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Capítulo Cinco

Soñé con un pequeño mono de madera que tocaba dos platillos.

Al principio, me dejé envolver por la familiar y dulce melodía que salía de la particular caja de música, que me trasmitía confianza y una sensación parecida a la felicidad. ¿Por qué hasta ese momento lo había asociado con la tristeza? No lo recordaba. Sentí que sonreía, pero en ese momento no era demasiado consiente de mí misma, como ocurre generalmente en los sueños.

Sólo estábamos el monito persa y yo.

Sin embargo, cuando percibía que mi cuerpo se iba volviendo liviano como una pluma, en concordancia con el suave susurro de las notas, la música cambió. La canción ya no era apacible y ligera, sino que se había convertido, de un momento a otro, en un doloroso golpe de notas, que sin piedad, se volvían cada vez más fuertes, haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera.

Me asustaba.

Intenté callar el sonido, pero no podía moverme. No podía moverme y no podía moverme. Supliqué una y otra vez que se silenciara, pero el mono permanecía impasible ante mis ruegos, tocando aquella odiosa melodía una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...

El mono siguió tocando.

Y tocando.

Cuando desperté, paralizada por el terror y en la completa oscuridad, todavía escuchaba las notas en mis oídos, como un eco maldito que se negaba a dejarme. Sentí una fuerte opresión en el pecho, y mis miembros no respondían. Yo cerraba los ojos, en un intento de callar la música, pero no suponía ninguna diferencia.

Unos segundos después, que a mí se me hicieron milenios, la música terminó. Pude moverme nuevamente, y ahora sólo estaba yo y el frío cuarto. Sin embargo, tenía un nudo en la garganta por el miedo.

—¿Sophie? —pregunté, y mi voz me recordó a cuando éramos niñas y una despertaba a la otra cuando tenía pesadillas. Necesitaba escuchar a mi hermana. Necesitaba que su voz borrase el recuerdo de mi sueño, que se había sentido demasiado real. Me levanté de cama a tientas, ya que no veía absolutamente nada—. ¡Sophie, enciende la luz por favor!

No quería estar en la oscuridad. ¿Y si el mono volvía a aparecer? ¡Dios no lo permitiera!

—¡Sophie, por favor, tengo miedo! —tanteaba las paredes, desesperada, buscando encender la luz, pero no estaba dando resultados.

Debí de haberme llevado puesto algo, porque unos segundos después, escuché el sonido del cristal rompiéndose y yo acabé en el piso. No me atreví a moverme. No podía ver nada.

Alguien abrió la puerta de la habitación y esta se iluminó bajo el tenue resplandor de unas velas. Alcé la vista esperando ver a Sophia, pero fue otra persona quien se encontraba en el umbral. Llevaba la camisa por los codos, como si nunca se hubiese ido a dormir, y lo visible de su rostro me dejaba ver que estaba preocupado.

Tardé unos segundos en reconocerlo.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó, acercándose con rapidez a mí, dejando el candelabro sobre el escritorio.

—El interruptor—sollocé—. ¿Dónde está el interruptor de la luz? ¡No lo encuentro!

Cálmate, Emilly—dijo, con suavidad pero usando un tono demasiado persuasivo como para poder resistirme a obedecer. Sabía que intentaba tranquilizarme usando la manipulación de su voz, pero no me importaba.

Erik me ayudó a levantarme y despacio, a sentarme en mi cama. Yo ya empezaba a pensar con un poco más de claridad, y el recuerdo del sueño parecía cada vez más lejano.

—¿Qué pasó, Emilly?

—Nada—dije, súbitamente avergonzada—. Un mal sueño. La música era demasiado... Déjalo. Era solo una pesadilla.

Erik permaneció unos segundos en silencio.

—¿Me has escuchado tocar, no es así? ¿Mi Don Juan?

Yo asentí, como una niña pequeña a la que acababan de descubrir robando caramelos de la cartera de su mamá. Me sentí mal al ver que, aparentemente, Erik se sentía responsable.

—No ha sido tu música, Erik—le corregí, limpiándome las lágrimas—. Todo fue culpa del maldito mono. Y la situación... creo que entré en pánico, lo lamento.

—¿De verdad no perteneces a este siglo, cierto? —preguntó con suavidad, pero algo consternado.

—¿Acaso no me creías? —quise saber, algo dolida.

—Tengo derecho a dudar, ¿no lo crees? —no dije nada porque, en efecto, lo tenía—. He estado leyendo, y no encuentro nada que explique el salto en el tiempo. Además, cabe la posibilidad de que un hospital...

—¡No estoy loca! —me defendí—. No estoy... un segundo, no estoy loca, ¡pero puede que esté muerta! ¡Oh, por Dios! ¿Y si me ahogué ese día en el lago?

—No estás muerta, Emilly—repuso Erik.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? ¡Tú estabas muerto hace unos días!

—Los muertos no sueñan—dijo simplemente, y se levantó de la cama—. Ni creo que gente como yo pueda entrar al Paraíso. Voy a prepararte una infusión para que puedas dormir.

—¡No! ¡No quiero volver a soñar! —exclamé, aterrada.

—No lo harás.

Unos minutos después regresó con una taza que dudé unos segundos en tomar, pero que finalmente permitió que me relajara.

Dormí tranquilamente lo que quedaba de la noche, sin sueños.

Y sin pesadillas.

No volví a tener un episodio como el de esa noche. Los días pasaron, y Christine y Erik siguieron con sus clases diarias de canto, lo que lo mantenía contento y ayudaba a controlar su mal genio.

Porque tenía mal genio, de eso no había duda. Era el hombre con más cambios de humor que había visto en mi vida. Por un momento podía lucir feliz y alegre, y unos segundos después se irritaba y comenzaba a ir de un lado para otro, colérico. En esos momentos, era mejor apartarse y dejarlo ser. Bien decía mi papá que los genios tenían un humor especial.

Con algo de inquietud, me di cuenta de que su cara no era lo único que estaba mal en él; Erik parecía ser un hombre fragmentado, y vuelto a construir a partir de una sociedad que no había hecho más que mostrarle odio y desprecio. Eso había logrado hacer mella en su carácter, en su vida y en su alma.

Tal vez no estaba loco, como lo había descrito Leroux, pero estaba peligrosamente cerca de ese camino.

Afortunadamente, Erik cumplió su promesa, y una semana después de que yo hubiese aparecido en el lago, me llevó a recorrer la Ópera Garnier. Visitamos todos los sótanos donde estaba guardada la mercadería y los trajes, los cuales no tuve ningún reparo en probarme, hasta el escenario y el tejado, que era muy similar al de la película de dos mil cuatro.

Había contenido el aliento al contemplar todo París desde la altura, porque ciertamente era algo digno de ver. Y pude imaginar que estaba en un gran espejo, porque yo podía ver todo, pero nadie alcanzaba a verme allí arriba.

—¿Te gusta la vista?

Yo sólo había asentido, incapaz de decir una palabra. Me descalcé, y dejando mis zapatos de lado, subí a uno de los bordes de cemento. Intenté no mirar al suelo a decenas de metros bajo mis pies.

—Vas a caerte—advirtió Erik.

—No lo creo—repliqué, con la vista fija en el cielo. La luna y las estrellas poseían un brillo inusual, tal vez gracias a que no había luces eléctricas que lo opacaran. Estrellas—. Lord let me find him. That I may see him—canté en voz alta, alzando las manos hacia el cielo, y riéndome ante lo absurdo de la situación.

—¿A quién planeas encontrar?—inquirió. Podía notar que hacía esfuerzos por no sonreír.

Jean Valjean.

—¿Jean Valjean? ¿El personaje de la nueva novela de Victor Hugo?

—Ajá. Déjame soñar.

Él negó con la cabeza, divirtiéndose a mi costa.

De regreso, le había preguntado a Erik:

—¿Es verdad que ayudaste a Garnier a construir la Ópera?

—Así es—respondió, abriendo una de las puertas que yo no había visto con anterioridad—. Un hombre interesante, con muy buenas ideas. Lo odié desde el primer momento en que lo vi—comentó, y yo lo interrumpí.

—¿Porque no habías llegado a presentarte al concurso en el cual elegían al arquitecto?

—A veces me da miedo todo lo que sabes—dijo—pero sí, básicamente por eso. No sé qué fue lo que hizo que no lo eliminara en ese momento.

—¿Tu conciencia?—repliqué, riendo, pero él negó con la cabeza.

—Tú mejor que nadie deberías saber qué hace mucho que no puedo fiarme de mi conciencia.

°°°

Alcé la vista de mi libro de Dickens cuando Erik llegó a la casa. Eran alrededor de las siete de la tarde, pero lucía exhausto. Se sacó el sombrero y la capa que tenía puestas y se llevó la mano a la máscara, para luego percatarse de que yo me encontraba allí.

—Es tu casa, Erik. A mí no podría importarme menos el que no uses la maldita máscara.

Él pareció dudar por unos instantes, pero luego se la sacó y comenzó masajearse las sienes.

—¿Tan mal estuvieron las clases?—pregunté, levantándome para preparar un poco de té, lo cual constituía todo un arte en esta época.

—No vi a Christine hoy. Salí a hacer unos negocios—respondió, dejándose caer en el sofá.

—¿Negocios?—él movió la mano, quitándole importancia.

—Unas cuantas propiedades.

Le tendí una taza con té, que aceptó agradecido, y yo me senté a su lado con la mía. Ambos permanecimos en silencio, pero era un silencio cómodo; habíamos aprendido a convivir con la presencia del otro.

—¿Ha mejorado Christine?

—Mucho—respondió con una sonrisa—. Pero le falta... valor. Valor para dejar todo y entregarse a la música completamente. Creo que es más que nada un problema de confianza. ¿Puedo preguntarte una cosa?—asentí, tomando mi té— ¿Cómo termina mi libro?

Me atraganté y comencé a toser. No me esperaba la pregunta. ¿Qué demonios iba a decirle?

—Un inteligente científico dijo alguna vez que no es bueno conocer detalles del futuro de uno mismo antes de tiempo—repuse, pero él no pareció satisfecho.

—Emilly...

—No lo sé, Erik. Cambiamos la historia, ya no tenemos manera de saberlo. Queda en nues... en tus manos.

Erik asintió, presintiendo que la conversación sería mucho menos agradable si seguíamos por ese lado.

—¿Ya hablaron del asunto con R?—le pregunté.

—¿Asunto con R?

—Raoul—respondí, y el semblante de Erik se volvió duro. Era reconfortante poder ver las expresiones en su rostro sin tener que intentar adivinarlas.

—No—él se levantó, ansioso por cambiar de tema—. ¿Quieres que hagamos algo hoy?

—¿No estás cansado?—pregunté, y él negó con la cabeza.

—Dame cinco minutos.

Y, entrando a su habitación, cerró la puerta detrás de sí.

°°°

Erik—que se había vuelto a poner su capa y su sombrero de ala ancha, además de su máscara blanca— abrió la puerta-trampa, y un viento helado golpeó mi cara. Con razón me había advertido que trajera abrigo.

Unos segundos después, estuvimos en la calle lateral a la Ópera, que por fortuna estaba vacía.

—¿Qué hacemos aquí?

—Pensé que era buena idea que conocieras París—respondió, ofreciéndome su brazo, el cual yo acepté—. Es una de las ciudades más extraordinarias del mundo, de todas maneras. Aunque supongo que mi París será algo distinta al tuyo.

—Algo—coincidí, riendo, y muy pronto nos internamos en las calles repletas de gente que iba y venía.

La ciudad en el siglo XIX tenía una belleza que eclipsaba a la ciudad moderna. Sin autos ni semáforos ni bicicletas llenando el lugar, y con los edificios antiguos en perfecto estado, hacía resaltar cada detalle y cada cualidad.

Erik me llevó a conocer el Arco del Triunfo, y luego Notre Dame, a la que yo no podía hacer otra cosa que mirar embobada. Cuando entramos, me arrodillé y no pude evitar contener el aliento ante los magníficos vitrales e imágenes de la Virgen y de los Santos.

—¿Eres creyente?—me preguntó Erik, y yo demoré unos segundos en procesar la pregunta.

—Eh...¿Qué? Ah, sí, soy católica. ¿Cómo...?

—La genuflexión—me indicó, y señaló mi cuello—y la cruz. Siempre juegas con ella inconscientemente.

Salimos de la iglesia, y volví mi mirada hacia el campanario.

—¿Crees que exista Quasimodo?—le pregunté, y él negó con la cabeza.

—Sabes que lo creó Victor Hugo, ¿no es verdad?

—Teniendo en cuenta que estoy recorriendo las calles de París con el fantasma de la ópera—repliqué—creo que tengo derecho a la duda.

—No tengo como replicar eso.

Decidimos que ya era de volver, porque era prácticamente de noche, y la gente se nos quedaba viendo de una manera bastante incómoda.

No caminamos ni tres cuadras cuando un hombre con bigote y una libreta, que estaba viendo una libreta, me llamó la atención. Me resultaba demasiado familiar, lo que era extraño teniendo en cuenta de que toda la gente a mi alrededor ya había muerto en mi época. ¿Cómo era posible, entonces?

Lo reconocí unos segundos después.

—¡Oh por Dios, Erik!—dije, tomándolo del brazo—¡Es Gastón Leroux!

—¿Quién?—preguntó, confundido.

—¡Gastón Leroux! El periodista que escribió El Fantasma de la Ópera. Viéndolo así, es prácticamente tu padre. A pesar de que obtuvo la información de...demonios, viene hacia acá.

Erik me arrastró en dirección contraria, pero muy pronto el hombre nos dio alcance.

—Buenas noches—dijo, sonriendo. Su atención cayó sobre la máscara de Erik, pero pretendió no demostrarlo—. Soy Gastón Leroux, periodista e investigador. ¿Puedo atreverme a insinuar que escuché mi nombre?

Vamos, inventa algo. Inventa algo. Haz de cuenta que no tienes a tu escritor favorito muerto hace más de cien años frente de ti.

—Monsieur Leroux, es un placer—lo saludé con una sonrisa—. Justamente le estaba comentando a mi pareja acerca de su... artículo de la semana pasada. Fue realmente interesante.

—No sabía que las señoritas estuvieran interesadas en las armas—comentó. Ups. Esta vez se dirigió a Erik—¿Nos conocemos, Monsieur?

Todavía no podía creer que los dos estuvieran frente a mí. Juntos. Y sin tener idea de lo eso significaba.

—No lo creo—respondió, cortante—. Si nos disculpa, mi mujer y yo debemos volver. No es seguro seguir en la calle a estas horas.

—Por supuesto—dijo educadamente, aunque notaba en sus ojos una pizca de curiosidad, lo cual no era bueno—. Buenas noches.

Ambos nos apresuramos a volver a la Ópera sin perder tiempo. Erik se mantuvo callado, y notaba que esta irritado. Prácticamente tuve que correr para seguirle el paso, y para cuando llegamos a la calle del Palacio Garnier, me encontraba sin aliento.

Erik se detuvo abruptamente y se volteó, dirigiendo su mirada hacia la esquina que habíamos pasado. Maldijo por primera vez delante de mí.

—Nos está siguiendo—murmuró, con enfado reflejándose en su voz—. Vamos. Conozco otro lugar para entrar.

Avanzamos rápidamente hacia el final de la cuadra y doblamos, hasta llegar al frente de la Ópera. Erik se encontraba concentrado en ver dónde se encontraba Leroux, por lo que yo los vi primero.

Raoul estaba ayudando a Christine a bajar de un carro, y ambos estaban vestidos elegantemente, como si hubiesen ido a comer o algo así. Los dos sonreían y se mostraban felices... demasiado felices para su bien.

—Erik—dije deteniéndolo, haciendo que me mirase—. Creo que... olvidé algo en la tienda de vestidos.

—Mañana lo buscaremos, Emilly. Tenemos que entrar a la Ópera antes de que el...

Tarde. La tensión que reflejaba su cuerpo me indicó que los había visto. Sus manos se volvieron puños, mientras sus ojos ardían. Lo sujeté del brazo.

—Vamos. No hagas ninguna estupidez—le advertí, pero él no parecía escucharme. Me pregunté si siquiera notaba mi presencia. Se soltó de mi agarre y comenzó a caminar hacia ellos.

Ante mi sorpresa, se detuvo. Se mantuvo estático unos instantes y luego volvió sobre sus pasos. Bien. No iba a arruinarlo. Se dirigió esta vez a la otra entrada secreta de la Ópera, y yo lo seguí a duras penas a través de los sótanos.

Cuando llegamos a la casa del lago, y sin siquiera detenerse, entró a su habitación y cerró la puerta con fuerza, haciendo que me sobresaltara en mi lugar.

—Que descanses—suspiré, y me preparé para una noche muy, muy larga.

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