Capítulo 1
Colina Serena siempre había sido un lugar para los que buscaban algo más que lo que el mundo podía ofrecerles. Bajo sus cielos despejados y sus estrellas que cantaban en la noche, parecía que los días pasaban con una calma casi sobrenatural. Aquí, los susurros del viento eran cuentos que los árboles compartían, y las risas en la plaza central se sentían como una bienvenida permanente. Colina Serena no era solo un lugar; era un estado de ánimo, una promesa.
El tren avanzaba, y con cada kilómetro, Sofía sentía que su pecho se aflojaba, como si la ciudad dejara de apretarle el alma. Las torres de concreto y los neones quedaban atrás, y en su lugar aparecían campos verdes que se extendían hasta donde la vista alcanzaba. Alondra le había dicho que Colina Serena era un lugar mágico, un refugio. Pero, ¿acaso no le estaba pidiendo demasiado a un simple pueblo? ¿Podría un lugar sanar lo que el amor y la muerte habían roto?
Cambió de posición en el asiento, incómoda, y buscó sus audífonos. Necesitaba algo que la ayudara a escapar de sus pensamientos. Eligió el Requiem de Mozart y cerró los ojos mientras los primeros acordes del Introitus llenaban su mente.
De inmediato fue transportada al día del funeral de su padre. El aire olía a incienso y tierra mojada. Las lápidas brillaban bajo un sol que se sentía implacable. Personas vestidas de blanco y negro llenaban el espacio, un mar de rostros tensos. Algunos lloraban en silencio; otros ofrecían palabras de consuelo que Sofía no escuchaba. Todo parecía distante, casi irreal.
Su mirada vagaba más allá del ataúd y las coronas de flores que se mecían con el viento. Pensaba en las noches en que su padre la escuchaba tocar, sentado en silencio con los ojos cerrados, como si cada nota fuera un regalo. Ahora, ese silencio era diferente, más pesado, lleno de una ausencia que parecía aplastarla.
El sacerdote pronunciaba palabras que resonaban como un eco vacío en su mente. El féretro fue bajado lentamente al lugar que le correspondía, y Sofía sintió el peso del momento como si una mano invisible la apretara por los hombros. Las personas a su alrededor intentaban detener el paso del tiempo: un hombre mayor apretaba el borde del ataúd; una anciana, tambaleándose, se dejó caer al suelo hasta que otros la levantaron y la llevaron lejos.
Sofía, sin oponer resistencia, también fue guiada, casi arrastrada hacia un auto negro. Dentro, el silencio era pesado, roto solo por el sonido de los neumáticos sobre el asfalto.
El Introitus concluyó con un suspiro en los violines, y de inmediato las notas fugaces del Kyrie Eleison tomaron el relevo. La música cambió, y con ella, el recuerdo también. El negro del auto se disolvió en sombras que se transformaron en un momento que pensó haber olvidado: ella y su padre al piano, juntos por primera vez.
El sonido del piano le parecía angelical, casi irreal, y cada nota la transportaba a lugares extraordinarios. Desde niña había amado tocar, no porque se lo exigieran, sino porque el piano era su refugio. Recordaba la forma en que su padre le guiaba las manos, siempre con paciencia. "Siente la música, Sofía. No solo la toques. Déjala entrar en ti," le decía. Esas palabras se le habían quedado grabadas, aunque hacía años que no las recordaba.
El Kyrie avanzó hacia el Dies Irae, y Sofía abrió los ojos, sintiendo que el aire del autobús era demasiado pesado. Retiró los audífonos y miró por la ventana. El paisaje había cambiado. Las grandes torres de concreto y las luces de neón habían desaparecido, reemplazadas por árboles imponentes que se alzaban como guardianes. La vegetación parecía infinita, un mar de verdes que se mecían al ritmo del viento.
Abrió la ventanilla, dejando que el aire fresco llenara sus pulmones. Cerró los ojos y permitió que el campo la envolviera. Era diferente, como si respirara por primera vez en mucho tiempo. Una sonrisa tímida se dibujó en su rostro mientras el autobús seguía su curso.
Puso de nuevo la música, dejando que el Confutatis y el Lacrimosa la acompañaran. Poco a poco, se dejó llevar por el ritmo del camino y las melodías que llenaban sus oídos. Cuando finalmente se quedó dormida, su mente estaba en blanco, pero su corazón, aunque solo un poco, parecía más ligero.
El autobús aminoró la velocidad, sacándola del sueño con un leve bamboleo. Luego sintió un toque en el hombro y, al abrir los ojos, el rostro de un joven desconocido apareció frente a ella. "Perdón, señorita, pero llegamos a la parada," dijo con una sonrisa.
Sofía agradeció el gesto y se levantó despacio, estirándose mientras buscaba sus pertenencias. El joven, con una amabilidad que no esperaba, le ayudó a bajar su equipaje. Afuera, la parada tenía un aire peculiar, con bancos recién pintados y un pequeño jardín cuidado al extremo, donde las flores de temporada parecían competir por el protagonismo.
Un hombre de mediana edad, quizá unos cuarenta y tantos años, estaba de pie junto a un poste, sosteniendo un cartel escrito a mano con su nombre en grandes letras mayúsculas. Había algo en él que la tranquilizó de inmediato. Sus ojos, enmarcados por pequeñas arrugas que parecían dibujadas por años de sonrisas, reflejaban calidez.
"Te he estado esperando un buen rato," dijo con una voz grave, pero amable, mientras hacía un gesto para que se acercara. Desde ese instante, Sofía no pudo evitar sentirse cómoda, como si lo conociera de siempre.
El hombre, que se presentó como Juan, tomó su equipaje y lo colocó en el maletero del taxi. Durante el trayecto, resultó ser un torrente de palabras. Bombardeó a Sofía con preguntas: a qué había venido al pueblo, si tenía novio, hijos, su color favorito, e incluso si le gustaban los perros o los gatos. Entre respuesta y respuesta, él intercalaba historias del pueblo, llenas de anécdotas y chismes.
"La librería-cafetería es famosa aquí," dijo con orgullo. "Marcos, el dueño, siempre organiza noches de poesía y esas cosas. Un hombre con ideas, aunque no lo admitirá. Ah, y por cierto, está soltero." Juan lanzó una carcajada antes de que ella pudiera responder.
El trayecto no era largo, apenas media hora desde la parada, pero lo suficiente para que Sofía comenzara a divisar la entrada del pueblo. De lejos, parecía algo sacado de una postal: un arco tradicional de piedra desgastada pero firme, flanqueado por árboles que daban sombra y un aire acogedor. Mientras se acercaban, el cielo azul despejado y el murmullo de los pájaros daban al paisaje una tranquilidad que contrastaba con la vitalidad inagotable de Juan.
Sofía miró aquel arco con una mezcla de esperanza y temor. Rogó, en silencio, que ese lugar pudiera ofrecerle la paz que tanto anhelaba, que pudiera curar las heridas profundas que había traído consigo.
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