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Capítulo 7

Capítulo 7

 

Las murallas del reino de los Reyes Muertos eran mucho más impresionantes de lo que jamás hubiese imaginado Darel. La corona de piedra que rodeaba las tierras de su tío estaba formada por enormes rostros de lobo con las fauces abiertas que se mezclaban con extrañas escenas de caza, runas alquímicas y enormes y espectaculares lápidas labradas en la superficie. Había zonas en las que había torres abandonadas sobre las cuales reposaban águilas de piedra que observaban inquisitoriales su alrededor; en otras, eran lobos los que observaban.

Hacía ya más de cuatro horas que habían quedado atrás los bosques cuando vieron por primera vez las murallas. Cabalgaron a lo largo de la falda de la colina en la cual se alzaba el fabuloso reino. Atravesaron caminos de piedra y césped, macizos de flores y lagos, y más allá del horizonte, encontraron por fin las fauces de la entrada Norte.

Cupiz y Arabela se adelantaron al resto. Ascendieron el camino de piedra ante las miradas de emoción de los suyos y llegaron hasta el umbral de la muralla. Ante ellos había una pared de más de doce metros de altura.

Parecía imposible que aquel pedazo de roca en forma de lobo con las fauces abiertas pudiera abrirse para dejar entrar a toda la comitiva, pero lo haría, y no tardarían demasiado en verlo.

Junto al muro, sentados alrededor de una hoguera, había un grupo de soldados vestidos con armaduras grisáceas con el lobo de Reyes Muertos en la pechera. En total eran seis, y además de las armas y los escudos, cargaban con un enorme estandarte de color negro y blanco.

-    Caballeros del Rey.- dijo Cupiz. Le hubiese gustado llevar el estandarte rojo y negro de su reino.- Nos dan la bienvenida.

-    Y nos escoltarán, claro.- le secundó Arabela. Volvió la mirada hacia atrás y alzó el brazo derecho.

Segundos después, guiados por la señal de la muchacha, Darel surgió de la línea de caballeros acompañados de dos guardias y el portaestandarte. A su derecha estaba Gereon White, el líder de la guardia real del palacio, un hombre de unos cuarenta años de edad, muy alto y ancho de espaldas. Su rostro era una maraña de cicatrices que se extendían a lo largo de su cráneo pelado, mejillas y boca. Tenía los ojos de un color azul claro que recordaba a los lagos del reino.

A mano izquierda iba Jake Drenden, un caballero ya muy veterano con el cabello cano, profundas ojeras negras y ojos marrones, pequeños y muy despiertos.

Por último, algo retrasado, estaba el joven Frederik Moore, de poco más de quince años y con su peculiar armadura totalmente blanca. Desde su nacimiento, Fred había sido una persona muy especial. Su piel era tan blanca como la leche, con las venas muy marcadas como serpientes azules. Tenía el cabello de color pajizo, casi blanco, y su rostro era una curiosa mezcla de rasgos redondos y aplastados. Lo único con algo de color en su persona eran sus ojos, negros como la noche, los guantes y el magnífico estandarte que portaba. Algunos decían que era demasiado pesado para él, pues Frederik apenas llegaba al metro sesenta y era muy delgado, pero lograba mantenerlo en pie con facilidad. Tanta facilidad que, desde que se convirtió en portaestandartes cuatro años atrás, nadie se había atrevido a buscarle sustituto.

Los soldados se incorporaron de inmediato cuando Cupiz y Arabela llegaron hasta ellos. Los dos jinetes bajaron de sus caballos y aguardaron tomándolos por las riendas hasta la llegada de su majestad.

-    ¡Bienvenidos al Reino de Reyes Muertos, jinetes del Norte!- exclamó uno de ellos, de rostro rubicundo y larga cabellera castaña. Su rostro era enjuto, con cejas muy pobladas y mentón puntiagudo.

-    Gracias.- dijo Darel con voz queda al llegar.- Soy el Príncipe Heredero Darel Blaze, de Alejandría. Él es el jefe de mi guardia, Gereon White, y ellos son miembros de mi ejército. Más allá de las filas de caballeros de mis espaldas, hay caravanas y carros llenos de ciudadanos de Alejandría.

-    Son todos bienvenidos, alteza.- prosiguió el hombre son serenidad.- Mi nombre es Bjorn Berkman, y soy miembro de la guardia del Rey Solomon. Ellos son mis compañeros, y por orden directa de su majestad, hemos sido asignados para escoltarles.

-    Magnífico. Cupiz, Drenden, guiad a los hombres de mi tío hasta las caravanas. Nosotros cabalgaremos junto al caballero Berkman.

-    ¡A sus órdenes majestad!- exclamó Cupiz.- Síganme.

-    Lothryel.- dijo Darel entre dientes refiriéndose a Arabela.- Informad a mi señora que seguiré el viaje en primera fila. Que no se aleje de la guardia.

Los caminos que seguían más allá de los muros eran de piedra y bordeaban magníficos campos de flores, granjas con enormes campos de cultivo, pueblecitos de piedra y fascinantes bosques llenos de árboles de especies nuevas para ellos. Cruzaron caminos que daban a lagos de agua clara, a acantilados donde empezaban enormes cataratas y bastiones de piedra abandonados.

En lo alto de las altas praderas se podía ver las sombras de castillos de piedra derrumbados, caserones inhabitados y jardines tan crecidos que las estatuas de su interior habían quedado ya ocultas entre la maleza.

Los tres hermanos se unieron tras atravesar las murallas, y una vez juntos, siguieron cabalgando formando una cuña, con Elaya a la cabeza.

Los pájaros revoloteaban en el cielo totalmente despejado, siguiéndoles y guiándoles hacia donde, dos días después, encontrarían, recortada contra el amanecer, la monstruosa fortaleza de los Reyes Muertos.

A lo largo del trayecto fueron muchos los grupos de caballeros y vasallos del Rey Solomon que se unieron a la comitiva del Príncipe. Con su unión, el grupo fue aumentando hasta tal punto que, la última noche antes de la llegada, el campamento cubría un valle de más de tres kilómetros cuadrados con sus tiendas, tropas y estandartes.

Sentados alrededor de una de tantas hogueras, Symon y Arabela contemplaron la noche sin estrellas. Los días eran fríos, pero durante la noche las temperaturas descendían hasta tal punto que las condiciones climatológicas resultaban insoportables. Con la llegada de la oscuridad, algunos de los ciudadanos se cobijaron en sus tiendas, congelados hasta los huesos, pero los caballeros permanecieron fuera, acomodados alrededor de hogueras. Junto a ellos, los mercaderes más osados, aventureros y guardias compartían vino, pan y queso sentados frente al fuego. Algunos, incluso, contaban cuentos y leyendas. Symon y Arabela, en cambio, se limitaban a contemplar el cielo en silencio, el uno junto al otro, cubiertos por una misma manta de pelo negro.

De vez en cuando intercambiaban confidencias.

-    Salemburg está solo a media jornada de viaje de aquí.- le decía Symon entre susurros.- Pocas horas desde el castillo.- hizo un alto.- Consigue el caballo más veloz.

-    Dalo por hecho.

Con la llegada del amanecer levantaron el campamento y se volvieron a poner en camino. Bordearon un magnífico lago de aguas verdosas rodeado de enormes árboles de hojas rojizas, cruzaron cuatro aldeas de piedra y, por fin, alcanzaron los pies del monte donde había sido construida la fortaleza.

-    ¡Cielos!- exclamó Elaya, entusiasmada.- ¡¡Es el doble de grande que el nuestro!!

-    ¿El doble?- su hermano, que aquel amanecer la había invitado a que montara con él, soltó una sonora carcajada desde sus espaldas.- Hermanita, la fortaleza de Reyes es más grande que veinte veces tu castillo. Es la fortaleza más monstruosa jamás creada en la isla, y apuesto que del mundo entero.

-    Es grande, sí.- admitió Arabela.- Pero no existe la fortaleza perfecta.

Las palabras surgieron de sus labios con sutilidad, pues estaban rodeados de caballeros, pero aunque intentó que solo les llegase a sus hermanos, alguien más la escuchó. Los cascos de un caballo resonaron en el camino al aproximarse. Arabela maldijo cuando el rostro redondo y barbudo del caballero Curlyk surgió entre el resto directo hacia ellos.

Alto, fornido y de larga cabellera castaña, Curlyk era un magnífico caballero y persona, pero quizás demasiado metomentodo para el gusto de Arabela.

Ya eran demasiadas las veces en las que Curlyk había intentado acercarse a ella con preguntas extrañas sobre su procedencia y sus hermanos, y no le gustaba. De hecho, empezaba a sospechar que el Príncipe Darel le había pedido que les espiara, y eso le molestaba muchísimo más que un simple cotilla.

-    Desconozco si existe alguna fortaleza perfecta... pero si la hubiera sería esta, desde luego.

-    Vaya, Lord Curlyk, tan silencioso como de costumbre.- saludó Symon con amabilidad.- Les decía a mis hermanas que el palacio del Rey Solomon es el de mayor tamaño de toda la isla. ¿Conocéis vos alguno mayor?

Symon sabía porque formulaba aquella pregunta. Durante los días en el castillo de Alejandría había podido descubrir muchas cosas, y una de ella era que tiempo atrás Curlyk había viajado por toda la isla. Sus conocimientos podrían ser de lo más interesantes. 

-    Mentiría si dijera que los hay más grandes... pero sí los hay más bellos. De todos modos, hace ya casi veinte años desde la última vez que viajé al Sur... quizás allí hayan nuevos palacios. Por lo que tengo entendido, el Rey Arthur Haxel murió hace unos meses, y como ya sabéis, es tradición construir una fortaleza para cada monarca.

Los hermanos se miraron entre ellos, con una mezcla de curiosidad y sorpresa. Elaya conocía el dato. Darel y ella lo habían tratado, pues podía traer problemas a nivel político entre los reinos, pero Symon y Arabela lo habían desconocido hasta entonces. Inmediatamente después, los dos hermanos pensaron en el Rey Arthur y las tres víboras que tenía por hijos. Su vida había estado muchas veces en peligro, pero no siempre por ataques del enemigo. Sus aliados también deseaban su muerte, y entre ellos, sus hijos por lo que, en el fondo, no se sorprendieron en exceso de su muerte.

-    Ese tipo parecía inmortal.- murmuró Arabela con la mirada fija en su hermano. La última visita había sido hacía solo un año.- ¿Cómo murió?

-    Hubo una pequeña revuelta; Dicen que le asesinaron sus propias gentes durante una invasión. Como ya sabéis, en el Sur las tierras son salvajes, y nunca han aceptado a un único Rey. Desde que la familia de lord Haxel se asentó en el trono hace ya tres siglos, las batallas no han cesado. Bueno, sí, miento.- Curlyk soltó una carcajada.- Los únicos periodos de unión han sido durante las batallas contra Reyes, y de eso ya hace tiempo.

-    Es un pueblo problemático.- reflexionó Symon.- Tierras sombrías, dicen.

-    Estáis bien informado, Symon. Pues bien, ahora que el trono está en juego, imagino que empezarán las guerras entre hermanos.

-    Primero guerra, después reconstrucción. Una nueva era, un nuevo castillo.- tarareó Elaya.- Imagino que cuando se serenen tendremos que viajar y reconocer los honores al nuevo Rey.- se encogió de hombros.- Imagino que vencerá Lord Jack Haxel, el heredero.

-    O quizás Eva de Frío Acero, la hija mayor.- sugirió Arabela.

Todos rieron ante el comentario. Symon y el caballero se miraron entre ellos y, al instante, soltaron una sonora carcajada. El caballero porque no creía que una mujer pudiera ser mejor que un hombre en nada, y Symon por puro compromiso. Hubiese sido un auténtico error, al menos bajo su punto de vista, ofender a un caballero como él.

Pero aquella reacción no agradó demasiado a su hermana. La mujer le lanzó una mirada fría como el acero y, sin más, cabalgó hasta situarse entre las primeras filas, maldiciendo entre dientes.

Unas horas después alcanzaron las espectaculares puertas de la fortaleza. Grabada en la piedra, había la imagen de una manada de lobos, y rodeando la gigantesca construcción, colosales estatuas de piedra en memoria de los antiguos Reyes.

Pero ni tan siquiera las estatuas, ni los bosques ni las aldeas que se veían desde lo alto de la montaña eran capaces de eclipsar la brutal belleza de la fortaleza. Era espectacular por su tamaño y majestuosidad, pero también por su localización. Desde lo alto de la montaña se podía divisar prácticamente todo el reino. Bosques rodeados de alfombras de césped verde que no parecían tener fin, ríos de aguas dulces que lanzaban magníficos destellos de luz, lagos alrededor de los cuales nacían bellas flores, aldeas de piedra llenas de toda clase de ciudadanos...

Con el rostro ensombrecido por la incomodidad que le producía estar allí, Arabela se detuvo bajo los pies de una de las enormes estatuas y volvió la mirada hacia el espeluznante paisaje que se divisaba desde lo alto de la montaña. Depositó los dedos sobre la empuñadura negra de su espada y siseó unos versos entre dientes. La furia y el deseo de venganza ascendían por su garganta con tanta vehemencia que necesitó coger aire para no desenvainar el arma y hacer correr la sangre.

Había crecido sintiendo odio hacia prácticamente todo lo que le rodeaba, pero jamás lo había sentido con tanta intensidad. Era irracional, demencial... insoportable. Se volvería loca si seguía contemplando sus tierras desde allí sin poder hacer nada.

Era insoportable.

Arabela se sobresaltó cuando su hermano apoyó la mano sobre su hombro y la atrajo hacia él para besarle la mejilla con ternura. Sentada aún delante suyo, Elaya notó como el corazón empezaba a latirle desbocado al verse rodeada por la inmensidad del paisaje.

- Tranquilízate.- pidió Symon en un rápido susurro a la mayor de sus hermanas.- Es solo cuestión de tiempo.

Tiempo. Arabela le lanzó una mirada furibunda, pero a pesar de la rabia, comprendió que tenía razón. Hizo un ligero ademán con la mano para quitarle importancia antes de picar espuelas y se alejó. Mientras tanto, Symon y Elaya volvieron junto a la comitiva para penetrar las fauces de la enorme fortaleza. Muchos fueron los que se detuvieron a contemplar el reino bajo la sombra de las estatuas, pero otros tantos siguieron avanzando.

Entre los que se quedaron fuera unos minutos estaba Darel. A simple vista, en su rostro no se podía ver más que determinación y sobriedad, pero en su interior, el alma le ardía de furia al contemplar lo que por derecho debería haber sido su reino.

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Durante toda la mañana, tarde y noche, fueron llegando gentes a caballo, carros y carrozas. En total, más de 5.000 personas habían llegado a la fortaleza de Reyes Muertos al caer la noche.

Los vasallos, trabajadores y miembros de la guardia, como era de esperar, ya no daban más a basto.

Dorian había visto pasar a muchas personas por los largos pasillos del castillo durante aquellas horas. La gran mayoría de ellos no eran más que pueblerinos curiosos y comerciantes que no pasarían de ocupar los primeros pisos. Pero también pudo ver a los flamantes caballeros del reino de Alejandría, al joven portaestandarte junto al Príncipe heredero y, unos metros por detrás de ellos, a los famosos hermanos de la futura reina. O al menos eso creyó ver, pues tal era el alboroto que se había formado en el castillo que resultaba complicado saber qué estaba pasando.

Los pasillos habían sido decorados con los estandartes de las distintas casas del reino, velas que iluminaban los pasillos y vasallos que se arrodillaban ante su majestad. Pero ese recibimiento no pareció satisfacer al Príncipe Darel.

Dorian le había estado observando desde hacía largo rato, y aunque que sus gentes parecían entusiasmadas ante la magnífica bienvenida, él no había cambiado la gélida expresión de furia contenida que reflejaba su rostro.

Estaba profundamente molesto, y no lograba disimularlo.

¿O acaso no quería?

Fueron escasos los segundos que tuvo para poder verle de cerca, pero le bastaron para saber que era de ese tipo de príncipes malcriados como Varg.

Suspiró apesadumbrado. Él también le despreciaría al conocerle.

Su prometida, en cambio, le dio mejor impresión. Aquella niña de larga cabellera rubia y vestido azul contemplaba su alrededor con una amplia sonrisa de sorpresa en su rostro angelical. Daba la impresión de que le gustaba lo que veía, y eso le alegró. Pero la muchacha apenas captó su atención. La mirada furibunda de la mujer de negro que la acompañaba logró acobardarle, y aunque deseó mantenerle la mirada, fue totalmente incapaz. Algo en su interior ardió de puro temor, y su mirada se clavó en el joven que cabalgaba en la misma montura que la futura reina. Él, al igual que su hermana menor, parecía feliz, y así se lo hizo saber cuando clavó la mirada en él, en Dorian, y asintió.

- Gracias.- exclamó a todos y a nadie.- ¡Es un magnífico recibimiento!

Y si siguió hablando, fue algo que Dorian nunca sabría, pues la comitiva siguió avanzando y los tres hermanos se perdieron entre la marea de gente, pero le importó. Aquel gesto fue más que suficiente para descubrir que al menos dos de los tres hermanos le gustaban. 

Pero el espectáculo continuó, y durante largas horas Dorian y Denisse contemplaron con entusiasmo el constante flujo de gentes del norte.

Y seguramente habrían seguido contemplando el espectáculo si no hubiese sido porque el mismísimo Julius Blaze, el hermano menor del Rey, le llamó.

Como cabía esperar de alguien como él durante un acontecimiento de aquellas características, el hermano del Rey vestía con una espléndida armadura plateada con remaches dorados. A las espaldas, sujeta por un broche en forma de cabeza de tigre, portaba una gruesa capa de piel blanca. 

-    Niño.- dijo tras pronunciar con desdén su nombre.- El Rey te hace llamar. Deshazte de esos sucios harapos y vístete como un hombre para acudir a la sala del trono. No comprendo porque, pero su majestad parece interesado en que conozcáis a nuestros invitados de honor.

Y tras decir aquellas palabras, prosiguió el avance entre la marea de ciudadanos, cortesanos y comerciantes.

Dorian le contempló mientras se unía a la marcha hasta que se perdió entre la gente. Aguardó unos segundos en silencio, pensativo, y maldijo cuando estuvo seguro de que no podría oírle. Denisse, a su lado, soltó una risita al escucharle, pero no mostró intención alguna de reaccionar. Las filas y filas de gente era demasiado divertida.

Denisse alzó la mano con indiferencia cuando él le pidió que le acompañara, y sin ni tan siquiera mirarle, le invitó a que se fuera en solitario.

Y así hizo.

Durante más de seis minutos Dorian deambuló entre las filas de gente saludando a las muchachas y acariciando los lomos de los caballos hasta que logró alcanzar las escaleras de piedra que le llevaban a la torre donde se encontraban sus aposentos. Corrió por las escaleras esquivando a docenas de personas que parecían demasiado perdidas como para saber si tenían que subir o bajar y, una vez estuvo en el pasillo, paseó aparentando tranquilidad entre un grupo de caballeros de la corte. Estos ni tan siquiera le miraron cuando pasó como una sombra por su lado.

Dorian recorrió la zona hasta detenerse ante la puerta. Había mucho alboroto en el pasillo como para escuchar el ruido procedente de la habitación, pero por un instante creyó oír algo. Pero el ruido era tal que tuvo que esperar hasta abrir la puerta para encontrarse con el culpable del ruido.

Era una de las sirvientas, y no estaba sola.

-    ¿Co....?

Ambos le miraron, pero fue el hombre el que se apresuró a romper el silencio. Extendió la mano enguantada hacia el joven y le dedicó una amplia sonrisa mientras la sirvienta se apresuraba a recoger los últimos objetos personales del antiguo dueño de la habitación.

Dorian miró a su alrededor perplejo, sin querer comprender lo que sucedía, pero no tardó demasiado en descubrirlo. Todos sabían que habrían algunas habitaciones que se tendrían que desalojar para que fueran ocupados por los nuevos visitantes, ¿pero como imaginar que la suya sería una de esas?

-    Creo que ya hemos encontrado al dueño de la habitación.- dijo el hombre con voz alegre a la sirvienta mientras le estrechaba con fuerza la mano.- Un placer.

-    Te buscaba hace rato Dorian...- se apresuró a decir la mujer.- He recogido tus cosas y...

Había tal desesperación en la mirada de la muchacha que no tuvo más remedio que sonreír. Todo el palacio había enloquecido con la llegada de una cantidad tan desorbitada de gente.

- Oh, ya... claro. No hay problema. ¿Don...? ¿Don...?- tragó saliva.- ¿Dónde están mis cosas?

-    En el piso inferior, la sala 3.0.2B.

-    Bien, bien...- forzó la sonrisa.- De acuerdo, entonces imagino que... err...- hizo girar la llave sobre la palma de la mano antes de entregársela.- Tomad, la necesitaréis si queréis entrar.

No se había dado cuenta hasta ahora de que su rostro le resultaba familiar. Le había debido ver entre la marea de gente, pero ahora mismo, vestido únicamente con un jubón, pantalones y botas, resultaba complicado ubicarle. Por su aspecto elegante, suponía que se trataba de algún caballero o hijo de noble con el suficiente poder como para quedarse con una de las mejores habitaciones.

El muchacho tomó la llave con gracilidad, hundió el dedo en la argolla y la hizo girar con maestría. Segundos después ya la tenía en el bolsillo, bien oculta a la vista de cualquiera. Giró sobre si mismo, y tal y como había hecho él la primera vez que ocupó la habitación, salió al balcón para deleitarse de las vistas y el aire puro.

La sirvienta se apresuró a sacar a Dorian de la sala tirando de la manga. Ya fuera, no pudo hacer más que disculparse una y otra vez mientras le daba sus últimas posesiones. El poeta, pálido por la sorpresa, no sabía qué decir ante aquella brutal intromisión.

- ¿De qué demonios va esto?- logró decir por fin.- ¡Es mi habitación! ¡Quién es el desgra...! 

La mano de la mujer salió disparada contra sus labios. Le tapó la boca a mitad de frase y se apresuró a sacarle de los alrededores de la puerta, temerosa de que su nuevo propietario pudiera oírles. Ya lejos de la zona, le soltó.

-    Han sido órdenes.

-    De Julius, claro.- obvió poniendo los ojos en blanco. La muchacha se encogió de hombros.- ¡Maldito...!

-    ¡No lo digáis!- suplicó temerosa. Le tomó de las manos y bajó el tono de voz mientras buscaba asustada alguna mirada indiscreta en el pasillo.- Ronda por los pasillos vigilando que todos los nobles de Alejandría tengan las mejores habitaciones. Os quería haber avisado, pero no tuve tiempo, el caballero me encontró antes que yo a vos...- lanzó un suspiro.- He tenido suerte, la mayoría de nobles se comportan como unos idiotas. Él, al menos, parece una persona agradable.

Arqueó las cejas.

-    ¿Es un noble? Creí que era un simple caballero.

-    Quizá, cuando me pidieron que le trajera a vuestros aposentos vestía armadura. Después, sin pudor alguno, se la quitó...- apartó la mirada, tratando de ocultar que se había sonrojado.- Es un hombre muy atento y cordial... y me temo que, hasta que se vayan, va a ocupar vuestra habitación. Lo lamento. Le sugerí otras, pero Lord Julius insistió tanto... ¡cualquiera le dice que no! Hace una semana hizo azotar a Berbly por llevarle la comida fría. ¡Pobre chica! Aún tiene moratones en la espalda.

Por todos era conocido el mal carácter de Julius. No era precisamente la primera vez que oía un comentario parecido a ese. A parte de entrenar a diario en los patios para poder enfrentarse y humillar a todos los caballeros de la corte, una de sus mayores aficiones era la de torturar a los vasallos.

Suspiró irritado, pero encontró algo de consuelo en saber que al menos sería un noble quien ocuparía su habitación y no Julius.

-    De acuerdo... no pasa nada. Será solo un mes.- dijo alentador.- ¿Has llevado todas mis cosas abajo?

-    Todas las que he encontrado.

-    Magnífico.- suspiró.- Perfecto... en fin, me esperan. Tengo prisa, ¡suerte!

El tiempo se le echaba encima, y por mucho que intentó llegar pronto, fue imposible. La puerta no se pudo abrir sin llave, y para cuando la encontró, ya había pasado más de una hora desde que Julius le había ordenado que acudiera a la sala del trono.

Una vez logró entrar en la habitación, lo encontró todo revuelto. Encontró libros tirados, páginas arrancadas, botes de tinta rotos y la ropa esparcida por el suelo a causa del viento que se colaba por la ventana abierta del balcón.

Tardó cerca de diez minutos más en lograr vestirse con las prendas menos arrugadas, asearse y estar medianamente presentable.

Casi una hora después, despeinado y vestido con ropas arrugadas, Dorian atravesó el umbral de la puerta que daba a la sala de los espejos. Allí, rodeado de eminencias, el Rey y sus hijos charlaban animadamente con los recién llegados.

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