Infinito real
Quizá nunca sería un infinito real, una fina línea a caballo entre lo real y lo irreal. Siempre había pensado que era especial, ¿estaba, tal vez, equivocada? Ya no era una cría, los cuentos de princesas con final feliz le quedaban pequeños, refugiarse en ellos le era tan imposible como guardar un león en una caja de zapatos.
No llevaba ya cómodas zapatillas, no, calzaba incómodos zapatos de tacón simplemente por no quedarse atrás en los años, por tener aspecto, superficialmente, de mujer. Pero en su interior no lo era. Seguía creyendo ser una princesa, a pesar de los chicos que pisotearon ese ideal, era una joven que quería sentirse libre y tenía ataduras en pies y manos. Ataduras sociales, morales. Ataduras invisibles, ataduras que ahogaban.
Decidió sin contárselo a nadie huir una noche cálida de verano, con una mochila llena de ropa, una camiseta blanca de tirantes, shorts rojos y un moño flojo. Viviría ella sola en su casa de blancas paredes y suelos de mármol; de vestidos verdes con grandes enaguas; en su mundo de príncipes azules.
Decían que todo era un sueño pero no alcanzaban a entender que cuando sentían felicidad era pensando en sus profundos sueños. Y le miraban raro por querer vivir feliz en su estimado sueño. No aceptaban dejar huir la imaginación para crear un propio mundo donde vivir sin un ápice de sufrimiento ni mentira.
No aceptaban que viviera a su manera.
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