Capítulo 59
Capítulo 59
Willhem despertó con un profundo dolor de cabeza. No sabía exactamente qué había pasado, pero prefería no saberlo. Había perdido el conocimiento y lo había recuperado, eso era todo lo que necesitaba conocer. El resto...
Se incorporó. Ya no estaba en la sala del trono, ni tampoco en la calle. De hecho, no tenía ni idea de donde estaba. Era una sala rectangular llena de estanterías repletas de frascos de colores. Algunos de ellos, de cristal, tenían piedras de colores en su interior, vidrios y sustancias que formaban curiosas pompas de colores. Del techo caían muchas macetas llenas de flores de colores vivos y con todo tipo de aromas. Algunas de ellas le miraban amenazante, con extraños tentáculos que se revolvían entre los pétalos. Otras, en cambio, no eran más que flores de colores y de magnífico aroma con grandes espinas envenenadas de cerca de cinco centímetros de largo.
Willhem miró embobado las flores hasta que una enredadera le alcanzó el tobillo. Entonces, aterrado, se levantó de un brinco y salió corriendo entre gritos. Abrió la puerta de un portazo, salió al pasillo inicial y corrió hacia la puerta de salida. Todo seguía estando en silencio...
Una de las puertas se abrió justo cuando Willhem pasaba al lado. El muchacho gritó cuando su hombro chocó con la madera. A punto estuvo de caer al suelo. Afortunadamente para el, Arabela le cogió a tiempo y evitó la caída.
Le estrechó el hombro sano.
- ¡Tranquilo!
La presencia de Arabela le tranquilizó. Willhem miró atrás, aterrado, y se abalanzó sobre ella para abrazarla cuando un siseo escapó de la sala de las flores.
Entraron en la sala donde había estado hasta ahora Arabela, y allí Willhem conoció a Alice. La mujer era muy simpática y cariñosa; consiguió que sintiera algo más tranquilo a su lado.
Su madre, en cambio, resultaba mucho más enervante. Interrumpía continuamente a su hija con extrañas palabras en un idioma desconocido, paseaba por la sala y zarandeaba una pulsera llena de cascabeles generando un incómodo y continuo tintineo que parecía atravesar los tímpanos.
La sala en la que estaban era extraña. Las paredes de piedra habían sido pintadas de negro y el suelo estaba lleno de extraños dibujos rojos. No había apenas mobiliario a excepción de un pequeño armario portátil que Alice custodiaba. De los más de diez cajones que se ocultaban en su anatomía había sacado cuentas de colores, piedras, brillantes y esferas de cristal.
Willhem se sentó en el frío suelo junto a Arabela. Las dos mujeres, estaban separadas entre ellas por un cuenco en llamas, unas hierbas y un par de copas llenas de agua blanquecina.
- ¿Qué hacéis?- preguntó Willhem con curiosidad.
Aquel lugar era muy extraño, pero lo que realmente resultaba inquietante era lo que estaban haciendo las mujeres. Si no fuera porque sabía que a Arabela no le gustaban aquel tipo de brujerías, hubiese jurado que estaban intentando hacer algún hechizo.
Y no se equivocaba.
Alice tomó las ocho piezas que Arabela eligió y las pasó por el fuego en tres ocasiones. Su piel, negra como el carbón, parecía ser resistente a las llamas. Agitó las piedras entre los dedos, las hizo girar sobre si misma y por fin, emitiendo un extraño sonido gutural, las lanzó al aire. Las piedras giraron sobre si mismas, generando extraños tintineos, y pronto se estrellaron contra las losas del suelo. Giraron sobre si mismas, rodaron y tras unos segundos, se detuvieron.
Willhem volvió a brincar cuando, estando ya totalmente paradas, varias de las piedras saltaron y volvieron a girar sobre si mismas hasta ocupar una nueva posición. Hija y madre observaron con atención el resultado.
Arabela ni tan siquiera se había inmutado.
Habían tardado mucho en convencerla en que confiara en su don, y ahora que había aceptado, no se sentía en absoluto sorprendida. Y no es que esperase gran cosa, pero aquel simple movimiento de manos le había parecido demasiado pobre.
La anciana soltó una larga retahíla de palabras en su lengua. Unos segundos después Alice tradujo.
- Os enfrentáis a un gran enemigo ya caído. Las fuerzas de la noche se unen con el niño de fuego, y juntas asolaran el reino de la oscuridad. El tigre les seguirá de cerca, y aunque desconfíe de ellos, no tendrás más remedio que unirse.- hizo un alto.- Será una batalla cruel.
Arabela puso los ojos en blanco.
- ¿Enigmas?- sacudió la cabeza.- ¿Acaso no podríais ser más directa?
- Es complicado leer el destino, mi señora.- se disculpó la mujer.- Pero creo poder ver algo...- deslizó las manos sobre las piedras.- El niño de fuego es el hombre al que buscáis... está en la ciudad, rodeado de muchos hombres y mujeres a los que ha logrado dominar a base de mentiras y engaños. Es... es un hombre joven, pero peligroso. Su lugar en esta historia aún no ha acabado.
- Varg.- sentenció ella con cierta reticencia.- Ese maldito mal nacido no parará hasta que acabemos con él.- apretó los puños.- Pagará lo que hizo a Gabriela.
Madre e hija intercambiaron una larga mirada de complicidad. Willhem se limitó a arquear ligeramente una ceja. Parecía bastante divertido.
- ¿Niño de fuego?- Willhem no pudo evitar dejar escapar una sonrisa.- Tiene el pelo rojizo pero...
- Es algo simbólico.- interrumpió Alice.- El niño de fuego será vuestro enemigo, mi señora, y junto a él habrán otros a los que deberéis vencer. El tigre...
- Julius.- obvió.- Lo sé. Lo que realmente me preocupa es el primero. ¿Qué son las fuerzas de la noche?
La muchacha restregó las manos contra las piedras para tratar de hacerlas girar sobre si mismas, pero estas permanecían clavadas a la losa con tanta fuerza que le resultó imposible.
Alice chasqueó la lengua con inquietud cuando su madre volvió a lanzar otra retahíla de palabras.
- No puedo verlo.- hizo una pausa.- El niño de fuego caerá en una fortaleza de hielo. Hay un ser... un felino que se agazapa entre las sombras...
- Magnífico.- ironizó Arabela con voz chillona.- Me leéis un futuro incierto lleno de enigmas.- sacudió la cabeza.- Por supuesto que caerá, yo misma acabaré con él, ¡pero lo que deseo es...!
La anciana volvió a intervenir. A diferencia de las otras ocasiones, esta vez tenía los ojos fijos en las piedras, y parecía tensa. Su hija la escuchó con detenimiento, asintió en un par de ocasiones y tradujo con algo de dificultad.
- No reinaréis.
Arabela arqueó la ceja.
- ¿Cómo? ¿¡Insinuáis que no venceremos la batalla!?
- Muchos caerán durante los enfrentamientos. Será una batalla cruel... pero vos no seréis quien reine. El motivo es desconocido... pero hay otros.- preguntó algo a su madre a lo que ella se limitó a responder con un leve asentimiento de cabeza.- Otros muy cercanos a vos, mi señora. Quizás un hijo, o un hermano...
Willhem miró de reojo a su compañera, pero no dijo nada cuando esta se incorporó. Era evidente que no creía una palabra de lo que estaba escuchando, y en cierto modo, era normal. Insinuar que uno de sus hermanos ocuparía su lugar en el trono estaba totalmente fuera de lugar.
Se querían con locura. Por mucho que a veces discutieran, jamás se traicionarían.
Arabela estaba ofendida. De no ser porque tiempo atrás aquellas mujeres habían ofrecido su apoyo a su abuela, seguramente las habría enviado al infierno.
Alice trató de que se quedaran un rato más, pero Arabela se limitó a rechazar el ofrecimiento de modo bastante más diplomático de lo esperado. Se despidieron de madre e hija con un ligero asentimiento, y ya en la calle, emprendieron el camino de vuelta.
Ambos estaban incómodos ante los últimos acontecimientos. No les gustaba aquel lugar ni aquella extraña aura de misterio que lo rodeaba todo. Era parecido a Salemburg, pero a la vez totalmente distinto.
Cuanto antes abandonaran aquel lugar, mejor.
Deambularon por las calles totalmente perdidos. Orientarse por calles que parecían estar en continuo cambio resultaba muy complicado. Las calles que antes subían ahora descendían, las que giraban a derecha eran rectas, y las que giraban a izquierda no eran más que callejones sin salida. Recorrieron varias que antes no habían pisado y sin saber exactamente como, acabaron saliendo por la zona norte de la ciudad. Ascendieron unas largas escaleras de piedra de más de cincuenta metros de longitud, atravesaron una pequeña zanja de oscuridad a través de un puente lleno de cráneos de carnero con cirios en lo alto, y cruzaron una curiosa valla metálica acabada en gruesos punzones. Más allá de unos esqueléticos árboles de corteza blancuzca y de unos cuantos campos de lápidas había una magnífica torre de piedra negra con las puertas abiertas.
Se detuvieron a los pies de la entrada.
Perpleja, Arabela dibujó una ligera sonrisa y empezó a avanzar hacia allí. Reticente a entrar, Willhem trató de detenerla, pero lo único que logró fue que la chica le tomara de la mano y tirase de él hacia el interior.
- ¡Dioses Arabela! ¡Primero brujas y ahora iglesias abandonadas!- dijo con voz ahogada.- Te estás comportando como una auténtica demente.
- Cállate.
En el umbral de la puerta había una estatua en forma de dos querubines rollizos apoyados sobre una nube. Les estaban observando y sonriendo; uno de ellos le guiñó el ojo a Willhem.
- Deja de comportarte como un cobarde.- le exigió Arabela tras taparle la boca con la mano.- La ciudad nos lleva donde ella quiere. Antes nos guió hasta las ayudantes de mi abuela... ahora aquí.- señaló el interior del edificio con el mentón.- Significa algo.
- Sí, que desea que muramos en un lugar muy original.- murmuró entre dientes.- Magnífico...
Había sido solo un susurro, pero el viento arrastró la voz hasta el interior del edificio y resonó con el volumen aumentado. Arabela se detuvo en seco, giró sobre si misma y sonrió divertida. Desenfundó la espada.
- Tranquilo, yo cuido de ti, pequeño.
Su voz, en cambio, no retumbó.
Entraron en una torre de planta cuadrada en la que la decoración se basaba en largos bancos de madera en la entrada y un magnífico altar de piedra en lo alto de un pedestal. En las paredes de los laterales había tétricas estatuas en forma de ángeles encapuchados que empuñaban espadas refulgentes, en los rincones sombríos flores carnívoras de color sangre, y justo detrás del altar, una magnífica estatua a tamaño real de una mujer de larga cabellera recogida en trenzas vestida con una túnica larga. Era una mujer de estatura baja, ancha de espaldas y de rasgos algo redondeados, pero tan parecida a los miembros de la familia Muerte que ni tan siquiera la distancia o el tiempo evitó que su nieta la reconociera.
Arabela recortó la distancia que la separaba del altar y observó con detenimiento la estatua. Lucía ropas sencillas, y la cabellera escapaba de la capucha con la que cubría parte del rostro, pero lo que más llamaba la atención, sin duda, era la guadaña que portaba entre manos.
Cruzó los brazos sobre el pecho y lanzó un silbido.
- Menudo porte, ¿eh?- exclamó.
Willhem corrió aterrado bajo las bandadas de murciélagos que descansaban boca abajo en el techo de madera. Una vez estuvo frente a la estatua se dedicó a observar su alrededor.
El lugar parecía abandonado.
- Muy bonito, muy bonito.- murmuró con voz temblorosa.- Ya lo hemos visto, ¿podríamos irnos ya?
Arabela giró sobre si mismo y observó su alrededor. El lugar era bastante sombrío, pero imaginaba que si la luz pudiera iluminar los grandes ventanales sería un sitio muy agradable. Se preguntó como habría sido en las épocas de su abuela. Es más, se preguntó como habría sido aquella mujer. La falta de su madre le había arrebatado muchas cosas, y una de ellas era el saber sobre sus ancestros.
Volvió la mirada. Habría tenido cara de simpática si no fuera porque de su cintura colgaba una ristra de amuletos y cráneos. ¿Sería granjera?
La estatua le guiñó el ojo a Willhem, y este palideció. Se llevó las manos al rostro, se cubrió los ojos y trató de tranquilizarse. Intentaba de convencerse a si mismo de que no eran más que imaginaciones suyas.
- Eh, ahí hay algo.- oyó que decía Arabela.
Cuando abrió los ojos ella ya estaba muy lejos. Corrió para alcanzarla y, juntos, salieron a un patio trasero. La puerta estaba muy oculta, pero el instinto había vuelto a guiarla hasta allí.
Salieron a un jardincito de flores amarillas. Era un lugar pequeño lleno de césped, de forma cuadrada y con un magnífico manzano situado en la parte derecha. Un jardincito muy íntimo al que cualquier padre le hubiese encantado llevar a sus hijos de no ser porque había una gruesa lápida en el centro.
Arabela se acercó, la sombra del árbol lo había tapado, pero justo detrás de la lápida había otra estatua en forma de ángel. En esta ocasión el ángel portaba entre brazos un bebe rollizo.
Era una imagen muy bella. De hecho era el único retazo de belleza que Willhem había logrado encontrar en aquella tétrica ciudad. Se acercó para mirar la inscripción de la estatua.
- Es mi madre.- aclaró Arabela con los brazos cruzados frente a la lápida.- Y aquí es donde descansa mi abuela.
Willhem palideció, volvió la mirada hacia la lápida y tragó saliva. Era una situación francamente incómoda.
- Bueno... lo mejor es que nos vayamos. Ya es bastante tarde. Si Lord Julius vuelve y ve que hemos incumplido órdenes seguramente se enfadará mucho...
Arabela frunció el ceño; parecía muy pensativa. Volvió a desenfundar la espada y la clavó en la tierra.
- Willhem... creo que ya sé porque nos han traído hasta aquí.
- ¿Ah, sí?- dijo con voz ahogada.
La chica hundió la espada en la tierra y sacó una buena palada de delante de la lápida. Era tierra seca y arenosa de un brillante color dorado. A simple vista parecía polvo de oro.
- Siempre me pregunté de que modo podría morir definitivamente...- ensanchó la sonrisa.- Vamos a descubrirlo.
Abrió los ojos de par en par, perplejo, pero la mirada amenazante de Arabela le impidió que retrocediera. Hundió de nuevo la espada en la tierra.
- Ayúdame.
±±±±±
Un par de horas después, volvieron al campamento. Los ánimos estaban bastante caldeados a pesar de la presencia de Christoff, pero pronto se calmaron al verles en buen estado. Habían tardado bastante tiempo en darse cuenta de su ausencia, pero una vez lo hicieron la furia de Julius fue tal que todos sus hombres se ofrecieron para buscarles.
Decidió que no emplearía ni un efectivo en ellos; saldría él mismo.
Por suerte, para cuando volvió unas horas después, Arabela y Willhem ya estaban en el campamento. El chico tenía la mirada perdida y parecía enloquecido mientras que ella parecía bastante más relajada. En aquellos precisos momentos estaba afilando sus cuchillos...
Y Christoff estaba con ellos.
Julius carraspeó para captar la atención de los presentes. Hizo un ligero ademán con la cabeza y se alejó. Instantes después, Arabela ya iba tras él, obediente. Se alejaron del campamento por la zona norte hasta el pequeño lago en el que horas antes los caballeros se habían bañado.
Ella también había aprovechado para lavarse. El agua estaba helada, y el fondo del lago estaba cubierto de algas, pero era un lugar agradable y tranquilo. Además, dudaban mucho que hubiese otro lago de agua tan limpia por los alrededores.
Recorrieron la orilla este del lago hasta alcanzar el otro extremo. Allí siguieron avanzando hasta una zona despejada de árboles bajos. Julius tomó asiento en un tocón de madera seca y aguardó a que la muchacha tomara asiento en una de las gruesas piedras volcánicas que llenaban el suelo fangoso.
Julius cruzó los brazos sobre el pecho y se esforzó por mantenerse calmado.
Respiró hondo.
- ¿Dónde habéis estado?
- Por ahí.
- ¿Y qué demonios se supone que hacíais?
Arabela se encogió de hombros.
- Desenterrar muertos.
Aquella respuesta le arrancó una sonrisa. Arabela le guiñó el ojo y Julius no pudo evitar empezar a reír. Le tendió la mano y la atrajo hacia él para besarle los labios.
- Estaba preocupado.
- Sé cuidarme bien.
Volvió a besarla, esta vez en el mentón, y la depositó suavemente en la misma roca donde había decidido sentarse.
- Deberíamos hablar. Antes dije algo que creo que merece una explicación.
- Lo de mi hermano, claro.
Arabela se encogió de hombros de nuevo. En el momento había sentido una profunda rabia ante tal declaración, pero con el paso de las horas había logrado calmarse. Ahora, totalmente tranquila, comprendía perfectamente el motivo por el cual él había actuado de ese modo, y no deseaba echárselo en cara. Al contrario.
- Os comprendo.- dijo con brevedad.- Amo con todo mi corazón a mi hermano, pero sé que no están siendo sus mejores días. Le afectó mucho la muerte de Gabriela.- hizo una breve pausa para corregirse.- De hecho nos afectó a todos. Han sido tiempos muy difíciles, Julius... y aunque ahora creáis que se ha vuelto extraño y algo traicionero, os aprecia y os es leal. Como yo. Como Christoff... como toda la familia.
Estaba tratando de hacerle sentir culpable por las medidas tomadas contra Christoff, pero lejos de lograrlo, lo único que consiguió es que Julius olvidara por completo el asunto de su desaparición. No confiaba en Symon ni en Christoff, y eso era algo que no iba a cambiar, pero al menos le alegraba oír de sus labios que le seguía siendo leal.
Deslizó las manos sobre la empuñadura de su arma, pensativo. Mientras tanto, con el rostro contraído en una mueca de preocupación, Arabela estudiaba con detenimiento el broche en forma de tigre que unía su capa negra. Aunque no creyera lo más mínimo en sus predicciones, era evidente que habían acertado en la existencia de un tigre.
- Varg ha reunido un destacamento de hombres, y entre ellos hay varias asesinas profesionales. Sé que os negaréis en redondo pero...
- Ni me lo preguntéis, Julius.- interrumpió.- Participaré.
- Me lo imaginaba. Bien... dado que no sé que va a pasar cuando asaltemos a mi sobrino, quisiera antes aclarar unas cuantas cosas entre vos y yo.
Arabela arqueó una ceja, algo sorprendida. Miró a su alrededor con incomodidad. Tal y como le había pasado durante su visita a la ciudad, volvía a sentirse vigilada.
- ¿De que va esto?
Julius se frotó el mentón, buscando las palabras más adecuadas. Optó por sacar de entre los pliegues de su capa la pequeña sorpresa que Symon le había pedido que le entregara a su hermana. Tomó la mano de la mujer con firmeza y depositó el tercer anillo nacido de la gema de Kassandra Muerte en el dedo anular de la muchacha. Esta, perpleja, no pudo evitar soltar una risita nerviosa.
- Le he pedido la mano a vuestro hermano y ha aceptado. Así pues... cuando cacemos a Varg, pasaremos por Alejandría para celebrar nuestra unión y después viajaremos hasta la fortaleza de Reyes Muertos juntos. Sois una gran guerrera; mis hombres os recibirán con los brazos abiertos...
- Así pues casados, vos...- hizo un alto.- Tú y yo.
Julius asintió algo nervioso. Nunca se le habían dado demasiado bien ese tipo de conversaciones. Consciente de que seguramente Arabela respondería con una sonora carcajada, se sonrojó.
- Así es.
- Casados...- empezó a reír a carcajadas. Julius no tardó más que unos segundos en unirse a las risas víctima del nerviosismo.
Pero no era una risa cruel. Arabela se incorporó, le abrazó y besó.
- De acuerdo, acepto. Me parece bien.- asintió profundamente satisfecha.- Pero no quiero tener que esperar hasta volver a Alejandría... por si acaso; tú lo has dicho, no sabemos lo que pasará por lo que deseo que sea aquí. Mañana mismo.
- Tendrá que ser íntimo entonces.- dijo visiblemente emocionado.- No quisiera fallar a tu hermano, mi señora.
- Nadie lo sabrá entonces.
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