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Capítulo 4

A la mañana siguiente, me levanté en cuanto sonó la alarma del despertador. Tras desayunar y vestirme, cogí la bolsa vacía de la tienda de ultramarinos y guardé en ella el libro de lectura infantil con el que había estado enseñando a Shasha el abecedario, unos cuantos folios y un paquete de bolígrafos. Los folios y los bolígrafos los compré antes de emprender mi viaje por si acaso en el pueblo andaban escasos de materiales, aunque ni por asomo había imaginado la miseria con la que me encontraría.

Esta vez llegué al colegio sin problema y, al entrar, sentí un ligero alivio al ver a Carla y a Juan sentados cada uno en un pupitre. No había ningún niño más. Eran las nueve menos diez, quise creer que quizás llegarían más tarde.

―Buenos días, profesora ―me saludaron al unísono.

Yo les devolví el saludo. Ambos me miraban con gesto expectante.

―Vamos a esperar diez minutos, a ver si van viniendo los demás alumnos ―les dije.

―No van a venir ―me advirtió Juan.

―¿Tú qué sabes? ―replicó Carla.

―¡Pues sí que lo sé! ¡Sé que no vendrán! ―le gritó furioso Juan.

―¡Bueno, es suficiente! ―intervine―. Dejad de discutir. Mejor vamos a empezar la clase ya. Por favor, lo primero que quiero saber son vuestras edades.

Juan y Carla me dijeron que tenían nueve y siete años respectivamente. Entonces saqué los materiales de la bolsa que llevaba conmigo, y tras entregarles un folio y un bolígrafo a cada uno, le di mi preciado libro a Carla. La niña lo cogió con manos trémulas, y de súbito Juan gritó lleno de ira:

―¡¿Y por qué va a leer ella antes que yo?! ¡Yo soy el hermano mayor y además un chico! ¡Tendría que ser el primero!

Me quedé inmóvil, perpleja ante el comportamiento de Juan. ¿Dónde había aprendido tan malos modales? También me sorprendió la afirmación que acababa de hacer de que eran hermanos. Carla era rubia con el pelo rizado, tenía los ojos azules y era tranquila; mientras que Juan tenía los ojos y el pelo castaño y era muy iracundo.

―¡Silencio! Ambos vais a leer sin importar el orden ―dictaminé, tratando de que mi tono de voz sonase lo más autoritario posible.

―¡A mí sí me importa el orden! ―gritó Juan con el rostro congestionado.

Recordé mis clases en el instituto, en la gran ciudad. Estaba acostumbrada a que mis alumnos no me hicieran caso e incluso a que se burlasen de mí, pero nunca había tenido que lidiar con alguien tan irascible. Sin embargo, me mantuve firme.

―Juan, yo soy la profesora y, por lo tanto, seré yo quien organice las clases y lo haré como crea conveniente. Unas veces leerás tú primero y otras veces tu hermana. No le des tanta importancia ser el primero o el último y céntrate en controlar tus emociones.

Juan abrió la boca para replicar, pero esta vez se contuvo y guardó silencio.

―Adelante, Carla, comienza a leer ―le pedí a la niña con tono amable.

Carla leía muy despacio y con mucha inseguridad, pero se esforzaba y eso era lo más importante para mí. Sorprendentemente, Juan no la interrumpió. Sin embargo, cuando le tocó leer a él, dijo que no quería.

―Juan, por favor lee ―insistí.

―¡Le he dicho que no voy a leer! ―me gritó y le dio un manotazo al libro haciéndolo caer al suelo.

Rápidamente cogí el libro muy angustiada porque, tal y como le había contado a Shasha la tarde anterior, se trataba de un libro muy especial para mí y no quería que se rompiera por nada del mundo. Cuando lo cogí lo guardé en la bolsa deprisa, sin examinarlo. Ya descubriría más tarde si había resultado dañado. No sabía si debía castigar a Juan o no, pero enseguida me di cuenta de que solo tenía dos alumnos y no podía permitirme perderlos.

―Está bien. No leerás. Ahora, por favor, escribid una redacción en el folio que os acabo de entregar. Podéis hablar sobre vosotros y sobre algo que os guste.

Respiré aliviada al ver que Juan se puso a escribir al igual que Carla. Temía que el muchacho no me obedeciese y que se rebelase sistemáticamente, pero, para mi sorpresa, tuvo una buena actitud. Aproveché a sentarme en la silla negra, frente a mi mesa y consulté la hora en el reloj de pulsera: aún quedaban más de cuatro horas y media de clase y ya me sentía agotada.

De pronto, oí un ruido fuera. Miré por la ventana sin cristal y vi el rostro sombrío del muchacho alto y flaco. Le hice un gesto con la mano, invitándolo a pasar, pero el niño se marchó ignorándome por completo. Entonces miré a Juan que seguía concentrado escribiendo. Me alegré de que no se hubiese enterado de la presencia del muchacho, porque tenía la certeza de que si le hubiera visto se habría puesto a gritar otra vez.

Cuando Carla y Juan terminaron de escribir, recogí las redacciones de ambos y, a continuación, les pedí que realizasen varias operaciones aritméticas básicas en otros dos folios. Y en cuanto finalizaron, recogí sus tareas y les entregué otro folio a cada uno para que dibujasen.

Mientras dibujaban eché un vistazo a las tareas que me habían entregado. Tanto Juan como Carla estaban por debajo de los conocimientos que correspondían a sus edades en lengua y en matemáticas.

Cuando al fin dieron las dos del medio día, les dije:

―Me gustaría que viniesen los otros niños también. ¿Podéis ayudarme a hablar con sus padres?

―Sus padres no la ayudarán ―me respondió Carla.

―¿Por qué no?

―Porque ellos nunca fueron a la escuela y no piensan que aprender sea importante ―me explicó la niña.

―Está bien, Carla, de todos modos, me gustaría hablar con ellos y también con los vuestros. Intentaré hacer que vean lo importante que es.

―Con nuestros padres no podrá hablar porque están muertos ―dijo Juan con la mirada perdida en el suelo.

Me quedé helada y guardé silencio unos instantes, después les dije:

―Lo siento mucho ―y tras una pausa, les pregunté―: ¿Puedo saber quién os cuida?

―Nos cuidamos solos ―respondió Juan con aspereza.

―Vivimos con Alicia, la dueña de la tienda de ultramarinos, ella es quien nos cuida y además es la madre de los demás chicos ―me informó Carla, mirando a su hermano de reojo.

Juan no añadió nada más, continuaba con la mirada perdida en el suelo. Yo me quedé perpleja ante esta nueva información. Aquella mujer me había resultado muy antipática y lidiar con ella no sería fácil. Una sombra oscura se cernió sobre mí.

―Entonces Alicia no anima a sus hijos a venir a clase, pero vosotros sí que habéis venido. ¿Por qué?

―Porque nosotros hacemos lo que queremos ―masculló Juan de repente―. No tenemos por qué hacerle caso, ella no es nuestra madre. Además, quien manda en la casa no es ella sino Jacobo, porque es el hombre, y él casi nunca está.

Me sorprendió la respuesta de Juan y deseé saber más sobre aquella familia, pero antes de que me diera tiempo a formular otra pregunta, Carla me confesó con tristeza:

―Jacobo dice que somos demasiadas bocas que alimentar y no nos hace ningún caso. Ni siquiera les hace caso a sus hijos. Solo habla con Alicia, pero siempre terminan discutiendo y él se va enfadado.

―Eso es porque no nos quiere ni a mi hermana ni a mí en su casa ―añadió Juan con los puños cerrados tan fuertemente que se le habían emblanquecido los nudillos.

Tras aquellas palabras fui incapaz de continuar indagando. Minutos después, una vez dieron las dos del mediodía, Carla y Juan se marcharon y entonces empecé a pensar en si serviría de algo hablar con Alicia y si conseguiría convencerla para que ordenase a sus hijos venir a la escuela. ¿Y si busco a Jacobo y hablo con él? Negué con la cabeza y me desplomé de nuevo sobre la silla. Las nuevas complicaciones comenzaron a angustiarme y a atenazarme el estómago.

Y justo cuando todo parecía oscurecerse, surgió en mi mente la imagen de Shasha bailando en la playa. Tenía muchas ganas de verla de nuevo. Así que salí de la escuela y me dirigí a la cabaña de doña Elvira.

Cuando llegué, la anciana me saludó con mucha amabilidad y me invitó a pasar. Shasha estaba sentada a la mesa haciendo ganchillo.

―¿Qué es? ―le pregunté.

―Una muñeca ―me respondió con un matiz de orgullo en su voz.

Shasha llevaba el pelo recogido en una coleta con un lazo amarillo y se había puesto un vestido azul turquesa ―el mismo color que el del mar―, largo hasta los tobillos. Me pregunté donde adquiriría esos vestidos tan bonitos. También me pregunté si realmente eran bonitos o más bien me parecían bonitos porque los llevaba ella.

Me senté a su lado y la contemplé mientras manejaba hábilmente la aguja de crochet.

―Elvira me enseñó. Esta muñeca está sin terminar aún, pero te puedo mostrar otros muñecos que ya están terminados.

―Me gustará mucho verlos.

Shasha me condujo a su habitación. Era un espacio sumamente acogedor. Olía a un suave aroma de lavanda y por la ventana entraban algunos rayos de sol que iluminaban la estancia con calidez. La joven me mostró una estantería llena de muñecos de crochet.

―¿Qué te parecen?

Allí había un delfín, tres mariposas, dos gatos, un caracol, un osito y muchas muñecas, todos con una apariencia infantil y muy tierna.

―¡Vaya! Así que no solo eres buena bailando, por lo que veo... ¿Es esto lo que te mantenía ocupada ayer?

―Sí, así es. Bailar, hacer ganchillo y ahora aprender a leer, son las cosas que más me gusta hacer ―me dijo con alegría.

Recordé lo que me había dicho Damián de que ella también cantaba, pero en ningún momento Shasha había mencionado que le gustase cantar. Esto me causaba curiosidad porque estaba convencida de que con aquella hermosa voz su canto debía ser igualmente hermoso.

―¿Vamos a la playa? ―me propuso la joven con ojos chispeantes de ilusión, sacándome de mis pensamientos.

―Sí, vamos ―le respondí animada.

Shasha le dio un beso a doña Elvira en la mejilla y las dos salimos de la cabaña en dirección a la orilla del mar.

―¿Qué tal te ha ido con los niños? ―me preguntó.

―No muy bien, la verdad. De los seis alumnos que tengo solo han acudido a clase dos: Carla y Juan. ¿Sabes algo de ellos?

Shasha se puso seria.

―Lo cierto, es que no sé mucho de los habitantes de este pueblo. Solo sé que casi todos me temen y eso me entristece.

Yo deseaba hacerle mil preguntas, pero la noté muy distante y no quise incomodarla más. Las dos permanecimos en silencio un rato, hasta que ella lo rompió:

―Me alegra que hayas venido, al fin tengo una amiga. ¿Cuánto tiempo te quedarás en el pueblo?

Dudé. Por un lado, quería decirle que estaría allí para siempre junto a ella, pero por otro, quería responderle que pronto regresaría a mi antigua y cómoda vida.

―No lo sé, la verdad. Dime, ¿nunca has pensado en ir a otro sitio donde reconozcan tu talento para el baile?

Shasha negó con la cabeza.

―No bailo para los demás, sino para mí. Como ya te dije no busco la aprobación de nadie.

Entonces se puso en pie rápidamente.

―Ahora haré una excepción y bailaré para ti, ya que estás aquí ―me dijo guiñándome un ojo.

Shasha volvió a danzar con aquella mezcla de energía, delicadeza, pasión y dulzura. No podía apartar mi mirada de ella. Bailó durante un rato que a mí me pareció un suspiro y cuando terminó le aplaudí efusivamente.

―¡Venga! ¡Vamos a comer! ―exclamó Shasha cogiendo mi mano para llevarme hacia la cabaña. Al sentir su mano cálida y enérgica coger la mía una inmensa alegría colmó mi corazón.

Cuando entramos en la cabaña me sentí un poco cohibida, porque no quería abusar de la hospitalidad de la anciana. Pero enseguida me relajé porque, tal y como había hecho el día anterior, doña Elvira puso tres platos sobre la mesa con una familiaridad que me hizo sentir sumamente bien.

Comimos en silencio un plato de arroz. Estaba delicioso. Aquel era el segundo día que comía con ellas, y, sin embargo, tenía la extraña sensación de que llevaba allí, junto con aquellas dos mujeres, mucho tiempo.

Cuando terminamos de comer, Shasha me pidió que continuásemos con las clases y yo accedí encantada.

―Te enseñaré todas las tardes si quieres.

―¿De verdad? ―me preguntó y yo asentí―. ¡Te lo agradezco mucho! ―exclamó ella con su hermosa sonrisa.

Saqué el libro de lectura que llevaba en la bolsa y las dos nos sentamos en el sillón tapizado de verde. Continué enseñándole el abecedario y la formación de sílabas. Me fascinaba verla tan entregada al aprendizaje. Lo que más me gustaba de ella era la alegría que le producía aprender y su forma amorosa de sostener el libro en sus manos, como si estuviera sosteniendo a un bebé. Tan delicada y dulce se mostraba.

―Aroa, mira, estas páginas se han soltado ―me dijo con sorpresa en sus ojos.

Miré las tres hojas que, efectivamente, se habían despegado.

―Juan lo hizo caer al suelo ―le dije con tristeza.

―¿Por qué? ―me preguntó frunciendo el ceño.

―Porque le pedí a Carla que leyese antes que él, y eso le enfadó mucho. Por eso cuando le tocó leer a él no quiso y tiró el libro.

―Cuanto lo siento... ―musitó Shasha cogiendo mi mano por segunda vez.

―No te preocupes ―le dije deseando prolongar el contacto de su mano, aunque enseguida la apartó.

―¿Dónde vivías antes de venir aquí? ―quiso saber ella.

―En la ciudad ―le respondí sin ganas de hablar de mi pasado.

―¿En la ciudad también eras profesora? ―me preguntó mirándome fijamente con sus grandes ojos verdes claros.

―Sí, trabajaba como profesora en un instituto.

―¿Y cómo se portaban tus alumnos?

―No se mostraban tan coléricos como Juan, pero sí que me hacían sentir mal, porque no me prestaban atención y no mostraban ningún interés en aprender.

―Lo lamento. ¿Es por eso por lo que viniste a Urbiot?

―Sí, la verdad es que sí. Estaba muy cansada de mi vida allí.

―¿Y no tenías a nadie allí?

Me sentí muy incómoda ante esta pregunta porque la verdad, la maldita verdad es que no, no tenía a nadie. Me dolía pensarlo, pero decirlo en voz alta me dolía aún más. Miré a Shasha a los ojos y le dije con un gran pesar:

―No, a nadie.

Como no deseaba que me hiciera más preguntas y seguir hablando de mi antigua vida en la ciudad, le dije que nos concentrásemos mejor en el libro y así lo hicimos hasta que anocheció. Después, tras despedirme de ella y de doña Elvira, regresé a mi cabaña. 

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