
Capítulo 5
En cuanto llegué, me senté en el raído sofá y enseguida me quedé dormida. De pronto me desperté sobresaltada. Alguien estaba llamando a la puerta. Me levanté del sillón muy asustada. Había anochecido, apenas podía ver nada. Encendí la lámpara de aceite y, llevándola conmigo, miré por la ventana, tras la cortina. Descubrí que se trataba de un hombre corpulento. Él volvió a llamar insistentemente a la puerta con los nudillos.
Entonces, me di cuenta de que llovía a raudales. Abrí la ventana y le pregunté qué quería.
―Tengo que hablar con usted.
―¿No cree que es un poco tarde? ―le pregunté con un tono grave tratando de disimular mi miedo.
―Lo siento, pero es algo urgente.
Yo no quería abrirle. Sin embargo, razoné que aquel tipo tan robusto con una simple patada podría derribar la endeble puerta. Así que le abrí. El hombre entró rápidamente, estaba calado hasta los huesos. Se quedó de pie frente a mí, pero con la mirada ausente.
―¿Y bien? ¿Qué es lo que tiene que decirme? ―le pregunté intentado mostrarme impertérrita.
El hombre me miró, como si despertara de un sueño.
―Discúlpeme, no me he presentado. Me llamo Jacobo y sé que usted es Aroa, la maestra.
Asentí con la cabeza, incapaz de decir nada.
―Debe irse de aquí cuanto antes ―me soltó bruscamente con un tono grave, muy distinto al tono amable con el que se había presentado.
Me estremecí. Pensé que se trataba de un loco y mi miedo se incrementó. Noté que mis manos empezaban a temblar y las escondí en los bolsillos de mi pantalón. Él continuó diciendo con voz algo más suave:
―Créame, se lo digo por su bien.
Quise replicar, pero fui incapaz de pronunciar palabra. Aunque, tras unos instantes, conseguí reunir el valor suficiente para preguntarle:
―¿Y por qué debería irme?
―Porque si se queda, tendrá muchos problemas. Además, este es un pueblo pequeño y se sabe todo.
―¿Qué quiere decir?
―Sabemos que usted pasa el tiempo con la sirena.
―¡Paso el tiempo con quien quiero! ¿Y por qué llaman sirena a esa joven?
―No he venido a discutir con usted.
―¿Ah no? ¿Y a qué ha venido entonces? ―le pregunté elevando considerablemente el tono de mi voz.
―A advertirle.
―¿Me está amenazando?
―No, no le estoy amenazando. Solo quiero que sepa que este pueblo, a pesar de ser pequeño, no es seguro, sobre todo para una mujer sola como usted que no tiene idea de nada. Y ahora, si me disculpa, debo marcharme.
―¡Un momento! ―le grité completamente alterada―. Me ha dicho antes que se llama Jacobo, por lo que entiendo que usted es el padre de los niños que no vinieron al colegio hoy. ¿Es así?
Él me miró muy serio sin decir nada. Yo continué diciendo algo más calmada:
―En vez de venir aquí a asustarme, debería hablar con ellos y convencerles de que acudan a las clases. Es importante que sus hijos reciban una educación. ¡Piense en su futuro!
Jacobo no replicó y se marchó rápidamente dejándome terriblemente asustada. No entendía lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué se había presentado aquel hombre en mi cabaña, a esas horas y con lo que llovía, solo para pedirme que me marchara? De nuevo las lágrimas acudieron a mis ojos, y apenas pude dormir en toda la noche.
A pesar de todo, a la mañana siguiente, me sentí sorprendentemente bien. A través de la ventana, vi que el cielo estaba totalmente despejado y su color azul intenso se mezclaba con matices rosados y anaranjados. Enseguida salí de camino hacia la escuela. Hasta entonces había estado dándole vueltas a la posibilidad de regresar a la ciudad. Pero ahora, sentía que esos pobres niños me necesitaban y que no podía abandonarles. No consentiría que Jacobo ni nadie de aquel maldito pueblo me amedrentase.
Cuando llegué al colegio, me quedé estupefacta: estaban todos los niños, los seis. Juan y Carla se habían sentado en la primera fila y los otros cuatro niños ocupaban la última. En cuanto me vieron me saludaron. Yo les saludé también y sonriéndoles les dije:
―Me alegro de que hoy hayáis venido todos.
―Ayer hablé con ellos y les he convencido ―dijo Juan sonriente. Era la primera vez que veía al muchacho sonreír.
―¡Tú que dices, atontao! Estamos aquí porque nuestra madre nos lo ha mandao ―replicó gritando el chico más alto.
―Bueno, tranquilos. No os peleéis, por favor. Ahora decidme vuestros nombres y la edad que tenéis ―intervine, turbada por la tensión que se respiraba en el ambiente.
Los cuatro hermanos se presentaron y me dijeron sus edades: Iván, el más alto, era también el mayor pues tenía doce años; los otros tres se llamaban Pablo, Miguel y Carlos y tenían diez, nueve y once años respectivamente. Seguidamente, para evitar peleas, les pregunté:
―¿Quién quiere leer primero?
Juan levantó la mano con rapidez. Le dejé el libro y empezó a leer. Iván se rio y, antes de que yo pudiera decir nada, Juan se levantó y girándose le gritó:
―¡¿De qué te ríes, imbécil?!
―¡Juan, por favor siéntate! ―le ordené yo, temiendo que los dos niños se enzarzaran en una pelea. Iván le contestó:
―¡De ti, atontao! ―Pablo, Miguel y Carlos, empezaron a reírse.
―¡Ya basta! ―les grité con todas mis fuerzas. Juan y los cuatro hermanos se quedaron en silencio e inmóviles.
―Lo primero que vais a aprender son reglas de conducta: La primera, y más importante de todas, es que en esta clase nadie se va a reír de nadie. Quien lo haga será castigado.
―¿Y qué castigo nos pondrá? ―me preguntó Iván con una sonrisa ladina.
Yo le miré fijamente, y me acerqué a él. El muchacho pareció intimidarse un poco y la sonrisa abandonó sus labios.
―Vais a copiar, durante el tiempo que estime oportuno, esta frase: «No me reiré de mis compañeros». ―Les entregué a Iván y a sus tres hermanos folios y bolígrafos y los cuatro me obedecieron en silencio.
Le pedí a Juan que continuara leyendo y después leyó Carla. A continuación, les pedí a todos que me prestaran atención porque iba a darles la primera clase.
Los seis niños fijaron la vista en mí. Parecían muy interesados en lo que iba a contarles. Les expliqué conocimientos básicos de lengua, matemáticas, biología y geografía. Aquella clase fue mucho mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Mis seis alumnos no solo me prestaron atención, sino que participaron haciéndome preguntas, llenos de curiosidad.
La mañana se me pasó muy rápidamente y cuando dieron las dos de la tarde y los niños se hubieron marchado, me quedé sentada frente a la mesa con los cuatro folios en los que estaba escrita la frase: «No me reiré de mis compañeros». Sin embargo, en una de las hojas, estaba escrito algo que me cortó la respiración: «Váyase deaquí, antes de que sea tarde». Toda mi alegría se desplomó como un castillo de naipes. Lo peor de todo era que en ninguno de los folios habían puesto el nombre, así que no podía estar segura de cuál de los cuatro hermanos había escrito aquello, aunque sospechaba que había sido Iván.
Tras salir de la escuela decidí acudir a la cabaña de doña Elvira una vez más. Al verme tan seria Shasha me preguntó si me encontraba bien. Yo suspiré y, mientras comíamos, les expliqué a ella y a doña Elvira todo lo que me había ocurrido, tanto la noche anterior con Jacobo, como con los niños esa misma mañana.
Doña Elvira, cerró los ojos y negó con la cabeza y Shasha suspiró antes de decir:
―Verás Aroa, aquí la gente es muy cerrada. No quieren a nadie de fuera porque desconfían de que pueda cambiar su forma de ver las cosas. Pero no debes preocuparte, yo creo que son inofensivos. Solo quieren asustarte, nada más.
Sus palabras me calmaron un poco, pero no del todo. Entonces le pregunté:
―¿Pero tú sabes por qué se marchó, Mercedes, la maestra anterior?
―La verdad es que no tengo la menor idea. Ella siempre mantuvo las distancias conmigo. Cuando le pedí que me diera clases se negó alegando que yo era demasiado mayor. ―Shasha miró hacia el suelo y su rostro se ensombreció. Seguidamente añadió―: Quizás sea mejor que tú también te mantengas distante conmigo. Puede que yo sea la causa de todo. Si quieres que te acepten, no deberíamos vernos.
Sus palabras me atenazaron el estómago. ¿Podría tener razón? Pero la anterior profesora se mantuvo distante de ella y, sin embargo, se marchó. ¿Se fue por voluntad propia o por miedo a aquella gente? Y otra pregunta que me hacía era: ¿Por qué se presentaron todos los niños a la clase justo después de que Jacobo me advirtiera que debía marcharme? Iván dijo que estaban allí por su madre. Pero según Carla y Juan, Alicia no tenía ningún interés en que sus hijos fuesen a la escuela. Todo era demasiado extraño.
Cuando terminamos de comer, Sasha y yo fuimos a dar un paseo por la playa, en dirección a mi cabaña.
―¿Conoces a Jacobo? ―le pregunté.
Shasha suspiró.
―Ya te dije que no hablo con nadie de este pueblo excepto con doña Elvira y ahora contigo.
―¿Y por qué él y otros piensan que eres una sirena?
Shasha se encogió de hombros.
―Supongo que será porque Elvira me encontró en la playa en una noche de tormenta. Y nadie sabe de dónde vengo, ni siquiera yo.
―¿Qué quieres decir? ―le pregunté sin comprender.
―No me acuerdo de mi pasado. Solo recuerdo que estaba tumbada y desnuda sobre la orilla del mar, no tenía fuerzas para moverme y me dolía mucho el pecho al respirar. Entonces, llegó Elvira, me cubrió con una toalla y me ayudó a ir hasta su cabaña. Después me preparó un brebaje que me calmó el dolor del pecho. Y desde entonces esta buena mujer ha cuidado de mí como si fuese su hija. Le estoy muy agradecida.
Yo no podía dar crédito a lo que me estaba contando.
―¿Entonces, no recuerdas tu pasado? ¿No te acuerdas de lo que te ocurrió aquella noche?
Shasha me miró con tristeza y me respondió:
―No, no lo recuerdo. No recuerdo nada anterior al momento en que Elvira me encontró. De eso hace ya casi dos años.
―¿Y tu nombre?
―No sé si es mi verdadero nombre, tampoco lo recuerdo. Creo que es mi nombre porque a veces sueño que alguien me llama Shasha, pero nada más.
―¿Y no has tenido ningún otro sueño que te pudiera dar alguna pista sobre tu pasado?
Shasha desvió la mirada hacia otro lado y me respondió:
―No, ninguno.
Sentí un dolor inmenso por ella, porque tuve la certeza de que alguien le había hecho daño. Un daño terrible. Las lágrimas empezaron a caer de mis ojos.
―No llores, Aroa ―me dijo Shasha con una débil sonrisa en los labios―. A pesar de todo estoy bien.
―Es que es muy triste que no puedas recordar tu pasado.
Shasha suspiró.
―No lo sé, pero lo que realmente me importa es el presente. Es cierto que quiero recordar quién soy y de dónde vengo, pero tendré paciencia. Confío en que algún día lo descubriré.
Aunque yo tenía claro que alguien le había hecho daño y que debía esforzarse en recordar qué le ocurrió, no quise insistir más y por eso cambié el tema de conversación.
―¿Quieres que te dé clase hoy?
―¡Sí, claro! ―me respondió con alegría.
En cuanto llegamos a mi cabaña, Shasha se sentó en el sofá. Miró la comida que tenía sobre la mesita.
―¿No te queda más comida?
Eché un vistazo allí, ya no quedaba casi nada de lo que le compré a Alicia en la tienda de ultramarinos.
―No es mucho, lo sé, pero es suficiente.
―¿Suficiente? ―Shasha se echó a reír―. ¿Por qué no vienes después a cenar con Elvira y conmigo? Si vienes, Elvira te dará de cenar y te preparará algo riquísimo para que desayunes mañana.
―Sasha, no quiero abusar de la hospitalidad de doña Elvira.
―Elvira al igual que yo, está muy contenta con tu compañía. Veo en su mirada que le caes muy bien. Ella tiene muy buena intuición con las personas. Nunca se equivoca. Además, es curandera ¿lo sabías? Si alguna vez no te encuentras bien tan solo tienes que llamarla por teléfono y ella irá a verte y te sanará.
Acto seguido me indicó el número de teléfono que anoté en mi libreta y le di las gracias aunque sentí un profundo escepticismo. Al igual que no creía en la existencia de las sirenas, tampoco creía en los curanderos. Estaba convencida de que se trataba de embaucadores que se aprovechaban de la desesperación de los enfermos engañándolos con medicinas inútiles o incluso nocivas para la salud.
Pero ahora, al pensar en doña Elvira, esa anciana generosa y de rostro bondadoso, no podía creer que se tratase de ninguna embaucadora. En realidad, era alguien que probablemente sabía mucho de remedios naturales y por eso podía tratar ciertas dolencias.
―Te has quedado muy callada ―me dijo Shasha haciéndome salir de mis pensamientos.
―Ah sí, disculpa. Si estás segura de que no seré una molestia, iré encantada a cenar con vosotras.
Dicho esto continué enseñándole a leer y la tarde se nos pasó volando a las dos. Después fuimos juntas a la cabaña de doña Elvira y cenamos las tres juntas. Le agradecí mucho a la anciana tanto la cena como los alimentos que me dio para desayunar y, como siempre, la buena mujer me sonrió con esa sonrisa tan especial que solo ella poseía. Por ello, me sentí muy afortunada, y deseé quedarme en el pueblo por mucho, mucho tiempo junto a ella y junto a Shasha.
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