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Capítulo 2

Al consultar la hora en la pantalla del móvil, vi que tan solo le quedaba un dos por ciento de batería. Así que necesitaba saber cuanto antes en dónde podría cargarlo. Me vestí y desayuné las dos últimas onzas de la tableta de chocolate que había llevado conmigo en el viaje. Ya no tenía ningún otro alimento.

Caí en la cuenta de que Mercedes no me había dicho la hora a la que empezaban las clases. Por lo que salí deprisa de la cabaña, en dirección al colegio. Eran las ocho y media de la mañana. En la ciudad las clases empezaban a las nueve, así que supuse que iba bien de tiempo. Hasta que, de pronto, contemplé la posibilidad de que en Urbiot comenzasen antes. Por ello, aceleré el paso aún más.

Pero, a pesar de que el pueblo era pequeño, me perdí y empecé a tener la sensación de estar caminando en círculos porque todas las callejuelas se me atojaban iguales. Estaba al borde de la desesperación cuando oí el canto de unos pajarillos. Estaban posados sobre la rama de un pino muy alto. No alcanzaba a verlos bien, pues estaban demasiado lejos, pero su dulce canto disipó por completo mi angustia.

Continué caminando por las callejuelas más calmada y con un ritmo más pausado, hasta que, al fin, logré encontrar el camino hasta la escuela. Cuando llegué estaba vacía. En la pantalla de mi móvil ponía que eran ya las nueve menos cinco pasadas y que tan solo le quedaba un uno por ciento de batería.

Me senté en la silla negra frente a mi mesa y esperé a que llegasen los niños. Mientras esperaba, el móvil se apagó y entonces un fuerte desasosiego se apoderó de mí. Pasó un largo rato ―o al menos esa fue la sensación que tuve―, y como por allí no aparecía nadie, decidí salir a recorrer las callejuelas con la esperanza de encontrar a alguien.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que por fin vi a un anciano enjuto, con el pelo blanco y la barba también blanca, que caminaba despacio apoyándose en un bastón. Tras saludarle le anuncié que era la nueva profesora y le pregunté:

―Disculpe, ¿sabe dónde están los niños?

―¿Los niños, dice? ―me miró arqueando una ceja.

Yo, desconcertada, permanecí en silencio mientras el hombre parecía reírse para sus adentros.

―Esos diablillos... no... no creo que quieran ir a la escuela ―murmuró.

El anciano clavó en mí sus pequeños ojos grises.

―¿Usted es la nueva profesora, dice?

―Así es ―le respondí con un tono amable, tratando de ocultar mi incipiente irritación.

No sé si el anciano percibió algo, el caso es que de pronto voz se tornó zalamera:

―Si quiere puedo ir a buscar a los chiquillos y anunciarles que ya está usted aquí.

―Sería un gran favor, pero prefiero acompañarle si no le importa.

―¡Ah! ¡Claro que sí! ―exclamó con una repentina alegría que me pareció fingida.

Él reanudó su marcha y yo le seguí.

―Por cierto, mi nombre es Damián. ¿Y usted es...? ―quiso saber sin dejar de caminar a su parsimonioso ritmo.

―Aroa ―le contesté sin mirarle.

―Aroa... un nombre curioso.

―¿Disculpe? ―no entendí que quería decir con "un nombre curioso".

―Nunca lo había oído antes ―me respondió riendo, lo cual aumentó mi crispación aún más. Pero no dije nada, me callé como siempre solía hacer, aunque algo me molestase mucho.

Caminamos un rato en silencio, hasta que, de pronto, recordé a la bailarina que había visto al amanecer y deseé preguntarle por ella, pero no me atreví. Sin embargo, la curiosidad empezó a crecer dentro de mi pecho tanto que no pude aguantarlo más y, haciendo acopio de valor, le pregunté por ella.

―Oiga, esta mañana, en la playa he visto a una mujer bailando y quería saber...

Damián se detuvo en seco, su rostro se contrajo en una horrible mueca y, clavando en mí sus pequeños ojos grises, me susurró:

―Esa muchacha llegó un día al pueblo, pero nadie sabe de dónde vino. La bondadosa doña Elvira la acogió hace ya casi dos años. La pobre es muda y siempre ha estado muy sola, por eso quizás se hizo cargo de la muchacha. O quizás la hechizó, porque la verdad es que lo más probable es que esa joven sea una sirena muy peligrosa. Mi consejo es que no se acerque a ella pues, con su canto, podría hechizarla a usted también.

Sentí que mi corazón comenzaba a palpitar con fuerza, sin entender las palabras de Damián. Yo, por supuesto, no creía en las sirenas ni en los hechizos ni en tonterías de esa índole. Además, el baile que contemplé me pareció sumamente hermoso. ¿Por qué ese anciano pensaba esas cosas de ella?

Damián continuó susurrándome:

―Debe tener usted mucho cuidado, porque viven en una cabaña en la playa, no muy lejos de la suya. ―Tras una pausa me advirtió con voz casi inaudible―: Hágame caso y manténgase alejada de esa muchacha.

Me sonreí para mis adentros ante la superstición de Damián, aunque sentí que en mi corazón aparecía un nuevo temor. Cuando presencié el baile pensé que por fin me estaba ocurriendo algo bueno, pero ¿y si era todo lo contrario? ¿Y si aquella misteriosa bailarina era realmente peligrosa? No porque fuera una sirena, eso estaba claro, pero ¿y si era peligrosa por otro motivo? Porque lo cierto es que era bastante extraño que una mujer bailase sola en la playa.

Me sentí muy inquieta y ya no quise saber más, por lo que no volví a hacerle más preguntas a Damián y deseé que él ya no hablase más sobre el tema. Por suerte, él tampoco parecía tener ganas de hablar, por lo que continuamos caminando en silencio. Anduvimos por varias callejuelas y, tras un rato, oí un fuerte griterío. Llegamos a una plaza y allí había cinco niños y una niña jugando con una pelota medio deshinchada.

―¡Ahí los tiene! ―exclamó Damián.

―¿Y los demás?

―¿Los demás, dice? ―me preguntó sorprendido.

―¿Sólo daré clase a estos niños? ¿No hay más niños en el pueblo?

El hombre rio con ganas.

―No, no hay más, este es un pueblo pequeño. Pero créame, serán más que suficientes. No se lo pondrán fácil, sobre todo esos dos ―me respondió señalándolos, aunque yo no alcancé a distinguirlos.

Damián se despidió de mí y se marchó. Yo me acerqué a los niños, pero ellos continuaron jugando ignorándome, como si fuese invisible. Les pedí a gritos que me prestaran atención y tan solo dos de ellos abandonaron el juego para aproximarse a mí. Tras decirles mi nombre y explicarles que yo iba a ser su nueva profesora, ellos me dijeron que se llamaban Carla y Juan.

―¡Eh, venid! ―gritó Juan―. ¡Aquí está nuestra nueva profesora!

Los otros niños se detuvieron de súbito y me miraron con un gesto sombrío. Carla, la que parecía la más pequeña de todos, me cogió de la mano.

―¿Daremos clase hoy? ―me preguntó.

―Hoy os dejaré el día libre, pero mañana quiero que estéis todos en el colegio a las nueve. El horario será de nueve a dos. ¿De acuerdo?

Carla y Juan asintieron, los otros cuatro niños se miraron entre ellos sin decir nada. Di unos pasos hacia adelante y me presenté:

―Mi nombre es Aroa, ¿cómo os llamáis vosotros?

―¡Váyase de aquí, no queremos otra profesora! ―me gritó el niño más alto y flaco de todos, probablemente el mayor.

Juan entonces replicó desafiante:

―¿Así que este habla ahora por todos vosotros? ¡Vamos, presentaos de una vez!

Pero los tres niños restantes se miraron entre sí cohibidos. Entonces, el niño más alto hizo un gesto con la cabeza y salió corriendo a toda velocidad, seguido por los otros tres.

De modo que me quedé sola con Carla y Juan.

―¿Qué les ocurre? ―le pregunté a Juan, cuyo rostro moreno estaba enrojecido.

―¡Que son unos idiotas, eso es lo que les ocurre!

―¡Juan, ya basta! ―intervino Carla―. No les insultes.

―Profesora, mi hermana y yo estaremos mañana en clase ―me dijo Juan y cogiendo a Carla de la mano, los dos se alejaron rápidamente.

Yo me quedé allí sola, a unos pocos pasos de la pelota medio deshinchada que los niños habían dejado abandonada. Mis nuevos alumnos eran demasiado extraños. Me sentí paralizada, sin saber a dónde ir, qué hacer, y preguntándome preocupada si los niños irían a clase al día siguiente o no.

Entonces recordé que necesitaba cargar el móvil y comprar comida. Deambulé sin rumbo por las callejuelas del pueblo, sin ver a nadie. Después de un rato, al fin, encontré una tienda. En la fachada ponía "Ultramarinos Salgar". Afuera había una mujer fumando. Calculé que tendría aproximadamente mi edad, unos cuarenta años. Llevaba el pelo castaño claro recogido en una coleta casi deshecha. Me aproximé a ella y le saludé con mi mejor sonrisa.

―Buenos días, soy Aroa, la nueva profesora.

La mujer me miró con una mirada distante y una mueca de desprecio apareció en sus finos y pálidos labios. Aun así, me dio la bienvenida, aunque no me dijo su nombre.

―Quisiera comprar comida y cargar el móvil.

―Pase ―dijo sin mirarme y entró en la tienda. Yo fui tras ella y me sorprendió el desorden que imperaba en aquel lugar. Las cosas estaban metidas y mezcladas en grandes cajas que se encontraban dispersas por el suelo.

―Coja lo que quiera. Pero aquí no podrá cargar el móvil porque no hay electricidad. Por eso que tampoco tenemos productos frescos.

Sentí una punzada en el estómago. Aunque ya había intuido que no podría usar el móvil, en realidad deseaba estar equivocada. Pero no, no estaba equivocada.

Como sabía que no encontraría nada entre aquel desorden, le pedí a la mujer directamente lo que quería.

―Por favor, necesito un reloj de pulsera y un despertador.

La tendera se acuclilló frente a una de las cajas y sacó de allí lo que le pedí con tanta apatía que enseguida me puse a buscar yo misma algunos alimentos. Para gran satisfacción mía encontré varias latas de conservas, un paquete de galletas, una tableta de chocolate, bolsas de frutos secos, una bolsa de pan de molde, un cartón de leche de almendras y una bolsa de naranjas. Lo dejé todo sobre el mostrador y le pedí que pusiera en hora ambos relojes. Ella hizo lo que le solicité sin abandonar su desgana. Así que en cuanto me dio una bolsa metí todas las cosas ahí, le pagué y salí apresuradamente de la tienda.

Afortunadamente, esta vez no me perdí y enseguida llegué a mi cabaña. A pesar de que el reloj de pulsera era muy tosco, me lo puse alrededor de la muñeca con indecible alegría. Después activé la alarma del despertador para que sonase a las ocho de la mañana y lo coloqué encima de la estantería, al lado del teléfono antiguo.

Puse la comida que había comprado sobre la mesita, echando a un lado las velas, la lámpara de aceite y la caja de cerillas. A pesar de que tenía mucha hambre, decidí comer más tarde, ya que solo era la una menos diez del mediodía. Me asomé a la ventana y vi que estaba muy nublado, así que salí a pasear por la playa por si llovía después.

Mientras caminaba descalza por la suave y fresca arena, me preguntaba: «¿Es esta la nueva vida que quiero? ¿Soy ahora más feliz que antes?». «No, claro que no» me dije, y una lágrima se escapó y rodó por mi mejilla. Me sentía sola y desamparada en un pueblo solitario con un puñado de personajes extraños.

Entonces recordé una vez más a la mujer que había visto bailar en la playa. Y sentí que la belleza había llegado a mi vida a pesar de todo. Pero, instantes después, el temor empezó a ganar terreno y no pude evitar pensar en si, tal y como me había advertido Damián, esa bailarina sería peligrosa.

Aunque no creía en las sirenas, sí creía en el refrán que dice «Cuando el río suena, agua lleva». El caso es que me dejé caer sobre la arena, sintiéndome agotada de nuevo y con el terrible temor de que nada bueno me ocurriría en aquel pueblucho.

Valoré durante un momento, la posibilidad de regresar a la ciudad. Pero entonces, recordé el baile de aquella misteriosa mujer, sus suaves y a la vez enérgicos movimientos. Quería volver a verla bailar más que cualquier otra cosa.

En ese momento empezó a lloviznar y el sol se asomó tímidamente entre las nubes originando hermosísimo arcoíris sobre el mar. Era un arco inmenso en el que conseguí distinguir sus siete colores a pesar de que estaban un poco difuminados y mezclados entre sí.

Estaba absorta contemplando el arcoíris cuando recodé la creencia de Damián en las sirenas. Sentí lástima por él, por creer en cuentos de hadas. «Pobre hombre» me dije. Me di la enhorabuena a mí misma por ser una persona tan racional y no dejarme llevar por creencias absurdas. Y con una repentina alegría me puse en pie. Seguidamente, y con gran determinación, caminé por la arena con el deseo de encontrar la cabaña donde vivían la anciana muda y la misteriosa bailarina.  

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