Capítulo 10
Al día siguiente, tal y como me había advertido Rodrigo, no apareció ningún alumno en el colegio. Esperé media hora, por si llegaban tarde, pero nadie acudió a clase. Así que cogí mi bolso y me dirigí a la tienda de ultramarinos.
Alicia estaba fuera barriendo el suelo. En cuanto me vio, me dio la espalda y comenzó a barrer con mayor velocidad.
―Buenos días, Alicia.
Ella me ignoró.
―Quisiera saber por qué no han venido los niños al colegio.
La tendera se detuvo bruscamente y apuntándome con la escoba, me gritó:
―¿Por qué me lo pregunta? ¡Usted ya lo sabe! ¡Hágale caso a Rodrigo y mis hijos volverán a la escuela!
―¡¿Hacerle caso?! ¡¿Al igual que usted?! ―le chillé fuera de mí.
Alicia me fulminó con la mirada.
―¡Usted no tiene ni idea de nada! ¡Márchese de Urbiot tal y como le recomendó mi marido!
―¡No, no me voy a ir! Y es verdad, no tengo ni idea de nada, ayúdeme a entender qué es lo que ocurre en este maldito pueblo.
Alicia, me gritó furiosa:
―¡No voy a explicarle nada! ¡Váyase de una vez!
Me di por vencida. Con aquella mujer era imposible razonar. Pensé que los niños quizás estuviesen en la plaza a la que me llevó Damián hacía unos días. Caminé hasta allí con la esperanza de encontrarlos. Ya que no podía hablar con la madre, trataría de hablar con ellos.
Cuando llegué a la plaza, vi que Carla y Juan estaban sentados en un banco. Al verme, me saludaron con la mano. Yo les devolví el saludo y me acerqué a ellos.
―¿Cómo es que no venís a la escuela?
Carla y Juan cruzaron una mirada tensa.
―Alicia nos lo ha prohibido ―me respondió Carla.
―¿Os ha dicho por qué?
―No, solo nos ha dicho que si no la obedecemos nos echará de su casa ―intervino Juan.
Resoplé, me senté en el suelo frente a los dos y las lágrimas acudieron a mis ojos.
―Señorita Aroa, por favor, no llore ―trató de calmarme Carla.
―Es que no entiendo nada ―les confesé enjugándome las lágrimas con el dorso de la mano.
―Todo es por culpa de Rodrigo ―dijo Carla y Juan le golpeó en el brazo.
―Tenemos prohibido hablar de él ―le regañó Juan.
―Lo sé, pero me dan igual las prohibiciones. ¡Estoy harta! ―replicó Carla―. Señorita Aroa, yo iré a clase. Vayamos al colegio ahora.
Al oír estas palabras su hermano se puso rojo de ira.
―¡Ni hablar! ¡Tú no vas a ninguna parte!
―¡Estoy harta de los adultos, pero también de ti, Juan! ¡No tengo por qué obedecerte!
―¡Claro que tienes que obedecerme! ¡Soy tu hermano mayor!
Discutían a tanta velocidad que me sentí aturdida. Quería intervenir para tranquilizarles, pero no fui capaz, ya no me quedaban fuerzas. Carla se levantó del banco de un salto y comenzó a tirar de mi brazo para que me levantase del suelo.
―Señorita, Aroa, vámonos ya, por favor ―gimoteó.
Juan nos miró a su hermana y a mí alternativamente con una mirada llena de furia, como si nos estuviese perdonando la vida.
―Muy bien, haz lo que quieras. Pero luego no me vengas llorando cuando Alicia no te deje entrar en su casa.
Y dicho esto, Juan se levantó del banco y se alejó de nosotras. Yo quería suplicarle que no se fuese, pero me sentí demasiado agotada para intentar convencerlo. Momentos después, conseguí reunir fuerzas para preguntarle a la niña:
―Carla, ¿tú qué sabes de la muchacha que vive con doña Elvira?
Ella pareció dudar un momento.
―Dicen que es peligrosa, que no nos acerquemos a ella. Pero yo no pienso que sea peligrosa.
Me sorprendió su respuesta.
―Dime, ¿por qué no piensas que sea peligrosa?
―Es un secreto ―Carla calló por un momento, luego continuó susurrándome al oído―: Un día fui sola hasta la cabaña de doña Elvira sin que nadie me viera, porque sentía curiosidad. La chica me abrió la puerta, me dijo que se llamaba Shasha y fue muy simpática conmigo. Incluso me regaló una muñeca que había hecho ella misma. Muy bonita. La tengo escondida debajo de la cama. ¡Por favor, señorita, Aroa, prométame que no se lo dirá a nadie!
―Te lo prometo, Carla.
Me quedé pensativa, Shasha no había mencionado a Carla en ningún momento. Era lo normal ya que se trataba de un secreto. Y entonces me pregunté cuantos secretos más me ocultaba Shasha.
―Mira Carla, yo también creo que Shasha es una joven encantadora y que no hay ningún motivo para tenerle miedo ―al decir estas palabras sentí que estaba siendo una hipócrita. ¿Acaso no sentía miedo a veces cuando estaba con ella? Un miedo irracional, sí, pero miedo, al fin y al cabo―. No quiero que tengas problemas con Alicia. Vamos a buscar a tu hermano y te quedarás con él.
―¡Pero yo no quiero ir con Juan! Cuando se enfada es insoportable.
Pensé con rapidez.
―Entonces te llevaré con Alicia y después iré a hablar con Rodrigo para solucionar esto. Pero mientras tanto debes hacer lo que te han ordenado. ¿De acuerdo?
Carla gimoteó.
―No, no vaya por favor. Ese hombre es malo, muy malo.
Iba a preguntarle por qué decía que era malo, cuando una voz nos sobresaltó a las dos:
―¿Quién es malo?
Me giré y vi que se trataba de Damián que se acercó a nosotras a un ritmo más rápido de lo normal en él.
―¿Qué ocurre, señorita Aroa?
Yo miré a Carla, ella estaba llorando.
Damián se sentó en el banco frente a nosotras dos. Tan solo le expliqué que Rodrigo había prohibido que vinieran mis alumnos a clase porque yo estaba relacionándome con Shasha.
―Ya se lo advertí, señorita Aroa. Que se mantuviese lejos de esa joven.
―No tiene ningún sentido. ¿Usted sabe si Rodrigo la conoce?
Damián pareció dudar, sus labios temblaron ligeramente. Desvió la mirada y finalmente musitó:
―No lo sé.
Supe que me estaba mintiendo.
―Está bien ―dije―. Llevaré a Carla con Alicia y después iré a ver a Rodrigo.
Carla que no había dejado de llorar se quejó:
―¡Pero yo quiero dar clase!
―Confía en mí, ¿de acuerdo? Voy a hacer todo lo posible para que os dejen ir al colegio. No te preocupes.
Le pregunté a Damián sobre el paradero de Rodrigo y una vez me dio las indicaciones para llegar a su mansión, donde me dijo que seguramente estaba, nos despedimos y llevé a Carla a la tienda de ultramarinos. En cuanto Alicia vio a la niña, le pidió que la ayudase y a mí ni me miró.
Me alejé de allí, decidida a ir a ver a Rodrigo con una valentía desconocida en mí. Sin embargo, por dentro el dolor me embargaba, pues sentía que la felicidad se desvanecía y no podía hacer nada por retenerla. Instantes después la rabia comenzó a apoderarse de mí. Apreté los puños de ambas manos. No, Rodrigo no podía salirse con la suya.
Lucharía, no me rendiría fácilmente. ¿O tal vez sí? No tenía forma de saberlo. Lo cierto es que estaba muy cansada, física y emocionalmente. Sin embargo, al pensar en Shasha tuve la sensación de que el cansancio disminuía. Sin duda alguna, aquella joven se había convertido en alguien muy importante para mí.
Deseé estar con ella en aquel mismo instante. Y entonces me di cuenta de que me había enamorado de ella. Sí, me había enamorado de su dulzura y de su forma de bailar, de mirarme, de hablar, de reír... todo en ella me gustaba. Lo único que me causaba inquietud era que sentía que me ocultaba cosas y me dolía que no quisiera compartirlas conmigo.
La mayoría de los habitantes de Urbiot pensaban que era peligrosa, y en el fondo, aunque no quisiera aceptarlo, yo también lo pensaba. Entonces, ¿por qué continuaba queriendo estar cerca de ella?
Además, ahora que era consciente de que me había enamorado de Shasha, sabía que sufriría ya que lo más probable era que ella no me correspondiese. Así había sido durante toda mi vida: las mujeres de las que me enamoraba me rechazaban o me manipulaban. ¿Por qué ahora sería diferente?
Me había prometido a mí misma no repetir el mismo error. Si ninguna mujer era capaz de amarme, no volvería a enamorarme jamás. Y llevaba años relativamente tranquila hasta ese momento en el que me acababa de dar cuenta de lo que sentía por Shasha.
Todo este tiempo había pensando que las dos podíamos ser buenas amigas. Sin embargo, en realidad, lo que yo deseaba era que ella me amase. Lo deseaba con todas mis fuerzas. «¡Shasha, Shasha, no me rechaces, por favor!», pensé con amargura infinita. Ante su posible rechazo, sentí un fuerte temblor en las piernas y tuve que apoyarme en la pared de una casa para no caerme. Repentinamente un intenso dolor se apoderó de mi corazón y las lágrimas recorrieron mi rostro. Me senté en el suelo aturdida y asustada.
«A veces hay que arriesgarse, aunque parezca que todo va en nuestra contra. Aunque las experiencias pasadas hayan sido malas. Nunca hay que rendirse», pensé intentando animarme. Entonces oí unos pasos y me quedé perpleja al ver a doña Elvira frente a mí. Me miró visiblemente preocupada.
―Tranquila doña Elvira, estoy bien. Solo estoy un poco cansada, por eso me senté en el suelo.
Doña Elvira me sonrió con dulzura, se acuclilló y puso su mano sobre mi pecho, cerca del corazón. Inmediatamente, el dolor se disipó y me sentí más tranquila, mucho menos angustiada.
Me puse en pie dándole las gracias y ella me sonrió asintiendo. Después se dirigió hacia una casa en la que entró. ¿Cómo había conseguido hacer desaparecer ese dolor tan agudo que sentía? Tan solo había puesto su mano en mi pecho. No era posible que me hubiese curado solo con tocarme.
Esperé pacientemente a que saliera de la casa. Me tenía que dar una explicación. Cuando al fin salió, la abordé inmediatamente.
―¿Puede explicarme lo que ha sucedido?
Doña Elvira me miró con sus pequeños ojitos sonrientes y asintió, volviendo a poner su mano sobre mi pecho.
Yo me aparté con brusquedad.
―¿Usted es capaz de curar tan solo tocando a una persona?
Ella asintió con la cabeza.
―Entonces ¿por qué no se cura a sí misma? ¿Por qué no puede hablar? ¡Aunque claro que puede hablar, pero prefiere no hacerlo! ¿verdad? ―le grité fuera de mí.
Ella se quedó inmóvil mirándome fijamente con los ojos abiertos de asombro y de miedo.
―¡Vamos! ¡Hábleme! ¡Hábleme! ―le supliqué desesperada y empecé a zarandearla cogiéndola por los hombros.
Ella no opuso resistencia.
―¡Suéltela ahora mismo! ¿Pero qué cree que está haciendo? ―me gritó una mujer mayor que salió de la casa en la que había estado momentos antes doña Elvira.
Yo me aparté de la curandera.
―¿Puede hablar? ¿Ella habla? ¡Dígame, ¿puede hablar?!
―Doña Elvira es muda de nacimiento. Así que no, no puede hablar. Pero, ¿por qué cree que puede hablar? ¿Es que está usted loca?
Yo no respondí. Simplemente me alejé de las dos mujeres. Estaba harta, muy harta y deseaba irme de ese maldito pueblo, pero entonces recordé mis propios pensamientos: «Nunca hay que rendirse». «No, no me rendiré», pensé con una fortaleza renovada, aunque también me pregunté una y otra vez si aquella mujer tendría razón y había perdido el juicio.
Continué siguiendo las indicaciones que me había dado Damián en dirección a la mansión donde vivía Rodrigo. Él y yo teníamos que hablar, no iba a dejar que me intimidase. Lucharía, desde luego que sí. Porque mi corazón me pedía a gritos que luchase y eso era lo que iba a hacer.
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