i: ruptura.
Los recuerdos siempre enfrentan dos maneras distintas para consumirse. Pueden esfumarse de la parte evidente del consciente, engañandote con hacerte pensar que no están ahí, o pueden mortificarte, reproduciéndose una y otra vez en tu mente. Analizandose lenta y minuciosamente. ¿Por qué hice lo que hice? ¿Y por qué hablé la forma en la que hablé? Los arrepentimientos son inevitables, y la mayoría del tiempo, nunca importan. Sobre todo cuando son pequeñeces de las que nunca volverás a pensar, como haberte tropezado frente un grupo de chicos de décimo grado, o la palabra que mal pronunciaste cuando respondías una pregunta en la treintava clase de geometría. El verdadero problema sucede cuando te arrepientes de haber hecho algo involucrando a alguien de tu círculo personal, cuando tus decisiones afectan el curso de tu vida, o cuando eliges sobre situaciones "cruciales". Para mí, una de esas situaciones "cruciales" era terminar una relación.
Y terminar con alguien nunca es fácil. Sobre todo cuando ese alguien no te ha hecho ningún mal, y sumando que sea tu mejor amigo, solo lo vuelve más complicado. Pero lo sigo recordando constantemente. La cinta sigue reproduciendo cuando estaba sujeta a un nudo del estómago, y un agitado corazón en el parque de siempre, tirando de mis piernas sobre uno de los columpios, mientras lo esperaba.
Nunca me había puesto a pensar que llegaría el día en que "tendría que terminar con alguien", pero siempre lo había visto como un momento dramático de televisión. Un momento "crucial", y terrible. No me gustó estar en esa fotografía. Y mi estómago lo supo desde el segundo en que me planté sobre el parque. Se revolvía y me hacía lamentar haber comido seis enchiladas suizas de mi mamá. Esa tarde había conocido lo que significaba tener "agruras".
Tenía quince, y mi concepto del amor nunca había sido algo que se mantuviera plano, era al contrario, muy cambiante. Cada vez más ridículo. No sabría si culpar a mi madre, o las películas para chicas de mi edad que elevaban mis expectativas de la realidad. Pero tenía algo claro. Quería sentir ese algo.
Quería ser parte de un romance tan desesperado como el de Rose y Jack, o un amor tan destinado como el de Molly y Sam. Llorar, gritar y maldecir. Sentirme como en una canción de Taylor Swift, pero no en cualquiera. Quería Enchanted, Red, un vídeo musical como you belong with me. Quería tener un beso bajo la lluvia como el de Noah y Allie. Quería un Patrick como el de Kat. Un Edward como el de Bella. Quería sentir cómo las mariposas se tragaban mi estómago. El toque mágico de la mano. Esa fantasía que tanto prometían las películas. Quería amor. Pero no cualquier amor. Quería amor verdadero. Sabía que sonaba cliché, pero pensaba que si viviría sola una vez, no me conformaría con cualquier romance. Tendría que ser mágico, y algo que me elevará los pies.
Sin embargo, en los últimos dos años llenos de mudanzas y excesivas presentaciones escolares, nunca me interesó nadie. Estaba demasiado ocupada escribiendo en mi diario personal de pasta dura y adornándolo con pegatinas. Hasta que mis padres encontraron empleo en el centro de Chicago, y ahí conocí a Nicholas, o mejor dicho, a Nico. Mi mejor amigo, y posteriormente, mi primer novio "de verdad". Me gustaba verlo así, sobre todo porque no contaría mis primeros destrozos de los nueve años, ni a James Colman de tercer grado, cuyo noviazgo de tres días empezó durante el receso. Así que decidí contar a partir del chico que me había defendido de los fastidiosos bravucones de octavo grado que jamás habían visto cabello teñido, y el único quien se molestó en ser amigo de la chica nueva.
Supe que era más que un estúpido flechazo adolescente, porque había sentido en él la diferencia de tener un auténtico amigo. Jamás había creído en las "vibraciones de la gente", como solía decir mi tía Amelia, pero cuando lo conocí, alguna parte de mí lo creyó. No sabía si era por el hecho de que por lo regular, lo miraría sonriendo, o por su sentido de humor tan liviano, pero, una parte en mí supo descifrar que era bueno. Genuinamente bueno.
──Hola, princesa. ──Su voz suave se había disparado como un proyectil lanzado al vacío.
Cuando lo escuché, mi piel se tensó. Una de las cosas que más me avergonzaba recordar, era la forma en que reaccioné ese día, porque sentir a Nico llegar por detrás mío, me había paralizado por completo. Lo único que empeoró todo fueron sus ojos clavándose en los míos. No pude contestar. No pude decir ni una palabra. Más que nada por eso no quise estar ahí. Pero sabía que era lo correcto, y yo era el tipo de persona que hacía todo lo correcto.
Traté de recordar el nombre de su hermano. ──¿Qué tal la boda de Luke?
Sonrió soltando una pequeña risa. ──¿Lukas? ──Tomó uno los extremos del columpio de a lado para después sentarse. ──Estuvo bien, gracias.
Mis piernas temblaban, y mis manos mojadas se escapaban a cada segundo del hierro caliente del columpio. Estaba segura que me vería como la terrible novia que nunca prestaba atención. La que no es capaz de siquiera retener el nombre de su hermano mayor.
──Querías hablar conmigo sobre algo, ¿cierto? ──Su voz calmada interrumpió el pequeño remolino abstracto y desalmado que me cargaba en la cabeza.
──Ahh, sí. Eso. ──Balbuceé para después callar por totalidad. Mi cabeza era un lienzo blanco. No estaba segura de qué decir.
──Quieres terminar, ¿no es así? ──Detuvo su columpio frenando sus convenientes converse usados. Se tomó el tiempo de mirarme, hasta que le miré de vuelta, y él sonrió, con ojos tan perdidos como con aquella inexplicable melancolía que perpetuamente cargaba. Podía sentir como la oscuridad de su cabello rozaba el fresco aire de las seis de la tarde. Algo que cobraba sentido bajo la percepción que me había plantado frente a él, porque los colores que inspiraba eran sombríos. Pensarías que ni siquiera te dirigiría la palabra si lo encontrabas parado sobre la acera, pero la verdad, es que su aspecto contrastaba su actitud. Sería el chico más liviano, agradable, y entusiasta que podrías conocer.
──Te he notado distante. ──Agregó desde su columpio. ──Solo te quise dar el tiempo que necesitabas.
De pronto la escena tan escalofriante ya no se miraba tan "crucial", sino mucho más "normal". Algo que al mismo tiempo, odié. Lo odié tanto, porque ni siquiera en ese momento me ayudó a dejar de quererlo. Porque constantemente debía ser empático, y eso por si no fuera suficiente, me volvía un desastre aún más grande.
──Entonces... ──Su mirada en menos de un par de segundos comenzó a esperar algo. Yo en cambio, lo volteé a ver negando rápido con la cabeza. ──Oh, no. ──Supliqué en un vago quejido. ──Por favor no preguntes.
Pero a él no le importó. Algo que ya veía venir, porque lo había escupido justo cuando mi corazón había descansado. ──"¿Por qué?" ──Preguntó.
Tenía miedo, mis entrañas parecían comerse entre sí, y mi alma se sentía atrapada. Las puertas de mi boca se sentían selladas. Todo mi cuerpo parecía disfuncional. Pero era algo que "tenía que hacer", así que aferré mis manos sobre el ya sudoroso borde del columpio, y lo volteé a ver.
──¿Prometes no odiarme? ──Cuestioné en un hilo de voz.
Él frunció su par de cejas pobladas. ───Eres una tonta si crees que podría odiarte.
Todo se sintió como a los seis años, cuando me debían clavar una inyección contra tétanos, o cuando tenía doce, y aún no podía tomar una píldora de paracetamol. Justo así, mi cuerpo transpiró temor, y justo así, cerré con fuerza mis párpados, y mordí mis labios. Sabía que debía darle una respuesta, pero no cualquier respuesta, sino, la verdad. Y no solo la verdad, pero una sin vueltas o balbuceos. Una consistente, y una fácil de sacar. Así que solo así, junté mis dedos y expulsé. ──Creo que soy lesbiana.
No noté ninguna reacción. Pero sí que sentí un descanso desbocado en mi pecho, porque ese peso ya no se sentía de mis piernas, pero sí del aire que navegaba por el patio de juegos. Se había hecho un peso compartido con él, así como con la arena, los columpios y todo lo que podría notar a la distancia. Pensé que querría vomitar, salir corriendo, o desear desaparecer, pero mi presencia se vio estancada cuando Nico me miró en silencio y calma. No me miró triste, ni decepcionado. Algo que hubiera esperado. El rostro que tenía era de sorpresa. Sorpresa como si nevara en julio, como si la vegetación en una tierra fértil dejara de crecer, o las lechuzas se dejaran ver en medio día.
──Oh... ──Respiró. ──Entiendo.
Lo miré con cejas fruncidas y manos inquietas una sobre la otra. ──Estás... ¿Molesto?
Una "cuestión" invasora puso en duda mi efímera tranquilidad. Había sido como una nube púrpura, balanceándose a mis espaldas. Algo que yo solo podía ver, y para mi desfortuna, también sentir. Me inyectó la insistente necesidad de confirmarlo todo "bien". Era una presión que de improviso se adjuntó a mi corazón, y lo haría agitar hasta escuchar algo que lo convenciara a suavizar su desesperado ritmo cardíaco.
──Hey, si no te gusta Chelsey Hinkhouse, estamos bien. ──Suspiró. ──A esa tipa no la soporto.
Entonces nos miramos. Él aventó una risa, y yo la aventé tras él. Me hizo sentir que estábamos en algún descanso escolar, porque era en un descanso escolar cuando mi cuerpo se sentía más desentendido, y mi mente más involucrada en las palabras.
──¿Chelsey Hinkhouse? ──Pregunté. ──Pero si ella es linda.
──Uh. ──Bromeó. ──Me has perdido.
Golpeé con ligereza su hombro más cercano para después esbozar una sincera sonrisa. ──Gracias, Nico. ──Apenas pronuncié. ──De verdad.
Él por su parte, negó enseguida. Su par de palmas blancas se posaron ante mí en un acto despreocupado. ──Ni lo digas. ──Respondió. ──Somos amigos, ¿no?
Un cálido cobijo abrazó una parte interna de mi ser. ──Los mejores. ──Agregué.
La "cuestión" aún así, se quiso presentar una vez más, y a resultado, con un cauteloso hilo de voz, le volví a preguntar. ──Entonces... ──Esbocé. ──¿Todo bien?
Sus ojos me miraron con cierta ternura. No la ternura con la que mirarías una novia. Sino, una hermana. Enseguida de eso, elevó su meñique derecho, y con una afirmación relajada, respondió. ──Todo bien.
Sabiendo qué hacer, sonreí descansada llevando mi propio meñique al contacto con el suyo. Sin ningún tipo de agarre. Solo un ligero roce. Era eso que él haría para, en efecto, decirte que todo estaba genuinamente bien. Me gustaba sobre todo porque, era un método de comunicación muy íntimo. Sobre todo viniendo de un chico que manifestaba con tanta facilidad su simpatía sobre el mundo. Eso me hacía sentir especial, y, de alguna forma, sabía que también cada persona que había levantado su meñique con él. Sabía hablar sin palabras, y eso, gritaba mucho. Quizás más que cualquier otra afirmación en el mundo.
Pronto se dio cuenta de la luz violeta en el horizonte, y lanzando ambos pies sobre la arena, se volvió a dirigirse hacia mí. Aunque el área de juegos no se encontraba especialmente lejos de casa, eso no lo detuvo a ofrecerse a encaminarme de vuelta a ella. Si me era sincera, hubiera dicho que no. En esencia porque, no quería presenciarme como una molestía más. Aún así, decidí dejar de pelear con mis pensamientos, y aceptar. Durante el camino de regreso, concentramos nuestra conversación en su viaje a Nueva York. Hablamos sobre lo difícil que sería desprenderse de su hermano, y cómo se tendría que hacer a la idea de que se había casado.
Era, en efecto, demasiado apegado a él. Pero no lo culpaba. Parecía ser el único miembro de su familia que lo escuchaba. Cuando discutía con su padre, Lukas era el que lo confrontaba. Tener a alguien que se muestre de tu lado en ese tipo de situaciones es mucho más difícil de lo que podría parecer, porque por lo general los miembros de la familia que yo conozco solo callarían, o asentirían ante el lado más conveniente. Independientemente de quién estuviera en una escena vulnerable. La familia termina siendo más compleja de lo que podrías esperar. Y por compleja, me refiero a "decepcionante". Mi madre nunca me escucharía, y mi padre solo llenaba un hueco que podría estar intocable, y de cualquier forma, no habría ninguna diferencia, así que por lo menos, se podría decir que Nico contaba con alguien tras cruzar la puerta principal de su casa.
Cuando llegamos a pies del pequeño ciprés olor a limón de mi padre, sentí como el hormigueo volvía a crecer a costas de mis piernas. Tal vez lo que más agradecí, fue que ninguno de mis padres se encontrarán en la planta baja. No quería volver todo el asunto una conferencia de prensas. Solo anhelaba subir a mi habitación, y deshacerme sobre mi, probablemente ya tendida, cama.
Mi madre tenía un hábito de mantener todo en su sitio. Era inevitable. Y claro, es genial. Hasta que te apresura con verlo como ella lo espera. A veces, parecía que lo hacía con mi mente. Esperaba que mi vida estuviera en su lugar. Pero, solo tenía quince años. ¿Qué se suponía que supiera a los quince años? Por lo regular, a los quince, solo tienes dos maneras de afrontar las situaciones. Puedes esconderte y evadirlo. O bien, puedes brincar directo al desastre. Yo, de alguna manera, lograba hacer ambas.
Cuando se encendió la luz del comedor tras el gran ventanal a mis espaldas, me di cuenta que era tiempo de despedirme. A pequeños pasos, me acerqué a él para abrazarlo sobre sus hombros, y cuando lo hice, pude percibir el olor a vainilla que desprendía su cuello, al igual que sentir los rastros de humedad que aún absorbían los pequeños cabellos que descansaban sobre su nuca.
Aquel momento hubiera sido como cualquier otro para mí. Pero para ese entonces, no había vivido lo que ya viví, o visto lo que ya vi. No sentí nada cuando lo vi alejarse por la acera de concreto porque no había tenido tiempo de procesarlo. Porque eran uno de esos momentos que vivías más recordando, que en el tiempo en que duró. Y sobre todo, uno de esos momentos en que vivías para siempre, por lo menos, en las capturas de tu mente.
Hasta hoy, cuando me senté sobre una de las mesas para comer que tenía nuestra arcade usual. El sentimiento me golpeó tan pronto como en cuanto lo vi reír. Su sonrisa se miraba intacta de cualquier impureza que pudiera vivir sobre la tierra. Me arrepiento más que nada de haberlo dejado ir. ¿Mi problema? Tampoco me miraba a lado de él.
Los recuerdos solo son recuerdos hasta que deseas volver a vivirlos, regresar en el tiempo y parar desiciones porque tu mente no estaba preparada para tomarlas. Cuando eso pasa, dejas escapar el momento en que las personas a tu alrededor te hablan, o el sonido de la música firme resonar tras bocinas colosales en colores neones y el olor de la pizza más grasosa que cualquier otro lugar de juegos podría ofrecer. Dejas escapar el presente, porque solo vives en recuerdos que se han convertido en arrepentimiento. Pero el arrepentimiento ya no tiene paso o botón para caminar atrás. Solo vive ahí, mordiendo y haciéndote lamentar lo hecho. Golpea tu pecho, y enciende tus mejillas cuando el chico que dejaste ir, juega sobre una máquina de baile junto sus demás amigos, y verlo sonreír, te quema por dentro. Y cuando llega, y te dice que conoció a una chica, es ahí cuando descubres que los recuerdos de haber decidido terminar con él, ya no son nada más que eso. Arrepentimiento.
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