
1. ORGASMO
Teranis, capital de Renna, año 1047 después de Los Antiguos.
«No necesitas amarlo, tampoco esperes amor de vuelta. Limítate a satisfacerlo y pare tres hijos para él en beneplácito de la Diosa. Entonces, tu trabajo estará hecho», recordaba Erika Orbón las palabras de su abuela.
Una década más tarde, en la noche de su vigésimo cumpleaños, y a apenas horas de concretarse el ritual de consumación que sellaría su compromiso con Killian Asrén, su primo materno y heredero unigénito al trono de Renna, Erika, lejos de someterse como se esperaba, huyó del agasajo previo a paso despavorido por las calles de Teranis y no se detuvo hasta que el Mar Silente se le plantó por delante.
El cielo estaba despejado, la luna arrebol resplandecía entre estrellas y, en tanto un par de farolas mantenían a raya a la penumbra, la bioluminiscencia del mar acariciaba la arena.
Se tumbó en la orilla y el agua empapó su túnica. Sus ojos lloraban y su pelo se desperdigaba como un racimo de algas. Tenía pensado hundirse en esas aguas para evadir su destino; la muerte era preferible antes que unirse en el lecho esa misma noche con un extraño en presencia de dos veedores como la costumbre dictaba. El amor no era prioridad entre sangres pura, la continuidad de la estirpe lo era. Por eso, Killian debía poner un cigoto en ella antes de recibir la licencia para hacerla su esposa.
«El alma del suicida muere con su carne, atrapada para siempre en la penumbra de Zordán», cruzó su cabeza el pasaje del Gregario Sagrado y su piel se erizó.
No anhelaba una eternidad en el Inframundo con el Dios de la anarquía, pero morir era la única decisión que Erika podía tomar por su cuenta.
—¡Alamna! ¡Diosa de la luna y de la sangre impoluta!, ¡¿de verdad estás ahí?! —gritó. Nada, solo silencio bajo el murmullo del mar—. ¡No quiero entregarme a él! ¡Me hundiré en el Mar Silente por culpa de tu mandato! —amenazó con voz trémula y ojos húmedos—. ¡La luna es muda! ¡La Diosa no vive en ella! —blasfemó frustrada y lloró.
—¡No se torture, mi señora! —rompió entonces el silencio una voz grave que le puso a la heredera la piel de gallina y la obligó a incorporarse—. Las respuestas directas nunca han sido el fuerte de la Diosa.
Erika, considerando que quizá fuese el mismo Zordán quien la acechaba a causa de su ignominia, buscó alrededor y, alumbrado por la luna como una visión espectral, apareció en lontananza un individuo de altura destacable, piel curtida por el sol y silueta hercúlea. Ella, a diferencia de la mayoría de las jóvenes sangre pura de su edad, nunca había estado a solas con un hombre con el que no compartiese lazos de sangre, ni cruzado palabra con uno siquiera; tal vez por eso su corazón latía a un ritmo desbocado en presencia de aquel desconocido.
«Es hermoso», pensó pueril, abrumada por la virilidad salvaje del sujeto, tan opuesta a la distinción que sus hermanos y su padre ostentaban. Traía los pies descalzos, una camisa blanca y pantalones pesqueros mojados hasta las rodillas. A juzgar por sus prendas burdas, el hombre era un no bendecido, sin duda el más bello y bestial que Erika hubiese visto.
Curiosa, se puso de pie, se llevó una mano al pecho para dignificar su intriga y comenzó a rodearlo despacio como a una de esas estatuas sobrevivientes de tiempos de Los Antiguos que se exhibían en los museos.
—¡¿Por qué interrumpes mis plegarias?! —lo cuestionó con dignidad falsa.
«Plegarias» le aportaba cierto altruismo a su arrebato suicida y disimulaba su vergüenza.
Él, adoptando la posición de respeto que la ley le exigía antes de dirigirse a un divino, dobló una rodilla sobre la arena y agachó la cabeza. No obstante, en su porte refulgía el brillo del desacato, y en parte de su cara una golpiza reciente.
—No pretendía contrariarla, ama —dijo con voz viril que a Erika le vibró en el pecho—. Me pareció entender que planea suicidarse. ¡Tonto de mí! —se culpó por la infidencia—. Un pecado como ese nunca sería objeto de alguien de su linaje.
Ella disimuló eficiente y carraspeó.
—Es bueno que entiendas que no lo sería —dijo digna—. Y no me gusta que me llamen «ama» —añadió tajante.
Él contuvo un gesto de desprecio.
—¿Prefiere dómina entonces? —dudó obediente en postura, pero altivo en tono, y sus ojos se afilaron en una cabeza gacha a medio levantar.
—¡¡No!! —atajó ella ofendida. La nueva sugerencia más humillante que la anterior—. Mi padre dice que, aunque estén normadas, las nomenclaturas son engañosas, que comunes y benditos somos iguales.
Él rio soberbio desde abajo.
«Comunes y benditos» no era sino la forma políticamente correcta de decir «marcados y dioses», «mierda y diamantes».
Era notorio que el hombre solo cumplía con el protocolo para evitarse problemas, pero no poseía la fe de un devoto. Erika nunca había sido objeto de afrenta semejante. Eso, para variar, le resultaba liberador.
—¿Su padre? —murmuró él sin moverse.
—Arnaldo Orbón —aclaró ella orgullosa, con las manos en la espalda, y lo miró desde arriba—. Patriarca de la segunda familia del linaje de la Diosa y Maestre ilustre del Consejo de Renna.
—Como si no lo supiera —masculló él entre dientes y bufó.
—¿Qué? —dudó ella.
—Que tendrá que decirme cómo debo llamarla, mi señora —sugirió ambiguo entonces—. Se me acabaron los términos protocolares y usar el equivocado podría valerme algunos azotes que no necesito.
Erika entornó los ojos, se acercó unos pasos y se arrodilló frente a él para mirarlo a la cara.
—Mírame —ordenó, y unos ojos verdes, brillantes como las praderas de Renna, se elevaron desafiantes y le estremecieron el alma tan pronto como encontraron los suyos—. ¿Azotarte? Nunca haría algo así —musitó nerviosa, pero más interesada aún—. Mi nombre es Erika. ¿Cuál es el tuyo?
Él la miró cauteloso y rio incrédulo. Sabía bien quién era esa mujer. La prometida del último del linaje de los Asrén, el único en la línea para Bastión Supremo de Renna.
—Orién Crocé, mi señora —respondió servil, pero sostuvo la mirada—. Soy pescador como mi padre. Mi casa bote flota a poca distancia de aquí. —Señaló hacia el sur, junto al muelle, donde una embarcación se mecía con el vaivén de las olas—. Estaba en cubierta, por eso alcancé a escucharla.
—«Erika», no «mi señora» —corrigió ella pasiva.
Una sonrisa limpia le dio un aire infantil a la imagen bravía de Crocé tras la última frase y su mirada brilló intrigada bajo la luz de la luna. ¿Qué criatura extraña era esa que lo trataba como a su igual?
—Erika entonces —reafirmó dubitativo, se relajó un poco y se sentó sobre la arena. Ella lo imitó—. ¿Qué no deberías estar en la celebración de tu compromiso ahora?
La heredera, consciente otra vez de su pena, evadió la mirada.
—Debería —dijo amarga—, pero no estaré.
Crocé vaciló. Odiaba a los sangre pura por convicción de cuna y procuraba mantenerse lejos de ellos lo más posible para evitar que su temperamento le trajese problemas, pero algo especial debía tener esta que lo arrastraba a seguir ahí y a abrir su gran boca.
—No lo conoces, ¿verdad?, a tú prometido —quiso asegurarse—. Él ha estado en Albín todos estos años.
Erika comenzó a jugar con la arena.
—Lo vi una vez cuando niños —dijo desdeñosa y se encogió de hombros—, era flaco y desgarbado. Yo tenía cuatro, el catorce, pero su mirada se parecía a la de un viejo. Lo que ahora entiendo tiene sentido dada su orfandad temprana, el peso de ser el último de su estirpe y el vivir bajo la tutela del cascarrabias de mi abuelo —bromeó.
Él, con una ceja en un arco, contuvo media sonrisa.
—¿Cascarrabias Timehón Asrén, «vigente Bastión Supremo de Renna?» —dudó—. ¡Eso es herejía! —se burló aparatoso.
«Cascarrabias» era un término amable para describir al maldito si le preguntaban.
Erika rio cómplice y, sonrojada, se llevó una mano a la boca para cubrir su atrevimiento.
—Mi madre dice que es «un cretino recalcitrante» —cotilleó divertida—. ¡Su propia hija!
Orién rio también y negó.
—¡Los dos podríamos morir crucificados solo por repetirlo! —advirtió después.
—Lo que confirma la teoría —rebatió ella.
Era tan fácil conversar con ese extraño que, de buena gana, hubiera podido seguir haciéndolo toda la noche.
—Tal vez no tengas de qué preocuparte, todos dicen que Killian Asrén es un hombre apuesto y carismático, nada parecido a lo que viste de niña —sugirió Orién y se unió en la arena a la escultura incipiente que ella pretendía modelar—. Quiero decir... Es el soltero más codiciado de Renna, será nombrado Bastión Supremo, te hará su Emperatriz. La mayoría de las mujeres que conozco pensarían que eso no es tan malo. ¿Cómo lo llama la prensa?, ¿Killian «el hermoso»? —se burló, pero, temiendo haber ido muy lejos, se recompuso enseguida—. Arnaldo Orbón no habría elegido nada menos para su hija. —Rio cínico.
Erika lo miró a los ojos, una chispa de indignación brillaba en los suyos.
—¿La mayoría de las mujeres que conoces fungirán como yeguas de crianza por el resto de sus vidas? —inquirió altiva—. ¡¿Qué saben ellas sobre ser yo?!
Orién retiró las manos de la arena, afiló la mirada y se mordió la lengua para contenerse. ¿Acaso ella comparaba su dudosa «desdicha sangre pura» con el tormento de ser un marcado?
—Sin duda nada —aseguró endurecido—. Muchas han sido ultrajadas por alguno de los tuyos en nombre de su «derecho divino», pero nadie les celebró un agasajo, ni les ofreció convertirse en Emperatrices —escupió punzante.
Erika, descompuesta, se detuvo también, se aclaró la garganta y tragó grueso.
—Eso es horrible —dijo formal, mirándolo a los ojos—. Todo el que dañe a quien juró proteger está pecando contra la Diosa y debería ser castigado, pero lo que ellas hayan sufrido no hace menos humillante que yo tenga que entregarme a un extraño por la fuerza —rebatió.
Orién cerró los ojos y se pasó una mano por la cara. ¡¿Qué mierda pasaba con él?! ¿Acaso su odio por los sangre pura cada vez lo cegaba más? ¡Erika tenía razón!; lo suyo no era diferente a lo que cualquier marcado vivía. De hecho, ella podría morir esa noche si se negaba a cumplir con su deber y la ley lo habría llamado «un acto de justicia».
¡Menuda estupidez!
—Lo lamento, soy un idiota —se corrigió humilde—. No por ser una sangre pura mereces que tu dolor se invisibilice.
Ella asintió y rio escueto, era la primera vez que alguien validaba su angustia, se sentía bien.
—También está el asunto de que no quiero ser madre —dijo, ya en confianza, y perdió la vista en las aguas—. La mía nunca ha sido buena conmigo, no quiero hacerle lo mismo a alguien más —confesó.
Orién abrió los ojos grandes, miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos y buscó su mirada en confidencia. Era un crimen para una mujer de linaje el negase a reproducirse, uno cuya condena era innombrable.
—No deberías decirlo en voz alta —advirtió.
La expresión de Erika se quebró al escucharlo.
—¡¿Crees que no lo sé?! —sollozó con una mano sobre la boca y las lágrimas rodaron—. ¡Por eso quiero morir! La Diosa le ha dado a mi padre una hija defectuosa —se lamentó—. ¡No merezco ser una Orbón!
Eso era todo, lo había dicho y, si aquel hombre la delataba y debía enfrentar el castigo, que así fuera. Pero Orién, lejos de reprobarla, la abrazó, y el cuerpo de Erika le tembló en los brazos.
—¡No estás defectuosa, niña!, ¿qué tontería es esa? —escupió el hombretón enérgico mirándola a los ojos después—. ¡Es tu cuerpo! Deberías poder decidir, todos deberíamos —alegó frustrado.
Conocía en carne propia las aberraciones de las que los sangre pura eran capaces. Nada aseguraba que el tal Killian, por «hermoso» que fuese, fuere la excepción. Renegó entonces por ser incapaz de librar a la muchacha de su destino, pero sabía bien que, además del lecho de consumación o la muerte, no existía alternativa para ella, y se negaba a formar parte de lo último.
Por esos tiempos, Orién todavía temía por el futuro de su alma. Así que tomó distancia y la miró de frente.
Erika estaba rota.
—¡No debería decirte esto a ti! —esnifó secando sus lágrimas—. ¡No debería decírselo a nadie! Es una vergüenza que podría hacerle perder a mi padre su lugar en El Consejo. ¡Podría conducirlo incluso hasta la castración! —se alarmó más todavía—. Si el resto del Consejo determina que su descendencia es indigna, entonces...
Orién posó una mano grande y consoladora sobre la pequeña de ella, hizo un ruido tranquilizador con la boca y la obligó a mirarlo. Había dolor y rabia en los ojos del no bendecido, y una familiaridad lejana que Erika no conseguía identificar, pero que le erizaba la piel.
—Tranquila, niña —suplicó el pescador—. Es humillante entregarse a alguien a quien no deseas, yo lo sé bien, pero, por tu bienestar, y el de tu familia, deberás ser valiente —dijo, y recogió con el pulgar una lágrima de la mejilla pecosa—. Quizá Su Alteza Real sea gentil como dicen, ¡tal vez hasta llegues a amarlo! —la animó, aunque, conociendo a los sangre pura como lo hacía, tenía sus dudas al respecto—. Espero nunca tengas que conocer la ira de los tuyos —murmuró más para sí.
Erika pareció recomponerse, se enjugó las lágrimas, asintió en silencio y posó la mirada en el horizonte.
—¿Y si no puedo ser valiente? —escupió temblando.
Él se acomodó en su lugar y exhaló audible. La injusticia era ley en Renna, nadie más consciente de eso que un marcado.
—¡Lo serás! —aseguró tajante y la tomó por los brazos para mirarla a los ojos, había determinación en los propios—. No tienes alternativa. Sé que no es justo, pero muchas cosas no lo son en nuestros tiempos. Todos pagamos un precio por ser quienes somos, este es el tuyo.
»No morirás esta noche, niña, ya decidirás mañana si me odias por impedírtelo o no.
Ella tragó el nudo en su garganta.
—No pondré sobre tus hombros el peso de mi suicidio y te condenaré conmigo a la penumbra eterna —decidió resignada—, pero te pediré algo a cambio —advirtió.
Sus ojos refulgían ilegibles.
—Lo que sea que haga tu carga menos dura—aseguró Crocé sin dudarlo y le frotó los brazos para transmitirle calor, su pecho ardía en impotencia.
—Quiero que tú seas el primero, no él —sentenció ella y lo miró con esos pozos de miel que eran sus ojos desolados—. Debería ser yo quien lo decida, no un pacto de sangre.
Orién se estremeció, dejó salir el aire en los pulmones, la miró incrédulo y se frotó la frente con una mano. No era prohibido para una sangre pura encontrar satisfacción carnal en un marcado. Por el contrario, era un derecho asignado por los patriarcas a cambio de sumisión y entrega, siempre que esto no derivase en una preñez que trajese al mundo la aberración de un mestizo, o en ningún tipo de amor romántico; este último, entre benditos y comunes, era considerado pecaminoso.
Erika era hermosa, una pequeña e intrigante gota de luna que Orién sin duda querría beber, pero era la prometida del unigénito, una joya reservada desde el nacimiento solo para Su Alteza. Estrenar su cuerpo podría meterlo en problemas incluso si la ley no lo dictaba.
Maldijo por dentro y chasqueó la lengua en la boca.
—Yo no soy nadie —procuró desanimarla. Su pelo, descolorido por el sol, se movía al ritmo del viento y sus pestañas hacían sombra bajo la luz de la luna en sus párpados inferiores—. ¿Por qué prefieres a un marcado, cuando tienes al próximo Bastión Supremo a tu alcance? —inquirió.
La expresión de Erika mutó con el peyorativo.
—¡Porque contigo es mi elección! —dijo con una mano sobre la mejilla del hombre y buscó sus ojos—. Por favor, no te llames «marcado» —suplicó compasiva entonces. Orién evadió la mirada—. Hacerlo no te dignifica.
El pescador rio suave después y perdió los ojos en la arena, su guardia baja por completo.
—Fueron los tuyos los que nos dieron ese nombre —alegó triste.
Erika se enderezó en su lugar.
—Una palabra no te define —aseguró.
—¡Pero lo hace! —rebatió él—. Las sacerdotisas lo repiten en el culto. «Todo aquél por cuya sangre no corra la luz de la Diosa estará marcado, y no será digno de su gracia. A menos que, con actos de sacrificio, humildad y entrega, demuestre su valía» —rezó humillado—. ¿Sugieres que no debería creerlo?
—No sugiero nada —soltó ella taciturna—. Solo sé que la nobleza no proviene del linaje, sino de los actos. No nos distancies —sugirió—. Me gustaría que seamos amigos.
Orién negó quedo y rio amargo.
—Una sangre pura y un marcado nunca podrían ser amigos —aseguró. Erika arrugó el ceño en desacuerdo—. ¿Quieres mi cuerpo? Es tu derecho, no puedo negártelo, pero no te confundas, eso es todo cuanto obtendrás de mí, todavía soy el dueño de mi alma.
«Alamna es la dueña de tu alma», pensó ella, aunque se abstuvo de refutar.
No forzaría a Orién echando mano a su «derecho divino», no sería mejor que aquellos que la sometían si lo hiciera, pero había creído, según su hermano Kirvon decía, que los hombres eran automáticamente incapaces de resistirse a la propuesta de una mujer hermosa, y Erika así se consideraba, o al menos eso pensaba su padre. Fue cuando notó una robusta cicatriz, como nunca había visto, que asomaba a un lado sobre la clavícula del pescador por debajo de la camisa, y que la hizo perder el hilo de sus cavilaciones.
—¿Cómo te hiciste eso? —preguntó y pasó un dedo intrigado por encima de la superficie rugosa.
Orién parecía no querer hablar al respecto. Resopló y buscó sosiego en las estrellas.
—En una pelea —soltó escueto y acomodó la tela para cubrir la marca—. No sabes nada sobre mí, soy un hombre peligroso —aseguró después y la miró de soslayo.
Pero ella, lejos de intimidarse, arqueó las cejas y lo miró desde arriba de su mentón elevado.
—¿Se supone que debería asustarme? —lo desafió con ojos altivos.
—¡Sí! —aseguró él indignado, caso ofendido.
Ella rio.
—¡Se ve que no creciste en mi casa! —dijo—. Mis hermanos son como de tu edad, pero te doblan en malicia —asumió. Orién se carcajeó de buena gana. No sabía una mierda sobre los hermanos Orbón, el primogénito y el otro, su gemelo descarriado, pero su malicia era vasta y dudaba de que un par de sangres pura engreídos pudieran superarla—. ¿Qué edad tienes?
—Cumplí veintisiete hace unos días —dijo él escueto, con la mirada en el cielo y los codos en la arena—. Los celebré en La casa de Zordán.
Erika lo miró desencajada y se llevó una mano al pecho.
—¡¿En la casa de Zordán?! —inquirió—. La abuela decía que es un pecado solo nombrarlo. ¡¿Tú lo visitas?!
Crocé, perdido, no supo qué responder. Volteó a mirarla, calló un segundo y rio aparatoso.
—¡Perdón! —se disculpó después—. Es gracioso que lo reproches y lo invoques en la misma frase. —Ella cayó en cuenta, recriminó la burla con una mirada insolente y rio también—. No hablo de «Zordán», «El Dios de la Anarquía» —rebatió juguetón—. «La casa de Zordán» es un cabaré muy concurrido; está a un lado de la plaza del Heraldo en el centro. Es donde puedes encontrarme cuando no estoy trabajando —explicó.
Erika suspiró aliviada.
—No te expresas como un pescador —dijo tímida, temía ofenderlo.
Un brillo insaciable refulgió en los ojos verdes de Crocé entonces, que retiró cuidadoso un mechón de pelo anaranjado, que el viento le había enredado a Erika en los labios, y provocó que se ruborizase.
—¡Soy mucho más que eso! —respondió soberbio—. Quiero creer que, a pesar de todo, todavía podemos elegir lo que somos, o en lo que queremos convertirnos. Aquí arriba —señaló y se tocó la frente con un dedo—, todos somos libres.
Erika soñó con hacer esas palabras propias un día.
—Le gustarías a mi padre —concluyó con una chispa de satisfacción en la mirada y se acercó un poco más.
Él bufó audible.
—Yo no estaría tan seguro —dijo con una ceja en un arco.
—¿Por qué no quieres poseerme? —insistió ella de buena gana, con curiosidad genuina, y mordió su labio inferior—. ¿No te gustan las mujeres? —tentó. Era una opción válida—. O tal vez no te resulto atractiva. Está bien si es así, puedes decírmelo.
Crocé la miró un segundo y clavó los ojos de regreso hasta la arena.
—Nunca dije que no quisiera —aclaró—. Eres una diosa de alabastro, con el pelo de fuego y la piel salpicada en pecas por la luna. ¿Quién no querría?
Ella quedó absorta con lo último y procuró un poco de aire. ¿Qué sensación tan rara de sofoco era esa?
—¿Qué te detiene entonces? —quiso saber, se perdió un momento en la unión entre el cuello y la clavícula del pescador y se relamió los labios por instinto—. Tienes mi permiso.
Los ojos de Orién se tornaron hambrientos mientras recorrían despacio la anatomía de la joven, deseándola, desnudando en su mente cada palmo de piel prohibida. Negó obstinado después para desembotar sus pensamientos y resopló.
—No es como una primera vez debe ser. Tu motivación es incorrecta —dijo y, lejos ya de los formalismos, tomó una mano de Erika y deslizó un índice tentador sobre la palma, provocando en ella una sensación de sobrecogimiento que la obligó a cerrar los ojos. Era tocada por primera vez por un hombre, y era exquisito—. Además, sería peligroso —siguió, todavía entregado a su encomienda—. Este pequeño dispositivo inserto en tu palma, que todos poseemos, no solo sirve para transacciones monetarias y conexión —explicó—. Registra también tus signos vitales, tus emociones... tus orgasmos —susurró lo último en su oído—. Tu padre podría tener acceso a esa información y te meterías en problemas.
«Orgasmos», pensó Erika encendida e ignoró todo lo demás. Qué hermosa palabra era esa, y de qué forma deliciosa se movía el aliento de Orién sobre su piel cuando la pronunciaba.
—¿Qué es un orgasmo? —preguntó suave, curiosa, con los ojos cerrados aún y la piel áspera de la quijada del pescador bajo la punta de los dedos.
«¡Por Zordán!», pensó él.
Esa niña ni siquiera conocía la teoría, y sería entregada esa misma noche a un hombre de instintos inciertos, posiblemente educado para gobernar con la misma soberbia de sus antecesores. ¿Y si Asrén era un amante egoísta? ¿Y si la usaba de por vida como a una incubadora humana como muchos patriarcas hacían? Entonces, esa bella flor se marchitaría tras los muros del Palacio Encumbrado sin haber conocido ni una sola vez el deleite del cuerpo. El candor en sus ojos se apagaría sin saber del placer de los instintos, sin sucumbir a la satisfacción de ser adorada como él anhelaba hacerlo en ese preciso instante con cada poro de su piel. Le puso una mano sobre la mejilla sonrosada de sensaciones, la miró intenso y comenzó a bajar un dedo a través de la piel del cuello que se erizaba a su paso, y hasta los confines del escote.
Ella se dejó hacer, suspiró y sus labios temblaron.
—Si tu padre pregunta, le dirás que estabas tocándote —le murmuró sobre la boca, tan cerca que Erika sintió sus labios rozando.
—¿Tocándome? —preguntó perdida, entregada a las sensaciones nuevas que le subían por la pelvis y se disparaban hacia cada nervio, haciéndola sentir deliciosamente extraña.
—Ya lo entenderás —susurró Orién, la miró ardiente y la besó profundo, con una lengua experta que le exploró la boca a placer, en tanto el peso de su cuerpo la incitaba a recostarse de espaldas sobre la arena.
Mientras el beso se prolongaba, las manos grandes del pescador lo acariciaron todo sobre las ropas de seda y, cuando este se hubo roto, Erika jadeó bajo y quedó en éxtasis, febril, con los ojos aún cerrados y los labios entreabiertos. Él la besó, entonces, en el alerón de la oreja y le recorrió con la boca el cuello de garza, para instalarse justo donde el pulso latía.
—¿Quieres que me detenga? —preguntó sobre la piel en ese punto.
—¡No! —respondió ella ansiosa. Por el contrario, ambicionaba descubrir qué le depararía el encuentro. El sabor del pescador era exquisito y su tacto estremecedor y familiar, como un regalo de la Diosa—. Por favor, ¡sigue! —resolló sobrepasada.
—Quiero que seas honesta si algo de lo que hago te incomoda —insistió él agitado, apenas contenido, mientras bajaba por los senos, y deslizó en círculos un pulgar ocioso sobre un pezón turgente. Erika, presa de sus sensaciones, curvó la espalda en busca de más—. Es muy importante.
Ella gimió entrecortado y asintió. ¿Cómo podría algo de eso incomodarla? Las manos de Orién eran cálidas, adoradoras y expertas; Erika quería sentirlas en su cuerpo para siempre. Estaba temblando bajo el peso del pescador y la bruma la obligaba a echar la cabeza hacia atrás por instinto, a exponerse para él.
Orién la ajustó contra su pecho, encontró sus ojos en una solicitud muda de permiso y comenzó a levantarle el faldón de la túnica. Muy pronto, una mano indómita bajo la tela mojada le acariciaba las piernas invitándola a abrirlas. Erika, desbocada de deseo, hizo lo propio y él se perdió bajo la falda.
Un gritillo de sorpresa escapó de la boca de la heredera cuando una lengua húmeda acarició confiada aquél confín hasta entonces intocado y le encendió el cuerpo como una antorcha. Los ojos se le abrieron grandes y, con las manos poderosas de Orién restringiendo sus caderas, la espalda se le arqueó sobre la arena. La bruma fue creciendo en tanto los movimientos se hacían profundos, sistemáticos y complejos, hasta arrancarle de la garganta una seguidilla de ruidos que Erika no se sabía capaz de articular y que escapaban sin permiso.
Todo el cuerpo se le estremeció después, violento, irrefrenable, confuso y maravilloso. Una tensión deliciosa la atrapó intermitente al ritmo que el pescador dictaba ahí abajo con maestría, y la deshuesó por completo, con una mano instintiva aferrada a la nuca de Orién, la otra incrustada en la arena y un jadeo indecente escapando de su pecho agitado. Era la experiencia más intensa y abrumadora que hubiese experimentado jamás.
—Eso es un orgasmo —susurró Crocé pesado en su oído, tras emerger del horizonte bajo la túnica—. Puedes tenerlo cuando quieras si aprendes a tocarte. Solo explórate. —Había en él un deseo ingente de prolongar el encuentro, de llegar hasta el final, pero tomó distancia y, contrariado, bajó la mirada. Erika estaba boquiabierta, se le habían terminado las palabras—. Si quieres hablar con alguien sobre cómo te sientes después del ritual, yo podría escucharte —dijo y unió sus manos para que los dispositivos intercambiasen contactos—. Si no, eso también está bien. Solo espero que encuentres la felicidad que mereces, Erika Orbón.
Ella temblaba febril y no hacía sino anhelar repetir lo vivido hacía un instante. Quería tocarse como Orién le había sugerido, ver hasta dónde era capaz de llegar su cuerpo.
—¿Puedo pensar en ti mientras el ritual se lleve a cabo? —casi suplicó, con los ojos ansiosos y el rubor calentándole la piel.
Orién rio íntimo, volteó a mirarla y le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Recuerda: siempre serás libre aquí dentro —dijo, le tocó la frente con el índice y la besó casto en los labios—. Solo ten cuidado con lo que escape de tu boca si el placer llega —advirtió—. Ahora voy a llevarte hasta tu villa, y me aseguraré de que no cometas ninguna locura.
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