Capítulo 9
Cuando los niños llegaron al colegio el lunes y vieron todas las cosas que les había comprado, armaron una gran algarabía. En cuanto conseguí que se calmaran, les regalé un libro a cada uno de ellos, y empezaron a leer con mucha atención. Después les pedí que escribieran una redacción sobre la historia que habían leído.
Al terminar las clases, los seis niños se despidieron de mí muy agradecidos y contentos y yo me sentí muy animada. No solo por la magnífica mañana que habíamos compartido sino porque también pensé en ir a la cabaña de doña Elvira y pasar toda la tarde con Shasha. Deseé con todas mis fuerzas que el resto de mi vida fuese así.
Me sentía muy cerca de la felicidad. Mis alumnos se mostraban cada vez más interesados en aprender y disfrutaban de las clases tanto o más que yo. Doña Elvira, Shasha y la playa me alegraban y me hacían sentir en una armonía muy especial con la naturaleza.
Era casi feliz. Sí, casi. Porque ahí estaba el nudo en el estómago, la señal de que algo no andaba bien. Pero no huiría de Urbiot. Me enfrentaría a los problemas, aunque tuviese el terrible presentimiento de que no encontraría la solución para ninguno de ellos. Seguiría con aquella vida para siempre. Ya había tomado esta decisión y no estaba dispuesta a cambiarla.
Sin embargo, "para siempre" no existe en el mundo real, a pesar de que yo me empecinaba en creer que sí. Y la realidad me volvió a golpear. Oí los pasos de alguien acercándose a la escuela y me sobresalté. Los niños ya se habían ido hacía un rato y yo me había quedado corrigiendo las redacciones que les había mandado escribir. Segundos después vi la cara de facciones perfectas de Rodrigo.
Él se acercó a mí, lo cual me puso muy nerviosa. Tan nerviosa que se me cayó el bolígrafo de la mano. No sé cómo lo hizo, pero antes de que yo reaccionase, él se aproximó aún más a mí y, tras inclinarse para recoger el bolígrafo del suelo, me lo ofreció con su atractiva sonrisa.
―Buenos días, Aroa.
―Buenos días ―apenas era capaz de hablar. ¿Qué me ocurría?
―He pasado por aquí para ver cómo le va todo.
―Oh, muy bien. La verdad es que estoy muy contenta con mis alumnos. Los seis son maravillosos.
Rodrigo no dejaba de sonreír y no apartaba sus ojos de los míos. Yo rehuí de su insistente mirada y le pregunté:
―¿Necesita algo?
Él no se movió de donde estaba, a tan solo unos centímetros de mí, y manteniendo su sonrisa me respondió:
―Sí, la verdad es que sí.
Me puse tensa.
―Verá, quería pedirle algo.
No dije nada, pero imaginé que iba a intentar seducirme, así que le miré con atención a sus ojos azules tratando de mostrarme impasible.
―Me he enterado de que usted pasa todas sus tardes con la muchacha que vive con doña Elvira.
Me quedé perpleja. Él prosiguió:
―Verá, aquí en el pueblo a nadie le gusta esa chica. Aunque supongo que eso ya lo sabe usted.
―Sí, lo sé. Pero no lo entiendo...―empecé a decir.
―Entonces, ¿por qué sigue pasando su tiempo con ella? ―me interrumpió.
Tuve ganas de contestarle que, porque me daba la gana, pero me contuve. No quería desafiarle, pues en ese momento supe que él era uno de los grandes problemas que se cernían sobre mí.
―Verá yo no creo en esas cosas que dicen de Shasha. Le aseguro que es una chica encantadora y...
―Se lo advierto, tenga cuidado con ella. No sabemos de donde salió. Simplemente, apareció una noche de la nada.
Me hizo gracia su explicación, si tanto le temía ¿por qué le había propuesto llevarla a su casa? Se lo iba a preguntar, pero preferí tragarme las palabras. Mi intuición me decía que debía ser muy cautelosa con él.
―Le aseguro que tendré cuidado ―le contesté deseando que se marchara cuanto antes. No quería prolongar más aquella incómoda conversación. Pero él no se movió de donde estaba, tan cerca de mí que podía oler su aliento a tabaco.
―De acuerdo, no me andaré con rodeos. Le voy a dejar algo claro: si los niños están asistiendo a clase es gracias a mí porque así se lo he ordenado a Alicia. Y si quiere que los niños continúen viniendo al colegio será mejor que deje de ver a esa chica.
―¿Perdón? ―dentro de mí sentí nacer y crecer a un ritmo frenético la ira.
―No es una buena influencia para usted. Creo que es lo mejor.
―¿Me está amenazando? ¿Por qué los niños dejarían de venir a mis clases?
―Con una orden mía bastará. Aquí se hace lo que yo digo. ¿Entiende?
Me quedé perpleja. No sabía que decir. Su sonrisa se había transformado en una mueca desafiante y amenzadadora. «¿Quién se cree que es?» Me pregunté llena de rabia.
―Disculpe, pero no. No lo entiendo ―le respondí.
―Pues es bastante sencillo para una mujer tan inteligente como usted. Ahora me tengo que ir, le deseo que pase una buena tarde. ―Rodrigo volvió a sonreírme, pero esta vez con una fría sonrisa, una sonrisa de lobo que tiene acorralada a su presa, y se marchó.
¿Qué acababa de ocurrir? ¿Quién se creía que era este tipo? Salí precipitadamente del colegio y fui a la cabaña de doña Elvira. Cuando les conté la conversación que había mantenido con Rodrigo y su amenaza, Sasha exclamó:
―¡No me extraña nada!
―No pienso hacerle caso, Shasha ―le dije cogiendo su mano.
―Lo siento mucho ―me dijo ella, y empezó a llorar.
―¿Por qué? Tú no tienes la culpa. No pienso dejar de verte. No voy a obedecer a ese imbécil.
―Pero, ¿y los niños? Dejarán de ir a clase ―sollozó Shasha con las lágrimas rodando por sus mejillas.
―Hablaré con Alicia y con Jacobo. De hecho, lo voy a hacer ahora mismo. Voy a ir a hablar con ellos.
Shasha negó con la cabeza.
―Rodrigo es el alcalde de este pueblo. Hace y deshace a su antojo. Todos le obedecen sin rechistar.
―Bueno, doña Elvira no ―repuse.
La anciana me sonrió con una sonrisa triste.
―Pero ella es diferente. Todos la quieren y la respetan mucho porque tiene el poder de curar ―me explicó Shasha.
Me quedé pensando un momento y luego dije:
―Entonces, yo también debo demostrar que mi labor es muy valiosa y que nadie debe impedirme dar las clases.
Shasha ocultó la cara entre sus manos y lloró con amargura. La abracé.
―Vamos, no llores. Todo se va a arreglar. Ya lo verás.
Dicho esto, y una vez que Shasha se calmó, abandoné la cabaña de doña Elvira y me dirigí a la tienda de ultramarinos, para hablar con Alicia.
Cuando llegué, la puerta de la tienda estaba cerrada. Dudé unos segundos antes de abrirla, recordando el mal carácter de esa mujer. En cuanto entré, sonaron unas campanillas y Alicia salió de la trastienda. Me preguntó que quería con un tono de voz hostil que no me sorprendió.
―Quiero hablar con usted sobre Rodrigo ―le dije decidida.
―No tengo nada qué decir ―fue su cortante respuesta.
―No quiero incomodarla, solo...
―¡Le he dicho que no tengo nada qué decir! ―me gritó fuera de sí. Yo di un respingo asustada, pero no retrocedí.
―Es que ese hombre...
―¿Es que está sorda? ¡No voy a hablar con usted sobre Rodrigo ni sobre nadie! ―Alicia tenía el rostro desencajado y parecía dispuesta a lanzarse sobre mí y darme una paliza. Pero no me amilané.
―¿Tampoco quiere hablar de sus hijos?
Ella se quedó paralizada, parecía sorprendida.
―Sus hijos son todos muy inteligentes y están aprendiendo muy rápido...
―¿A qué ha venido? ―me preguntó tratando de contener su ira.
―Verá, quisiera que siga permitiendo a sus hijos ir a la escuela. Quiero seguir siendo su profesora.
―¿Acaso no están yendo a la escuela?
―Sí, por ahora sí. Pero Rodrigo me ha...
―¡Basta! ¡No quiero hablar de Rodrigo! ¡Ya se lo he dicho! ¿Qué es lo que no entiende?
―¿Por qué? ¿Es que le tiene miedo?
Me fijé en que los labios de Alicia empezaron a temblar. Quería decirme algo, pero no fue capaz. En ese momento apareció Jacobo.
―¿Qué le trae por aquí, maestra?
En ese momento sentí cierto alivio pues confié en que él estuviese de mi parte.
―Hoy ha venido Rodrigo a la escuela y me ha amenazado.
―¿Qué le ha dicho? ―me preguntó Jacobo, con tono indiferente y sin mirarme.
Me fijé en cómo Alicia ahora mantenía la cabeza baja. Toda su ferocidad parecía haberse evaporado.
―Que si no dejo de ver a Shasha, la joven que vive con doña Elvira, él impedirá a mis alumnos asistir al colegio.
Jacobo me miró a los ojos fijamente:
―Usted está todavía a tiempo de marcharse de este pueblo. Y ahora será mejor que se vaya ―Jacobo dijo estas palabras muy despacio casi masticándolas. Yo le obedecí. Me sentía cansada. Muy cansada.
Deambulé sin rumbo con muchas lágrimas cayendo de mis ojos. ¿Por qué todo tenía que ser tan complicado? ¿Por qué nunca podía ser feliz? ¿Por qué no paraban de aparecer problemas y más problemas en aquel pueblo? ¿Debía hacer caso a mi madre y regresar a la ciudad?
Entonces, no sé por qué, me acordé del saltamontes, de la presión de sus patas aferrándose a mis dedos. Y sin saber cómo, me encontré que había llegado al parque donde le dejé el primer día que llegué a Urbiot. Deseé verlo y contarle mis tribulaciones precisamente a él. A él, cuya vida era infinitamente más sencilla que la mía, o al menos eso era lo que a mí me parecía.
Lo busqué con ahínco, pero no lo encontré. Un parque vacío, sin niños y sin el saltamontes. Incluso las flores se habían marchitado. Sentí que ese parque era como mi vida. Vacía, sin sentido, marchita. Con todos los sueños hechos añicos. ¿Para qué luchaba tanto? ¿De qué me servía? ¿Por qué siempre terminaba golpeándome la cabeza contra un muro una y otra vez?
Me senté en el columpio y comencé a balancearme; primero suavemente, después con mayor intensidad. Recordé lo mucho que me gustaba columpiarme cuando era una niña. Adoraba el balanceo que me acercaba y me alejaba del firmamento con sus nubes blancas y algodonadas o sus nubarrones oscuros e inmensos. Me daba igual que brillase el sol o que amenazara una tormenta, nada conseguía empañar la alegría que sentía cuando me columpiaba.
Adoraba mirar al cielo. Me fascinaba, me parecía mágico que en él pudiese verse el sol, las nubes, la luna y las estrellas... Y ahora que me estaba columpiando quería tocar ese cielo colmado de nubes blancas, esponjosas y con formas tan dispares... ¿Quién las habría colocado allí? Definitivamente había alguien allá arriba, alguien que nos amaba y dejé de sentirme tan sola porque mi corazón se llenó de un intenso amor por ese enigmático Ser...
Me detuve de pronto. «¿En qué estoy pensando? Tonterías», me dije. Y volví a envolverme con la soledad. Estuve un buen rato sentada en el columpio, pero ya sin balancearme, mirando la tierra seca y polvorienta bajo mis pies. No sabía qué hacer, a dónde dirigirme, a quién pedir ayuda.
Cogí el móvil. Revisé mis contactos, a pesar de que en Urbiot no había cobertura y no podía llamar a nadie. Allí estaba Luis, quien por un tiempo fue mi amigo, pero que después se ditanció, porque se casó y tuvo un bebé y ya no tenía tiempo para mí. Recordé la amargura de aquellos días en los que yo le proponía quedar pero él siempre me daba largas. Nunca le caí bien a Elena, la mujer con la que se había casado. Creo que sentía celos de mí. Y Luis tuvo que elegir, y claro, la eligió a ella.
Me empezó a doler la cabeza, y me di cuenta que tenía que parar, dejar de pensar en el pasado. Ahora tenía a Shasha y debía luchar por ella y por mí. Lucharía. Sí, lucharía. Porque mi corazón me decía que para ella yo era alguien importante, alguien a quien quería y por quien se preocupaba. Así, que no, no la abandonaría, no permitiría que Rodrigo ni nadie nos separase.
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