Capítulo 34
Capítulo 34
- Despierta, vamos, despierta. Arriba... ya ha dejado de llover.
Arabela abrió un ojo, y por primera vez en mucho tiempo, deseó poder seguir durmiendo durante unas cuantas horas más. Los últimos días habían sido muy duros, y en especial la travesía por los túneles del bastión del Monte del Olvido. Allí habían encontrado pasillos congelados en los que el fuego no se encendía, salas con las salidas selladas y decenas de escaleras totalmente heladas por las que el avance era prácticamente imposible. También habían encontrado los restos de decenas de cadáveres esparcidos por las salas, manchas de sangre ya reseca que se había congelado y centenares de espectros atrapados en las salas que se limitaban a entonar cánticos fantasmagóricos bajo la tenue luz que se colaba por los ventanales labrados en la misma piedra.
El Monte era un lugar extraño y desmoralizador. Muchos habían sido los prisioneros que habían quedado atrapados en salas heladas por lo que no era de extrañar encontrar aterradores mensajes grabados en sangre en las paredes o puertas. Tampoco el hallar alguna que otra sala llena de tesoros a la que nadie jamás había podido acceder, u otras en las que el mobiliario era tan exquisito que las placas de hielo daban la impresión de de diamante. Bello y silencioso, inquietante y desolador... muchas eran los adjetivos con los que se podría describir a aquel espeluznante bastión injertado en la piedra, pero ninguna de ellas podría llegar a englobar la mezcla de emociones que se sentían al pisar aquel lugar en el que centenares de personas habían muerto.
Willhem lo había llamado el hogar de los muertos mientras que Christoff, el más risueño y feliz de pisar aquellos pasillos, aseguraba sentirse como en casa. Arabela, en cambio, se sentía desfallecer a cada paso que daba. Aquel lugar tenía un extraño poder que la hacía revivir todas y cada una de las muertes de los caído. Cada sala por la que pasaba le hacía ver imágenes de las matanzas acaecidas allí, le traía el hedor de la sangre, y le gravaba los gritos de dolor y terror de sus últimos habitantes. Era una avalancha de recuerdos y escenas a las que no estaba acostumbrada.
Unos minutos después de entrar, ya se sentía agotada y desdichada. Tanta muerte y dolor empezaba a convertirse en una auténtica tortura para ella.
- No puedo ni con mi alma.- dijo sin moverse.- Necesito descansar.
- Lo que necesitas es salir de aquí.- corrigió Christoff con una amplia sonrisa en el rostro.- El niño ya ha guiado a los caballos hasta fuera. Vamos, son menos de trescientos metros, y ha dejado de llover.
- Maldito seas tú y toda tu estirpe.- gruñó antes de incorporarse.- Debería haberte mandado al infierno cuando tuve oportunidad. A ti, a Symon y a todos.- se quitó de encima las pieles y lanzó un sonoro suspiro. Además de dolerle todos y cada uno de los músculos del cuerpo, sentía un agudo e insoportable pinchazo en la nuca que no paraba de repetirse.
- ¡La princesa se levanta de buen humor!- rió Christoff con malicia mientras la ayudaba a recoger sus pertenencias del suelo helado.
- Cállate cabrón.- replicó ella ya entre risas.- O te haré que me lleves a caballito.
- Podría hacerlo... es más, sube.- se colocó las pieles a las espaldas y se agachó.- Trescientos metros no es nada.
- Anda ya.
- Sube te estoy diciendo.
- ¿Te has despertado hoy con fuerzas, eh?- dijo, y aceptó la oferta. Subió a sus espaldas de un ágil salto, y juntos siguieron insultándose y lanzándose todo tipo de pullas durante los últimos metros antes de abandonar la Montaña.
Una vez ya fuera, Arabela bajó de sus espaldas de un brinco y se llenó los pulmones del frío aire de la montaña. Unos metros más abajo, en el camino, Willhem aguardaba con los caballos.
A pesar de la cercanía entre ambos Reinos, Reyes Muertos y Almas Perdidas eran dos mundos totalmente distintos. Atrás quedaban los bosques sin fin de Reyes, los pueblos pequeños y los enormes lagos y riachuelos que saciaban la sed de centenares de especies distintas de animales; ahora ante ellos había un paisaje formado por enormes estepas nevadas en las que apenas había árboles, montañas cuyas cimas se perdían entre las nubes, y fantásticas llanuras de pinos donde magníficas poblaciones de piedra alzaban sus edificios en desfiladeros. El cielo era de un intensísimo color blanco, y aunque en aquellos momentos no llovía, parecía que de un momento a otro fuera a empezar a nevar hasta enterrarlos a todos vivos. El océano se veía recortado en el horizonte, el aire traía consigo el hedor de la guerra, y, a lo lejos, se podían ver aún los pueblos consumidos por las llamas que el enfrentamiento entre hermanos había destruido.
Era un mundo distinto, más bello, pero también más salvaje. Los territorios eran peligrosos, los caminos inseguros, y la muerte mucho más cercana de lo que jamás nadie habría imaginado. También era un lugar mucho más libre. La ausencia de grandes núcleos urbanos provocaba que las manadas salvajes de animales se movieran libremente por cielo, mar y tierra; que sus cánticos fueran más cercanos y que su instinto de supervivencia estuviera mucho más desarrollado.
- ¡Apresuraros!- les pidió Willhem con apremio.- Ya no estamos en el Norte. Aquí los caminos no son seguros... lo mejor será viajar por las sombras. ¡Y en silencio! Creo que todo el Reino ha oído vuestras risas, y no es que no me alegre de que volváis a estar de buen humor; al contrario. La cuestión es que preferiría llegar a nuestro destino sin más incidentes.
- Seremos buenos, jefe.- se burló Arabela a la vez que le hacía una reverencia. Parecía estar recuperando las fuerzas y el buen humor por segundos.- Dinos, ¿a cuanta distancia se encuentra nuestro objetivo?
- Tres días a buen ritmo.
- Ya veo...
Témpano relinchó de puro placer cuando su dueña le acarició la crin. Llevaban ya mucho tiempo juntos, y aunque en muchas ocasiones no había estado junto a su dueña para recibir las órdenes directas de sus labios, no había sido necesario. Entre ellos existía tal conexión que el caballo había sabido siempre donde debía ir para encontrarla.
Majestad, el caballo de Christoff, era negro como la noche, de mayor tamaño y bravura, pero no tan rápido como el joven Témpano. Era una bestia con muy mal carácter, pero tan obediente que no había orden del caballero, por muy absurda que fuera, que no obedeciera.
El de Willhem, en cambio, era un caballo delgado, de patas finas y pelaje rojizo sin brillo alguno. A simple vista podría haber pasado por un buen caballo, pues se movía a buena velocidad y tenía gran resistencia, pero en comparación con los otros dos no era más que un pobre desgraciado.
- ¿Has oído eso Témpano? Nos ponemos en camino.- dijo, y subió con gracilidad a sus lomos.- Pongámonos en marcha entonces. Niño, tú irás delante marcando el camino. Movámonos entre las sombras, pero no perdamos ni un instante. Empiezo a estar cansada de este viaje.
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Julius eligió a Doren, Taik y Jacob para que le acompañaran. Y ya estaban dispuestos a salir cuando una última incorporación trastocó sus planes. Envió a Taik junto a Vega y los suyos, y tras sustituirle por el joven Terry McReegan, el prometido de Severinne, se pusieron en camino. Salieron de la población por la muralla norte al caer la noche, y envueltos por el frío abrazo de las sombras, los cuatro hombres fueron moviéndose entre la espesura de los bosques. En pocos minutos recorrieron los tres kilómetros de distancia y alcanzaron la llanura donde estaba el molino sin ninguna incidencia.
Se ocultaron tras unos cuantos arbustos crecidos justo delante del edificio, y allí aguardaron en silencio a que su líder diera nuevas órdenes.
El edificio era alto y de planta cuadrada con enormes muros de madera ennegrecida, grandes aspas de tela y metal, y una puerta sellada tras la cual la oscuridad escondía al enemigo invisible. Era un edificio ya antiguo, con las marcas del tiempo gravadas a fuego en cada una de sus piedras. La sombra que proyectaba sobre la hierba era alargada y peligrosa.
Era un lugar con poder, y su simple presencia lo evidenciaba.
La imagen solitaria del molino quieto en la noche produjo escalofríos en los hombres. Tanto Doren como Julius habían imaginado encontrar el campo lleno de enemigos fantasmagóricos, pero en su lugar no había más que hierba helada, silencio y vacío. Jacob, en cambio, había preferido no imaginar nada. En su mente la imagen de un demonio de tales características ya era suficientemente terrorífica como para tener que añadir a su escolta de espectros.
McReegan no sabía qué pensar. Era la primera vez que pisaba aquellos campos desde el primer ataque, y aunque había oído a algunos decir que el molino estaba rodeado de enemigos, nunca había llegado a creerlo. Si era un ejército del más allá, tal y como se decía, el enemigo acudiría en ayuda de su señor cuando este le requiriese... y aquella noche, al parecer, no les necesitaba. O lo que era peor, quizás ya estuvieran en Calixia.
Julius se frotó el mentón mientras examinaba con detenimiento la escena. No parecían haber enemigos a la vista, ni tampoco ocultos. El lugar parecía estar vacío, y precisamente eso fue lo que más le preocupaba.
Volvió la mirada hacia sus hombres, alzó la mano, y tras ordenarles que se quedasen atrás, salió de entre los arbustos. Corrió por el camino a gran velocidad, y una vez alcanzada la edificación, se agachó bajo el marco de una de las ventanas. Desenfundó su espada, rodeó el edificio hasta la puerta, y reuniendo todas las fuerzas y valentía que guardaba en su interior, la abrió con una sonora patada.
Su primera intención había sido entrar por una ventana, pero decidió cambiar de plan. Después de todo, el edificio era tan pequeño que un ataque sorpresa resultaba prácticamente imposible. Lo mejor era entrar por la puerta grande como un auténtico caballero del Reino de Reyes Muertos. Si la muerte le aguardaba ahí dentro la recibiría tal y como se merecía: con los brazos abiertos, una amplia sonrisa en la cara, y un arma entre las manos.
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