Capítulo 43
Capítulo 43
La noche se apoderó del reino de Reyes Muertos. Las velas que iluminaban las habitaciones fueron apagándose una a una, y ya pasada la media noche, la fortaleza quedó en completo silencio.
Symon fue el último en apagar las velas de su habitación. Había aguardado hasta muy entrada la noche que su hermana volviera, pero visto que ella no parecía encontrar el camino de vuelta, decidió ser él quien saliera en su búsqueda.
No necesitaba haber presenciado lo ocurrido para sospechar que Arabela no estaría de buen humor. Es más, sospechaba que estaría de un humor horroroso.
Las murallas de la fortaleza parecían inexpugnables a simple vista, pero aquella noche ambos hermanos las atravesaron sin levantar sospecha alguna. Recorrió las entrañas del castillo guiado únicamente por el simple recuerdo de los pasillos empedrados que tiempo atrás le habían sido mostrados, y salió al exterior a través de una de las salidas secretas. Fuera del abrigo de los muros de piedra, la temperatura era baja, el viento amenazador y la lluvia suave y afilada como agujas de cristal envenenadas.
Symon se cubrió el rostro y espaldas con una capa. Sin necesidad más que de lanzar un mero silbido, el viento trajo consigo el sonido del trote de su montura. Era un caballo cualquiera en apariencia, pero tras aquellos músculos fibrados, morro corto y crin rojiza, se ocultaba el alma de uno de los sementales más poderosos que el reino había creado. Astuto como el mismo demonio, y veloz como el viento, el animal era el reflejo equino de su dueño.
Muerte montó en su lomo con gracilidad. Tomó con suavidad las riendas y dio un suave tirón. A pesar de la distancia, tanto él como el animal podían captar el peculiar perfume de su hermana en la noche. Trotó por los alrededores en busca de un camino de piedra.
Cabalgó durante largos minutos a través de los bosques. Remontó varios valles, atravesó un par de claros, y finalmente descendió por una complicada senda de piedra resbaladiza que bordeaba un río de agua gélida. Lo bordeó hasta alcanzar un pequeño y estrecho paso de madera, y se adentró en el corazón de un magnífico bosque de árboles blancos como la nieve. Entre los troncos, grandes insectos de colores azul brillante deambulaban de flor en flor.
Symon conocía aquel bosque de oídas, pero jamás lo había pisado. Era un lugar sagrado para las gentes del Reino.
Era un lugar bello y espléndido en el que grandes estatuas de dioses de piedra y diamantes crecían entre árboles de troncos blancos y ramas de hojas azuladas. Un lugar en el que las enormes flores de colores perfumaban el ambiente con sus exquisitos aromas, donde la naturaleza crecía salvaje, y donde la pureza era tal que con tan solo pisar aquel suelo húmedo se podía sentir el dulce canto de las almas de los difuntos mientras danzaban entre los árboles.
Era un lugar de poder y el intenso brillo azul que se apoderó de los ojos de Muerte dio muestras de ello. El cementerio de los Dioses era tan poderoso como Salemburg, pero tan distinto que su simple existencia lograba enervar a su recién llegado visitante.
Symon desmontó y avanzó con inquietud entre los árboles. Las lápidas y estatuas que moraban en aquel lugar resultaban impresionantes a simple vista.
A lo largo de su vida, había visto millares de espectros, pero ninguno como aquellos. Donde debía haber muecas de dolor y agonía veía sonrisas y escuchaba carcajadas. La tristeza y el pesar no tenía cabida en aquel lugar, y ni tan siquiera aquellos que todo habían perdido parecían lamentarse.
El júbilo y la alegría manaban de cada uno de los seres de aquel magnífico paraje. O de casi todos.
Envuelta por decenas de muertos que la miraban con curiosidad, Symon encontró a su hermana sentada a los pies de una enorme estatua en forma de ángel que moraba en el corazón de un lago de aguas cristalinas. El ángel apoyaba las manos sobre la empuñadura de una espada que se perdía en la tierra. Con la espalda apoyada en el filo, Arabela contemplaba el vacío con el rostro contraído en una mueca de extraña indiferencia.
Symon dejó a su montura a los pies del lago y vadeó el agua hasta alcanzar la pequeña isleta. Una vez allí tomó asiento junto a su joven hermana. Resultaba irónico, pero en medio de toda aquella aparatosa muestra de alegría y vida, tan solo los ojos de los hijos de la Muerte iluminaban la noche.
El uno junto al otro, permanecieron en silencio durante largos minutos. Arabela recogió del suelo una pequeña piedra de forma triangular, y rompió la perfecta superficie del agua al lanzarla.
Ella era como el agua de aquel lago. Aparentemente perfecta, pero tan débil que cualquier ser, por insignificante que fuera, podía llegar a dañarla.
- Has elegido un lugar peculiar.- comentó Symon con tono afable.- Dicen que fue aquí donde nació el Dios Creador. Tal era la belleza y alegría que transmitía este bosque que el señor de la creación decidió que era el lugar ideal para que su hijo naciera y creciera. Un lugar perfecto donde crear su propio mundo y criar a su progenie. Los hombres del reino creen que aquí yacen los restos de su Dios protector... es un lugar de culto. Entierran a los grandes señores, y una vez al año acuden a rezar a Dios para que cuide de su alma para la eternidad. Para mí, en cambio, no es más que un paraje bastante bonito y con un nivel de humedad excesivo.
- Temen a los muertos.- secundó ella sin prestar demasiada atención a las decenas de espectros que moraban el bosque.- Y por eso ellos se ocultan cuando los vivos vienen a rezar a sus hermanos y padres. Se... se ocultan de aquellos que con tanta devoción acuden a rezar por sus almas.
- No todos los temen, pero sí es cierto que los que acuden a rezar a sus muertos lo hacen en gran parte por temor a que sus almas les atormenten. Es una auténtica paradoja.
Arabela asintió y volvió a lanzar una piedra al agua. Segundos antes de que la superficie se quebrara, tanto el rostro de su hermano como el suyo habían iluminado el agua con el brillo de sus miradas.
- Odias este lugar.
- Eso no es cierto.
- Cierto. Únicamente odias lo que significa.
- Exacto.- volvió la mirada al cielo. Entre las ramas de los árboles logró ver las estrellas.- Los vivos adoran este lugar porque creen que es fuente de vida. Entierran a sus muertos aquí para que vivan largas vidas llenas de felicidad allá donde estén... pero pronto los olvidan. Temen a la muerte, e incluso son capaces de olvidar a sus seres más queridos con tal de apartarla de su mente.- hizo un alto.- Es cruel.
- Temen a lo desconocido.
- Odian a aquello que no son capaces de dominar. Se creen dueños de absolutamente todo, y no comprenden que esta isla es el reino de los vivos y de los muertos. No comprenden que la vida no es más que un fugaz instante en la inmensa estela que es la existencia. La muerte, en cambio, es más poderosa. No tiene fin... pues no tiene tampoco principio. Siempre está ahí, oculta en el interior del humano, aguardando desde el mismo día de su nacimiento hasta el momento de volver a llevarse a aquella alma perdida al sendero que realmente marcará su existencia.
- No es más que un breve espacio de tiempo...- reflexionó ella.- Una mera iniciación del camino del alma.
- Hay quien dice que la vida es bella únicamente porque tiene fecha de caducidad. Si fuera eterna perdería valor. Yo, en cambio, creo que es bella por aquello que te permite descubrir. No temo a la muerte, pero mentiría si dijera que no me entristece la idea de separarme de mis seres queridos. Y precisamente ese temor es lo que tan grande la hace. Te resultará irónico escucharlo de labios de tu propio hermano, pero amo la vida a pesar de que tiene fin. Pero no te voy a mentir, la muerte me resulta mucho más interesante. Un camino sin fin por la senda del conocimiento ilimitado... apuesto a que debe ser apasionante. Tan apasionante que ansío poder alcanzarla lo antes posible.
Aquella última reflexión generó dudas en su hermana. Volvió la mirada hacia Symon, y tras estudiar su semblante durante unos instantes, volvió a centrarse en el movimiento del agua. No tardaría más que unos segundos en volver a consolidarse.
- Creía que deseabas reinar la isla.
- Ansío apoderarme de la isla únicamente para entregársela a las dos personas que más amo en este mundo. Elaya ama la vida, y esta muy ligada a ella. Y tú... en fin, eres reina y señora del limbo. Deseo que este lugar os pertenezca, y que seáis vosotras quien decidáis qué hacer con él.
- Pensaba que lo hacías por mamá.- objetó sorprendida.
- Y así es en cierto modo. Ella ha sido mi gran inspiración. Ansío morir cuanto antes para poder unirme a ella, pero antes debo dejar bien atados todos los cabos, hermana. Una vez acaben sus días, Elaya se unirá a nosotros en el reino de la muerte, pero tu destino es totalmente distinto. Quizás nos encontremos, o quizás no... pero hasta entonces deseo que puedas reinar el mundo que realmente te pertenece. La vida no es más que un suspiro hermana, pero la muerte es eterna... y tú estás condenada a vivirla en el reino de los vivos.
Escucharle le provocó un nudo en la garganta. Arabela cerró los dedos alrededor de una de las piedras, pero no la cogió. ¿Para que? Por mucho que dañara la superficie, tarde o temprano volvería a estar perfecta.
Condenada a soportar el resto de su existencia sin sus hermanos era un castigo demasiado duro. ¿Qué sería de ella cuando Symon no estuviera? ¿Y Elaya? Christoff permanecería a su lado, claro, pero sus hermanos...
- No tenemos porque separarnos.- murmuró por lo bajo.- Yo podría unirnos para siempre.
Symon se apresuró a negar con la cabeza.
- Nos estarías condenando a algo que no deseamos, Arabela. Ambos deseamos vivir a tu lado el resto de nuestras vidas, pero también ansiamos morir. Tú camino y el nuestro es distinto, y debes aceptarlo...- esta vez fue él quien lanzó una de las piedras a la superficie del agua.- Sé porque estás aquí, no soy estúpido. Todo este tiempo he ansiado tanto entregarte el reino que ni tan siquiera me daba cuenta de que te estaba dañando. Ese hombre... Julius, te ama casi tanto como tu a él, pero eso no te hace más mortal. Al contrario, Arabela. Evidencia más que nunca la diferencia existente entre vosotros.
- Pero papá...
- Padre amaba tanto a madre que aceptó vivir eternamente con tal de no separarse de su lado. ¿Realmente crees que ese hombre que hace tan poco tiempo trató de asesinar a nuestros padres iba a unirse a ti cuando descubriera quien eres?- sacudió la cabeza.- Ama a Arabela Lothryel, no a Arabela Muerte. Ha hecho bien separando vuestros caminos antes de que el dolor te envenenara.- tomó la mano de su hermana y besó el dorso con delicadeza.- No sería más que tu perdición, tesoro. Ahora solo debes mirar al frente. Eres señora del pasado, presente y futuro, y ni ese hombre ni nadie va a truncar nuestro objetivo.
La mujer frunció el ceño, pero no dijo nada cuando su hermano dio por acabada la visita. Le observó en silencio alejarse hasta la orilla del lago, y aguardó a que alcanzara su montura para volver a lanzar una piedra al agua. Desde el otro lado de la orilla, Symon logró escuchar el tenue hilo de voz de su hermana al murmurar algo.
- Una muerte eterna en el reino de los vivos...
- No estarás sola.- exclamó él tomando las riendas de su corcel.- Hay quienes no se separarían jamás de ti. Christoff te ama con locura.
- Amaba a madre.
- Como sea, no te va a dar de lado. Y ese niño... el artista. Él te venera. Podrás contar con ellos hasta el fin de los días.
Dorian, pensó Arabela con amargura. Se apartó uno de los largos cabellos azabache de la cara y volvió a apoyar la espalda sobre el filo de la espada de la estatua. No tardaría mucho más en volver, pero antes necesitaba aclarar algo.
- Dorian...- volvió a decir.- ¿El hijo de Julius?- chasqueó la lengua con desdén.- Maldita la ironía.
Ya no le odiaba, pero jamás podría llegar a apreciarle o a amarle como a Julius. Ella amaba a su padre, y por mucho que Symon insistiera, se sentía totalmente perdida en un mar de dudas. Él le daría la espalda, Elaya moriría, Symon la abandonaría... ¿es que acaso había algo más que soledad en su futuro?
Señora de los muertos, jinete de la noche y navegante de la eternidad. La única en su especie encerrada entre dos mundos.
Su madre había muerto, y también su padre. La vida eterna era tan relativa que ni tan siquiera sabía si realmente no estaba siendo víctima de su propio engaño.
Quería a sus hermanos, pero en aquellos momentos ni tan siquiera su mera existencia era capaz de llenar el vacío de su corazón. Tenía que escapar de Reyes Muertos cuanto antes si no deseaba cavar su propia tumba... pero también deseaba quedarse hasta el resto de sus días.
Se puso en pie. Tenía que aceptar que querer no era poder. Christoff y Dorian serían sus acompañantes en el largo viaje de la eternidad, y ella la luz que iluminaría la noche eterna del reino de los muertos. Gobernaría con mano dura la isla, y todos aquellos que antes la habían temido ahora estarían obligados a adorarla si no querían morir.
Sí.
Formaría un reino únicamente de muertos en vida como ella. Seres atrapados entre los dos reinos... seres que ella misma condenaría como había hecho con las gentes del sur o con el mismo Dorian. Hombres que la servirían hasta el final de los días.
Jamás volvería a sentir aquel vacío en el corazón.
Pero antes tenía que hacer algo; Julius era un problema, y ella misma se encargaría de arreglarlo.
Si no podía ser para ella, no sería para nadie.
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Con los primeros rayos de luz el castillo volvió a la vida y los corredores y pasillos se llenaron de gente. Los siervos llenaron las mesas y jarras de comida y bebida, los caballeros salieron de sus celdas para los cambios de guardia, y los teatros se llenaron de artistas y poetas con la intención de distraer a los recién despertados nobles del palacio. Las bandas de música llenaron de sonido las estancias y los malabaristas de color. Los jóvenes aprendices salieron a los patios armados con espadas de madera y los señores salieron a pasear por los jardines.
El aire se impregnó de júbilo y alegría, y atrás quedaron las pesadillas nocturnas.
Elaya se despertó mucho más recuperada aquella mañana. Aún tenía el rostro y parte del cuerpo abrasado, pero las heridas iban cicatrizando poco a poco. Christoff y Darel no se habían apartado de la cama en toda la noche, preocupados por una posible recaída, pero tan pronto llegó el turno de sustituirles por parte de Symon y Gabriela, cayeron rendidos en los sillones. Aunque no fuera necesaria ya su presencia, ninguno de los dos quiso abandonar la sala.
Symon ayudó a su hermana menor a incorporarse en la cama colocando un cojín en sus espaldas y Gabriela depositó con delicadeza una bandeja de oro sobre sus muslos. Aquella misma mañana había salido a primera hora a las cocinas en busca de las mejores piezas de fruta y dulces para la pequeña.
Le llenó una copa de oro y brillantes con zumo de uva, cortó en pedazos pequeños un bollo dulce y espolvoreó sal sobre un par de patatas cocidas. Elaya, de buena gana, comió hasta dejar vacío los platos.
- Muchas gracias Gabriela. Está todo delicioso.
- Me alegro.- le besó la frente con devoción como si de una hija se tratara.- ¿Cómo os encontráis esta mañana, princesa?
- Agotada, pero algo mejor.
- Desde luego no has perdido el apetito, y eso es buena señal.- bromeó Symon, y le robó una gruesa uva de color violáceo del plato. Entrecerró los ojos de puro placer cuando el zumo del fruto bañó su paladar.- Dioses, Gabriela, es espectacular.
- Son de una cosecha especial, así que haz el favor de dejar de robarle el desayuno a tu hermanita, querido.- respondió con dulzura.- Son para que se mejore.
- Empiezo a desear estar yo también enfermo.- bromeó mientras le besaba la mejilla.- Eres demasiado buena.
Elaya observó con detenimiento el comportamiento de su hermano con una sonrisa en el rostro. Se mostraba tan cariñoso y feliz en compañía de la mujer que parecía mentira. Symon siempre había sido un hombre libre, ¿significaba eso que por fin alguien había logrado abrirse hueco en su corazón de piedra?
Se llevo una cucharada de sopa dulce a la boca y sonrió aún más cuando volvieron a besarse. A pesar del dolor que le provocaban las heridas de la piel, era incapaz de cesar de sonreír ante tan bella visión.
- Oigo campanas de boda.- bromeó.
- Desde luego.- replicó Symon.- Las tuyas.
- O las de Lord Julius.- secundó Gabriela con cierta decepción.
Symon y Elaya se miraron de reojo, pero ninguno de los dos dijo nada sobre ello. Al contrario, Elaya dio un sorbo a su copa y buscó con la mirada por la sala a la única persona que faltaba para que la mañana fuera totalmente perfecta.
- ¿Y mi hermana?- dijo con voz aguda.- ¿Arabela?- volvió a mirar a su hermano.- ¿Está aun durmiendo? ¿Qué hora es? Tengo ganas de verla. Ayer apenas pude hablar con ella...
Symon puso los ojos en blanco.
- ¿Tu hermana? Tu hermana está complicándose la vida.- dijo con un largo suspiro.
Arabela aguardaba en el patio acariciando las crines de su caballo cuando, por fin, Julius apareció. Le acompañaba Cupiz, el más fiel amigo de entre todos los compañeros de la guardia de Alejandría. El caballero guiñó el ojo a Arabela, y esta le respondió con una amplia sonrisa. Se acercó a ellos con las riendas de Témpano entre manos y despidió a Cupiz con una buena palmada en el hombro.
Ya a solas, Arabela tomó la mano de Julius. El simple contacto logró arrancarle una sonrisa.
- Buenos días, Blaze.- saludó con una amplia sonrisa atravesándole la cara.
Julius había decidido acudir con los ojos al descubierto. Lucía grandes ojeras de falta de sueño, y tenía la piel del rostro bastante pálida, pero a los ojos de la mujer seguía poseyendo el mismo encanto personal que de costumbre. Incluso la cicatriz, hoy más roja de lo habitual, le gustaba.
- Me alegro de volver a escucharos, Arabela. Anoche me dejasteis con la palabra en la boca.
- Tenía prisa.
Arqueó la ceja, perplejo.
- Ya, claro.
Ambos rieron.
Arabela depositó las riendas de Témpano en su mano y acarició el lomo del caballo para tranquilizarlo. A la bestia no parecía gustarle demasiado su nuevo jinete, pero unas palabras tranquilizadoras y un par de caricias lograron calmarlo.
- Os presento a Témpano, aunque ya os conocíais.
- Arabela, ya tengo montura.
- Pero no es comparable a esta. Es el caballo más astuto e inteligente sobre la faz de la tierra.
Dio un suave tirón de las riendas, y el caballo dobló las patas para facilitar que el hombre pudiera subir. Ya en sus lomos, el caballo se levantó y pateó repetidas veces el suelo, cavilando el peso que ahora cargaba en su lomo. Julius, inquieto, se sujetaba al cuello del animal hasta que la montura se quedó quieta. Se incorporó y tomó las riendas algo dubitativo.
- Dioses, empiezo a marearme.
- Habláis como una niña, Julius.- rió Arabela.- Lleváis toda la vida cabalgando, pensad únicamente que montáis de noche. Una noche muy cerrada, sin luna ni estrellas. Solo existís vos y la montura.
El hombre deslizó las manos sobre el cuello del animal, y dibujó una ligera sonrisa cuando su mente dibujó un bosque. Era de noche. Una noche muy cerrada, sin estrellas ni luna; sin nada que pudiera marcar su camino. Nada excepto el perfume de la dama.
Captó la procedencia exacta del aroma, e hizo girar a la montura hasta quedar cara a cara con la muchacha. Los primeros movimientos del equino le hicieron perder el equilibrio, pero logró mantenerse erguido a base de presionar las rodillas.
Una noche cerrada... muchas veces había tenido que cabalgar a oscuras por bosques donde la luz no lograba colarse entre las ramas de los árboles. Lugares oscuros y sombríos donde el aullido de los lobos amenazaba con una muerte segura. Donde los insectos zumbaban en los oídos de los jinetes... donde los animales salvajes rondaban entre las sombras...
Detuvo al animal junto a la fuente de aquel magnífico aroma, y tendió una mano.
- Subid, demos un paseo juntos.
Arabela torció el labio, divertida. No aceptó la mano, pero no necesitó más que tomar un poco de impulso para subir al lomo del caballo, justo detrás de Julius. Apoyó las manos en los cuartos traseros y apretó ligeramente las rodillas sobre el torso del animal.
Julius volvió a tomar las riendas.
- El jinete de las sombras.- le rebautizó Arabela.
Dio un ligero tirón, y el caballo reaccionó de inmediato. Trotó por el patio hasta la zona de los establos, lo atravesó bajo las atentas y sorprendidas miradas de los guardias y aprendices, y siguieron hasta las puertas. Las atravesaron con rapidez.
En lo alto del camino, empezó a cabalgar a grandísima velocidad sobre el suelo de piedra y tierra.
Témpano les guió por el camino sin necesidad de que ninguno de los dos diera más órdenes al animal. Este esquivaba a los carromatos, a las monturas y a los viandantes; buscaba la zona menos resbaladiza y poblados para que sus pasajeros sintieran el mínimo movimiento posible.
Julius se sujetaba con fuerza con las rodillas. Durante los primeros minutos se había sentido totalmente desequilibrado, pero su orgullo le impedía soltar las riendas y cogerse al cuello de la bestia. Por suerte, la sensación de mareo y desequilibrio pasó. Recordó como montar, y pronto se irguió sobre la silla y cabalgó como el gran jinete que tiempo atrás había sido.
Arabela, a sus espaldas, contemplaba la fortaleza y los alrededores con tranquilidad. Le gustaba sentir la brisa gélida contra la piel.
- Nos dirigimos a la ciudad, Témpano.- dijo Julius.- A la ciudad.
- ¿No preferiríais los bosques?
- No, hace ya tiempo que debo recoger algo en una de las tiendas.
- Ya veo...- ladeó ligeramente la cabeza.- De acuerdo. Allá vamos, pues.
- ¿Lo ha entendido? Témpano, me refiero.
- Claro, ¿Qué creéis? ¿Qué es sordo?- soltó una carcajada risueña.- Vamos chico.- apretó aún más las rodillas.- ¡Vamos allá!
Media hora después, de nuevo a lomos de Témpano, ambos lucían dos magníficas capas con capucha de intenso color negro. Tiempo atrás, durante la primera noche que habían pasado juntos, habían cazado, y aquellas dos piezas habían sido el premio obtenido. Julius había mandado que trataran las pieles, que las tiñesen y las cortasen. El resultado no había podido ser mejor.
Arabela unió los extremos de la capa con el broche en forma de pantera que su hermano le había regalado tiempo atrás. Él con el del tigre. Cubrieron sus rostros de la lluvia ligera con las capuchas, y volvieron a montar, esta vez, de vuelta a la fortaleza. Ascendieron el camino de piedra a gran velocidad, y ya de nuevo en los patios, dejaron a Témpano en los establos.
Se resguardaron de la lluvia en uno de tantos salones.
Allí Arabela apartó el mobiliario a los laterales, quitó la alfombra, y le ordenó que empuñara su arma.
Ella desenvainó la suya.
- ¿Luchasteis alguna vez a ciegas, mi señor?
- En alguna ocasión, aunque con bastante poco éxito. Me salvó la vida la intervención de alguno de mis hombres.
- Algo es algo.- empuñó el arma.- Estamos en la noche, y ante vos se encuentra el gran Dior Derleff, el asesino del sable azul. Os ha abierto una herida en la cara, y la sangre os ha empapado los ojos. No veis absolutamente nada... pero aún podéis oírle. Podéis olerle.
- ¿No podría combatir Témpano por mí?- bromeó divertido.
- Ese caballo me trajo de vuelta cuando los asaltantes nos atacaron durante la ejecución de la niña... pero no, no empuñó la espada para salvarme.- sonrió.- Tendréis que enseñarle, pero hasta entonces yo me encargaré de daros un par de lecc...
Ambos captaron el sonido de unos pasos acercarse. Bajaron las armas y centraron la atención en la puerta medio abierta. Unos segundos después, el mismísimo Príncipe Varg, vestido con un espléndido jubón negro con incrustaciones de diamantes en el pecho, irrumpió en la sala.
Había cambiado todo su vestuario por ropas nuevas y de gran calidad. Tan nuevas que Arabela no necesitó más que observarle durante unos segundos para saber que las botas le hacían daño.
Un hombre nunca debería cambiarse las botas hasta la muerte de estas, pensó Arabela. Ahogó una risita ahogada entre dientes al verle atravesar las puertas. Julius, por su parte, fue incapaz de reconocerle. El sonido generado por sus pasos y la excesiva cantidad de perfume provocaba que fuera prácticamente imposible reconocerle.
Varg saludó con un ligero ademán de cabeza. A sus espaldas una magnífica capa de terciopelo negro enmarcaba un cuerpo cada vez más delgado. Al parecer, entre otras cosas como visitar a su padre enfermo o a su tío, el príncipe había dejado de entrenarse. Perdía musculatura por segundos. Darel, en cambio, la iba adquiriendo a base de duros entrenamientos nocturnos.
- ¡Cuánto me alegra volver a veros con vida y en tan buen estado, señorita Lothryel!- exclamó el hombre con forzada amabilidad.- Lamento no haber podido ir a visitaros antes, hay tantos quehaceres que he estado demasiado ocupado. Si fuera tan amable, me gustaría que aceptaseis mi invitación para cenar juntos esta noche.
La petición sorprendió a Arabela. Arqueó las cejas, perpleja, y volvió la mirada hacia Julius, como si este pudiera ver la duda en sus ojos.
El caballero se limitó a cambiar de mano el arma, apoyarla en el suelo, y depositar las manos sobre el pomo. En su rostro se podía ver una expresión de diversión, pero también de enojo.
Por un instante, Varg tuvo la sensación de que los ojos de su tío ya no estaban ciegos y le estaban analizando con detenimiento. Era una sensación tan incómoda que tuvo que cambiar de posición. Tiempo atrás había confiado plenamente en su tío, y de hecho había soñado en convertirse en un gran caballero como él, pero con el paso de los años él había mostrado su peor cara, y nunca se lo podría perdonar. El trono era suyo, y ni él ni nadie se lo arrebatarían.
- ¿Una cena?- repitió Arabela aún algo perpleja.- ¿Se celebra algo? Creo que estos días fuera...
- Oh, simplemente estaría encantado de escuchar vuestras últimas aventuras, mi señora.- insistió él. Recortó la distancia que les separaba, y le tomó la mano derecha. Se la besó con delicadeza.- Tengo entendido que se ha visto envuelta en grandes acontecimientos, y para mí sería un auténtico placer poder escuchar lo ocurrido de vuestros propios labios. No le robaría demasiado tiempo, téngalo por seguro...
Julius prosiguió en silencio, aguardando a la respuesta de la muchacha. No era estúpido precisamente, y sabía que aquello no era nada más que una estrategia para ganarse su confianza. Ya no iba a casarse con ella, ¿pero porque no mostrarle su lado más dulce y entusiasta?
Varg no era un mal hombre; al contrario. Unos años atrás había sido un niño encantador, con muy buena planta y un sentido del humor bastante agudo. Lamentablemente, con el paso de los años había perdido esa gracia natural, y también parte de su simpatía, pero a pesar de ello seguía siendo un embaucador nato.
Si se tratase de otra mujer, Julius se habría preocupado. Pero siendo ella no tenía de qué temer.
Ladeó ligeramente el rostro, como si pudiera verla, y aguardó expectante a su respuesta. Estaba convencido de que le diría que no.
- Bueno.- sonrió.- ¿Por qué no? Podría ser divertido.
El rostro de Julius se desencajó. Apretó con fuerza las manos sobre la empuñadura con los músculos en tensión.
- Claro, tío, ¿Por qué no acudís también vuestra prometida y vos? Podríamos cenar todos juntos. Después de todo, vos también habéis vivido grandes aventuras.
Julius apretó las mandíbulas ante la maldad implícita de sus palabras. Unos años atrás le hubiese azotado ante tal atrevimiento, pero a estas alturas poco más podía hacer a parte de poner buena cara, y más cuando había alguien delante.
- Como ya sabes, Varg, mi prometida partió ayer a Calixia.
- Ohhh, ¡cierto!- se dio un suave toque en la frente.- ¡Que estúpido! La boda... ¿Estaréis presente, mi señora? Será dentro de tres días.
- Tres días...- murmuró Arabela con cierta acritud.- Pues no lo sé, mi alteza. Tan pronto mi hermana esté bien nos retiraremos a Alejandría... de todos modos, Julius sabe que me alegro de que haya encontrado a una persona adecuada para él.- extendió la mano hasta el hombro del caballero, y la depositó con suavidad.
- Me alegra escuchar esas palabras.- sentenció Varg algo sorprendido.- Así pues, nos veremos esta noche, mi señora. Enviaré a uno de mis sirvientes a que os recojan en vuestros aposentos.
Arabela asintió, y tal y como había llegado, Varg abandonó la sala con los pies doloridos, una media sonrisa en la cara y la sensación de ser él quien dominaba la situación.
Ya a solas, Arabela volvió a levantar su arma y la hizo girar con maestría entre las manos. Cerró la puerta con un suave empujón de cadera, y se plantó a escasos metros de su adversario.
- Levantad el arma. Esto va a ser fácil... no os atacaré. Simplemente me defenderé, ¿de acuerdo? Quiero que os guiéis con el resto de sentidos. No podéis verme, pero sí oírme y olerme. Guiaros por ello.
Julius asintió, levantó el arma y se concentró. Olía exquisitamente bien a esa mezcla de perfume y sangre que siempre manaba de las piezas de su armadura negra, pero no generaba sonido alguno. Estaba antinaturalmente inmóvil como una estatua... como un muerto.
Ladeó el arma, con la empuñadura bien sujeta, y descargó un fuerte golpe contra su adversaria. Arabela se apartó con facilidad, y se situó un paso a la derecha.
Julius captó el cambio de posición. Volvió la cabeza hacia ella y lanzó un golpe lateral al que ella reaccionó apartándose con rapidez. Se retiró tres pasos más a la derecha, ladeó ligeramente el cuerpo para esquivar otro golpe, y saltó a tiempo antes de que un barrido lograra alcanzarle los tobillos. Retrocedió de nuevo, apartó la cabeza en tres ocasiones y tuvo que lanzarse a un lateral para esquivar otro nuevo golpe. Volvió a saltar, esta vez para esquivar una patada, y se vio obligada a interponer la espada cuando un durísimo golpe directo al pecho pareció surgir de la nada.
Interpuso la espada entre ambos, pero el impacto fue tan brutal que salió disparada hacia atrás. Cayó de espaldas contra el suelo, y una vez allí, notó como la bota del caballero se plantaba sobre su estómago dejándola casi sin aire.
Arabela empezó a toser; estaba asfixiándose. Julius apartó rápidamente la bota de su pecho, se arrodilló a su lado y la ayudó a incorporarse. No tardó más que unos segundos en recuperar el aliento.
Se le llenaron los ojos de lágrima al empezar a reír.
- ¡¡Santo cielo!!- dijo entre risas y arcadas.- ¿De veras estáis ciego? Lucháis incluso mejor ahora que antes.
Tomó la mano que el hombre le ofrecía y se puso en pie con su ayuda.
- El problema es que nunca me visteis luchar de verdad, Arabela. Lo del bosque no fue más que un mero juego. Vos sois una niña... os saco una década entera de batalla y experiencia. Además, ¿para qué mentir?- se encogió de hombros con una amplia sonrisa iluminando su rostro.- Soy el mejor.
Arabela se acercó a la mesa donde había dejado una jarra de agua y le dio un largo trago. Después se lo lanzó a su compañero, pero este, lógicamente, no lo vio. El agua cayó al suelo, y lo empapó todo a su paso.
La muchacha chasqueó la lengua para diversión del caballero. Hundió la mano en el charco, la llenó de agua, y se la lanzó a la cara, para hacerle callar con poco éxito. Julius soltó una sonora carcajada, y no paró de reír hasta que la otra le sacó de la sala a empujones.
Ya por los pasillos, le guió por los pasillos de la fortaleza hasta alcanzar las cocinas. Allí pidió una jarra de vino y un par de bandejas de comida.
Se acomodaron en uno de los salones laterales, los empleados por el personal.
La sala era estrecha, sombría y fría, con bancos de madera poco cómodos y largas mesas grasientas. Las paredes eran de piedra, frías y adustas, sin decoración alguna; el suelo poco más que unos cuantos maderos mal puestos sobre un arenal.
En general, distaba mucho de los salones en los que gente de la nobleza solían estar, pero ellos, acostumbrados a comer en campamentos y en medio del bosque, no tuvieron ningún problema. Al contrario. Ciego como estaba, la mezcla de oscuridad, el silencio cavernoso y el frío, le trajo buenos recuerdos.
- Por cierto.- anunció Arabela mientras observaba con detenimiento la bandeja de bollos dulces.- Espero no tener que asistir a vuestra boda.
Cogió uno y lo probó. Nunca le habían gustado en exceso aquel tipo de dulces, pero desde su llegada a la fortaleza no había cesado de comerlos. Su textura y sabor eran tan delicados y exquisitos que resultaba prácticamente imposible resistirse a aquel pecado. Y además, desprendía un aroma...
- Yo también espero no tener que asistir.- respondió él mientras trataba de alcanzar la otra bandeja sin suerte con la mano derecha.- Pero no quisiera que hablásemos de eso...
- Pero yo sí.- insistió, y tomó su mano para guiarla. Una vez alcanzada la bandeja, el hombre cogió uno de los dulces salados y lo engulló del tirón.
A diferencia de ella, él prefería el sabor salado. En cierto modo, le recordaba al agua y las playas del océano de las tierras del oeste donde tantas veces había disfrutado de mañanas soleadas junto a sus hermanos mayores.
Habían pasado muchos años desde aquel entonces, pero aún recordaba perfectamente las carcajadas y las bromas de sus hermanos. Él, demasiado pequeño para separarse de su niñera, les escuchaba a escondidas. Eran tan amigos que jamás hubiese podido imaginar el destino que les aguardaba. Claro que, por otro lado, él tampoco hubiese creído acabar siendo lo que en aquel entonces era.
- Esto es bastante mejor que los frutos del bosque.
- ¿Sois consciente de que si os casáis y abandonáis la fortaleza esto quedará en manos de vuestro sobrino?
- Aunque una buena pieza de carne tampoco está nada mal...
- ¿Eludiendo responsabilidades?- sacudió la cabeza.- Ser un buen caballero no se limita al dominio del arma.
Julius suspiró. Hubiese preferido poder evitar aquella conversación, pero todo apuntaba a que resultaría mucho más complicado de lo que esperaba. Juntó las manos sobre la mesa y entrelazó los dedos, adoptando una pose mucho más parecida a la habitual de Konstantin que a la de un guerrero.
- No eludo responsabilidades, pero estoy ciego.
- Y a pesar de ello podríais haberme matado si lo hubieseis deseado.
- ¿Debo recordar vuestras últimas palabras en referencia a lo de ser buen caballero?
- No sabía que la ceguera nublara la mente.
Arqueó la ceja, sorprendido ante la respuesta, pero no pudo evitar sonreír. Se llenó los pulmones de aire y se preguntó si debía confesarle también a ella sus planes. Después de todo, se iría dentro de unos días y no volverían a verse... ¿Qué importaba?
- En realidad no pensaba abandonarlo todo.- se sinceró Julius.
- Creéis que podéis dominar a ese chico desde la distancia, pero me temo que estáis muy equivocado. Una vez abandonéis la fortaleza ya no habrá vuelta atrás.
- No estoy de acuerdo.
- Pues estáis equivocado.- cogió otro de los dulces y lo hizo girar con gracilidad sobre la palma de su mano, como si de una peonza se tratara.- Todos tenemos responsabilidades, y por mucho que nos desagraden, tenemos que cumplirlas.
- ¿Ahora habláis de mí o de vos misma?
Arabela chasqueó la lengua con desagrado.
- De ambos. No os caséis, Julius, o será vuestra sentencia de muerte...- Literalmente, pensó Arabela.- Os condenaréis a un tipo de vida que no deseáis, y para cuando intentéis reaccionar, ya será demasiado tarde.
Tras pronunciar aquellas palabras, se dio cuenta de su error. Pero no se arrepintió. Mostrar su lado más humano le resultaba inquietante y doloroso, pero necesario. Acallar aquellas palabras eternamente la hubiesen atormentado el resto de la existencia, y ese era un precio demasiado alto que no estaba dispuesta a pagar.
Julius frunció el ceño, incómodo, pero profundamente agradecido. Buscó su mano y entrelazó los dedos. Trató de sonreír.
- Yo tampoco deseo casarme, pero me temo que no tengo otra alternativa por el momento. Mi sobrino me desea fuera de la fortaleza, y la excusa de mi ceguera ha sido suficiente para que me pagase el billete de ida. Pero creedme cuando os digo, que no es mi deseo irme... y mucho menos con esa mujer.
- Entonces venid con nosotros a Alejandría.
- ¿Y dejar a mi hermano en manos de su hijo? ¿Dejar al reino abandonado en garras de Varg?- negó con la cabeza.- Me temo que no puedo. Tal y como habéis dicho, todos tenemos responsabilidades.
- Si Konstantin supiera de la situación actual de vuestro hermano haría algo.
- Entonces estáis en vuestra obligación de informarle sobre lo que habéis visto.
Estrechó su mano con amargura, como si una fuerza invisible se lo estuviera arrebatando. Pero pronto comprendió no era nada más que el tiempo y el destino quien les separaba. Sus caminos estaban a punto de separarse para siempre, pero se resistía a aceptarlo.
- ¿Es buena persona al menos?
- ¿Quién?
- Esa mujer, ¿Quién sino?- apretó los colmillos, furibunda de solo pensar en su nombre.- Esa tal Serafine.
- Severinne.- corrigió. Se apresuró a soltarle la mano. La expresión de tristeza de su rostro se tornó en una mueca de rabia contenida.- Sí, es una buena mujer. Perdí la vista al intentar salvar su aldea. Combatí con un ser monstruoso.
- ¿Fue un buen combate?
- Magnífico.- dijo al rememorar los acontecimientos.- Con un final inesperado. La bestia ya había sucumbido a mi espada cuando, al darle el último golpe, se llevó al infierno mi vista.
Arabela arqueó la ceja, sorprendida. Parpadeó, sin comprender, y le pidió que le narrara la historia completa. Él la narró como si de un cuento de brujas se tratara añadiendo todos los detalles que recordaba. El pueblo, sus habitantes, el molino, la mazmorra, el ser...
Frunció el ceño, meditabunda. Necesitaba pensar y un poco más de información, pero creía saber que podría haberle sucedido. Si su intuición no le fallaba, no había sido el ser quien le había arrebatado la vista. Su hechicero, quizás. Pero si entonces no habían sido capaces de atraparle, ahora muchísimo menos...
Pero no era más que una teoría, claro.
La historia prosiguió, y pronto apareció la maravillosa y encantadora Severinne du Laish. No quiso describirla demasiado, pues sabía que no era lo más adecuado siendo Arabela quien le preguntaba, pero tampoco fue necesario.
- Una mujer maravillosa, ¿eh?- dijo con cierto desdén.- ¿Es muy bella?
Los ojos de Julius se desorbitaron involuntariamente al recordar el aspecto angelical de la mujer.
- Ya... más que yo.
Julius no respondió. Recordaba a Arabela como una dama muy atractiva, pero con un tipo de belleza muy distinta a la de Severinne. Ella era salvaje, peligrosa, agresiva; Du Lías, en cambio, era un auténtico ángel de belleza implacable.
- Ella solo tiene belleza exterior.
Los celos cegaron a la muchacha.
- Esto no lleva a nada.- exclamó alzando la voz con repentino nerviosismo. Se puso en pie.- Vayámonos, os acompañaré a vuestros aposentos. Tengo cosas bastante mejores que hacer que perder el tiempo.
- ¿Perder el tiempo?- replicó Julius, perplejo. Al reconocer la ira en su voz, sacudió la cabeza, ofendida.- Mejor iros sola, ya volveré yo.
- Perfecto.
Apretó los puños con fuerza, indignado.
- ¿Por qué demonios sacáis el tema si sabéis que a ninguno de los dos nos conviene? ¿Acaso sois masoquista?
Pero nadie respondió; se había quedado solo.
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