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Capítulo 31

Capítulo 31

 

Durante los últimos días muchos habían sido los combates y retos a los que Julius se había enfrentado. La sangre había teñido sus manos en muchas ocasiones, y el pesar de haber sido el causante de decenas de muertes había endurecido su carácter, pero a pesar de ello, se sentía en paz consigo mismo. Estaba haciendo el trabajo que su hermano le había designado, y aunque a veces carecía de pruebas suficientes para sentenciar según que juicios, se negaba a mostrar arrepentimiento alguno. Él era la justicia del Rey, y no iba a permitir que nadie pusiera en duda sus métodos. Era su espada, su furia, su ira...

Pero no deseaba ser un mero títere. Hacía ya demasiado tiempo que había seguido ciegamente las órdenes de su hermano sin tan siquiera escuchar la opinión de los suyos, y estaba harto. Deseaba poder guiar sus pasos, tomar sus decisiones y así poder volar libre por el reino, pero mientras siguiera perteneciendo a la guardia, sabía que no podría hacerlo.

¿Significaba eso que había llegado el momento de abandonar la corte? Muy a su pesar, no tenía ya nada que le obligara a regresar, y de hecho, no iba a hacerlo. Su lugar estaba allí, en los campos, en las fronteras, aguardando tras la muralla la sombra del enemigo.

Volvería al Monte del Olvido, y allí quizás lograría serenar su alma. Lucharía hasta el fin de los días, y si el pago por sus servicios tenía que ser la muerte, de brazos abiertos la recibiría.

Tan concentrado estaba en sus pensamientos que ni tan siquiera se dio cuenta de que alguien había entrado en su tienda hasta que Vega le llamó la atención. Sentado frente a un trozo de espejo, Julius aprovechaba para afeitarse

- Señor.- le llamó Vega con voz átona.- Han llegado mensajeros.

Lanzó una fugaz mirada al hombre, pero siguió afeitándose.

-    ¿Algo interesante?

El hombre asintió. Al verle Vega se preguntó si él también debería afeitarse la espesa barba negra que ahora cubría su mentón cuadrado. De haberse afeitado se habría dejado una perilla parecida a la de Julius, pero ya eran demasiados los que decían que se parecían demasiado como para encima añadir más motivos.

-    Irving ha llevado a los suyos hasta el norte de las tierras de Lothrem. A lo largo del camino han sido muchos los forajidos que han encontrado. Tienen más de treinta prisioneros; aguardan permiso para volver a la fortaleza.

-    Concedido.

-    Por otro lado, Bings ha llegado a la muralla este. La nieve ha cerrado varios caminos, y han tenido que instalarse en algunas posadas, pero parece que han limpiado la zona. Al parecer...- pareció dudar.- Bueno, encontraron a un grupo de asaltadores por el camino violando a unas niñas, y Bings tomó la decisión de colgarles y...

Conocía tanto al caballero que no necesitaba escuchar el final de la frase para saber cual había sido el destino de aquellos hombres.

-    Antes les cortó los huevos.

-    Así es; una salvajada. Se cegó.

-    Me lo imagino. Sus dos hijas y esposa murieron a manos de unos forajidos que tras violarlas durante días decidieron descuartizarlas. ¿Lo sabías, Vega?

El hombre palideció.

-    No, mi señor.

-    Deberías escuchar las historias de tus compañeros; hay algunas apasionantes.

-    Lo haré, señor. Prosigo, piden permiso para regresar... y Bings aguarda castigo.

-    Oh, claro.- Se frotó con el puño un corte.- Que vuelvan a la fortaleza y reanuden las guardias de la zona F. No quiero que nadie sin identificar se acerque a palacio.

-    ¿Y con Bings que debemos hacer, mi señor?

-    Bings...- se llevó las manos a la cabeza y se deshizo la coleta con la que recogía su larga cabellera. Empezó a afeitarse el cráneo.- Informa al Rey de sus acciones, y que reciba como castigo el sacrificio de esa vieja montura que tanto le retrasa. Que le den al mejor semental del Reino y que ocupe mi puesto durante mi ausencia.

Vega sonrió y asintió.

-    Así se hará. ¿Un cambio de imagen, mi señor?

-    Ahá. ¿Algo más?

-    Sí, claro. Norton y los suyos han llegado a Damyria. Se han encontrado a varios de los hombres del Rey Konstantin allí. Al parecer, el Príncipe Darel pidió a los suyos que se unieran a los esfuerzos de su señor tío.

-    Un gran muchacho mi sobrino.- dijo con orgullo.- ¿Significa eso que no tenemos necesidad de pasar por Damyria?

-    Ya no. Son suficientes como para seguir rumbo al sur... ¿envío órdenes de que sigan el camino?

-    Claro. Damyria...- entrecerró los ojos.- Esa población siempre ha estado demasiado lejos de la fortaleza. ¿Sigue el gobernador Orrym?

-    Su hijo, mi señor.

-    Ya veo... que le echen un vistazo antes de irse. Si ven algo extraño que investiguen. Tuve que cortarle un brazo al mal nacido de su padre para hacerle entender que Reyes Muertos no es un reino esclavista. Espero que su hijo lo tenga más claro.

-    De acuerdo. Por último, voy a enviar a Terrel a la fortaleza con las últimas noticias. ¿Queréis enviar algún tipo de mensaje?

-    Sí.- asintió levemente.- Decidle a mi hermano que no voy a volver por el momento. Bings y tú ocuparéis mi lugar.

Vega arqueó las cejas, perplejo. Necesitó unos minutos en comprender el significa de aquellas palabras, pero tan pronto lo hizo, notó como e corazón se le aceleraba. Estaba emocionado por su ascenso, pero le dolía perder a tan magnífico guerrero. Y no solo eso. Se decía que Julius carecía de amigos, pero eso no era del todo cierto. Todos y cada uno de los miembros de la guardia eran sus amigos, y él el que más.

Durante los últimos tiempos había estado más meditabundo de lo habitual. Vega era consciente de que lo acaecido en los últimos tiempos le había afectado, pero jamás imaginó que pudiera llegar a esos límites.

-    Mi señor... ¿estáis seguro?

-    Ahá.

-    Imagino que el Rey querrá saber el motivo.

-    Mi hermano jamás pondría en duda ninguna de mis decisiones... pero si lo que estás es pidiéndome una explicación, puedo responderte.

Vega suspiró.

-    No lo comprendo, mi señor. En la guardia creíamos que ahora más que nunca ansiaría volver a la fortaleza.

-    ¿Y porque debería?

-    Pensábamos que el regreso de su prima con las buenas nuevas era un buen motivo... pero sobretodo por... bueno... se corrió la voz de que quizás fuerais a contraer matrimonio.

-    ¿Con quien? ¿Con el reflejo del espejo? ¿O quizás con la norteña que con tanta facilidad es capaz de dejarme en ridículo ante los míos?- ahogó una carcajada llena de furia.- Si en mis manos hubiese estado la decisión le habría hecho decapitar.

Tal fue el ímpetu con el que expresó aquellos sentimientos que la cuchilla le abrió una herida en la parte trasera del cráneo. Escupió una maldición, furibundo, y presa de la rabia, clavó la daga en el borde de madera del espejo. Se había prometido a si mismo que no trataría el tema más, pero cada vez que los recuerdos volvían a su mente sentía tal amargura que resultaba imposible no gritar de furia. Había sido tan estúpido al creer que podría casarse con ella que ahora ni tan siquiera el recuerdo de los bellos momentos que habían compartido lograba serenarle.

-    Estúpido de mí.- dijo con voz queda.- Engañado por una niña.

-    Si os sirve de consuelo, nos engañó a todos. Estábamos tan convencidos de vuestro enlace que, bueno...- se encogió de hombros.- Sea como sea, no tenéis porque enloquecer, mi señor. Hay mil damas, y vos aún sois joven. Aunque imagino que si hubieseis deseado una dama ya os habríais casado antes...- recogió la daga del espejo y prosiguió con lo que Blaze había dejado a medias.- Mi señor, ¿puedo hablar sin tapujos?

-    Siempre lo has hecho; no comprendo porque no deberías hacerlo ahora.

-    Bien...tan solo decir que allá donde vos vayáis yo y, seguramente el resto, os seguiremos. Que Bings ocupe mi lugar.

Vega asintió al ver en el reflejo del espejo que su señor sonreía agradecido.

-    Y por otro lado... quisiera deciros que aunque no sé mucho de mujeres, debo confesar que estoy convencido de que esa mujer os miraba con amor.

-    Está claro que no tienes ni idea.- le interrumpió entre carcajadas.

-    Si supiera más no estaría soltero, desde luego.-bromeó.- Pero en ocasiones he ansiado la compañía de una dama... y no hablo únicamente para compartir lecho. Voy más allá. Envidio a hombres como Lerrman. Su esposa y su niña traen a los chicos unos pastelitos de leche deliciosos cada vez que tiene guardia nocturna. Son dos seres tan angelicales... y no es que envidie esos dulces, pues siempre me da alguno. No, me refiero al modo en que miran a su padre y marido. Resulta tan inquietante... Es un tipo muy, muy feliz. Afortunadísimo.

-    A mí mi hijo me mira con desprecio y temor.- dijo entre risas.

-    ¿Pero acaso lo haría un hijo nacido del vientre de una persona amada?- sacudió la cabeza.- Mi señor, vos no sois un caballero cualquiera. Podríais ser feliz como Lerrman... mil doncellas del Reino matarían por poder estar a vuestro lado. Siendo el hermano del Rey deberíais replanteároslo. Además, se dice que es posible que si entramos en guerra...

-    Lo he oído.- aseguró.- Pero no me interesan ni el trono ni las doncellas del reino. La decisión está tomada.

-    Entonces, tal y como he dicho, os seguiré hasta el fin de los tiempos.- hizo una ligera reverencia con la cabeza.- ¿Cuál es nuestro objetivo, señor?

-    Seguiremos descendiendo hasta el sur. Revisaremos todos los puestos de control de las murallas en busca de la fisura; supervisaremos las poblaciones de la frontera y una vez el sur esté controlado, nos adentraremos en el Monte del Olvido. Temo, mi buen amigo Vega, que es aquella montaña maldita la que escupe a los enemigos de nuestro Reino.

Mientras tanto, en la pequeña población de Damyria la tormenta golpeaba con fuerza las ventanas de las casas de madera que conformaban la bella población. La nieve se había acumulado a lo largo y ancho de las calles hasta formar casi un metro de espesor, enterrando el camino.

Era un lugar tranquilo y bello, de gentes inquietas que con la llegada de cualquier extranjero de aspecto extraño se escondían en sus casas, aterrorizados. Gentes acostumbradas a ver como a las más rezagadas se las llevaban los esclavistas para nunca más volver, como los niños eran obligados a unirse al ejército en contra de su voluntad, y como aquellos que se negaban a cumplir con las órdenes del general Shlader acababan ahorcados o decapitados.

Christoff nunca había oído hablar de aquel lugar, pero tan pronto puso un pie en el gélido suelo de la población pudo sentir la extraña aura de terror que reinaba entre los habitantes. Se respiraba miedo, e imaginaba que el campamento era el gran culpable. Arabela no debía ser la única prisionera. ¿Sería suficiente el deseo de rescatar a sus seres queridos para que se unieran a él? Se preguntó cuantas hijas, hermanas y madres habrían sido secuestradas.

Buscó en la oscuridad de la noche la posada. En su interior había muchos extranjeros alrededor de las chimeneas, alcohólicos emborrachándose en la barra y todo tipo de aldeano que, visiblemente preocupados, lanzaban fugaces miradas desde detrás de las sombras a la mesa donde, charlando entre carcajadas, bebiendo y comiendo, un grupo de doce guardias de Alejandría disfrutaban la noche.

Christoff sonrió cuando a su mente volvieron los nombres de los caballeros que tenía ante sus ojos. Había tenido muchísima más suerte de la que habría jamás imaginado.

Se apresuró a alcanzarlos, y ya al pie de la mesa, se convirtió en el centro de atención cuando varios de ellos le reconocieron. Le dieron la bienvenida entre abrazos, risas y gritos de alegría.

Cupiz se incorporó muy sorprendido, pero le dio la bienvenida con una buena palmada en la espalda.

-    ¡Christoff! ¡Menuda sorpresa! Creía que habíais salido de viaje con Arabela. ¿Cómo imaginar que íbamos a encontrarnos de nuevo en un lugar tan pintoresco como este?- sonrió.- Me alegro mucho. ¿Dónde está Arabela? Ansío escuchar las salvajes historias con las que siempre nos congratula.

-    Me temo que no va a poder ser, Cupiz.- dijo con amargura.- Ha sucedido algo muy grave, y necesito vuestra ayuda.

 No muy lejos de allí, Arabela fue arrastrada a empujones fuera de la celda. Muchas de sus compañeras habían empezado a chillar y llorar cuando el forajido entró en busca de la mujer, pero ninguna se atrevió ayudarla. Arabela, aún demasiado débil, trató de resistirse, pero de nada sirvió. El hombre la cogió de las muñecas con brusquedad, le dio un buen golpe en las costillas, y la arrastró fuera.

Recorrieron caminos de madera desprovistos de decoración. Descendieron unas escaleras, y ya en otro pasillo, la metió a empujones en una de las salas donde, con una amplia sonrisa de malicia en la cara, aguardaba un hombre de edad ya avanzada y barriga prominente.

-    Bienvenida, gatita.- le dijo.- Ven aquí... no te haré daño.

 

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Arabela llegó a la enorme tienda de campaña del general Shlader casi inconsciente. No sabía exactamente qué había sucedido en los últimos minutos, pero sí recordaba perfectamente como aquel sucio seboso había muerto en sus manos. No había sido demasiado complicado teniendo en cuenta que no era más que un hombre, pero habría preferido no estar tan aturdida para poder disfrutar más de su victoria.

De todos modos, después todo había sucedido demasiado rápido como para poder llegar a saber qué había pasado. Los gritos de angustia de su víctima habían alertado a sus compañeros, y pronto cayeron sobre ella armados con puños de hierro, bastones y botas con remaches metálicos.

Pero de eso ya hacía un buen rato, y ahora, estando ya bajo resguardo en una tienda de campaña, empezó a recobrar la conciencia. La arrastraron por la tienda sin cuidado alguno, y ya en la sala más cálida y resguardada del frío de la noche, la tiraron al suelo de un fuerte empujón. Escuchó a varios hombres intercambiar palabras con otro en un extraño idioma lleno de eses.

Arabela tardó unos minutos en incorporarse, pero por fin, algo más calmada, lo logró. Le habían llenado el cuerpo de heridas, golpes y magulladuras, pero lo que más le dolía, sin duda, había sido el golpe en la espalda que uno de ellos le había infligido durante el avance bajo la lluvia.

- Levántate.- ordenó una voz masculina con extraño acento.

La chica alzó la vista, y por fin encontró al dueño de aquella voz. Shlader era un hombre de tez morena, cabeza afeitada y duros rasgos faciales. Labios gruesos, nariz aguileña y ojos casi amarillos eran los rasgos más destacados, aunque las marcas en forma de runas que llenaban la parte derecha de su semblante no pasaban desapercibidas. Era un hombre ya mayor, de quizás cincuenta años, alto, musculoso y de mirada peligrosa. Llevaba el pecho al descubierto, en la cintura un cordón del cual colgaban pequeños cráneos seguramente de niños, y unos pantalones anchos de color negro que dejaban entrever unas piernas muy musculosas. En las muñecas y tobillos llevaba todo tipo de amuletos, y en cada dedo un anillo de oro y brillantes. 

El hombre se levantó todo lo alto que era del trono de brillantes y recortó la distancia que le separaba de la mujer. A diferencia de la casa, la tienda de campaña estaba llena de todo tipo de detalles decorativos de oro macizo y piedras preciosas. También había armas ceremoniales, jarrones y cuadros de paisajes sureños.

Arabela se estremeció cuando el hombre se detuvo frente a ella, pero trató de mantener la compostura. Medía un metro más que ella, y sus músculos triplicaban los suyos. Más alto, más fuerte y de aspecto mucho más peligroso, aquel era el hombre más aterrador que jamás había visto.

Shlader cruzó los brazos sobre el amplio pecho tatuado. Su envergadura era tal que parecía ocupar toda la sala con su simple presencia.

- Has asesinado a uno de los míos, mujer.- dijo con voz estruendosa.

La oscuridad llenaba toda la sala. Junto al trono había un par de velas que iluminaban la tienda, pero la luz era tan tenue que la piel del ser parecía estar hecha de sombras.

- Nunca una mujer había acabado con la vida de uno de los míos.- dijo.

Y sin que ni tan siquiera tuviera tiempo para reaccionar, la mano abierta del gigante se estrelló contra la mandíbula de la muchacha. Arabela salió disparada contra el suelo, chocó contra un jarrón de cerámica, y cayó sobre los pedazos. El golpe estuvo a punto de romperle la mandíbula, pero únicamente la dejó aturdida. Los pedazos de cerámica, en cambio, cortaron por más de doce puntos su piel. Arabela dejó escapar un gemido de dolor cuando el cuerpo empezó a arderle como si el fuego la consumiera.

En su vida jamás le habían asestado un golpe tan fuerte.

Arabela intentó incorporarse, pero antes de que lo lograra, Shlader la cogió del pelo y la levantó de un tirón. La arrastró por la alfombra y, ya a los pies del trono, apoyó el pie sobre su pecho y apretó hasta partirle una de las costillas. La mujer chilló de dolor, pateó y lloró, pero de nada sirvió. Shlader siguió apretando hasta partir una segunda. Una tercera, una cuarta...

A punto de desvanecerse de dolor, el general por fin la liberó. La tomó por el cuello, y sin necesidad de esfuerzo alguno, la levantó a casi un metro de altura.

- Obedecerás o morirás.- dijo con brevedad.

- Entonces moriré.- inquirió ella en apenas un susurro.- Pero de nada te servirá, cabrón. Mátame, que con el amanecer volveré, y te arrancaré ese sucio y pútrido corazón que ocultas en las entrañas.

Le escupió en la cara. Como castigo, volvió a estrellarla contra el suelo. Arabela se volvió a clavar a varios de los pedazos del jarrón en la piel, pero esta vez no gritó. Se incorporó con lentitud, temblorosa. Alzó la vista, y le lanzó a la cara uno de los jarrones de latón.

Shlader esquivó con facilidad. La cogió por el cuello, la alzó y lanzó contra el trono. Tomó una de las espadas colgadas en las paredes.

Muerte se abrasó el brazo derecho con una de las velas, pero su agonía no se alargó mucho más. El filo de la espada le atravesó el corazón.

Shlader la apartó con desprecio del trono, ocupó su lugar y sacudió la cabeza.

- Veamos si es cierto que resucitas, mujer.- dijo.- Si mientes tendrás el honor de haber muerto en mis manos, y si no apuesto a que en el Reino pagarán mucho por ti.

Los segundos, minutos y horas pasaron con rapidez. La oscuridad dejó atrás la noche, y el amanecer iluminó el día con tonos anaranjados y rojizos. La lluvia cesó, las hogueras volvieron a devorar el cielo, y la calma reinante se apoderó de todos y cada uno de los habitantes del campamento.

Las esclavas se prepararon para ser llamadas por sus dueños, los niños rompieron el silencio con sus llantos, y en la tienda central, Arabela despertó. Shlader volvió a incorporarse de su trono con lentitud, ladeó ligeramente el rostro, y con una delicadeza que parecía imposible para un ser tan grandioso, la ayudó a incorporarse. Arabela, con los ojos inyectados en sangre, tardó unos instantes en recordar donde estaba.

-    Sorprendente.

-    ¿Dónde...? ¿Don...?- tenía los ojos desenfocados.- ¿Symon...?

-    ¿De donde sales, mujer?

-    ¿Julius...?- se relamió los labios cuarteados.- ¿Jul...?

-    Me serás muy útil.- deslizó los dedos sobre su larga cabellera.- Muy, muy, muy útil.- y tras decir aquellas palabras, apretó su cuello hasta que, por segunda vez en sus brazos, le arrebató la vida. Se la quitó de encima de un empujón, y salió de la tienda.- Divayn.- gritó.- Prepara las mejores monturas y avisa a los hombres. Mañana al amanecer partiremos a la fortaleza.

 

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