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Capítulo 2


Colina Serena se desplegaba frente a Sofía como una postal viviente. Las colinas suaves, salpicadas de árboles, parecían pintadas con colores tan vibrantes que casi parecían irreales. Frente a ella estaba el alojamiento donde pasaría los próximos meses, una construcción de aspecto tradicional que parecía encajar perfectamente con el entorno.

Juan, siempre amable, detuvo el coche junto a la entrada y le entregó un trozo de papel con su número anotado.
-Por si necesitas transporte a la ciudad o cualquier lugar del pueblo -dijo con una sonrisa, inclinándose ligeramente hacia la ventana.
-Muchas gracias por todo, Juan. De verdad, muy amable -respondió Sofía mientras tomaba el papel.
-¡Nada de eso! Pórtate bien, ¿eh? Este pueblo es pequeño, todos nos enteramos de todo. -Juan soltó una carcajada antes de despedirse con una mano en alto y arrancar el coche.

Sofía respiró hondo y dejó que el aire fresco llenara sus pulmones. Había algo especial en el ambiente, una mezcla de tranquilidad y frescura que la envolvía. Cerró los ojos un instante, dejando que el viento jugara con su cabello. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía atrapada.

La entrada del alojamiento era sencilla pero acogedora. La puerta ancha de hierro, negra y ligeramente oxidada en las esquinas, no estaba asegurada, lo que le dio a Sofía una ligera sensación de duda. Empujó con cuidado y entró al patio interior.
-¿Hola? ¿Hay alguien aquí? -llamó, su voz resonando en el silencio.

A unos metros, una mujer de unos cincuenta y tantos, con el cabello recogido bajo un pañuelo floreado y una vestimenta sencilla pero tradicional, estaba limpiando metódicamente una de las mesas del patio. Giró al oírla, con un trapo en una mano y una expresión de curiosidad en el rostro.
-¿Quién eres? -preguntó, con el ceño ligeramente fruncido-. ¿Eres nueva en el pueblo? Nunca te había visto.
-Sí, soy nueva. Acabo de llegar. -Sofía sonrió mientras extendía la mano para saludar-. Soy Sofía, mucho gusto. Reservé una habitación por unos meses con Nathalia.

-¡Oh, claro! -dijo la mujer, llevándose la mano a la frente en un gesto exagerado-. Qué despistada soy. Ven, te muestro tu habitación. Soy Lidia, por cierto. Me encargo de mantener limpio este lugar... bueno, los alrededores, no las habitaciones. Las habitaciones son cosa de los huéspedes.

Sofía asintió, siguiéndola mientras Lidia, con movimientos rápidos, tomaba una de sus maletas.
-No entro a las habitaciones -continuó Lidia mientras comenzaban a subir las escaleras-. Cada quien es responsable de mantenerlas limpias y entregarlas tal cual se les dieron. Eso está clarito en el contrato que firmaron, ¿no? -Su tono era serio, pero no malintencionado, más como alguien acostumbrado a dejar las cosas claras desde el principio.

Sofía murmuró un "sí, claro" mientras subían el segundo tramo de escaleras. Lidia siguió hablando sin pausa:
-Así que nada de tirar cosas en el patio ni dejar el desorden a mi cargo. Mantén todo limpio, tal como yo lo dejo. Que esto no es un hotel de lujo ni yo soy la criada de nadie.

La mujer miró hacia atrás al notar el silencio de Sofía, levantando una ceja.
-¿Te comió la lengua el ratón?
Sofía parpadeó, sorprendida, antes de sacudir la cabeza rápidamente.
-¡No, no! Perdón. Solo estaba escuchando lo que decía.
Lidia soltó una risita breve mientras subían al tercer piso.
-Bueno, que quede claro. Aquí tienes tu habitación. -Abrió la puerta con un movimiento decidido y dejó la maleta de Sofía en el umbral-. Las llaves están dentro, y si necesitas algo, pregúntale a Nathalia. Yo solo estoy para que este lugar no se venga abajo.

Sofía agradeció con una sonrisa y entró en la habitación. Era modesta pero acogedora, con muebles de madera que habían visto mejores días y una ventana que daba al patio interior. Una brisa suave se colaba entre las cortinas ligeramente descoloridas, llenando el espacio con el aroma a flores y tierra húmeda.

Dejó las maletas a un lado y tomó las llaves y el mapa que Juan le había dado. Sentía un impulso que no recordaba haber tenido en mucho tiempo: caminar sin rumbo, simplemente ver qué encontraba.

El mapa era creativo y fácil de usar. Sus animaciones, con colores vivos y caricaturas encantadoras, señalaban los lugares más importantes del pueblo. En una esquina destacaba una librería-cafetería llamada El Refugio de las Palabras. El dibujo mostraba un letrero colgante rodeado de libros abiertos y tazas de café humeante. Había algo en el diseño que le transmitía calidez y familiaridad, casi como si invitara a entrar.

¿Será la del famoso Marcos? pensó, recordando las palabras de Juan. También notó un pequeño apartado al final del mapa donde se listaban las festividades del pueblo, con fechas y detalles. Le pareció una idea original, un reflejo del carácter creativo y comunitario de Colina Serena.

Se quitó las botas altas y la chaqueta, y se puso unos tenis cómodos antes de salir. El sol de la tarde pintaba el cielo con tonos suaves, y el aire tenía ese frescor que solo los lugares alejados de la ciudad podían ofrecer. Mientras caminaba por las calles adoquinadas, sintió que algo dentro de ella se aflojaba. Era como si este lugar, con su calma y su belleza sencilla, ya estuviera empezando a cumplir la promesa que Alondra le había hecho.

La parroquia, aunque cerrada, captó su atención de inmediato. Su fachada de piedra, cubierta de manchas de musgo y desgastada por los años, parecía contar historias de tiempos pasados. Había algo solemne en su estructura que le recordó a la iglesia a la que solía ir con su padre cuando era niña. Por un momento, Sofía se quedó inmóvil, contemplando el lugar con una mezcla de melancolía y paz.

Justo al lado, el comedor Marubichi la devolvió a la realidad con su apariencia animada. La fachada amarilla, decorada con macetas de barro y un letrero que decía "Comida casera con corazón", parecía irradiar calidez.

Desde una mesa cerca de la entrada, Sofía distinguió al Sr. Juan, que la saludó con un gesto amplio y una sonrisa.

-¡Sofía! -exclamó mientras ella se acercaba.

-¿Y qué? ¿Cómo te pareció la posada? ¿Todo bien? -Preguntó con curiosidad, inclinándose un poco hacia adelante. Sofía rio suavemente, ya acostumbrada al entusiasmo del hombre.

-Sí, me gustó. Es muy tranquila y acogedora. Aunque cuando llegué no había nadie visible, solo una señora... Lidia, creo que se llama. Ella fue quien me mostró mi habitación.

Al escuchar el nombre, Juan soltó una carcajada que hizo girar algunas cabezas cercanas. -¡Claro que la conozco! ¡Es mi esposa! Sofía lo miró sorprendida, con las cejas ligeramente arqueadas, y luego se rio, algo apenada.

-Oh, no lo sabía. Bueno, ella parece muy dedicada... pero creo que tienen personalidades muy diferentes. -Su tono era tímido, como si temiera ofenderlo. Juan se echó hacia atrás en la silla, con las manos en el estómago, riendo aún más fuerte.

-Eso dicen todos. Pero, ¿sabes qué? Esa mujer manda más que yo en la posada, y no me quejo. Nos complementamos. Ella tiene su carácter y yo tengo... bueno, yo tengo el mío.

Sofía no pudo evitar reír con él, mientras notaba que alguien más se acercaba a la mesa. Un hombre joven, probablemente en sus treinta y tantos, con una camisa blanca remangada y un delantal limpio, se detuvo junto a ellos.

-Sofía, te presento a mi hijo, Pablo. Él es el dueño del comedor. -Juan hizo una seña con la mano hacia su hijo, orgulloso.

-Mucho gusto, Pablo -dijo Sofía, extendiendo la mano.

-El gusto es mío. Papá no deja de hablar de ti desde que te recogió. Sofía rió, sintiéndose un poco más relajada.

-¿te está gustando el pueblo?

-Mucho -respondió Sofía con sinceridad-. Es muy acogedor. Y debo decir que me llamó la atención el nombre del comedor. ¿Por qué Marubichi?

Pablo sonrió, como si estuviera esperando esa pregunta. -Ah, esa es una historia simple. Mi esposa se llama María Rubí, pero aquí en el pueblo todos le decimos Maru. Y a mí, desde siempre, me han dicho el Bichi. Así que, cuando abrimos el comedor, juntamos los dos apodos: Marubichi.

Sofía levantó las cejas, intrigada.

-¿"El Bichi"? ¿Por qué ese apodo?

Pablo sonrió con picardía, pero Juan se adelantó a responder con una risa sonora.

-¡Porque este chamaco, cuando era niño, no quería usar ropa! Andaba corriendo por todo el pueblo como Dios lo trajo al mundo. Así que los vecinos lo empezaron a llamar "El Bichi".

-¡Papá! -exclamó Pablo, llevándose la mano a la frente, aunque no podía evitar reírse también-. Qué manera de arruinar una primera impresión.

-Es una buena historia -dijo Sofía, riendo con ellos.

La conversación fluía con facilidad, llena de historias del pueblo, bromas familiares y risas. Sofía no recordaba la última vez que se había sentido tan relajada, como si el peso de los últimos meses se disipara poco a poco.

Cuando finalmente regresó a la posada, todavía con una sonrisa en los labios, dejó caer el cuerpo sobre la cama. Cerró los ojos, aferrándose a esa sensación de calma. Quizás, pensó antes de quedarse dormida, Alondra tenía razón.

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