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Capítulo 11

Cuando llegué al lugar donde vivía Rodrigo me quedé boquiabierta. La mansión, cuya fachada era de color marfil, estaba rodeada por un bonito y cuidado jardín con una piscina en el centro. Me acerqué a la verja de hierro para continuar admirando aquella propiedad tan lujosa que contrastaba con la pobreza y el descuido de Urbiot.

Misteriosamente, a unos pasos a mi derecha, vi que la verja estaba abierta, por lo que pude acceder al jardín. Tras caminar un rato, llegué a la entrada de la mansión que se alzaba ante mí con majestuosidad y pulsé muy intimidada el timbre de la puerta.

Instantes después abrió una mujer. Se quedó mirándome sin decir nada y me pregunté quién sería. Era alta y muy delgada, tenía los ojos grandes y negros, muy vivos; y el cabello castaño, oscuro y rizado le caía sobre los hombros.

―¿Quién es, Catalina?

Enseguida Rodrigo apareció junto aquella mujer. Pensé que hacían una pareja magnífica. La belleza de los dos era asombrosa. Pero enseguida me reproché tener estos pensamientos tan triviales y menos en una situación tan delicada como aquella.

―Buenos días, Aroa. ¿Qué le trae por aquí? ¡Ah! Déjeme adivinar: Los niños no han acudido hoy a clase ―me dijo descaradamente―. Cariño, déjame que yo me encargo de la profesora ―le dijo a la mujer en un tono burlón.

Una vez que ella se perdió en el interior de la mansión, Rodrigo se dirigió a mí sin abandonar su tono burlesco:

―Bien, usted ha venido a suplicarme que ordene que los niños vayan de nuevo al colegio. ¿Me equivoco?

Cerré los puños con fuerza. Entonces él continuó diciendo:

―Vayamos a comer y hablemos. ¿Le parece? ―el tono que empleó para hacerme la pregunta acompañado de su sonrisa le hacían parecer un hombre además de guapo sumamente amigable.

¿Qué me estaba pasando? ¿Amigable? ¿Como podía pensar aquello de alguien como él? Se estaba burlando de mí y, sin embargo, me sentía incapaz de replicar.

―Vayamos a la taberna ―propuso.

Él salió de la casa apartándome a un lado y cerró la puerta tras de sí. Me quedé un momento con la mente en blanco, hasta que al fin reaccioné:

―¿A qué está jugando?

Rodrigo rio sonoramente.

―Creo que es una mujer muy inteligente, estoy seguro de que encontrará la forma de que acceda a que los niños continúen asistiendo al colegio.

Al oír aquellas palabras no fui capaz de entender el verdadero significado que contenían. Solo me centré en que me acababa de decir que era inteligente por segunda vez. No había un adjetivo que me gustase más que aquel. Era consciente de que lo había dicho con sorna, pero aun así, me gustó.

Todavía no entiendo qué me ocurrió. De pronto me convencí de que hablando lo solucionaría todo. Por eso accedí a ir a comer con él.

Enseguida llegamos, pues la taberna estaba muy cerca de la mansión. En cuanto nos sentamos a una de las mesas, el tabernero nos atendió con presteza.

―A mí ponme lo de siempre, Felipe.

―Enseguida. ¿Y usted, señorita, qué tomará?

Yo no supe qué pedir.

―Ponle lo mismo que a mí ―le ordenó Rodrigo resueltamente.

―Muy bien ―dijo el tabernero, asintiendo con la cabeza y sonriendo levemente.

Era la primera vez que entraba en la taberna de Urbiot y Felipe me pareció un hombre muy amable y servicial, pero estaba claro que la presencia de Rodrigo le intimidaba.

Entonces me pregunté: «¿Y si necesito ayuda, a quién se la pediré?». Los otros tres hombres que se encontraban allí estaban a lo suyo. El que se hallaba solo sentado a una mesa tomando una cerveza, me miró un momento, pero enseguida desvió su mirada. Tendría unos cincuenta años. Los otros dos eran dos ancianos, que estaban en la barra hablando quedamente y mirándonos de cuando en cuando con disimulo.

Cuando dirigí mi atención a Rodrigo, me di cuenta de que me estaba observando sonriente, como quien está viendo un espectáculo cómico. Me sentí ridícula.

―Bueno, Aroa. Cuénteme ¿qué tal le está yendo en el pueblo?

Respiré hondo y recobré algo de ánimo.

―Me estaba empezando a ir bien, hasta que apareció usted.

Rodrigo soltó una carcajada. Era increíble la naturalidad con la que aquel hombre se reía de mí en mi cara.

―¿Qué es lo que quiere, aparte de intimidar a los vecinos de este pueblo? ―le pregunté hastiada.

―Ya veo. Supongo que le han hablado de mí, y no muy bien precisamente ―respondió él con suavidad.

―Por desgracia usted atemoriza a las personas para que no hablen.

―¿Atemorizar? ¿Yo? Le aseguro que aún no le he mordido a nadie ―me dijo enfatizando la palabra "aún".

Entonces me di cuenta de que ahora sí deseaba morder a alguien, y ese alguien era yo. Un escalofrío recorrió mi espalda.

―¿Se ha quedado muda? ―me preguntó con una sonrisa ladeada. Y en ese momento le encontré increíblemente aterrador. Ni siquiera su belleza podía cubrir el mal que llevaba dentro.

No sé si él se dio cuenta, el caso es que no dijo nada más y, tras un rato, Felipe nos sirvió la bebida y la comida. Nos puso a cada uno una jarra de cerveza y un plato de pescado y arroz. Rodrigo empezó a comer con avidez. Yo comía muy despacio, mirándole de cuando en cuando. Esperaba que dijera algo, pero no decía ni una palabra y evitaba mi mirada.

Deseé irme de allí, pero aguardé. Tenía que conseguir llegar a un acuerdo para que los niños pudiesen regresar al colegio.

―Rodrigo, ―dije su nombre despacio y suavemente, con la intención de adularle― yo no le conozco a usted y usted no me conoce a mí. Pero de lo que sí que estoy segura es que si es el alcalde del pueblo es porque sabe tomar decisiones acertadas ―Rodrigo me miró mientras masticaba insistentemente la comida. Yo continué hablando―: Y creo que apartar a los niños de la escuela no es precisamente la mejor decisión, porque la educación de los niños es fundamental para...

―Pare, por favor ―me dijo cerrando los ojos, dejando los cubiertos sobre el plato y echándose hacia atrás de la silla apoyando la espalda sobre el respaldo. A continuación, me dijo mirándome fijamente―: Ustedes las maestras llegan aquí y piensan que están haciendo una obra de caridad al darles clases a unos pocos niños pobres e ignorantes de un remoto pueblo de pescadores. Vienen con sus ideas y quieren imponerlas a quienes vivimos aquí. Pero son ustedes, las que vienen a Urbiot quienes tienen que aprender de nosotros y adaptarse. ¿Me entiende?

―¿Y a qué se supone que debo adaptarme? ¿A discriminar a una joven que no le ha hecho mal a nadie?

―Usted no sabe nada de ella. Piensa que la conoce, pero créame, no sabe quién es ni de dónde ha salido. ¿Me equivoco?

Me quedé helada, era cierto, no sabía nada de ella.

―¿Quiere saber quién es realmente? ¿Quiere que yo se lo cuente? ―preguntó él mirándome a los ojos.

Mis manos empezaron a temblar y las oculté debajo de la mesa.

―Esa muchachita, apareció en la playa una noche y doña Elvira la encontró y la acogió. Cuando los vecinos se enteraron me pidieron que fuese a verla. Maldigo el día que la conocí. Nada más verme comenzó a cantar una canción en un lenguaje que no logré entender. ¿Y sabe que me ocurrió? Que me enamoré perdidamente de ella. Yo tenía a mi mujer y a mi hijo. Pero aquella joven se interpuso entre mi familia y yo. ¿Y sabe qué ocurrió después? Que mi mujer me abandonó llevándose a nuestro hijo, y aunque los he buscado por todas partes no he conseguido encontrarlos. ¿Sabe lo desesperante que puede llegar a ser? A pesar de haber perdido a mi familia estaba tan enamorado de ella que le pedí que se viniese a vivir conmigo, ¿y sabe lo que me dijo? Que no era nadie para ella ni lo sería jamás. Y así fue como descubrí que esa chica es una sirena.

Yo me quedé atónita con lo que me acababa de contar. ¿Quién me engañaba? ¿Shasha o Rodrigo? ¿O quizás los dos?

―Y la mujer que me ha recibido en su casa. ¿Quién es?

―Es Catalina, mi segunda esposa.

―¿Y qué me dice de Alicia?

Rodrigo carraspeó nervioso.

―Oiga, no tengo por qué continuar hablándole de mi vida privada. Solo quiero que entre en razón y se dé cuenta de que esa chica es peligrosa y que debe mantenerse alejada de ella.

Yo hice como si no le hubiese escuchado.

―Así que Shasha arruinó su matrimonio. Y por otro lado, usted arruinó el matrimonio de Alicia y Jacobo. ¿Por qué?

Apareció un brillo fugaz en la mirada de Rodrigo.

―Ya le he dicho que no quiero seguir hablando de mi vida privada.

Él continuó comiendo con rapidez y yo no sabía qué decir. Pensé con dolor en Shasha. ¿Sería verdad lo que me acababa de contar Rodrigo? Tenía que hablar con ella y aclararlo todo.

En cuanto hubo terminado de comer, el alcalde se levantó de la silla.

―Aroa, piense con detenimiento en lo que le he contado. No quiero que esa mujer le haga daño ni a usted ni a nadie más. Entiéndame. Si deja de verla, yo no tendré inconveniente de que los niños regresen al colegio. Solo estoy intentando protegerla. Eso es todo.

Yo no repliqué. Rodrigo fue hacia la barra y pagó su cuenta a Felipe. En mi plato aún había un trozo de pescado. Una vez que Rodrigo salió de la taberna, me quedé abstraída mirando ese trozo, el único trozo que me quedaba por comer. Y mientras lo observaba una pregunta vino a mi mente: ¿Quién era realmente Shasha? ¿Cómo podía decir Rodrigo que se había enamorado de ella al oírla cantar?

Lo había dicho con tanta seguridad y naturalidad que no me pareció que me estuviese mintiendo. Pero yo nunca había oído a Shasha cantar. Y además aunque cantase, ¿cómo iba a enamorar a alguien con una canción? «A no ser... a no ser que sea una sirena... ¡Pero las sirenas no existen!», me dije completamente turbada.

En cuanto apuré la jarra de cerveza y tragué el último trozo de pescado, le pagué a Felipe y salí de la taberna rápidamente, en dirección a la cabaña de doña Elvira. Al llegar allí vi que Shasha estaba caminando por la orilla de la playa. Me aproximé a ella y le saludé.

―¡Hoy no viniste a comer! ¡Elvira y yo te hemos echado de menos!

―Shasha, tengo que hablar contigo. He estado con Rodrigo y me ha contado algo que no puedo entender.

Atropelladamente, le relaté todo lo que me había dicho el alcalde. El rostro de Shasha se ensombreció, bajó la mirada y una lágrima rodó por su mejilla.

―Sí, lo que te ha contado es cierto.

En aquel momento sentí que todo a mi alrededor se desmoronaba.

―¿Es cierto? ¿Quieres decir que tienes el poder de enamorar a alguien cantándole una canción?

Shasha me miró con una profunda desesperación en sus grandes ojos verdes. 

―¡Él es un mal hombre, Aroa! Lo supe en cuanto le vi aparecer por la puerta y yo me defendí de esa forma. Sí, le canté una canción. Esa canción brotó de mí, no sé cómo, pero surgió sin más y al oírla él se quedó hipnotizado. No sabía que hacer. Entonces, le ordené que se marchase y él me obedeció. Lo que yo no sabía es que aquella canción le haría enamorarse de mí, porque pocos días después regresó para pedirme que me fuese a vivir con él.

―¿Por qué no me lo contaste, Shasha?

―Porque no quería que tú también pensaras que soy una sirena. Aroa, tú eres muy importante para mí. No quiero perderte.

Yo ya no sabía qué creer. Evité su mirada.

―¡Por favor, Aroa!

―Shasha, cuéntame la verdad, ahora mismo. Necesito que me lo cuentes todo.

―Ya te dije que no recuerdo nada de mi pasado.

Esta vez no la creí.

―A mí me parece que sí te acuerdas de tu pasado. Lo que ocurre es que prefieres ocultármelo.

Shasha sollozó.

―Lo siento, pero será mejor que dejemos de vernos. Creo que no estás siendo sincera conmigo ―le solté con rudeza.

―¡No, por favor! ―me suplicó con voz desesperada.

―Ahora mi prioridad deben ser los niños. Lo siento, Shasha.

Y tras esas cortantes palabras, me marché dejándola sola. Me sentí terriblemente mal y cuando llegué a mi cabaña lloré amargamente. Pero ya no había vuelta atrás. Me tumbé en el catre sin dejar de darle vueltas a la cabeza. ¿De verdad Shasha podía enamorar a alguien cantándole una canción? ¿Era una sirena? No, claro que no. Pero me di cuenta de que ya no estaba tan segura como antes.

Me sentía atrapada en una tela de araña. Me lamenté de no haber hecho caso a Jacobo cuando me dijo que me fuera del pueblo. Otra vez había tomado una mala decisión. Otra vez me había equivocado. Estaba claro que jamás encontraría la felicidad, porque estaba condenada a ir de fracaso en fracaso. 

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