Capítulo 12
Shasha yacía sobre la orilla de la playa. Tenía el torso desnudo y sus piernas se habían transformado en una larga e irisada cola de pez. Lloraba porque no podía bailar y me suplicaba que la ayudase, pero yo no hacía nada. Tan solo la observaba con frialdad hasta que me desperté sobresaltada y sudorosa.
¿Qué significaba aquella pesadilla? ¿Sería una señal de que me estaba comportando de manera muy fría con Shasha? ¿Estaba siendo injusta con ella? Asentí apesadumbrada.
Miré por la ventana con el deseo de verla bailar como la vi bailar al amanecer de aquella inolvidable primera mañana en Urbiot. Pero ella no estaba, y sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos al recordar cómo le había hablado. Tenía que volver y disculparme con ella. Y no solo eso, tenía que declararle mis sentimientos. Sí, tenía que decirle que la amaba y que estaría a su lado siempre.
Sin embargo, acto seguido pensé en los niños, en que no podía abandonarlos de ese modo. Y me dije que no debía ver a Shasha, al menos por el momento. Sabía que le estaba haciendo daño, pero tenía que pensar en mis alumnos, ellos debían ser mi prioridad. Mi trabajo, mi vocación, era lo más importante para mí, siempre había sido así.
Y con estos pensamientos me dirigí a la escuela. Al cabo de un rato Rodrigo apareció por la puerta.
―¿Ya se ha decidido? ―me preguntó con las manos en los bolsillos de su chaqueta.
―Sí, he hablado con Shasha. No voy a verla más. Así que, por favor, dígale a Alicia que permita a sus hijos venir al colegio ―le respondí con tristeza.
―Ha tomado la mejor decisión. Si usted mantiene su palabra, mañana mismo asistirán sus alumnos a clase ―me aseguró con una sonrisa que me heló el corazón.
Yo asentí cansada, desolada. Quería que se fuese cuanto antes, pero Rodrigo permaneció en la entrada, inmóvil, mirándome con una mirada inescrutable.
―¿Quiere decirme algo más? ―le pregunté sin interés.
―Sí, verá... quisiera invitarla a dar un paseo por el pueblo.
―Lo siento, pero no tengo ganas de pasear ―le respondí con desgana.
―Bueno... lo cierto, es que el paseo es lo de menos. Hay más cosas que quiero decirle.
Me sentí sumamente incómoda. ¿Qué pretendía? ¿Seducirme quizás?
―No me interesa saber nada más. Ya ha conseguido lo que quería, ya no veré a Shasha, así que puede estar contento.
―¿Contento? Después de todo lo que le he contado, ¿de verdad piensa que puedo estar contento?
Él dio unos pasos acercándose a mí. Sentí que me faltaba el aire.
―Si no le importa, quisiera estar sola.
―Está bien, como quiera, usted se lo pierde ―replicó con acritud y se marchó vacilante.
Cuando Rodrigo salió por la puerta, me llevé las manos a la cabeza. Estaba muy angustiada, solo sentí algo de consuelo porque los niños vendrían a clase al día siguiente. Pero en realidad, lo que más deseaba en este mundo era estar con Shasha, así como verla bailar y reír.
Cuando dieron las dos del mediodía salí del colegio y me dirigí a la taberna del pueblo para comer. Tan solo estaba el hombre solitario que había visto el día anterior. Me dirigió una mirada sombría y luego se abstrajo leyendo un periódico muy arrugado.
Me senté a una mesa y Felipe me atendió con amabilidad. Enseguida me sirvió una comida que estaba muy buena, pero la soledad y la tristeza me embargaban y no pude evitar echar de menos a Shasha y doña Elvira.
Cuando hube terminado, me dirigí a mi cabaña. Todo aquello me parecía una locura. Y lo peor era que yo estaba enredada en aquella locura. Pasé toda la tarde sola, pensando en Shasha, deseando escuchar su voz. ¿Sería su canto tan hermoso como para enamorar a alguien? ¿Por qué a mí no me había cantado nunca?
Durante la noche apenas dormí unas pocas horas. En cuanto amaneció me puse en pie y caminando de un lado a otro por la cabaña, le daba vueltas y vueltas a todo cuanto me habían dicho Shasha, Damián, Jacobo, Rodrigo, Juan y Carla. Sentía como si cada uno de ellos me hubiese dejado unas cuantas piezas de un puzle para unirlas y entenderlo todo al fin. Sin embargo, aún me faltaban demasiadas piezas y, además, nunca había sido buena armando puzles.
De esta forma, sin dejar de cavilar, dieron las ocho de la mañana. Desayuné y me dirigí al colegio. Para mi alegría todos los niños acudieron a la escuela. Intenté mantenerme animada para motivarles en el aprendizaje, pero no podía dejar de pensar en Shasha.
Así que, sin poder contenerme por más tiempo, interrumpí la lección de aritmética que les estaba enseñando para averiguar sus opiniones sobre las sirenas. Quizás mis alumnos podrían darme más piezas del puzle o ayudarme a armarlo.
―Atención, por favor, ahora vamos a dejar las matemáticas y vais a escribir una redacción sobre las sirenas. Contadme todo lo que sepáis y creáis sobre ellas.
Los niños parecieron sorprendidos, pero no dijeron nada y comenzaron a escribir. En cuanto terminaron les pedí que leyeran en voz alta lo que habían redactado. Las historias que me contaron fueron las típicas: que las sirenas eran seres malignos y que con su canto provocaban la perdición y la muerte de los marineros. Sin embargo, Carla me sorprendió cuando leyó su redacción. Decía que la mayoría de las sirenas eran seres bondadosos que cuidaban del mar y que con su hermosa voz cantaban canciones para defenderse si se veían en peligro.
Yo me quedé sorprendida con esta visión de Carla y no pude evitar recordar lo que me contó Shasha respecto a por qué le cantó una canción a Rodrigo. Al final, para terminar, les dije:
―Quiero que entendáis una cosa: las sirenas no existen en la realidad, son solo un mito. Por eso es absurdo que penséis que Shasha, la joven que vive con doña Elvira, es una sirena. Quiero que aprendáis a razonar y que no os dejéis llevar por las supersticiones de los demás.
―¡Las sirenas son reales! ―gritó Juan con violencia.
―Juan, ¿alguna vez has visto a una sirena con tus propios ojos? ―le pregunté.
El muchacho negó con la cabeza, pero aseveró:
―Aunque no haya visto ninguna, todos en el pueblo sabemos que existen.
―¿Y por qué lo sabéis? ―le pregunté escéptica.
―¡Porque Gonzalo nos contó que fue una sirena quien mató a mi padre! ―volvió a gritar Juan poniéndose en pie y mirándome con sus ojos rebosantes de cólera.
Yo me quedé muda por unos instantes, después le dije con voz trémula:
―Lo siento mucho, Juan.
Entonces decidí dejar el tema de las sirenas y continué con la clase de aritmética hasta que dieron las dos.
Antes de que se marchara le pregunté a Juan dónde podía encontrar a Gonzalo porque quería hablar con él, pero el muchacho no me respondió. Yo suspiré con tristeza y en ese momento me preguntó:
―¿Por qué quiere hablar con Gonzalo? ¿Para decirle que las sirenas no existen?
―No, claro que no, Juan. Solo quiero hablar con él. Nada más.
Entonces Carla intervino:
―Gonzalo come todos los días en la taberna. Si va ahora le verá.
Le di las gracias a la niña y seguidamente le pregunté con suavidad:
―¿Y tú, Carla, por qué piensas que la mayoría de las sirenas son seres bondadosos, si supuestamente una sirena acabó con la vida de tu padre?
―Yo creo que fue una sirena mala la que mató a nuestro papá. Pero no por eso todas las sirenas son malas. En realidad pienso que la mayoría son criaturas bondadosas.
Traté de sonreírle a la niña, pero no pude. La tristeza me oprimía el corazón. ¡Las sirenas no existen!», deseé chillar con todas mis fuerzas, pero me contuve y no dije ni una palabra más.
Cuando se hubieron ido los niños del colegio, salí y me dirigí a la taberna con la inteción de hablar con Gonzalo. En cuanto llegué saludé a Felipe y me desilusioné al ver que allí no había nadie más aparte de él.
Sin embargo, en cuanto me senté a una mesa, apareció el hombre solitario y de gesto sombrío que había visto los dos días anteriores en la taberna. Me dije que ese debía ser Gonzalo.
El hombre se sentó en una silla de espaldas a mí. Era un individuo que imponía por su seriedad y robustez, aun así, me armé de valor y me acerqué a él.
―Disculpe, ¿es usted Gonzalo?
El hombre me miró con una mirada hosca, sin decir nada.
―Soy Aroa, la maestra.
Gonzalo frunció el ceño.
―¿Qué es lo que quiere, maestra?
Su voz ronca y profunda me intimidó aún más que su apariencia, pero decidí continuar con la conversación.
―Hoy me he enterado de que usted afirma que vio una sirena en el mar.
El hombre clavó sus ojos en los míos.
―Así es, vi una sirena. Sí, la vi perfectamente y también oí su canto, y por muy poco no acabó con mi vida.
―Por favor, ¿puede hablarme un poco más de ella?
Tras formular esta pregunta, sin pedirle permiso, me senté frente a él. El hombre pareció quedarse perplejo.
―¿Qué quiere que le diga?
―¿Cómo era la sirena?
―Era muy hermosa y su canto también era muy hermoso.
―Según me han contado, usted navegaba junto al padre de Juan y de Carla.
―Sí, así es. Yo iba con Alejandro, el padre de esas dos pobres criaturas. Oiga, ¿a dónde quiere ir a parar con estas preguntas?
―Tan solo quiero entender lo que ocurrió.
―Pues no hay mucho que entender. Íbamos Alejandro y yo solos en el barco. La mar estaba tranquila, hasta que, de pronto, empezó a agitarse, y, entonces oímos un precioso canto. Enseguida descubrimos que quien cantaba era una sirena. Era una mujer con la piel muy blanca, el pelo largo y negro y unos ojos que brillaban como el oro. Nos hipnotizó a los dos y Alejandro se lanzó por la borda. Yo iba a hacer lo mismo atraído de una forma irresistible, pero ella dejó de cantar. Entonces fue como si despertara de un sueño y me horroricé de lo que acababa de ocurrir. Llamé a Alejandro con todas mis fuerzas, pero fue inútil, la sirena se lo había llevado.
No entendía nada. ¿Qué explicación racional podía tener aquella historia? Ese hombre parecía totalmente convencido de lo que contaba.
―¿Y usted qué opina de la joven que vive con doña Elvira? ―le pregunté apresuradamente.
Una sonrisa apagada apareció en los labios de Gonzalo.
―Ya conozco su historia con ella.
―¿Historia?
―Sí, se rumorea que ustedes dos se han hecho muy amigas.
―¿Y a usted le parece mal?
―Esa mujer es una sirena, sin duda. Por eso es muy peligrosa y debería mantenerse alejada de ella. Ese es mi consejo.
―Su consejo es el mismo que el de muchas personas de este pueblo con las que he hablado. ¿Y qué me dice de doña Elvira? A ella no le ha hecho ningún daño.
Gonzalo carraspeó.
―Mire, usted haga lo que quiera. Yo solo le digo que en el pueblo todos sabemos que esa chica es una sirena. Y doña Elvira también lo sabe. Lo que ocurre es que esa mujer es un alma bendita y nunca le da la espalda a nadie, ni siquiera a los monstruos. También puede ser que sepa como mantenerla a raya porque doña Elvira tiene poderes.
Yo me quedé pensativa. Entonces Gonzalo me preguntó:
―¿Por qué no se marcha de Urbiot? He oído que usted antes vivía en la ciudad. ¿Por qué no regresa allí?
Sentí ganas de llorar. Otra persona más que no entendía por qué quería quedarme en el pueblo. Me levanté deprisa de la silla.
―Debo marcharme ya. Gracias por hablar conmigo, Gonzalo.
El hombre me miró con su gesto hosco y comenzó a comer la comida que acababa de servirle Felipe.
Yo salí de regreso a mi cabaña. No había comido nada, pero no me importó porque no tenía hambre. No sabía qué podía hacer. Estaba desesperada. ¿Cómo iba a ser Shasha una sirena? «No, no, las sirenas no existen» me repetía una y otra vez, dándole vueltas y vueltas a todo lo que me había dicho Gonzalo.
Sentí el nudo del estómago apretado, muy apretado. Ya no sabía a quién creer. Deseaba ver a Shasha con todas mis fuerzas. Entonces se me ocurrió algo: tenía que hablar con doña Elvira. Ella sabía más de Shasha que ningún otro lugareño. Y estaba convencida de que ella me diría la verdad porque aquella mujer tan bondadosa sería incapaz de mentirme. Lo que tenía que conseguir era verla a solas.
Entonces tuve una idea: cuando estuviese en la escuela fingiría encontrarme mal para que doña Elvira acudiese a mí y yo aprovecharía a hablar con ella y así averiguar la verdad. «¿Verdad? ¿Qué verdad? ¿Y si me dice que Shasha es una sirena? ¿Qué haré?», me pregunté súbitamente sin saber la respuesta.
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