Capítulo 4
Primera noche en ciudad Maravilla.
La lluvia caía sobre los tejados. O en realidad, no. Solo era agua que chorreaba de un balcón y que salpicaba la ventana junto a la cual Piff estaba sentado, contribuyendo oportunamente a resaltar el aspecto melodramático de su situación.
Otra vez se había entregado a las copas.
Y sí que había sido difícil encontrar un bar de copas en esa ciudad.
—Los habitantes de este mundo no saben apreciar un juego elegante —masculló Piff con la voz apagada mientras apilaba tres copas, una encima de la otra.
—Oye... ¿No crees que ya has tenido suficiente con las copas? —intervino Gálax con prudencia—. ¿Por qué no nos vamos a buscar un lugar donde dormir?
—No tengo sueño.
—Aún así te vendría bien descansar un poco. Ha sido un día muy largo.
—Las copas me ayudan a relajarme.
—Ya lo sé, pero... —Gálax no estaba seguro de cómo aconsejar a su amigo para que no acabara en un estallido. No era bueno consolando. Además, él tenía sus propios embrollos en la cabeza, y nada le vendría mejor en ese momento que dejar a Piff durmiendo en un hostal y salir a estrangular aunque sea a una monja—. Vamos, estoy seguro de que mañana por la mañana estoy se nos ocurrirá algo.
—¿Algo como qué? ¿Regresar a Papaya Sombrero? ¿Regresar el tiempo un año atrás?
El tono de Piff era serio.
Y tenía sus buenas razones.
«Esto está mal», pensó el asesino.
El mundo era un lugar impredecible. Y Gálax sabía que eso siempre significaba "impredecible para mal".
Lo que aquel día había deparado para el pobre Piff fue un trago bien amargo de realidad...
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Ni bien habían descubierto el mural ostentoso de Emilse, los compañeros se lanzaron a correr rumbo al coliseo de la ciudad. Claro que antes de llegar dieron una cuantas vueltas, pues ninguno de los dos sabía adónde quedaba, o cómo guiarse a través de las calles populosas de la capital.
No tardaron en descubrir que aquel mural no era el único que había. Al parecer, Emilse Misil era toda una celebridad local gracias a sus hazañas en la arena de combate, habiéndose convertido en la campeona del último torneo anual.
—¿Emilse? ¡Claro que la conozco! Esa chica diabólica no deja enemigo en pie.
—¡Adoro a Emilse! Una vez se montó sobre un tiburón y lo obligó a atacar a sus adversarios.
—¿Sabían que Emilse se alimenta de la sangre de sus rivales caídos? Bueno, eso me contó mi hijo... No sé si será cierto, ¡pero cualquier cosa puede esperarse cuando se trata de ella!
Cada comentario que llegaba a oídos de Piff era peor que el anterior. La persona que todo el mundo admiraba y describía no se parecía en nada a su Emilse. Su Emilse era una testeadora de catapultas que disfrutaba pintando paisajes y haciendo música. Una vez arrojó cerdos con una de sus máquinas, sí... ¿Pero quién no ha hecho algo como eso? Bueno, Piff no... ¡Pero tenía que haber una explicación para todo! ¡Tenía que ser una gran, enorme, gigantesca equivocación!
Llegaron jadeantes hasta el coliseo, una obra imponente que resaltaba por encima de todos los edificios y construcciones de la zona. Las columnas que lo sostenían eran más altas y gruesas que el árbol más grueso y alto. Los estandartes rojos invitaban a la acción y el olor a lucha caminaba entre ellos como un gladiador apestando sudor.
Tal vez se saltearon dos o tres controles sin siquiera percatarse de ello, pues Gálax no entendía cómo de un momento para el otro estaban justo en la arena principal. Era un lunes al mediodía, por lo que el estadio estaba vacío y solo era posible ver a los combatientes ejercitándose con sus entrenadores y a sus asistentes vendando sus heridas o juntando del suelo los dientes rotos. Y hacia el centro del recinto, vistiendo protectores de cuero gastado y con el cabello salvaje y suelto, la vieron.
Era Emilse Misil.
Piff se detuvo a contemplarla. Eran los mismos ojos de la fotografía que tantas veces había observado, encendidos ahora por el fuego de la lucha. Sus movimientos eran diestros y estaban llenos de gracia, y aunque delicados, los músculos de su cuerpo estaban tensos y listos para descargar un enorme poder con cada golpe.
El agricultor de papayas se alarmó al percatarse del oponente de su amada. Se trataba de un hombre macizo, con brazos fornidos y una cabeza pequeña y calva, como una bola de cañón. Con una mano sujetaba un escudo y con la otra agitaba una cadena.
El corazón de Piff se estremeció cuando el rudo arrojó un azote contra su dama. Emilse, sin embargo, lo esquivó con facilidad y se alejó unos pasos riendo.
—¡Vamos, inútil! ¿Eso es todo lo que tienes? ¡A tipos como tú los como para el desayuno!
Embravecido por el insulto, el oponente de Emilse soltó la cadena y la embistió como un toro. De repente, la campeona se halló apresada por un abrazo destructor.
—Grave error, amigo...
Emilse estiró el cuello y mordió con rabia la garganta de su adversario, que soltó alaridos de dolor mientras trataba de mantener la atención puesta en la captura. Pero el dolor fue más fuerte y acabó zamarreando a Emilse para quitársela encima. Ella aprovechó la brusquedad de los aventones para impulsarse hacia arriba y quedar colgada de su oponente por la espalda, con los brazos alrededor de su cuello.
—Así es como se aplastan los huesos...
La campeona aplicó una llave que cortó la respiración de su adversario. El calvo comenzó a ponerse pálido mientras movía los brazos con desesperación para tratar de alcanzar a Emilse. Ella sin embargo era una serpiente demasiado escurridiza como para que un hombre tan musculoso llegara a alcanzarla.
—¿Sientes como la luz de tu consciencia se empieza a nublar? Sí... Es la sensación de la vida que abandona tu cuerpo... ¿Qué dices? ¿Tienes las pelotas suficientes como para darte por muerto antes que darte por vencido? Vamos, demuéstrame que eres un hombre y que no te rendirás ante una niñita...
Las palabras de Emilse de poco sirvieron. El calvo golpeó copiosamente el suelo con la mano, indicando que ya no quería continuar con aquel juego humillante.
Emilse continuó ejerciendo presión poco más, solo para dejarle en claro quién mandaba alli, y finalmente cedió.
Mientras el instructor y el escudero del vapuleado se apresuraban a socorrerlo, la escudera de Emilse se acercó y le entregó un odre con agua.
—Impresionante, Emilse —musitó un hombre alto y vestido con una túnica elegante, quien había estado presenciando el combate desde muy cerca—. Cada día eres más temible que el anterior.
—Que no le quepa duda, señor Opuleio —acotó un anciano encorvado y de apariencia avara que se encontraba a su lado—. Le aseguro que este año volveremos a salir victoriosos. No hay nada que supere mi método de entrenamiento.
—Cierra el pico, abuelo —le espetó de pronto la gladiadora mientras se echaba agua sobre el cuello—. Me aburre tu entrenamiento, se nota que ya estás senil. Cualquier día de estos me buscaré un instructor profesional en los gimnasios de ciudad Mordisco...
Mientras estas personas continuaban intercambiando comentarios acerca de las luchas y los métodos de entrenamiento, Piff seguía allí sin hacer otra cosa que estar de pie. Y justo cuando Emilse iba a iniciar otra discusión con quien al parecer era su entrenador o su abuelo, sus hermosos ojos se posaron en el intruso que la observaba.
—Oigan... ¿Quién rayos es ese?
Los acompañantes de Emilse también se fijaron en Piff.
Nervioso, el agricultor dio un paso adelante.
—Emilse... —dijo y esbozó una tímida sonrisa—. Soy yo.
La gladiadora arqueó una ceja.
—¿Y tú eres...?
—Piff —aclaró él—. Piff Dandelión. De Papaya Sombrero.
Recién al oír eso el rostro de Emilse cambió y sus ojos se abrieron grandes.
Y entonces estalló en una poderosa carcajada.
Su abuelo, su escudera y el individuo de la túnica elegante la miraron con curiosidad. Varios de los guerreros que entrenaban en la arena también voltearon para ver qué le pasaba a Emilse Misil.
—¡Piff! —exclamó ella sin parar de reír—. ¡No puedo creerlo! ¿Qué haces tú aquí?
—¿Qué hago aquí? —repitió él—. Pues... ¡He venido a buscarte Emilse!
Por lo visto Piff había hecho el comentario más divertido de la jornada, pues ahora la gladiadora y todo su séquito reían como locos. Él aguardó con paciencia hasta que las risas se aplacaron, y recién entonces volvió a hablar.
—¿Por qué dejaste de contestar mis cartas?
—Oh, ¿eso? Pues supongo que me aburrí. Nada personal.
Algo adentro del joven agricultor empezó a resquebrajarse ante esa respuesta. Desesperado, tratando de mantener el optimismo, abrió los brazos como quien espera una explicación y trató de acercarse a Emilse.
—Es una broma, ¿cierto? Debe tener algo que ver con esto de volverte una gladiadora. Es por esto que dejaste de escribirme, ¿verdad? ¿Qué pasó con las catapultas...?
Una persona le cortó el paso poniéndole una mano brusca contra el pecho. Se trataba de la escudera de Emilse. La muchacha era menuda pero la severidad de su rostro amedrentaría a cualquiera. Con una mano empujaba el pecho de Piff y mantenía la otra sobre la empuñadura de su arma.
—¿Quién eres para osar irrumpir en este recinto? —le espetó con voz imponente el anciano con ropajes elegantes—. Solo los gladiadores más selectos tienen permitido entrenar en este lugar. ¡Guardias!
Varios hombres armados avanzaron hacia los intrusos desde todas las direcciones.
—Espere, señor Opuleio —intercedió la misma Emilse, quien al parecer era tenida en alta estima por el cabecilla del coliseo—. Déjame hablar un poco más con él. Cora, puedes hacerte a un lado.
La escudera escudriñó a Piff con desconfianza pero acotó la orden. El señor Opuleio hizo un gesto a los guardias y estos también se detuvieron.
Entonces Piff quedó frente a frente con su amada. Era la primera vez. Emilse sonreía con despreocupación. El muchacho aún no llegaba a entender todo lo que estaba pasando y su cara conservaba una mueca extraña y desencajada.
—Las catapultas... —masculló.
—Mentí.
Era la respuesta más evidente. Gálax lo había sospechado desde el momento en que vieron el mural. De hecho, cualquier persona habría mantenido una mínima incredulidad en relación a la historia de una chica que vivía en la otra punta del continente.
Cualquiera, salvo Piff, habría desconfiado.
—En realidad, la que fabrica catapultas es mi hermana —comentó la gladiadora—. Creo que fue divertido hacerme pasar por ella. ¿No te divertiste tú también?
Piff todavía no alcanzaba a reaccionar. Balbuceaba preguntas en voz baja, pero ninguna llegaba a hacerse oír. ¿Por qué Emilse sonreía con tanta liviandad? ¿Qué era todo ese invento de ser gladiadora? ¿Y su pasatiempo con la pintura y la citarina? Tenía la boca seca y el aliento entrecortado.
—¿Qué está pasando aquí?
Un nuevo participante estaba por unirse a la conversación.
Se trataba de un sujeto tan grande y musculoso como el que Emilse había derrotado, solo que este tenía una melena negra y espesa, y su mandíbula era cuadrada. Para Piff, era como si hubieran tomado al mismo tipo y le hubieran cambiado la cabeza como a un muñeco.
Hubo algunos murmullos que repitieron el nombre de "Mambrú" a medida que el recién llegado se arrimaba al centro de la arena.
Y una vez que estuvo junto a Emilse, la sujetó por la cintura y la levantó con la fuerza de un solo brazo.
—¡Cariño! —dijo ella animada—. Deja que te presente a Piff Dandelión. Cultiva papayas en el mundo de la Madera, y ha venido hasta aquí para llevarme con él. ¿Qué te parece eso?
El gladiador rió con la misma falta de consideración que lo habían hecho todos los otros hasta ese momento. Piff parado allí era un chiste viviente.
Pero los ojos de Piff ya no tenían nada de divertido.
—¡Qué terrible problema! —exclamó Mambrú—. Parece que tengo un gran contrincante.
Pero a Mambrú no le gustaban los contrincantes. Y a pesar de la sonrisa confiada que mostraba, su semblante pronto reflejó su disgusto. Dejó a Emilse en el suelo y se colocó entre ella y Piff.
—El torneo está cerca y Emilse y yo tenemos que practicar. ¿Por qué no te vas a sembrar sandías por ahí y dejas sigamos con lo nuestro?
La mano del gladiador cayó sobre el hombro de Piff como una pesa enorme.
«Esto está mal», pensó Gálax, quien hasta entonces no había hecho absolutamente nada. Comprendió que la situación estaba poniéndose tensa y decidió intervenir.
—Ey, Piff —le susurró a su lado—. Será mejor que nos vayamos...
—Escucha a tu amiguito y lárguense de aquí —les espetó Mambrú.
Pero la respuesta de Piff fue otra.
—No me toques... —balbuceó con la voz titubeante. Entonces recordó las palabras de Gálax—. Déjame en paz o juro que te arrancaré la piel.
—...
—...
—...
—...
El coliseo se llenó de puntos suspensivos en ese momento.
De más está añadir que Piff y Gálax fueron soberanamente sacados a patadas a la calle.
Así fue como terminaron en un bar de copas tras un día digno del olvido, Piff apilando y puliendo montones de copas para vino tinto, Gálax acompañando a su amigo sin saber qué decir o qué hacer.
—Sabes... —murmuró este último después de un rato—. Pienso que tal vez esto ha sido lo mejor que pudo pasar.
Piff cesó con el movimiento del paño sobre el cristal y clavó en su amigo una mirada capaz de intimidar al asesino más buscado del mundo de la Madera.
—S-solo digo que... Solo digo que tal vez esta chica no es para ti.
—¿Y cómo sabes eso?
—Bueno... Ella no es quien te dijo ser. Ella te mintió, Piff.
¡PUM!
Un golpe seco contra la mesa truncó la sentencia de Gálax. El rostro de Piff reflejaba indignación en estado puro. Era evidente que el ingenuo cultivador de papayas no estaba dispuesto a entrar en razones todavía...
¡CRASH!
El golpe de Piff hizo que una pila de copas se viniera abajo y acabaran todas destrozadas contra el piso.
—¡Oye, vas a tener que pagar lo que rompiste! —le avisó el encargado del lugar desde la barra.
—¡YO LE DIJE QUE TRES ALMOHADONES NO ERAN SUFICIENTES! ¡LE ADVERTÍ QUE NECESITABA MÁS! ¡SE LO ADVERTÍ!
Nuevo escándalo de Piff y segunda vez en el día en que eran echados de un lugar a las patadas. Tercera, si contaban que no habían podido ingresar a la fábrica de catapultas.
A pesar de todo, Gálax agradeció aquella expulsión oportuna, pues pudo aprovechar para arrastrar a un desahuciado Piff hasta una hostería cercana y convencerlo para tirarse en una cama y tratar de descansar un poco.
Solo pasaron algunos minutos antes de que el enamorado cayera rendido en el mundo de los sueños. Estaba realmente agotado.
Recién entonces Gálax se permitió liberar en un resoplido toda la tensión que había acumulado durante el día. Se apoyó en la ventana y miró hacia la noche con cara de total contrariedad. Había algo que lo devoraba por dentro.
«Esto está mal», pensó con culpa.
Si se había demorado tanto en intervenir en el coliseo fue porque había quedado fascinado. Nunca había experimentado nada semejante, y no entendía cómo había podido ocurrir. Sin embargo, estaba convencido de algo.
Le encantaba Emilse Misil.
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