de voluntad para evitar reír, porque él no me lo perdonaría nunca. Erik se encontraba en el umbral de la puerta, con una rosa en la mano, y cara de querer encontrarse en cualquier lugar menos allí. El fantasma de la Ópera tenía muchas facetas, y esta era una que nunca nadie había conocido: lucía nervioso.
—¿Monsieur?—la joven sólo lo miraba, extrañada ante su máscara. Esperé que él dijera algo, pero permaneció callado— ¿Necesita algo?
—Yo...
Genial. Al hombre no le temblaba el pulso al enfrentarse a una turba enfurecida o a decenas de personas que querían acabar con su vida, a toda la corte de Persia y a los gitanos, pero no podía mantener una conversación propiamente dicha con una mujer.
Golpeé, exasperada, mi cabeza contra el vidrio, y la cantante se sobresaltó y recorrió su habitación con los ojos. Ups.
—Christine—dijo finalmente, y la chica volvió su atención hacia él. Frunció el ceño. Seguramente escuchar su nombre de sus labios le resultaba familiar.
—¿Nos conocemos?—preguntó, cautelosa, en ese momento sumamente incómodo. Oh, por el amor de Dios. Deberíamos haberlo hecho a la antigua. Por lo menos en el musical había funcionado. Tal vez, si le hubiese enseñado...
—¿No me reconoces?—inquirió Erik con una débil sonrisa, y Christine lució más y más confundida y nerviosa.
—Lo lamento, Monsieur, me parece que se ha equivocado. Si me disculpa...
Cuando estaba a punto de empezar a gritar de frustración, ocurrió algo que no habíamos planeado, y que despejó todas las dudas que la soprano pudiera tener.
Erik comenzó a cantar.
Estaría mintiendo si dijera que no me había imaginado cientos de veces que sería escucharlo. Y, aunque los actores y cantantes que lo habían representado eran impresionantes, no le llegaban ni a los talones. Comprendí que estaba escuchando la misma voz del lago. Atontada, no podía hacer otra cosa que permanecer de pie, incapaz de reaccionar.
Por otro lado, Christine había perdido todo el color de su rostro, y se cubría la boca con ambas manos, incapaz de creer lo que estaba sucediendo. A tientas, se sentó en una de las sillas, demasiado débil para permanecer de pie.
—Tú... no puedes ser mi...
Erik se arrodilló frente a ella.
—No soy un ángel, ni un genio, ni un fantasma. Soy sólo Erik.
¡Sí! ¡Esto era lo que debería haber ocurrido desde un principio! Feliz, di por finalizada mi tarea. Por ahora. Podían seguir solos.
Encendí la lámpara de aceite y me dispuse a volver a la casa del lado, y a esperar que Erik regresara. Y, a pesar de que me encontraba contenta por el éxito de esta noche, una especie de malestar que no supe identificar no me abandonó en ningún momento.
°°°
Erik regresó unas horas después, animado como nunca lo había estado. Se dejó caer en una de las sillas de la mesa y me senté con él, ansiosa por escuchar todo.
—¿Y?
—Tenías razón—admitió con una sonrisa—. ¿Cómo supiste que daría resultado?
—Porque soy mujer—respondí—y me resultaría raro que un hombre saliera del espejo cantando I am yourangel of music y me llevara hacia su casa en el último sótano de la Ópera de Paris sin siquiera conocer su nombre. ¿En que quedaron?
—Prométeme que me enseñarás alguna de esas dichosas canciones en algún momento—me pidió riendo, y yo consentí con gusto. No podía esperar a escuchar su versión de Music of the Night—Seguiremos con las lecciones de canto. Creo que reaccionó bien.
—Eso del ángel de la música siempre me resultó algo extraño—confesé—. Vamos, tiene como ¿veinte años?
—Ahora que lo veo, es verdad.
—Tú no hables porque le seguiste el juego—le reproché, y me levanté de la mesa—. Estoy muerta, me voy a dormir.
—¿Te molesta si toco un poco?—me preguntó.
—Para nada. Buenas noches—dije, entrando en mi habitación y dejándome caer sobre la cama.
Cerré los ojos y me concentré en la música que salía del órgano de Erik. No tenía demasiadas ganas de volver todavía.Podía acostumbrarme a esto.
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