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Capítulo 60

Capítulo 60

A primera hora, Arabela se despertó. Desayunó sopa de pescado, pan duro y cerveza, y se dio un baño en el lago. Un rato después, ya ago más presentable, esquivó las patrullas que Vega había formado y volvió a la ciudad y abandonó el campamento. Sus calles seguían siendo extrañas y perturbadoras, sombrías y deshabitadas, pero el instinto la guió hasta la misma casa del día anterior.

Llamó suavemente con los nudillos y aguardó a que le abrieran. Un par de minutos después ya estaba organizando y ladrando órdenes como había hecho Perséfone en el pasado.

Una hora después, con el cabello lleno de trenzas, la armadura reluciente, una amplia sonrisa en el rostro, y unos nervios incipientes en el estómago, irrumpió en la iglesia. Bajo la sombra de la estatua de su anciana, inquieto pero profundamente feliz, aguardaba Julius en compañía únicamente de un sacerdote.

Recortó la distancia que les separaba y le guiñó el ojo.

±±±±±

Mientras tanto, en el corazón del Reino, Symon observaba en silencio el modo en el que el rostro de su hermana se contraía en una mueca de dolor mientras dormía. En ausencia de su hermana mayor, Elaya había decidido ir a descansar junto a su hermano, pero este no logrado conciliar el sueño con ella a su lado. Elaya parecía sufrir pesadillas continuamente

Symon la estudiaba con detenimiento desde una de las butacas. De vez en cuando palabras sueltas escapaban de sus labios, pero no lograba articular ninguna frase completa. Pero tampoco era necesario. Elaya estaba soñando con su madre, y que sus susurros fueran acompañados de muecas de dolor y gemidos ahogados no resultaban tranquilizadores.

Symon creía en el poder de los sueños. Christoff le había revelado un año atrás que su hermana a veces contactaba con él a través del mundo onírico, y desde entonces no había podido evitar tratar de darle significado a todo lo que soñaba.

Y en aquella ocasión, el instinto le decía que el sueño de su hermana era importante.

Gabriela siempre soñaba con él. Sus sueños eran bellos y agradables sobre un futuro en común. Un futuro magnífico en el que estaban juntos; un futuro ya inalcanzable, pero con el que le gustaba fantasear en los momentos más bajos.

Pero Gabriela ya no estaba, y ahora era Elaya la que suspiraba de terror en su cama. Deslizó la mano con suavidad sobre las sábanas y tomó la suya con ternura. La chica la estrechó con fuerza.

Con la respiración acelerada, el corazón desbocado y el rostro cubierto de sudor, Elaya se encogía y maldecía entre dientes. Llamaba a su madre, suplicaba y lloraba. Chillaba. Se lamentaba.

-    ¿Qué estás viendo Elaya?- le preguntó en un susurro.- Es madre, ¿verdad? ¿Qué te dice? ¿Qué...?

Elaya balbuceó algo incomprensible, se liberó de la mano y giró sobre si misma. Hundió el rostro en la almohada y empezó a chillar. Decía algo sobre una celda, una prisión. Estaba encerrada. Chillaba. Tenía miedo. Alguien la perseguía.

Se estremeció y su propio grito la despertó. Sacudió la cabeza, los hombros, brazos y piernas, y a punto estuvo de caer de la cama de la desorientación. Symon la cogió en el último instante, la depositó con suavidad de nuevo entre las sábanas y se sentó a su lado. La chica estaba amarilla y temblorosa, pero poco a poco parecía empezar a calmarse.

Le tomó la mano.

- Ha sido una pesadilla, tranquila.

La muchacha se apartó el cabello de la cara, con la mano aún temblorosa. Lo tenía lacio y húmedo por el sudor; pegado a la cara.

- Dame agua.- pidió.

La muchacha bebió agua de la copa con ansiedad. Se aclaró la garganta, se frotó los ojos, rostro y pómulos, y se recogió la larga cabellera con un lazo rojo. Algo más relajada, se incorporó y apoyó la espalda en el cabecero.

-    Vamos, cuéntame.- pidió Symon.

-    No tiene importancia hermano... solo ha sido una pesadilla.

-    Creo en el poder de los sueños, y lo sabes. Vamos...

Elaya dio otro sorbito a la copa, tratando de conseguir algo más de tiempo. Symon, a su lado, captaba su nerviosismo con cierta sorpresa. Era incapaz de comprender porque no quería hablar con él. ¿Acaso ocultaba algo?

Frunció el ceño. En los últimos tiempos Elaya se había vuelto muy discreta y silenciosa. Demasiado en realidad. Él había estado algo distraído, y ni tan siquiera se había percatado de ello, pero ahora, pensándolo fríamente, se daba cuenta de muchas cosas. Habían estado demasiado distanciados.

Tomó de nuevo la mano de su  hermana y la estrechó con los dedos. 

-    Vamos.- insistió con los nervios de la mandíbula tensos.

-    Era... era... madre. Nos llamaba... me llamaba.- murmuró con voz entre cortada.- No podía alcanzarla. No podía llegar a ella...

Estaba mintiendo. Había soñado con su madre, de eso no cabía duda, pero en su sueño no estaban alejadas. Al contrario. Estaban juntas, y trataban de escapar de aquella sombría tumba de piedra y metal que Solomon había construido para ella. Pero los pasillos estaban llenos de guardias, y por mucho que intentaran avanzar era imposible. Les lanzaban flechas, virotes envenenados, piedras, cristales...

Se frotó los brazos con nerviosismo. Había sido un sueño muy realista.

Symon, sentado frente a ella, no había apartado la mirada de ella en ningún momento. Estaba muy serio, con el rostro contraído en una mueca de determinación demasiado severa para el gusto de su hermana.

Bajó la mirada. Se sentía acorralada como la presa de un cazador.

-    Me estás ocultando algo.- dijo por fin Symon con frialdad.

-    ¡No!- exclamó con demasiado ímpetu.- ¡Te lo aseguro hermano! 

-    ¿Pero qué demonios pasa con vosotras?- inquirió Symon profundamente decepcionado.- ¿¡Porque me mentís!? ¿¡Porque me escondéis cosas!? ¿¡Que demonios está pasando!?- sacudió la cabeza.- No entiendo nada. ¡Creía que estábamos juntos en esto! Primero Arabela, y ahora tú.- lanzó un suspiro entristecido.- ¿Cuándo empezasteis a desconfiar de mí? Yo...- alzó la mano teatralmente al pecho y la depositó en forma de puño sobre el corazón.- Dioses.

Abandonó la sala con un portazo. Salió maldiciendo entre dientes, con la decepción reflejada en el semblante... pero no le duró en exceso. Tan pronto la puerta se cerró tras de si, recuperó su sonrisa habitual. Sabía que algo ocultaba, pero no tenía el más mínimo interés de insistirle u obligarla a que lo dijera.

No. Era mucho más fácil forzarla a que lo dijera por ella misma, y conociendo a su hermana, aquel pequeño teatrillo sería más que suficiente.

±±±±±

Un par de horas después de la ceremonia, Arabela y Julius regresaron al campamento. Ambos trataban de mostrarse serios y relajados, pero en el fondo estaban muy emocionados. Habían pasado las horas más intensas y pasionales de sus vidas.

A partir de aquel momento no sabían qué sucedería, pero no les importaba. Estaban unidos bajo los ojos de los Dioses, y eso era lo único que necesitaban saber. Se amaban, se adoraban y veneraban; el resto podía arder en el infierno.

Julius se reunió con sus informadores. Habían localizado a Varg, y en pocas horas procederían a atraparle. Julius había calculado que seguramente habría muchas muertes, batallas y enfrentamientos, pero había fantaseado tanto durante los últimos tiempos con aquel momento que no le daba mayor importancia. Fueran cuales fueran los sacrificios necesarios para capturar al Príncipe traidor, valdrían la pena.

Los planes de Julius decían que los caballeros aguardarían a que llegase la noche para poder coger desprevenido al enemigo. En cualquier otra situación habrían atacado durante el día para así poder enfrentarse cara a cara con ellos, pero a aquellas alturas, entre la palabra honor y Varg no había relación alguna. Julius no deseaba darle a su sobrino la oportunidad de defenderse.

Además, estaban en minoría. Sospechaba que muchos de los seguidores de Varg caerían con facilidad, pero imaginaba que otros tantos ofrecerían batalla. Lo mejor para evitar el máximo número de bajas era una emboscada, y no estaba dispuesto a hacerlo de otro modo.

Se despidió de Arabela con un ligero ademán de cabeza y se retiró con sus hombres. Ya a solas, la muchacha deambuló por los alrededores en busca de su tienda. Allí, de brazos cruzados y con el rostro contraído en una mueca de indiferencia, aguardaba Christoff.

Arabela le saludó amistosamente, pero él ni tan siquiera se inmutó. Hizo un ademán con la mano, giró sobre si mismo y se adentró en los bosques.

Viajaron dirección sur durante veinte minutos en completo silencio. Atravesaron una zona boscosa de árboles podridos, varios barrizales y un pequeño campo de flores negras. Atravesaron un riachuelo de agua cristalina gracias a un tronco caído, rodearon un pequeño estanque de agua putrefacta lleno de hojas enmohecidas y alcanzaron al fin los pies de una de las elevaciones volcánicas. La montaña no llegaba a los quinientos metros de altura.

Christoff bordeó las paredes volcánicas hasta una pequeña apertura en la piedra y penetraron en sus entrañas.

La cueva era estrecha, de piedra rojiza y de suelo arenoso. La temperatura era muy alta, incluso desagradable en según que partes, pero suave en el resto. Descendieron por la entrada principal durante unos cuarenta metros y, tras alcanzar una sala totalmente a oscuras, se detuvieron. En el lateral derecho había una peligrosa zanja sin fin, y en el izquierdo, piedras afiladas.

Christoff cruzó los brazos sobre el pecho y la miró con cierta acritud. Lo que hasta ahora había sido indiferencia se transformó en una mueca de decepción y rabia. Sus ojos refulgían furibundos.

Arabela retrocedió unos pasos, dubitativa. Creía que nadie les había seguido, pero empezaba a arrepentirse de ello. Aquella mirada...

Jamás había visto una mirada tan dura y tan depredadora como la de Christoff en aquellos momentos. Deslizó la mano suavemente sobre la empuñadura de su espada y retrocedió un par de pasos más, inquieta. No sentía temor por enfrentarse con nadie, pero Christoff era la gran excepción. Él, al igual que Julius, era uno de los pocos hombres capaces de vencerla, pero tan solo Erym sabía como borrarla del mapa eternamente.

 No era bueno tenerle como enemigo... ¿pero como iba a atacarla? Eran amigos... de hecho, era su mejor amigo. Todo aquello no tenía sentido.

Se le secó la garganta.

-    Me estás asustando Christoff.- dijo algo cohibida.

-    Arabela, tú y yo somos amigos, ¿verdad?

Miró a su alrededor en busca de una salida alternativa. El no entender qué estaba ocurriendo estaba empezando a preocuparla de verdad. Incluso en la oscuridad, el impresionante físico de Christoff imponía mucho.

-    Desde luego.- aseguró ella.

-    Entonces comprenderás que me preocupe por ti. Dispones de mi plena confianza... y creía que sabrías emplearla. ¿Sabes cuanto me ha costado ganarme tu libertad? Muchísimo, te lo aseguro... ¿pero para qué? ¿Qué está pasando, Arabela? ¿Por qué no dejas de una maldita vez este juego?

Tras los primeros instantes de acobardamiento, Arabela resurgió de sus cenizas convertida en una auténtica fiera. Notó como la furia nacía en su estómago, ascendía por su garganta y estallaba en su boca convertida en dardos envenenados.

-    ¡No te atrevas a hablarme así!- vociferó amenazante.- ¡No te olvides quien eres tú y quien soy yo!

Christoff, tan tranquilo como de costumbre, ni tan siquiera se inmutó.

-    Si no sabes comportarte y mostrar lealtad a los que realmente se merecen, no me dejarás otra alternativa.

La palabra lealtad resonó en la cueva con fuerza. Tenía los puños tan apretados que las uñas se le estaban clavando en la palma. ¡¡Lealtad!!

No podía creer que alguien se atreviera a poner en duda su lealtad, y mucho menos él. ¿Acaso había olvidado todo lo que habían vivido juntos? Después de haber combatido espalda contra espalda y haber soportado tanto... Arabela vivía por y para su familia, ¿Cómo poner el motivo de su existencia en duda?

Aquel ataque estaba totalmente fuera de lugar. Escuchar aquellas palabras de alguien al que consideraba un hermano resultaba demasiado doloroso. Quizás su actuación era difícil de comprender, pero jamás imaginó que nadie pudiera llegar a ponerla en duda. Jamás imaginó...

Apoyó de nuevo la mano sobre la empuñadura del arma y la desenfundó. La luz negra refulgió en la oscuridad.

-    No puedes estar hablando en serio.- dijo en un susurro.- Me intentas acusar de traición, Christoff, y eso es algo que vaya a consentir.

-    Te estoy acusando, sí.- aseguró Christoff con enervante tranquilidad. Él también desenfundó su espada.- Puedes engañar a tu hermano, pero no a mi, te lo aseguro.- alzó el arma y frotó el filo contra el del arma negra de Muerte.- Veo como os miráis Arabela, y con eso me basta... joder, vas a echarlo todo a perder, y hay demasiado en juego. Sabes que te quiero, pero no puedo consentirlo. Hay demasiado en juego.

Golpeó su espada contra la de él con fuerza. Una chispa restalló iluminando la sala durante solo unos instantes cuando los filos de las armas chocaron. 

-    Vete al infierno, Christoff.- masculló.

-    No. Esta vez no.- dibujó una sonrisa sin humor.- Lo siento, Arabela.

Esta vez fue él quien lanzó un golpe, y tal fue la fuerza empleada que la mujer tuvo que retroceder unos cuantos pasos para no caer de espaldas. Estuvo a punto de derribarla.

-    ¡¡Me sirves a mí!!- chilló como respuesta.- ¡¡No puedes hacerme esto!!

Christoff lanzó otro golpe plano con el arma al que Arabela respondió con una rápida finta. Giró sobre si misma, lanzó una patada contra el interior del muslo derecho de su contrincante, y retrocedió. Él respondió con un rapidísimo rodillazo en el estómago con el que la hizo caer al suelo sin aire.

-    Precisamente por eso voy a hacer lo mejor para ti y para todos.

Trató de derribarla con una patada destinada a la cara, pero Arabela se dejó caer de espaldas y esquivó el golpe a tiempo. Giró sobre si misma, se incorporó y lanzó un golpe lateral. La espada se hundió en el hombro de Christoff, abriendo un profundo corte de varios centímetros de profundidad, pero él no se inmutó. Le respondió con una rarísima combinación de golpes formada por una patada en el vientre, un puñetazo en el interior del codo y un cabezazo en la nariz. Arabela perdió el equilibrio, aturdida. Toqueteó su espada y estrelló la empuñadura del arma en la cara del hombre. El golpe le abrió un corte horizontal en el pecho.

Retrocedieron y se miraron. Ya no había camarería alguna entre ellos.

Christoff hizo girar con gracilidad el arma sobre las manos y ladeó ligeramente el rostro. Sus labios se estaban curvando con malicia.

Ambos sabían quien iba a vencer aquel combate, pero tan solo él parecía estar dispuesto a aceptar el resultado.

Dolida y con el corazón tan palpitante que incluso le impedía pensar con claridad, Arabela apretó los dedos sobre la empuñadura del arma. Estudió con detenimiento la armadura del hombre y buscó los puntos más débiles. No deseaba darle muerte, pero era el único modo de lograr escapar de allí.

¿Pero como vencer a un hombre que llevaba siglos empuñando el arma? Un caballero siervo de la Muerte que no podía morir... un Dios en carne y huesos con centenares de años de experiencia.

Apretó los labios. Por encima de todo, Christoff era un buen camarada, un gran amigo... un magnífico compañero de cacerías. Incluso un futuro marido si hubiese estado en manos de su hermano decidir.

Odiaba lo que estaba sucediendo. Lo odiaba con toda su alma, pero sospechaba que aquello no era más que el principio del tan esperado final.

Primero sería Christoff; después el resto.

-    Empieza la cuenta atrás.- dijo en voz alta.

Christoff asintió. A pesar de la expresión de hiena que ahora lucía su rostro, él odiaba casi tanto como ella tener que vivir aquella situación. Adoraba a los hermanos, pero la simpatía que sentía por Arabela no era comparable a nada. Era tan parecida a su amada Kassandra...

Ella le había pedido que cuidara de sus hijos, y eso es lo que intentaba hacer. Y aunque quizás la medida adoptada no fuera la más popular, sí era la única que se podía emplear con personas como Arabela.

Fijó la atención en la muchacha y no pudo evitar sonreír cuando ella volvió a abalanzarse sobre él. Era muy rápida y diestra con el arma, de las mejores que había visto a lo largo de su vida, pero carecía de la experiencia requerida para poder enfrentarse a alguien como él.

Ya había dejado que le hiriese demasiado. El juego había llegado a su fin.

Apartó el rostro para que la espada refulgente le rozara la mejilla, y aprovechó el impulso para tomarla por el cuello. La desarmó con un simple apretón de muñeca con la mano armada y la alzó un metro del suelo. Ya en lo alto, la sacudió como si de una mera muñeca de trapo se tratara. Giró sobre si mismo hacia una de las zanjas.

-    Volveré en unas horas.- le dijo.- Sé buena chica. Con el tiempo me perdonarás.

-    Jamás.- gruñó ella casi a gritos.

-    Una pena.

La dejó caer al vacío.

±±±±±

La Torre del Oro era el nombre del edificio donde los informadores habían localizado a Varg y sus hombres. Era un edificio enorme de cuatro plantas de forma rectangular, rodeado por un grupo de troncos ennegrecidos por el fuego y con las fachadas tintadas de color cobalto. Los jardines habían sido arrasados por el fuego unos cuantos años atrás, y aunque la fachada había salido indemne, varias lenguas de fuego habían dibujado rayas negruzcas en los laterales. Gruesas enredaderas de hojas azules y flores plateadas habían trepado por los muros hasta penetrar en una de las estancias del cuarto piso. Las pocas ventanas que aún tenían cristales estaban teñidas de un color amarillento, y sus marcos, de madera en su mayoría, estaban repletos de huecos donde tiempo atrás había habido piedras preciosas.

Era un edificio majestuoso situado en la zona alta de la ciudad. Se podía acceder hasta allí a través de cuatro caminos distintos, pero todos ellos parecían dar al mismo lugar: la entrada.

Era un lugar sinistro, sombrío y silencioso, igual que toda la ciudad. Desde la lejanía parecía un edificio abandonado, pero cuando alcanzaron la zona, vieron que había luz en varias ventanas.

Julius detuvo a sus hombres alzando la mano. Había dividido a sus hombres en dos grupos, uno con los nuevos miembros Alejandrinos al mando de Cupiz, y el otro, con los hijos de Reyes Muertos, dirigidos por Vega.

Los hombres se detuvieron al ver la mano alzada. Hasta ahora se habían estado moviendo como sombras silenciosas.

Julius analizó la situación. El edificio era grande, pero tenía muchísimas entradas por las cuales podían colarse. La espesa vegetación seca sumada a la oscuridad perpetua de la ciudad les facilitaría bastante el acceso. Una vez dentro, los Dioses dirían.

Hizo un ademán con la cabeza para que los dos hombres se acercaran. A su lado estaba Christoff, el cual, por razones obvias, no quería perder de vista. Al parecer había logrado convencer a Arabela de que no participara en el asalto por orden directa de Symon.

Observaron el edificio desde las sombras. Estaban aún a más de trescientos metros, pero la situación elevada del edificio dejaba a la vista las distintas entradas.

-    Dividiros en dos cada grupo.- ordenó.- Cupiz, quiero que tus hombres entren por el ala este. Organiza un grupo de doce para que trepen hasta el primer piso y hagan limpieza. El resto que entre directamente por la primera planta. Vega, vosotros sois bastantes más. Forma tres grupos, que entren veinte por la puerta principal, diez por el oeste y otros diez por el primer piso. Quiero que se sientan rodeados y atrapados. No dejéis a nadie con vida. Yo subiré hasta el cuarto piso en compañía de Christoff, Larss y Swarkaff. Iremos descendiendo.- hizo un alto.- Matad a todos excepto a Varg. 

Estaban en minoría, y dentro seguramente encontrarían la muerte muchos de ellos, pero ninguno dijo nada. Asintieron, se volvieron hacia sus hombres para transmitir órdenes y segundos después se perdieron entre las sombras de la calle. Julius aguardó a que Larss y Swarkaff se uniera a ellos para ponerse en camino.

Ya los cuatro juntos, ascendieron el tramo de camino que les quedaba hasta alcanzar los jardines, bordearon los árboles agazapados y corrieron hasta la parte trasera del edificio. Allí alcanzaron la fachada arrastrándose entre la maleza. Buscaron la zona más accesible y empezaron a trepar.

A su alrededor, trepando como arañas y arrastrándose por los suelos, el resto de guerreros buscaban sus posiciones.

±±±±±

Willhem observaba con miedo la entrada de la cueva.

Christoff le había ordenado que acudiera a la cueva para hacer algo, pero él no estaba dispuesto a descubrir el porque. De la cueva surgían voces parecidas a gritos, y él ya estaba harto de gritos, lamentos y gemidos.

Apoyó la espalda en el tronco pegajoso que tenía más cercano y frunció el ceño. Se alegraba de no estar participando en la batalla contra Varg y sus hombres, pero, en cierto modo, hubiese preferido poder estar acompañado en vez de aguardar allí a que la muerte surgiera de la cueva para devorarle.

Depositó las manos sobre los cuchillos que portaba anudados en los muslos. Todos decían que habría sido un gran asesino, pero él era consciente de que le faltaba lo más básico: el valor.

Si ya le temblaban las piernas cada vez que la cueva gritaba, ¿de qué serviría él en medio de una batalla?

Algo le rozó el tobillo y Willhem palideció. Todo en aquel lugar resultaba amenazante y peligroso; letal en el mejor de los casos... deseaba con toda su alma regresar a Alejandría. Allí todo era mucho mejor. De haberlo sabido no habría aceptado el unirse a Julius. Claro que, ¿Cómo no hacerlo después de la larga charla de Blaze sobre honor, valor y lealtad?

Ese maldito caballero era francamente bueno en todo lo que hacía. Primero les había engañado a todos haciéndose pasar por ciego, y ahora para que se unieran a los suyos. Era un genio, pero a él no iba a volver a engañarle nunca más.

La mano salió disparada hacia el cuchillo, y un instante después este ya estaba bañado en sangre. Había atrapado a una especie de conejo carnívoro a punto de morderle el tobillo.

 Se quitó de encima el cadáver del animal de una patada. Después de tantos años en Almas Perdidas el instinto de supervivencia estaba tan desarrollado que actuaba por si solo.

Precisamente por eso era tan bueno.

Hizo girar el cuchillo sobre si mismo con gracilidad. Sí, era muy bueno... seguramente el mejor de los de su edad. No le extrañaba que todos confiaran en él. Arabela para viajar a la ciudad, Julius para que se uniera a él, Symon para que cuidara de sus hermanas, sus gentes para que hiciera de diplomático... y Christoff para que entrara en la cueva.

Chasqueó la lengua. Había algo peor que ser cobarde, y era ser inteligente.

Salió de su escondite y recorrió la distancia que le separaba de la cueva. Allí se ocultó tras unos matojos secos. La vida habría sido mucho más fácil si no fuera capaz de llegar a aquel tipo de conclusiones.

Se asomó a la cueva; era un auténtico pozo de oscuridad.

Tragó saliva y desenfundó el otro cuchillo. Aquella misión era importante, y si Christoff confiaba en él, no podía fallarle. Al fin y al cabo, Christoff, Dorian y los hermanos habían sido muy buenos con él. Le habían acogido como a uno más.

Apretó los puños y cogió aire. El corazón y la mente le suplicaba a gritos que huyera de allí, pero aquella voz...

La cueva volvió a gritar, y Willhem creyó que el corazón iba a explotarle. Cogió aire, inspiró el extraño hedor a sangre que exhumaba el lugar, y entró corriendo a ciegas. Gritos, oscuridad, sangre...

Willhem corrió y corrió en la oscuridad hasta que algo chocó contra uno de sus tobillos. Tropezó, cayó al suelo y rodó rasgándose las rodillas y codos hasta acabar tumbado boca arriba sobre un charco de sangre. La cueva volvió a chillar y Willhem se unió al grito, horrorizado.

El ruido cesó, y todo quedó en silencio. Willhem se incorporó con lentitud, palpó el suelo encharcado hasta alcanzar sus armas, y fue incorporándose lentamente. No veía absolutamente nada, pero tampoco le importaba. Estaba tan aterrorizado que simplemente se dejó llevar por el instinto.

-    ¡Tu...!- dijo con ahogada.- ¡Monstruo! ¡He venido a...!

-    ¿Willhem?- respondió la cueva. Era una voz fácilmente reconocible, pero estaba tan aterrado que ni tan siquiera era capaz de darse cuenta de ello.- ¡Willhem! ¡Soy yo!

Lanzó dos tajos al aire.

-    ¡N...!

-    Maldito imbécil.- replicó Arabela desde la zanja.- Soy yo, joder, ¡Arabela! Christoff me ha traicionado. ¡Estoy en una de las zanjas!

El muchacho arqueó la ceja, perplejo. Era cierto, era Arabela... pero lo que decía carecía de toda lógica.

-    ¿Traicionado? Pero si ha acudido a la batalla...

-    No sé que está tramando, pero estoy segura que no me va a gustar.- insistió ella con voz chillona.- ¡Tienes que sacarme de aquí!

Willhem dio un par de pasos adelante.

-    ¿Pero donde estás?

-    En una zanja muy profunda. Solo no vas a poder a poder hacer nada; eres demasiado enclenque. ¡Busca ayuda! Luz, una cuerda...- hizo un alto.- ¡Trae a Alice! ¡Ella sabrá que hacer! ¡¡Tráela!! ¡Rápido!

-    Pero Christoff me dijo que... que me quedara aquí... vigilando...

Hubo unos segundos de tenso silencio. Willhem tragó saliva y retrocedió un par de pasos. Se esperaba lo peor, y no se equivocó. Cuando Arabela respondió, tal fue el grito que Willhem tuvo la impresión de que la cueva entera iba a derrumbarse.

- ¡¡¡Te he dicho que la traigas!!!

±±±±±

Julius escaló el último tramo de la pared con las manos embadurnadas en sangre. Durante el ascenso la enredadera se había abalanzado sobre él como una serpiente, y en tres ocasiones había logrado atravesarle las manos con sus largas espinas. Julius había estado a punto de caer, pero la afortunada intervención de Christoff había logrado evitar la caída. El caballero siguió trepando hasta alcanzar la ventana. Se dejó caer pesadamente, y un metro y medio más abajo, se estrelló contra el duro suelo de madera.

Unos instantes después llegaron el resto de sus compañeros.

Habían entrado en un gran bodega llena de cajas de vino y comida empaquetada. Hedía a descomposición, a suciedad y abandono, pero era un lugar perfecto para empezar el descenso.

Los cuatro hombres avanzaron entre las cajas hasta una de las trampillas con las armas ya en mano. Estaba abierta, pero no había huellas en el polvo de los peldaños. Christoff observó la escalera, se asomó al pasillo del piso inferior y asintió. A pesar de la oscuridad, su vista desarrollada no encontró a nadie.

Julius se asomó también y dio el visto bueno. Hizo un ligero ademán con la cabeza y los cuatro se deslizaron por las escaleras, como sombras. Ya en medio de un largo pasillo repleto de puertas cerradas y abiertas, se dividieron en parejas. Julius y Larss se dirigieron a la zona este, y Swarkaff y Christoff a la oeste.

Larss era un hombre de estatura baja, ancho de espaldas y de rostro regio. Había perdido tres dedos de la mano izquierda durante una incursión hacía unos meses, pero a pesar de ello seguía siendo un magnífico espadachín. Junto a Vega, era considerado uno de los hombres más cercanos y leales al reino.

Swarkaff, en cambio, era muy distinto a Larss. Él era alto, mucho más joven y delgado, pero también mucho más nervioso. Le había elegido para que cooperase con Christoff, pero también para que le tuviera bien vigilado. Nada escapaba del alcance de aquella mirada nerviosa.

Recorrieron los pasillos con lentitud, y ambas parejas se detuvieron ante la primera puerta que encontraron. Christoff y Swarkaff en una abierta, Julius y Larss en una cerrada.

Ya no volverían a verse.

Julius apoyó con suavidad la oreja sobre la puerta. Al otro lado no parecía haber ruido alguno. El caballero hizo un breve gesto con la mano a su compañero para que sacara su ballesta y él hizo lo mismo. Un instante después, abrió la puerta con un leve empujón y comprobaron que estaba vacía.

Repitieron la operación dos veces más sin éxito. A pesar de que procedente del piso inferior y el primero empezaba a oírse ruido, nadie de la tercera planta parecía haberlo oído.

Siguieron avanzando hasta quedar tan solo una puerta, y estaban a punto de atravesarla cuando, de repente, esta se abrió y golpeó de pleno a Julius. Un instante después, gracias a un empujón in extremis por parte de Larss, salió de la trayectoria de una espada de oro. El arma se clavó en la pared, justo detrás de donde él había estado un segundo después, y una mujer vestida totalmente de negro surgió de la nada.

Larss trató de disparar la ballesta, pero la mujer esquivó el virote sin problemas. Le desarmó de una fuerte patada en las manos y dibujó un rapidísimo arco con una de las dagas doradas que portaba. Larss esquivó, retrocedió, y desenfundó su espada. Para cuando quiso enfrentarse a ella, Julius ya había empezado un magnífico combate basado en gráciles y rápidos movimientos por parte de ella, y un único y conciso corte por parte de él con el que logró decapitarla.

El resto de ocupantes de la sala, tres hombres armados con una espada, cuchillo y dos hachas pequeñas, se abalanzaron sobre ellos.

Julius se enfrentó a los dos primeros. Detuvo el primer golpe de espada con la suya y estrelló una patada contra las costillas del hombre del cuchillo. Este gimió cuando la bota le hundió un par de costillas, pero lanzó un corte vertical que chocó contra la armadura de Julius. El caballero concentró todas las fuerzas en la espada y apartó a su dueño de un fuerte empujón. El hombre del cuchillo aprovechó para volver a atacarle.

Julius retrocedió, pero el arma le dibujó una raya horizontal en la mejilla. Se retiró hacia la derecha, se sacó uno de los cuchillos que portaba en la cintura y se lo lanzó directo a la cabeza. El arma se clavó en su cráneo y cayó derribado. Mientras tanto, el  hombre de la espada ya se abalanzaba sobre él. Detuvo tres golpes bastante torpes, y sin demasiado esfuerzo, le cortó la garganta.

Larss en ese instante acababa de cortarle la cabeza al hombre de las hachas.

Julius se frotó la sangre de la mejilla y salió de nuevo al pasillo. Procedente de todo el edificio se oían gritos de dolor, suplicas y el aullido de las espadas.

-    ¡Vamos!- gritó Julius mientras descendían las escaleras al segundo piso

Allí les recibieron tres arqueros. Julius fue el primero en recibir una flecha, pero no el único. Se tiró al suelo cuando la flecha se le clavó en el brazo, y, tras él, Larss le imitó. Más allá, al otro lado de las escaleras, un par de alejandrinos murieron a flechazos.

Se ocultaron tras la barandilla de las escaleras y soportaron la lluvia de flechas en completo silencio. Tenían suerte de que la barandilla tuviera murete, sino a aquellas alturas ya estarían más que muertos.

Julius aguardó unos segundos y se asomó. Una flecha le pasó rozando la cabeza. Volvió a agacharse y cerró los ojos momentáneamente. El corazón le latía a tal velocidad que creía estar a punto de estallarle.

Y mientras que él pensaba qué hacer, Larss ya parecía haber encontrado una solución. Hundió la mano en sus ropajes, sacó de entre los pliegues de la capa un pequeño saco de piel, y vertió su contenido en la mano; era una botella pequeña de ron. Después, arrastrándose por el suelo de madera, alcanzó uno de los candelabros que iluminaban tenuemente el pasillo. Se arrancó una tira de tela de la capa y lo humedeció con el alcohol. Le prendió fuego.

- ¿Qué demonios...?

- Es un truco que me enseñó mi padre.

Metió el retal de tela en la botella y lo lanzó por encima de la barandilla. El cristal se rompió, y el fuego llenó de luz y calor la sala.

La sala se llenó de gritos.

Larss se incorporó de un brinco. Volvió a empuñar su ballesta y, junto a Julius, derribaron a virotes a los tres forajidos en llamas. Uno de ellos salió corriendo en llamas y malherido; otro cayó al suelo, fulminado. El tercero cayó escaleras abajo, hasta el segundo piso.

Julius felicitó a su hombre con una ligera sonrisa, pero una flecha atravesó el espacio que les separaba. Ambos se agazaparon, corrieron escaleras abajo y aprovecharon el ángulo para cubrirse y poder disparar. Ya con el arquero derribado, saltaron por encima del cuerpo en llamas y se abalanzaron al pasillo.

Los forajidos entraban y salían de las puertas.

Empezó a cundir el pánico cuando Julius y Larrs irrumpieron en el pasillo. Algunos huyeron, conocedores de la identidad de Blaze, pero otros se lanzaron a por ellos armados con cuchillos, hachas y espadas.

±±±±±

-    ¿¡Porque has tardado tanto!?- chilló Arabela al escuchar ruido en la cueva.

Willhem puso los ojos en blanco. Aún tenía el corazón desbocado, la respiración acelerada y los músculos en completa tensión de la carrera.

Había tardado menos de veinte minutos en hacer ago que debería haber tardado cerca de una hora... ¡y encima se quejaba!

En realidad no sabía como lo había hecho. El tiempo parecía transcurrir de modo distinto allí, y el cambio continuo de las calles de la ciudad había provocado que nada más llegar casi se chocara de morros con la casa de Alice.

La muchacha le estaba esperando en la puerta con una soga entre manos.

Diez minutos después, ya estaban de vuelta en la cueva, ahogados por la carrera y temblorosos por la tensión. Alice se apresuró a lanzar un cabo por la zanja y tomó la otra con fuerza. Willhem se apresuró a ayudarla.

-    ¡Mi señora!- exclamó Alice con fuerza.- ¿Os llega?

-    Esto está muy hondo.- insistió ella.- ¡Más cuerda!

Obedecieron. Lanzaron aún más cuerda y ya con los pies al borde de la zanja, aguardaron a que la muchacha cogiera el extremo. Arabela, desde lo hondo de la zanja, vio el extremo de la cuerda aparecer en la nada. Cogió carrerilla, se abalanzó sobre la pared, se impulsó con el pie derecho y saltó hasta alcanzar la cuerda.

Alice estuvo a punto de caer cuando Muerte se colgó de la cuerda, pero el fuerte tirón de Willhem logró salvarles a ambos. Tiraron, tiraron y tiraron, y unos instantes después, la mano derecha de Arabela se agarró al borde. Alice y Willhem corrieron a ayudarla. Tomaron cada uno de un brazo y la levantaron de un suave tirón.

Ya fuera, Arabela salió corriendo. Llevaba tantas horas en la completa oscuridad que la simple presencia de una luz mínima procedente de las estrellas le dañó los ojos.

Alice y Willhem salieron tras ella.

-    ¿Hace cuanto que partieron?- preguntó palpándose las armas que portaba en la cintura, cuchillos incluidos.

-    No lo se, una hora quizás... cincuenta minutos.- informó Willhem con rapidez.

En realidad no lo sabía. Aquel lugar era extraño, y Willhem se sentía muy desorientado. Alice, a su lado, parecía bastante confundida.

A pesar de que durante los últimos minutos había formulado muchas preguntas, el chico no había respondido ninguna.

-    Mi señora, ¿Qué esta...?

-    No tengo tiempo.- replicó esta. Miró a su alrededor en busca de orientación. Empezó a correr al localizar la ciudad.

Alice se apresuró a seguirla, pero Willhem no se movió. Aún no podía, estaba demasiado agotado. Observó a las dos mujeres perderse entre los bosques y frunció el ceño. Aún le faltaba el aire y le dolían las piernas; tenía el corazón desbocado y los músculos tan en tensión que parecían estar a punto de romperse de un momento a otro...

Pero sabía que su lugar estaba junto a ellas.

-    Dioses.- murmuró por lo bajo mientras se ponía en marcha.- Quien me mandaría a mí meterme en esto...

Desenfundó los cuchillos.

±±±±±

Elaya atravesó el pasillo con paso firme. Llevaba media hora buscando a su hermano por toda la fortaleza, pero hasta entonces había preferido esquivar el lugar donde le encontraría.

Estaba en uno de los balcones, por supuesto. Desde hacía un año, los días soleados, salía a ese mismo balcón donde había conocido a Gabriela para disfrutar de una copa de vino especiado y de un poco de pastel de frutas.

Elaya salió al balcón en silencio. Apoyado contra la barandilla y con una copa de cristal entre manos, su hermano contemplaba los magníficos paisajes Alejandrinos que colmaban de belleza y júbilo aquel tranquilo reino. Bosques, campos, ríos, lagos... Elaya siempre había estado enamorada de aquel lugar, y ahora que podía compararlo con Reyes Muertos, estaba más convencida que nunca que era el lugar más maravilloso de la isla.

Se apoyó en la barandilla junto a su hermano. Ambos parecían cansados y desilusionados, pero no dudaron en dedicarse una amplia sonrisa cargada de amor fraternal a pesar de lo sucedido.

-    Hermano...- hizo una breve pausa. Alzó el rostro y tomó sus manos con suavidad.- Tengo que contarte algo.

Symon asintió, satisfecho por su nuevo éxito, pero el modo en el que la chica frunció el ceño le impactó. Un instante después, Elaya ya estaba llorando copiosamente en sus brazos mientras balbuceaba algo sobre su madre.

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