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Capítulo 3

En seguida divisé la cabaña. Al acercarme, mi corazón comenzó a latir muy deprisa y noté un ligero temblor en mis manos, pero no me detuve. En cuanto llegué a la puerta, llamé con los nudillos. No se oía nada, solo el oleaje del mar a mi espalda. Cuando creí que no había nadie, oí unos pasos y acto seguido abrió la puerta una anciana de muy baja estatura, que llevaba un pañuelo morado anudado a la cabeza y que tenía un rostro sumamente risueño y bondadoso.

―Buenos días, ¿es usted doña Elvira?

La mujer asintió con la cabeza.

―Soy la nueva profesora, me llamo Aroa. ―Mi voz sonó trémula a pesar de mis esfuerzos por aparentar seguridad.

La anciana me sonrió con dulzura y me invitó a pasar con un gesto de su mano. Yo dudé un momento, pero finalmente entré dándole las gracias. El interior de la cabaña era muy acogedor y en el centro había una mesa con dos platos llenos de sopa humeante sobre ella. Al oler su suave aroma se me hizo la boca agua.

Miré alrededor y me fijé en el bonito sofá tapizado de verde, los llamativos cojines con estampados de mandalas, la mecedora de bambú, la mesa de madera maciza, las sillas de mimbre... tanto por la apariencia como por la disposición de las cosas tuve la sensación de que estaba en el hogar más acogedor que pudiera existir. Esta observación me tranquilizó tanto que mi corazón se apaciguó y dejaron de temblarme las manos.

Me volví hacia doña Elvira y ella acercó una silla a la mesa indicándome con su mano que me sentase. En cuanto tomé asiento, la anciana se dirigió hacia la que debía ser la cocina y trajo un tercer plato de sopa que puso frente a mí. En ese momento me entraron unas ganas inmensas de devorar la comida inmediatamente, pero me contuve. Doña Elvira entró en un cuarto y tras unos instantes salió acompañada de una joven. Sí, era ella, tenía que ser ella: la misteriosa bailarina.

―Buenos días ―le dije sonriéndole.

Ella me saludó con la mano sin decir palabra. Tenía las cejas muy gruesas y, bajo ellas, sus grandes ojos verdes claros me miraban de una forma tan intensa que parecían querer averiguar mis pensamientos. Su cabello largo, pelirrojo y un poco ondulado, le caía sobre los hombros desnudos. Su piel era blanca como el nácar y resaltaba sobre el vestido negro con flores rojas que llevaba. Estimé que no tendría más de treinta años.

Doña Elvira, la cogió del brazo y la condujo a la mesa. En cuanto se sentó, las tres empezamos a comer sin decir nada. Aquella sopa con trocitos de pescado y con un ligero sabor a ajo, me sabía deliciosa, así que la tomé con avidez y terminé antes que ellas.

Mientras continuaban comiendo, les di las gracias a las dos varias veces. Doña Elvira asintió con la cabeza sonriendo, pero la joven que había dejado de mirarme desde que comenzó a comer, permanecía en completo silencio. Yo quería conversar con ella más que ninguna otra cosa, así que me presenté:

―Mi nombre es Aroa y soy la nueva profesora. ¿Cómo te llamas tú?

Ella levantó sus ojos hacia mí y, tras dudar un momento, me respondió con una voz extremadamente dulce y melodiosa:

―Soy Shasha.

Me pareció que de sus grandes ojos verdes salían destellos dorados y una leve sonrisa se dibujó en sus hermosos labios de color rosa. Me atreví a continuar hablando.

―Vivo en la cabaña cercana y esta mañana vi a alguien bailando en la playa. ¿Eras tú, Shasha?

La joven me miró fijamente, sin embargo, en sus ojos apareció un repentino enfado.

―¿Te molesta?

―¿Perdón? ―le pregunté desconcertada.

―Mi baile no le gusta a nadie. Dicen barbaridades como que soy una sirena y que bailo y canto para llevar a la perdición a los demás. ¿Qué opinas tú?

Me quedé boquiabierta ante sus palabras. Tras un incómodo silencio, y con la mirada de Shasha clavada en la mía, le respondí:

―A mí no me molesta, sino todo lo contrario, creo que bailas muy bien y que tienes mucho talento. Y en cuanto a las sirenas, no creo que existan.

Doña Elvira y Shasha intercambiaron una mirada.

―¿De verdad no crees que existan? ―me preguntó la joven.

―No, porque nunca he visto ninguna y no creo en lo que no puedo ver.

―Deberías tener cuidado en guardarte tus opiniones. Podrían molestar a la gente de aquí ―me advirtió Shasha.

―¿Ah sí? A ti no parece importarte mucho la opinión de los demás ―le dije con una sonrisa.

Shasha no dijo nada y comió deprisa las tres últimas cucharadas de sopa que le quedaban en el plato. En cuanto hubo terminado, me dijo poniéndose en pie:

―Disculpa, pero tengo cosas que hacer.

Shasha entró en el que debía ser su cuarto desapareciendo de mi vista. Tras unos pocos minutos, en cuanto doña Elvira terminó de comer, le di las gracias una vez más y me despedí de ella.

Iba caminando por la orilla del mar cuando oí la melodiosa voz de Shasha detrás de mí.

―¡Aroa! ¡Espera! ¡Espera!

Me detuve y cuando me alcanzó le dije en tono irónico:

―Creía que tenías cosas que hacer.

―Sí, así es. Tan solo quiero preguntarte si podrías enseñarme a leer y a escribir.

No supe qué responderle. Por un lado, quería estar cerca de ella, pero por otro tenía miedo. ¿Miedo de qué? No lo sabía. Porque aquella muchacha parecía encantadora, pero en su mirada había algo extraño, además del brillo dorado de sus ojos, había algo en ellos parecido a un enigma indescifrable. Tenía la sensación de que solo con mirarme, ella podía saberlo todo sobre mí, mientras que yo me sentía en desventaja porque detrás de su mirada parecía haber un muro infranqueable.

―Sí, por supuesto ―respondí finalmente, tratando de ocultar mi temor―.

―¿Podríamos empezar esta tarde? ―me preguntó con ilusión.

Yo dudé un momento, pero finalmente le respondí:

―Sí, acompáñame si quieres.

Shasha asintió y fuimos juntas a mi cabaña. Por el camino, ella me dijo que Mercedes, la anterior profesora, se negó a enseñarle nada y que, al igual que los demás, le tenía miedo. Aunque yo también le tenía miedo, desde luego no le dije nada. ¿Me habrían influido las advertencias de Damián? ¿O era su mirada lo que me provocaba temor?

Cuando llegamos a la cabaña, cogí de la maleta mi libro infantil preferido y se lo di. Shasha observó con atención las letras grandes y las ilustraciones.

―¡Es muy bonito! ―me dijo sonriendo―. ¿Con este libro es con el que enseñas a leer a los niños?

―Así es. Cuando consigas leerlo, podrás leer este ―le dije señalando el otro libro que había llevado conmigo en la maleta―. Estos dos libros los leí cuando era pequeña. Les tengo mucho aprecio porque sus historias me fascinaban. Gracias a ellos nació mi amor por la lectura.

Shasha me miró fijamente. Y de nuevo vi ese extraño brillo dorado en sus ojos que me inquietaba, pero que, de algún modo, también me atraía.

―¡Enséñame por favor! ―me suplicó con su hermosa voz.

―Claro, lo primero que vas a aprender va a ser el abecedario ―le dije y las dos nos sentamos en el raído sillón y comencé a enseñarle las letras.

Como alumna era magnífica, hacía tiempo que no encontraba a alguien con tan vivo interés por aprender. Así que se me pasaron las horas sin darme cuenta, hasta que empezó a anochecer.

―Ya se ha hecho tarde, si quieres vamos a dejarlo por hoy. Mañana por la tarde continuaremos ―sugerí.

―Me parece bien ―convino ella sin apartar su mirada del libro.

Casi no se veía ya, por lo que pensé en encender la lámpara de aceite, pero lo cierto es que no tenía la menor idea de cómo hacerlo.

―Shasha, ¿podrías ayudarme a encender la lámpara?

La joven me miró sorprendida.

―¿No sabes cómo encender la lámpara?

―No, nunca he utilizado ninguna.

―¡Entonces yo te enseñaré! ―exclamó con entusiasmo.

Y tras encender la lámpara me dijo:

―Ahora voy a bailar, ¿quieres venir a verme? Puedo enseñarte si quieres.

Deseaba verla bailar, más que ninguna otra cosa, pero yo no tenía ningún interés en aprender. Nunca tuve talento para el baile.

―Me gustaría verte. Sí, iré contigo. Pero yo prefiero no bailar ―le respondí.

Shasha, se levantó del sillón con agilidad y salió corriendo hacia la playa. Yo fui tras ella, y me senté sobre la arena contemplándola fascinada. Shasha sonreía mientras su vestido negro de flores, suave y ligero, flotaba en el aire. Cada vez que ella daba un salto, parecía volar. Aquella danza tenía algo que me llegaba al corazón que me conectaba con el mar, con luna y las estrellas y con algo más que no alcanzaba a entender.

Cuando terminó de bailar, se sentó a mi lado con la respiración agitada. Pensé que aquella joven era única y maravillosa. Noté que mi temor había disminuido considerablemente y por eso me encontraba mucho más relajada junto a ella.

―¿Qué sientes cuándo bailas? ―le pregunté.

Ella me miró con sus ojos verdes en los que, una vez más, había destellos dorados al reflejarse la luz de la luna en ellos.

―Me siento libre.

«¿Libre?» me pregunté en silencio ya que no entendía cómo podía sentirse libre en aquel asfixiante pueblo en el al parecer tan solo la anciana muda la quería. Pero no le revelé mi opinión.

―Bailar es maravilloso, deberías probar ―me dijo.

―Ya lo he probado y te aseguro que no se me da nada bien.

―¿Y qué más da eso?

No entendí su pregunta.

―¿Cómo que qué más da? Las cosas o se hacen bien o no se hacen ―le respondí con cierta tensión, pero con total convicción. Ella empezó a reírse.

―¿Entonces solo haces las cosas que se te dan bien? ―me preguntó sin dejar de reír.

―Sí, eso creo ―le contesté con acritud, pues, aunque su risa era maravillosa me incomodó.

―¿Pues sabes qué es lo que creo yo? Que te estás perdiendo muchas cosas hermosas de la vida. Además, ¿cómo sabes si estás haciendo algo bien?

Era una buena pregunta, pero me sentí incapaz de responder.

―¿Por lo que te dicen los demás? ―sugirió Shasha que, repentinamente, se había puesto seria.

Yo asentí, con pesar, pero realmente esa era justo la única respuesta posible. Para mí siempre había sido fundamental contar con el reconocimiento ajeno. Por eso, en el instituto de la ciudad me sentía tan frustrada, porque no obtenía el reconocimiento de nadie, por lo que no sabía si estaba siendo una buena profesora o no.

Shasha volvió a hablar:

―La opinión de los demás no importa. Lo que importa es disfrutar con lo que haces, aunque no se te dé bien y aunque a los demás no les guste.

―Pero, tú bailas porque se te da bien ―objeté.

―Bueno, esa es tu opinión. En cambio, a los vecinos de este pueblo les gustaría que no bailase o mejor aún, que ni siquiera existiese.

Al decir estas palabras, el rostro de Shasha se ensombreció.

―Pero eso es porque son supersticiosos ―le dije.

―Da igual el motivo, el caso es que no voy a dejar de bailar. No porque se me dé bien o mal. O porque les guste o no a los demás. Sino porque cuando bailo me siento muy bien.

―Creo que estás en lo cierto ―le dije sonriéndole. Aunque yo aún no deseaba bailar, pensé en la posibilidad de que ella me enseñase. Pero por el momento, preferí no mostrarle mi cambio de parecer―. ¿Y quién te enseñó a bailar?

Shasha me miró sonriéndome:

―Aprendí yo sola ―me respondió con los ojos rebosantes de destellos dorados.

Después, antes de que me diese tiempo a preguntarle nada más, se despidió de mí.

―Debo regresar con Elvira.

Asentí a pesar de que quería retenerla y continuar hablando con ella. Me ofrecí a acompañarla, pero no quiso.

―Mañana tienes que madrugar para ir al colegio. Los niños tienen mucha suerte de que hayas venido. Espero que te traten muy bien.

Y tras decir esto se marchó. Yo me quedé sentada en la arena siguiéndola con la mirada hasta que desapareció de mi vista. ¿Cómo podía ser que Shasha hubiese aprendido a bailar así de bien sola? «Qué muchacha más extraña», pensé deseando, por un lado, estar con ella de nuevo y por otro, regresar a la ciudad, a mi cómoda y "segura" vida de antes. 

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