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Capítulo 58

Capítulo 58

El sarpullido de la espalda se había convertido en una dolosa herida que le atravesaba toda la espalda, justo sobre la espina dorsal. Ningún insecto había logrado picarle, pero en cambio aquella alergia estaba logrando sacarle de quicio. Sentía el sudor correr por la espalda, mezclarse con la sangre y generar un dolor tan estremecedor que, a cada paso que daba, los ojos se le llenaban de lágrimas de angustia. Pero mostrar debilidad no era algo que se permitiera por lo que, a pesar de las ganas que tenía de descansar y darse un buen baño, acudió a la hora concertada al granero en compañía de Cupiz.

Era un lugar sombrío, extraño y perturbador. De hecho, todo el bosque negro lo era, pero aquel edificio, en concreto, resultaba especialmente perturbador. El granero tenía forma circular, y a diferencia de los de sus tierras, no era un edificio alto ni blanco. Aquel edificio era achaparrado, rojizo y con unos pequeños ventanales con cristales tintados de negro que impedían ver que se ocultaba a su interior.

Considerar a aquello un granero sería absurdo de no ser por la gran cantidad de cajas y carretas de madera que, repletos de restos de trigo, rodeaban la edificación. Fuera quien fuera el dueño, pensó Julius, debía ser una persona extraña. ¿Aunque acaso había algo en aquel lugar que no lo fuera?

Ocultos tras unas cajas de madera, Julius aprovechó aquellos minutos de espera para observar su alrededor. Los enormes árboles parecían taparlo todo con sus gruesas y fornidas ramas. Pero más allá de las hojas negras, de la madera y la maleza, se podían ver los perturbadores edificios negros en forma de aguja de la ciudad de Uvervladd. Era un lugar de pesadilla, de torres delgadas y acabadas en punta, ventanas tintadas de colores oscuros, árboles que se perdían en la noche y extraños arcos de piedra a través de los cuales se comunicaban las distintas torres.

Julius miró a la ciudad, y sintió que este le devolvía la mirada. Aquel lugar parecía estar vivo, y aunque no hacía más que una horas desde su llegada, ya ansiaba abandonarlo.

Aguardaron en silencio durante unos minutos. Ambos empuñaban sus armas y trataban de mantener la calma, pero tenían los músculos en completa tensión. Con cada movimiento de sombra, sonido o murmullo volvían la mirada nerviosamente a los lados, pero no servía de nada. Aunque creían sentirse observados, estaban totalmente solos.

Pasaron varios minutos más y de repente, algo sucedió. El viento cesó de soplar, los graznidos de los cuervos se silenciaron y la oscuridad aumentó hasta convertirse en una tétrica niebla. Los hombres apretaron las armas con fuerza, inquietos, y se mantuvieron acuclillados hasta que de repente, procedente de la noche, una suave voz procedente de sus espaldas les dio la bienvenida.

Se sobresaltaron, alzaron sus armas y atacaron, pero Christoff, recién surgido de las sombras, detuvo los golpes. Les apartó de una fuerte arremetida y enfundó su arma con gracilidad. Oculto como estaba por ropas negras como la noche, lo único que quedaba a la vista eran sus refulgentes ojos claros.

Christoff miró a su alrededor e hizo un breve gesto con la mano para que le siguieran. Recorrieron los campos de alrededor agachados, empleando las sombras de los árboles como escondite, y siguieron hasta alcanzar un pequeño terraplén fangoso. Christoff se dejó caer por este con gracilidad y una vez en el suelo, atravesó una pequeña laguna pantanosa. Julius y Cupiz le siguieron de cerca, saltaron el terraplén, atravesaron la laguna y se ocultaron tras unos matorrales.

Ya fuera del alcance visual de cualquier curioso, Christoff les guió por las sombras hasta una estrecho claro lleno de roca volcánica. Se apartó la capucha.

-    Bienvenidos.- dijo al fin.- Os esperaba hace días. ¿A que se debe la demora?

-    Circunstancias.- se limitó a responder Julius.- Informadme.

Christoff asintió.

-    El objetivo llegó hace ya doce noches. No viene solo, mi señor. Con él viaja un grupo de cerca de doscientos forajidos y asesinos de las tierras altas de Reyes Muertos. También un grupo de siete asesinas del culto de la Bella Dona de Ámbar.

-    ¿Bella Dona?- Cupiz arqueó las cejas.- ¿Qué es?

Christoff se encogió de hombros con una ligera sonrisa atravesando su rostro. Alzó el mentón y señaló con malicia al caballero.

- Que os lo explique Lord Blaze, al fin y al cabo ahora es uno de ellos.

Julius suspiró profundamente en busca de paciencia. De no ser por la presencia de Cupiz no habría dudado en cortarle la cabeza en aquel mismo instante.

-    Son un grupo de seguidoras de los Sangre Joven. Cazadoras de brujas experimentadas. Para unirse a la agrupación deben pasar unas pruebas bastante selectas y peligrosas. Se dice que en su mayoría son mujeres jóvenes y bellas, capaces de infiltrarse en cualquier lugar. Mienten, juegan, engañan y matan. Se las ha utilizado en alguna ocasión para asesinar a algún Rey o Señor.

-    Ya veo.- murmuró Cupiz algo desalentado. Nunca le había gustado enfrentarse a mujeres, y mucho menos si eran expertas asesinas.- ¿Y se venden?

-    ¿Quién no lo hace hoy en día?- replicó Blaze.- ¿Hay algo más que deba saber?

-    Poco más. Partirán pronto; están buscando nuevos aliados. Quizás estén una jornada o dos, pero dudo que alarguen mucho más su partida.

Julius asintió con la cabeza, volvió la mirada atrás y observó en silencio la oscuridad. Le parecía haber oído algo.

Estaba convencido de que alguien les estaba observando.

-    De acuerdo. Venid con nosotros al campamento; allí aguarda Arabela y el resto de mis hombres.

-    ¿Arabela?- Christoff parecía divertido.- Curioso.

Erym estudió sus movimientos.

Le había intentado poner a prueba, y visto que parecía serle leal, había optado por revelar el dato que le obligaría a acompañarles al campamento. Una actuación francamente inteligente, aunque podría haber probado sin llevar a Cupiz. Claro que, entonces, su destino habría sido distinto.  De todos modos, le sorprendió que empezara a dudar de ellos. Hasta ahora Julius había sido poco más que una molestia; ahora podría convertirse en una amenaza real.

De todos modos, estaban muy lejos de Alejandría, y el tiempo jugaba a su favor.

Deslizó la mano sobre el muslo derecho, donde, oculto en un pequeño compartimiento, guardaba las órdenes de Lord Muerte. Recordar que seguían allí le hacía sonreír.

-    En marcha.

±±±±±

Willhem no estaba excesivamente contento con el cambio de rumbo que había tomado la expedición para él, pero no se atrevía a quejarse. En cierto modo le alegraba haber dejado el campamento y el bosque, pues aquel lugar resultaba aterrador, pero la ciudad no se quedaba atrás. Es más, si malo había sido el bosque, peor era la ciudad.

Uvervladd era un lugar siniestro, con estrechas calles de piedra negruzca que reflejaba la luz de las velas situadas sobre los centenares de cráneos de los balcones, ventanas y puertas. Las ventanas de los edificios estaban tintadas de colores oscuros y las fachadas decoradas con manchurrones carmesí de distintas formas. Las calles eran empinadas, resbaladizas y tan oscuras que en algunas ocasiones parecían perderse en la noche. La vegetación era muy extrema, como en el bosque, pero distinta. Los jardines que rodeaban las torres eran muy frondosos, con grandes árboles de color sangre y hojas negruzcas que canturreaban y danzaban al ritmo del viento nocturno. Había también grandes macizos de flores azuladas y grisáceas con formas apuntadas y amenazantes que recordaban a cuchillos, plantas enredaderas con pinchos tan afilados como agujas y grandes enredaderas cubierta de campanillas doradas que escalaban por los muros de las altas torres.

Las calles estaban vacías, pero los edificios y las torres exhalaban vibraciones y sonidos nauseabundos. En algunas ocasiones eran carcajadas, en otras, llantos, susurros, gritos... pero todos surgían del mismo modo: atronadores, extremos y demenciales.

Willhem se estremeció cuando una de aquellas terroríficas carcajadas restalló en la noche. Los jardines estaban iluminados con luces azuladas y blancas sobrenaturales, las sombras se movían con rapidez, y la noche...

La noche parecía fluir de un modo distinto en aquel lugar. La luz, la oscuridad, el tiempo... todo parecía mezclarse, doblarse sobre si mismo, formando un extraño bucle que parecía estar al margen de toda realidad. Aquel lugar estaba en la isla, sí, pero muy lejos de la realidad.

Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando las sombras de la calle empezaron a conformar siluetas humanas. Tomó atemorizado la mano de Arabela, como si de la de su madre se tratara, y apretó el rostro contra el dorso. Ella, en respuesta, se limitó a apoyarle con suavidad la mano sobre su espalda.

Trató de calmarlo con palabras de apoyo.

Algo más calmado, Willhem siguió con el avance por las calles. Su acompañante no parecía inmutarse ante los horrores que la ciudad oscura. Bandas de cuervos depositado en lo alto de árboles esqueléticos, centenares de cráneos amontonados en balcones abandonados, macizos de flores que emitían extraños gemidos mientras devoraban bestias pequeñas, y sombras que iban cambiando de forma continuamente. Un hombre, una mujer, un lobo, un oso...

Recorrieron una estrecha calle que giraba hacia la derecha. Era un lugar sombrío, con edificios de piedra aparentemente abandonados en los laterales. El viento sacudía los carteles de los comercios; tabernas, carnicerías, herboristerías...

Arabela parecía buscar algo con la mirada.

Un gato blanco surgió de la nada arrancando a Willhem un aullido de terror. El gato, poco más que un cachorro, atravesó la calle lateralmente y volvió a desaparecer tal y como había aparecido.

-    ¡Ha aparecido de la nada!- dijo con voz ahogada.

Pero ni tan siquiera le escuchaba. Arabela siguió deambulando por la calle y él tuvo que apresurarse a alcanzarla. Ya convertido en su sombra, siguieron avanzando unos cuantos metros más.

Se detuvieron frente a un edificio de piedra y madera de dos plantas. De la fachada colgaban unas cadenas que sujetaban un cartel de madera con unas letras y un dibujo pintado en colores rojos, verdes y negros.

El chico trató de leer la inscripción, pero no parecía estar escrito en ningún idioma. En realidad, no eran más que líneas, círculos y manchas que, unidas, conformaban una palabra llena de poder.

Poder...

El viento trajo consigo una ráfaga de viento. Willhem se estremeció, asustado, y corrió tras Arabela. En aquellos momentos ella estaba subiendo las escaleras de piedra que daban a una puerta entreabierta de madera.

Atravesaron una cortina de flores secas de color rosado y entraron en un pasillo sombrío iluminado por unos extraños cirios de llamas verdes. El lugar no era demasiado ancho ni alto, pero sí resultaba algo más tranquilizador que las calles.

Había varias puertas a lo largo del pasillo, un jarrón de flores secas al fondo y unos extraños frascos de color amarillo colgados de clavos en lo alto de las paredes.

-    Jazmín.- reconoció Arabela.

Y siguió avanzando.

Las puertas estaban cerradas y en silencio. De hecho, todo estaba en silencio. El ulular del viento había quedado atrás, y aunque durante los primeros segundos había agradecido su ausencia, Willhem empezó a echarlo de menos. El ruido era aterrador, pero no era comparable a su ausencia. Estando como estaban en completo silencio creía poder oír el compás de los latidos de su corazón.

Únicamente del suyo.

Deambularon por el pasillo en silencio hasta alcanzar la única puerta abierta. Tras una cortina de flores azuladas se ocultaba una amplia sala de forma circular donde, en el centro, había un magnífico trono de oro, joyas y plantas.

Olía a jazmín, pero también a los perfumes que exudaban los centenares de flores que decoraban las paredes de piedra del lugar. A parte de las flores y el trono,  únicamente había unos cuantos dibujos tribales en el suelo, una columna con trazos como los del cartel de fuera inscritos en su superficie y una extraña filigrana de oro y cristal situada sobre el brazo derecho del asiento como decoración.

Arabela se detuvo en la puerta para observar la sala. El instinto había sido quien la había guiado hasta allí, y ahora, estando frente a un objeto casi tan extraño como familiar, no sabía qué pensar. Aquel olor le traía buenos recuerdos, pero no era capaz de relacionarlo con nada.

Uvervladd le recordaba tanto a Salemburg...

El gato volvió a surgir de la nada para horror de Willhem. El muchacho sintió una fuerte punzada en el corazón y se llevó la mano al pecho, temeroso de haber sufrido un infarto ante la repentina aparición.

El gato recorrió la distancia que le separaba hasta el trono, subió de un ágil brinco y se acomodó en el brazo derecho, justo al lado de la filigrana. Miró a los dos extraños con ojos amarillos y maulló.

Willhem volvió a chillar cuando el ulular del viento escapó de las fauces del animal. Oyó un grito de terror en la mente, y el pánico le nubló la mente.

Cayó al suelo fulminado.

Arabela se agachó y comprobó que seguía vivo. Ella también estaba inquieta, pero lograba mantener la calma. Depositó al muchacho con la espalda en la pared con suavidad y le tapó con su propia capa.

Le besó la frente en un arranque de amor maternal, pero al volverse vio que alguien ocupaba el trono.

La visión carecía de sentido, y Arabela, que tan solo había conocido hasta entonces la isla, fue incapaz de entender lo que veía. Era un humano, por supuesto, y en concreto una mujer anciana, pero por alguna razón se había coloreado toda la piel de color negro azabache. Tenía los ojos amarillos, como los de una serpiente, los labios gruesos y el pelo cano lleno de largas trenzas. Su cuerpo era rollizo, con piernas cortas y gruesas, su pecho desproporcionado y sus brazos rechonchos y llenos de pulseras de colores. Vestía con un traje de color rojo fuego demasiado corto y estrecho para ella, pero no parecía importarle.

Arabela sospechaba que ni tan siquiera era consciente de que estaba allí. Su mirada estaba perdida, su sonrisa quebrada, y su respiración tan agitada que, probablemente, estuviera siendo víctima de algún tipo de sustancia alucinógena.

No era la primera vez que veía a alguien en ese estado. Últimamente Symon...

La anciana deslizó sus manos rechonchas y grasientas hacia el gato y le acarició la cabeza con suavidad. Dueño y mascota tenían lo mismos ojos, la misma expresión juvenil, y el mismo bello blanco.

El gato entrecerró los ojos y volvió a maullar. La anciana, por su parte, hundió la mano libre entre los pliegues de su vestido y sacó un conjunto de objetos tintineantes. Canicas de cristal, monedas, cascabeles y piedras preciosas.

Las agitó tres veces, las intercambió de manos y las lanzó al suelo. Estas repiquetearon por la losa y giraron sobre si hasta caer conformando algo que hizo sonreír a la anciana. Fue una sonrisa terca y peligrosa. Una sonrisa demente.

Sacudió las manos por encima de la cabeza antes de señalar el dibujo.

Arabela miró de reojo el dibujo que habían formado las piedras, pero no dijo nada. El movimiento espasmódico de los brazos de la anciana empezaban a ponerla nerviosa. Tan nerviosa que no pudo evitar dar un paso atrás y desenfundar su espada.

La anciana fijó la mirada en el arma, alzó las manos y ahogó un grito. El gato empezó a lamentarse.

Ambos corrieron a ocultarse tras el trono.

- ¡¡Ashk rak lek targg!! ¡Mareen! ¡¡Mareen!! ¡¡Gok, gok, gok!!

 Arabela no entendía nada a excepción de que estaba chillando de terror. Bajó ligeramente el arma, perpleja, y avanzó un par de pasos. No entendía absolutamente nada.

Enfundó el arma y alzó las manos tratando de calmarla.

- Levantad anciana, no voy a haceros.

La anciana trató de ocultarse aún más, pero de nada sirvió. Arabela trazó un arco lento alrededor del trono para intentar calmarla sin llegar a acortar las distancias.

Le dedicó una sonrisa gélida.

- ¡Señora...!

La pintura era francamente buena. Si no fuera porque era imposible habría asegurado que aquella mujer era del color de la noche.

-    Señora...

-    ¡¡Ratagh sa marlak!! ¡¡Larya sa'gh kark!! ¡¡Onryah!! ¡Onayara!

Era un idioma extraño, chasqueante y duro. A Arabela le daba la impresión de que la estaba insultando continuamente.

Empezaba a perder la paciencia. Plantó los pies en el suelo y clavó la mirada en la anciana. No sabía porque estaba haciendo todo aquello, pero perdía el interés por segundos. La anciana no entraba en razón, el gato no paraba de maullar, y Willhem seguía inconsciente. Pronto toda la ciudad descubriría su presencia...

Chasqueó la lengua, dispuesta a marcharse antes de que fuera demasiado tarde, pero una nueva persona apareció de la nada. Surgió de las sombras.

- ¡¡Nana!!- exclamó.

Era una mujer joven, alta y delgada, con el cuerpo pintado también de negro y una larga cabellera azabache recogida en trenzas hasta la cintura. Era algo más alta que Arabela, con rasgos agradables y una peculiar joya en la frente.

La muchacha miró a Arabela, pero pronto corrió hasta el trono. Intercambió unas cuantas palabras en ese raro idioma chasqueante con la anciana y después se volvió hacia Lothryel. Arabela, perpleja, no sabía qué hacer. La anciana parecía algo más calmada, pero su mirada seguía siendo inquietante. La observaba desde detrás del trono cual depredador agazapado...

El gato corrió hasta la recién llegada y brincó hasta subirse a su hombro. Era una mujer bella, de unos treinta años, con unos impresionantes ojos negros, la nariz ligeramente respingona y gruesos labios rojizos. Vestía con un traje rojo que dejaba a la vista unos brazos musculosos como el de la anciana, pero que se ajustaba a su tamaño. Tenía los pies descalzos, las muñecas, cuello y tobillos llenos de pulseras, y una magnífica capa de piel negra moteada de amarillo a las espaldas.

La chica lanzó una fugaz mirada a la posición de las piedras del suelo y sonrió. Parecía algo inquieta.

-    Lamento lo ocurrido.- dijo con un extrañísimo acento.- Mi madre no conoce vuestra lengua.

Arabela parpadeó perpleja, pero no respondió inmediatamente. Lanzó una fugaz mirada a la anciana y asintió. Aunque había enfundado la espada seguía estando a la defensiva.

-    Mi nombre es Alice Ravenblut.- se presnetó, e hizo una extrañísima reverencia en la que alzó el brazo izquierdo y bajó prácticamente todo el cuerpo.- Hija de Maraya Ravenblut. Vos sois Kassandra Muerte, ¿verdad?

La mujer frunció el ceño, ahora mucho más inquieta. Dio un paso atrás y depositó la mano sobre la empuñadura del arma. Alice se apresuró a responder alzando las manos en señal de paz. A diferencia del resto del cuerpo, las palmas de sus manos eran blancas.

-    Serví a Perséfone Muerte.- se apresuró a decir.- A vuestra madre.

¿Perséfone?

Arabela arqueó las cejas, perpleja.

-    ¿Servíais a mi abuela?

-    ¿Abuela?- la muchacha parecía desconcertada. Miró a su alrededor.- ¿Cuánto...? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

-    ¿Desde la muerte de mi abuela?- se encogió de hombros.- Cerca de cuatrocientos o quinientos años.

-    ¡Kari'ya!- exclamó con sorpresa.- El tiempo es resbaladizo...- se volvió hacia su madre y empezó a hablar en ese extraño idioma.- Shar katr miuska leri ha, bady psiska lo'gh tarky. Galema sari'sa belluna har rammbay. 

 La anciana arqueó una ceja, sorprendida, pero no dijo nada. Se limitó a asentir ligeramente con la cabeza.

Cuando Alice volvió a mirarla, una sonrisa cálida atravesaba su rostro negro. La anciana barboteó unas cuantas palabras incomprensibles.

-    Esperábamos vuestra llegada hace tiempo.

-    Dices que servías a mi abuela... ¿significa eso que ella vivía aquí?- ladeó ligeramente el rostro, meditabunda.- Sabía que esta población pertenecía a mi familia, pero...

-    Tan solo la influencia de los miembros de vuestra estirpe son capaces de influir en poblaciones hasta el punto de convertirlas en parte de su reino.- sonrió con una perfecta dentadura blanca.- Uvervladd era territorio de Perséfone Muerte, Rivawell de Eudan Muerte, Salemburg de Kassandra Muerte...

-    Ya veo.- ladeó ligeramente el rostro. Estaba algo inquieta.- En realidad no sé porque he venido hasta aquí. Sea como sea, estoy buscando a alguien.

-    Es vuestro hogar al fin y al cabo. Hace relativamente poco uno de los nuestros estuvo aquí. Procedía de Alejandría.

-    Christoff.- asintió.- No es él a quien busco... pero quizás podáis ayudarme. 

-    No somos grandes guerreras, mi señora, pero sí podemos ver más allá. Será un placer para nosotras poder ayudaros. Nuestro don de visión encontrará a aquel que busquéis.

-    ¿Don?- arqueó la ceja.- ¿De qué habláis?

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