Capítulo 7
La mañana transcurrió estupendamente ya que mis alumnos y yo conseguimos crear la misma buena sintonía del día anterior. En cuanto acabaron las clases, nos deseamos un feliz fin de semana y nos despedimos hasta el lunes. Una vez los niños salieron de la escuela, me senté satisfecha en la silla. Mientras recogía mis cosas sentí, dichosa, que casi podía rozar la felicidad con las yemas de mis dedos. En aquel momento parecía como si todos mis temores se hubiesen disipado.
Ya eran las dos y diez del mediodía y estaba esperando a Rodrigo, quien no tardó en llegar. Cuando apareció en el umbral de la puerta me quedé estupefacta, pues era asombrosamente atractivo.
―Buenos días. Aroa, ¿verdad?
Yo asentí, él se presentó y nos dimos la mano.
―Bienvenida, espero que haya tenido una buena acogida.
Asentí perpleja. Aquel hombre tendría mi edad, unos cuarenta años, quizás menos. Era alto, moreno y tenía los ojos azules, pero lo que más me llamó la atención fue su sonrisa. Una amplia y espléndida sonrisa que dejaba ver sus dientes perfectos y blanquísimos.
―Aquí le he traído una copia del contrato, por favor fírmela.
Cuando vi el salario no pude creerlo: seiscientos euros brutos mensuales. No supe cómo reaccionar. ¿A estas alturas de mi vida iba a trabajar por ese salario tan bajo? Otra vez volví a pensar que debía marcharme y regresar a la ciudad. Su voz me hizo salir de mis cavilaciones.
―Una vez que lo firme, deme su cuenta bancaria para realizarle los ingresos.
Yo le miré, y quise preguntarle si se estaba burlando de mí, pero lo cierto es que no dije nada.
―Aroa, ¿se encuentra usted bien? ―me preguntó él frunciendo el ceño.
―Oh, sí, sí, claro ―le respondí tratando de ocultar mi turbación. Firmé el contrato y saqué del bolso la agenda donde llevaba anotada la cuenta. Apresuradamente, Rodrigo la copió en una pequeña libreta que sacó del bolsillo de su camisa.
―¿Qué piensa hacer este fin de semana? ―quiso saber.
―Voy a ir a Vernal a comprar material para el colegio.
―¿No es suficiente con lo que hay aquí? ―me preguntó bruscamente tensando su varonil mandíbula, cubierta por una bien recortada barba.
¿Aquel hombre hablaba en serio? ¿De verdad le parecía suficiente el material que había en la escuela? ¿Y qué opinaba del estado lamentable del edificio?
―Disculpe, pero aquí no hay más que esos cuatro libros anticuados y maltratados ―le dije señalando la estantería―. Por suerte traje folios, bolígrafos y un libro de lectura y es con lo que mis alumnos han estado trabajando estos días.
Rodrigo me miró fijamente con sus ojos azules que, aunque hermosos ―especialmente porque resaltaban con su piel morena―, me parecieron fríos y calculadores.
―Vaya, lo siento, pero si les compra material adicional, lo tendrá que comprar con su salario.
¿Cómo podía ser tan ruin? Ni siquiera le había pedido nada.
―De acuerdo ―repliqué con acritud.
―Bien, pues si no tiene que hacerme ninguna pregunta, me voy ya.
Y antes de que me diese tiempo a reaccionar, Rodrigo se marchó. Le vi subirse a un coche plateado que brillaba bajo la luz del sol y, en cuestión de segundos, desapareció de mi vista. Yo nunca he entendido de automóviles, pero tuve la certeza de que aquel coche debía valer una fortuna.
Me quedé pensando en mi situación: Iba a trabajar por un salario irrisorio y para colmo, ese tal Rodrigo no me iba a pagar los materiales de clase. Era guapo sí, pero un mezquino también.
Respiré hondo tratando de apaciguar la angustia que se había instalado en mi pecho. Después de tres hondas respiraciones me calmé y decidí que igualmente iría a Vernal para comprar los materiales que necesitaban mis alumnos, y sí, yo misma pagaría con gusto. Porque mis niños se lo merecían todo.
Aunque era la hora de la comida, decidí ir inmediatamente. Ya comería en Vernal. Cogí mi bolso y me dirigí a la casa de Damián. Tras llamar a su puerta, me abrió y me saludó con efusividad:
―¡Ah es usted! ¡Buenas tardes!
En cuanto le pedí que me acompañara a la parada del autobús para ir al otro pueblo, Damián cogió su bastón y, tras cerrar la puerta, comenzó a caminar a su parsimonioso ritmo.
En cuanto llegamos a la parada del autobús se despidió de mí:
―Aquí la dejo, señorita Aroa.
―Le agradezco mucho su ayuda.
―No ha sido nada. Ah, y bájese en cuanto pare la primera vez el autobús. Que tenga una buena tarde.
―Igualmente, Damián.
La parada no estaba señalizada. Todo lo que había era una desértica carretera de tierra rojiza. No había sombra y los rayos del sol caían directamente sobre mi cabeza. Pensé en lo útil que me habría resultado llevar una gorra, pero como no tenía ninguna me cubrí la cabeza con el bolso.
Esperé y esperé, y por allí no pasaba nadie. Habían transcurrido ya cuarenta minutos desde que Damián me había dejado allí. No sabía si dar media vuelta y regresar o esperar un poco más.
Tras pensar un momento, decidí quedarme. Y, transcurrido otro largo rato, al fin llegó el autobús. Tras casi media hora de trayecto me bajé en Vernal. El pueblo parecía una pequeña ciudad: había muchas tiendas de todo tipo, tabernas y varios hostales. Entré en una taberna y, a debido a lo hambrienta que estaba, comí rápidamente. La comida estuvo bien, pero eché de menos la compañía de Shasha y de doña Elvira.
Tras salir de la taberna, paseé por el pueblo mirando hacia un lado y otro sintiéndome muy contenta. Había una farmacia, un estanco, una zapatería, una tienda de ropa, un colegio... En cuanto vi un cajero, saqué de él dinero en efectivo, para poder pagar en Urbiot y por si acaso en Vernal también me hiciera falta.
Seguidamente, me dirigí a una librería-papelería. Allí compré libros, cuadernos, pinturas, rotuladores, lapiceros, sacapuntas y gomas de borrar. Uno de los libros se lo iba a regalar a Shasha así que le pedí a la dependienta que me lo envolviera y esta no solo envolvió el libro con un papel blanco estampado con pequeñas flores rosas sino que también añadió un pequeño lazo rojo brillante. Para mi sorpresa pude pagar cómodamente con mi tarjeta de débito y la dependienta se mostró en todo momento muy amable.
Lo cierto es que salí de la tienda muy contenta y continué andando por el pueblo un rato más. Entonces, me pregunté qué podría regalarle a doña Elvira, ella me había dicho que no quería nada, pero después de lo bien que se estaba portando conmigo tenía que comprarle algún detalle, por pequeño que fuese. En ese momento, me paré frente a un escaparate que mostraba pañuelos para mujer muy bonitos. Como doña Elvira llevaba siempre un pañuelo anudado en la cabeza, pensé que quizás un pañuelo podía ser un regalo acertado. Observé detenidamente los colores y los estampados y decidí comprarle un pañuelo de seda con motivos étnicos de colores variados con predominio del morado y del rosa. En esta tienda la dependienta también fue muy amable y envolvió el pañuelo con mucho esmero. También añadió una pegatina en la que ponía "Espero que te guste".
Me despedí de la dependienta agradecida y en cuanto salí de la tienda, me acordé del móvil. Quizás con suerte, podría cargarlo al fin. Así que me dirigí a un hostal y solicité una habitación para dos noches, preguntando antes si había enchufes en las habitaciones. Cuando me respondieron que sí, suspiré infinitamente aliviada.
La habitación que reservé era pequeña, pero me agradó. Puse a cargar mi móvil y me tumbé sobre la cama de sábanas blancas que olían a limpio y eran increíblemente suaves. El colchón no hacía ni un solo ruido y era sumamente cómodo. Me quedé dormida al instante. Cuando me desperté, encendí el móvil y, para mi sorpresa, descubrí que allí había cobertura e internet.
A continuación, pulsé el interruptor de la luz y cuando la estancia fue iluminada con fuerza por la lámpara del techo, me quedé un rato embobada, con la mente en blanco deleitándome del gran invento de la electricidad. Después, me di una ducha con agua templada y las lágrimas empezaron a salir de mis ojos pues era la primera ducha templada que me daba desde mi llegada a Urbiot. No pude evitar, alargar la ducha más de lo necesario. En cuanto cerré el grifo a regañadientes, me vestí y salí a caminar por la calle. Sentí una indecible alegría ya que aquel pueblo me estaba agradando mucho.
Mientras caminaba, pensé en Shasha. ¿No tendrían en Vernal algún sitio donde ella pudiese actuar? Estaba segura de que la joven sería feliz compartiendo su danza con los demás. Por eso, fui entrando en cada una de las tabernas que allí había. Sin embargo, comprobé desilusionada que ninguna de ellas disponía de escenario. Me pregunté qué harían los vecinos de aquel pueblo para entretenerse, pues no había visto ni teatros ni cines... «¿Y si Shasha bailase en la plaza?», me pregunté, pensando que quizás su baile se luciría más en el exterior que en el interior. Desde luego, tenía que hablar con ella y animarla a que probase a bailar en este pueblo que parecía más abierto de miras que el hermético Urbiot.
Después pensé en los niños, seguro que se ilusionarían con los libros y los nuevos materiales que les había comprado. Imaginé sus caritas sonrientes y sorprendidas y sonreí, llenándome de una inmensa alegría.
Por fin, sentía que tenía un propósito en la vida. Era como si todo hubiese cambiado a mejor. Pero mi alegría pronto se desvaneció cuando me acerqué a la barra de la última taberna que encontré y descubrí quién era el hombre que tenía al lado: se trataba de Jacobo. Estaba solo, sentado en un taburete y acodado sobre la barra, bebiendo una jarra de cerveza. Traté de irme sin que él advirtiese mi presencia, pero fue en vano. Enseguida, Jacobo se volvió hacia mí y murmuró:
―Usted no debería estar aquí.
Di dos pasos hacia atrás para huir, pero él se levantó de la banqueta y me cogió por el brazo con fuerza.
―No se vaya por favor. Tengo algunas cosas que contarle ―me susurró.
Aterrada traté de zafarme de él, pero me tenía agarrada con demasiada fuerza.
―Está bien, está bien, le escucharé ―dije para que me soltara de una vez.
Cuando liberó mi brazo pensé en echar a correr, pero no me atreví. Me senté en un taburete a su lado.
―Verá, quería disculparme por presentarme la otra noche en su casa y hablarle del modo en que le hablé ―su voz sonaba ebria.
Yo no dije nada, me limité a seguir escuchándole.
―¿Ya conoce a Rodrigo?
Me quedé perpleja: ¿Rodrigo? ¿Qué tenía que ver él?
―Sí, esta mañana vino a la escuela y he firmado el contrato ―le respondí tratando de mostrar firmeza.
―Tenía que haberse marchado cuando se lo dije.
―¿Por qué? ¿Qué ocurre con Rodrigo?
Jacobo se acercó un poco a mí y me susurró:
―Schhh, no debemos hablar de él en voz alta. Aquí todos le conocen. Salgamos afuera mejor. Se lo explicaré todo.
Yo accedí. Él apuró su jarra de cerveza y, tras dejar unas monedas sobre la barra, los dos salimos a la calle y anduvimos hacia una plaza. Una vez allí Jacobo volvió a susurrar:
―Rodrigo se cree que puede tener a la mujer que se le antoje, solo porque es atractivo. Créame, es un mal tipo.
Yo estaba desconcertada.
―En cuanto la vi, me di cuenta ―me soltó de repente.
―¿De qué se dio cuenta? ―repliqué poniéndome a la defensiva.
―De que él irá a por usted y la seducirá. Es demasiado guapa.
Sentí angustia. No sabía qué quería decir con esas palabras.
―¿Por qué dice eso, acaso sedujo a Mercedes? ―quise saber.
Jacobo me miró fijamente.
―Sí, y a Julia, la profesora anterior.
No entendía nada. Recordé que Damián me había advertido que tuviera cuidado con Jacobo, pero en ningún momento me puso sobre aviso respecto a Rodrigo.
―Y no solo sedujo a las dos profesoras anteriores, él también sedujo a mi mujer ―masculló Jacobo con los puños cerrados.
Yo di un respingo. Era cierto que Rodrigo era guapo, pero ¿era posible que todas las mujeres se enamorasen de él?
―Usted tampoco se podrá resistir, se lo aseguro.
―Un momento, ¿me está diciendo que ese hombre seduce a todas las mujeres que se le antojan?
―Sí, eso es, y las deja con el corazón destrozado. Después de estar con él, mi mujer ya nunca ha vuelto a ser la misma. Alicia dejó de quererme y aún hoy sigue suspirando por él. A Mercedes, la maestra anterior, le ocurrió lo mismo, se enamoró locamente de él, pero cuando le vio acompañado de su nueva esposa, se quedó completamente hundida y esa es la razón por la que se marchó del pueblo.
―Disculpe, pero no consigo entender nada.
―Usted, solo hágame caso y márchese de aquí.
―Pero los niños...
―Escúcheme ―me interrumpió―, Rodrigo habló con Alicia por teléfono, no sé qué le dijo, pero en cuanto colgó les ordenó a los niños que fuesen al colegio al día siguiente. Por eso yo le encargué a Iván que hiciese algo para asustarla y que se fuese, pero veo que no ha sido suficiente.
―Un momento, ¿entonces Iván me amenazó porque usted se lo pidió? ―le pregunté haciéndome la sorprendida, aunque ya había intuido que Jacobo había estado detrás de aquella amenaza.
―Así es, lo siento mucho, solo quiero protegerla.
―¿Protegerme? Oiga, debería denunciarle.
Jacobo se encogió de hombros.
―Haga lo que quiera. Pero si sigue aquí se arrepentirá y mucho.
Jacobo carraspeó, me dio la espalda y regresó tambaleándose a la taberna. Yo me quedé observando su robusta figura que parecía que iba a desmoronarse en cualquier momento. ¿Qué significaba aquello? ¿Era verdad todo lo que me había contado Jacobo? Otra vez la inquietud invadió mi corazón. Sabía que mis momentos tranquilos y felices ya no volverían. Podía ver claramente a los problemas acechándome. ¿Por qué siempre me salía todo tan mal? ¿Por qué no podía ser feliz de una vez por todas?
Lo único que tenía claro era que Rodrigo no suponía una amenaza para mí pues jamás me había sentido atraída por un hombre, por guapo que fuera. ¿Por qué sentía entonces tanta angustia? No lo sabía y, por más que le daba vueltas, no encontraba la respuesta. Solo tenía una certeza, y era que la felicidad se alejaba de mí de forma inexorable.
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