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Capítulo 29

Capítulo 29

 

Aquella noche Darel entrenó una vez más con su maestro sustituto, y aunque los avances no fueron especialmente importantes, pues Symon parecía demasiado deprimido como para concentrarse, no le importó. El desprecio que sentía por aquella alimaña había ido desminuyendo en los últimos días hasta acabar desapareciendo. Había sido en mitad de una tabla de abdominales, cuando decidió sacar a la luz aquellas extrañas y perturbadores ideas que llenaban su joven e inquietante mente.

Feliz y lozano como nunca, Darel abandonó la sala de entrenamientos cerca de las dos de la madrugada. Se despidió con una ligera inclinación de cabeza de Symon, y ya camino a sus habitaciones, decidió hacer una breve visita a su querida prometida.

En los últimos tiempos había pasado demasiado poco tiempo con ella, y lo lamentaba, pero había estado demasiado concentrado en otros quehaceres de gran importancia. Además, aunque no hubiese podido atenderla directamente, no la había apartado de su mente. Cuando él fuera Rey de media isla, ella sería su Reina, y comprendería entonces el auténtico valor de todos aquellos misterios.

Valdría la pena, pero hasta entonces aprovecharía momentos como aquel para recordarle que aún la amaba y la deseaba antes de que el tiempo pudiera llegar a hacer estragos en su relación.

Llamó a su puerta, pero nadie respondió. Usó la llave de reserva que le había dado, y allí la encontró, envuelta entre las sábanas de la cama y con los ojos hinchados y enrojecidos. El frío que entraba por la ventana había dejado helada la habitación. La mesilla de noche estaba llena de pañuelos usados, y la mesa repleta de todo tipo de dibujos hechos por ella misma. En estos se podían ver extrañas líneas que formaban pasillos, letras que señalaban lugares y extrañas marcas en forma de estrella que, a simple vista, simbolizaban algo importante. También, entre las decenas de papeles revueltos, había un frasco de tinta azul abierta, una pluma y un vaso lleno de agua sucia.

El viento había revuelto los vestidos que tenía colgados en las perchas, las cortinas e, incluso, su larga cabellera rubia que ahora, llena de nudos, cubría toda la almohada.

El Príncipe se apresuró a cerrar la ventana nada más llegar. Puso el seguro para que el voraz viento no pudiera abrirla, y se acomodó a su lado, a los pies de la cama. La muchacha le observaba con los ojos enrojecidos, pero no fue hasta que él le besó la frente que no reaccionó. Fue entonces cuando, recién salida de su ensoñación, se incorporó para secarse las lágrimas con los puños. Dibujó la mejor de sus sonrisas y besó con devoción las manos de su príncipe.

-    ¿Estás bien?- preguntó tras los primeros segundos.- Esto está helado. ¿Cómo se te ocurre irte a la cama con la ventana abierta? Hace muchísimo frío.

-    No me di cuenta.- se sinceró.- Lo lamento.

-    ¿Te disculpas?- arqueó las cejas de pura sorpresa.- Por los Dioses, Lorelyn, no digas tonterías.- depositó la mano sobre su frente, temeroso de que pudiera estar padeciendo de fiebres.- Efectivamente, lo que me temía. Estas enfermando. ¡Como se te ocurre!

Elaya se encogió de hombros, e intentó volver a disculparse, pero él se apresuró a taparla bien y sellarle los labios con un beso. Después, sin necesidad de pedir ayuda a los sirvientes como solían hacer la mayoría de nobles, encendió el hogar. La habitación no tardaría mucho en entrar en calor.

-    ¿Tienes dolor de cabeza? ¿Toses? ¿Te duele la garganta? Puedo llamar a los médicos si no te encuentras bien.

-    No, no... tranquilo, estoy bien.- sacó la mano de debajo de la manta y tomó la de su prometido.- A pesar de la preocupación te noto alegre. ¿Traes acaso buenas noticias?

-    Las mejores, mi amor.

Volvió a besarla. Tanta alegría y entusiasmo resultaba sorprendente procedente de alguien que durante los últimos días apenas le había prestado atención, pero Elaya no la rechazó. Al contrario. Le correspondió al beso con toda la pasión que fue capaz de reunir cuando la besó.

La sala no tardó en calentarse. Elaya salió de la cama y juntos se acomdaron frente a la chimenea, sobre la alfombra de pelo blanco que decoraba el suelo. El príncipe tomó una de las mantas y cubrió las espaldas de ambos.

Ya fundidos en un abrazado, tapados por la manta y compartiendo unas copas de té frío, retomaron la conversación.

-    Pero dime, háblame de esas noticias.

-    Antes de decírtelo debo confesarte algo, mi amor... y es que... bueno.- centró la mirada en las llamas, dubitativo. Por un instante volvió a ser un niño.

No sabía porque se lo había ocultado, pero ahora que tenía que confesar, no sabía qué palabras emplear. Pensó en distintas opciones.

-    Hace tiempo que paso las noches con tu hermana... hace tiempo... bueno... hace tiempo que...- titubeó.- Bueno, hace tiempo me ofreció entrenarme, y lo rechacé, pero finalmente no tuve mas remedio que aceptar. De hecho debería haber aceptado desde el principio, pero el orgullo me cegó.

-    Sabía que mi hermana te ayudaría.- respondió Elaya encantada.- Aunque sus modales no sean los más adecuados, tiene un buen corazón.

-    Y una gran bocaza.- apuntó, pero pronto sonrió para quitarle importancia.- Al menos tiene muchos conocimientos que ofrecerme, y de buen grado los acepto. Ahora, durante su ausencia, es tu hermano quien está atendiendo mis necesidades, y en contra de todo pronóstico, lo hace bastante bien.

-    Tiempo atrás fue cazador.

-    Se nota. Sea como sea... confesado ya esto, debo decirte que desde la charla con mi prima me he sentido bastante inquieto. Es cierto que la guerra entre hermanos no va a estallar, pero entre primos ya no es tan seguro. Varg es consciente de que deseo recuperar lo que me pertenece, y no duda en provocarme a diario. Así pues, en cuanto ocupe el trono de Alejandría, le daré lo que tanto ansía.

-    Guerra...- reflexionó Elaya.- No hay marcha atrás, ¿verdad?

-    Me temo que no. Al menos por el momento. Y precisamente por eso, porque llegará el día en el que tendré que dirigir un ejército, tus hermanos me están ayudando.

Cogió aire. Había creído que sería mucho más sencillo explicar su teoría abiertamente, pues en su mente había sonado magnífica, pero a la hora de la verdad, no era tan fácil. Al contrario. Cuando habló, necesito coger aire en varias ocasiones, elegir las palabras más adecuadas y, sobretodo, reunir el máximo de tranquilidad posible para no parecer un demente a ojos de su princesa.

-    La conversación con mi prima Shanya me ha hecho pensar, Lorelyn. Si no se equivoca en lo de la batalla, ¿por qué iba a equivocarse en lo de que uno de los ejércitos tiene en su poder a la Diosa Muerte? Quiero decir... temen la batalla por su reaparición, y como es lógico, tan magnífica dama no va a posicionarse del lado de sus enemigos. Al contrario... deseará con todo su corazón destruir a aquellos que tanto mal le ha causado, ¿no crees?

Elaya se encogió de hombros, dubitativa.

-    Tiene su lógica, claro.

-    Así pues, he decidido confiarle a tu hermano mis dudas, y parece compartir mi opinión en que la posibilidad de poseer en nuestro bando a la Diosa Muerte resulta muy interesante. No cabe duda de que aquel que tenga su apoyo será el vencedor.

-    Desde luego. ¿Y puedo saber que te ha dicho mi hermano?

-    Eso es lo mejor.

Darel sonrió, y en su rostro Elaya volvió a ver la sonrisa que tiempo atrás le había enamorado. ¿Habría confesado su hermano la identidad de la familia? El simple hecho de solo pensarlo le hacía temblar. Le encantaría la idea de combatir junto a la Muerte, sí... ¿pero desearía contraer matrimonio con su hermana?

Las dudas le provocaron temblores en las rodillas.

- Dice que me apoyará pase lo que pase. Si hay posibilidad de encontrar a la dama, él se encargará de traerla. Me ha jurado lealtad eterna, Lorelyn.

Lanzó un suspiro de alivio. Asintió con la cabeza y, de inmediato, esbozó una amplia sonrisa de felicidad. Estrechó las manos de su príncipe cuando este se las ofreció, y le besó la punta de la nariz.

-    Muchos adjetivos podrían describir a tus hermanos, Lorelyn, pero, sin duda, son astutos. Creo que juntos podremos vencer la futura batalla. Juntos...- y dicho aquellas palabras, dejó escapar un ligero suspiro cargado de melancolía.- Lo único que me mata es saber que mi tío apoyará a mi primo.

Julius... a Elaya le ardía la sangre de solo pensar en él, pero amaba demasiado a Darel como para no tratar de facilitarle el camino por mucho que le doliera.

-    Bueno... mi amor, piensa que tu tío y mi hermana... ya sabes lo que se comenta. Quizás, llegado el momento, él tenga que elegir... pero tú también eres su sobrino, y ella es mi hermana.

-    ¿El interés que muestra tu hermana por Julius es sincero?- preguntó perplejo.- ¡Cielos! Creía que... bueno, no sabía ni qué pensaba. ¡vaya!- sacudió la cabeza, arrepentido.- ¡Estúpido de mí! Fui yo quien impidió que Arabela acudiera a esa estúpida cena de mi tío. Ansiaba que me entrenara... ¿Cómo imaginar que me iba a perjudicar tanto?- le dio un trago a su taza.- Maldición. ¿Y ahora qué? Julius y tu hermana han partido... quizás cuando vuelvan a encontrarse ya sea tarde. Si mi tío estuviera de nuestro lado... Dioses, sería una pieza clave. No deseo enfrentarme a él.

-    Julius...- dijo, y con todo el pesar de su corazón, no tuvo más remedio que aceptar de una vez por todas que, le gustara o no, lo mejor para todos era que su hermana estuviera junto al caballero de la cicatriz.- Bueno, quien sabe, quizás si le explicas el porque de que no pudiera acudir a la cena podrías ayudarles. Y bueno, quizás yo podría... dejar de poner trabas a esa pareja.

-    Sé que no te gusta mi tío.- acertó Darel.- Igual que tú sabes que a mí no me gusta tu hermana... pero lo mejor para todos es que estén juntos.- se dejó caer de espaldas. La princesa se acomodó en su pecho.- Me pregunto si eso será suficiente para enfrentarnos a Varg y los suyos.

-    Si mi hermano logra conseguirte a la dama, seguro que vencerás...- apoyó la mano con delicadeza sobre su mentón y besó los labios de su querido aprovechando la cercanía.- De todos modos... tanto tu padre como tu tío siguen aún con vida así que debes ser paciente. Llegará tu momento...

-    Mucho antes de lo que crees.- murmuró.

Tras la última reflexión, cayó en la cuenta de la distancia inexistente que les separaba. Captó el perfume de la cabellera rubia de su amada, la belleza de tan deseables labios y la dulzura de aquella mirada que tanto le había enamorado desde niño. Alzó la mano con delicadeza hasta el escote y deslizó el dedo entre los pechos.

Se estremeció.

- En momentos como este me pregunto porque no nos habremos casado antes.

 

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Ocho días antes, Willhem Varvarian había aprovechado el descontrol y terror que se había apoderado de Reyes Muertos para colarse en la fortaleza. Había pasado antes dos días en la ciudad, escondido en unos establos, esperando el momento adecuado. Anteriormente,  veinte días de camino desde el norte del Reino de Almas Perdidas.

Las noticias habían llegado en el mejor momento. Los enfrentamientos en su reino habían acabado con la vida de toda su familia, pero por suerte, había logrado encontrar un lugar donde sobrevivir junto a los seguidores de Eva de Frío Acero.

No estaba seguro de estar en el bando vencedor. Las malas lenguas decían que Lord Jack Haxel, el hermano menor de Eva, había logrado agrupar a un gran ejército. Además, los enfrentamientos estaban costando una elevadísima cantidad de vidas al bando de Frío Acero por lo que, aunque aún no estaban vencidos, todo apuntaba a que no tardarían demasiado en caer.

Pero todo cambiaría, o al menos eso había dicho la anciana, cuando "ella" volviera. "Ella"... ¿Cómo imaginar que las única noticias procedentes de esa mujer vendrían de boca de una niña del Reino de Reyes?

Willhem había sido elegido por Samael, la mano derecha de Eva, por ser el más veloz y sigiloso, pero también por ser el más prescindible. Según su criterio, los hombres valían tanto como vidas hubiesen arrebatado por lo que, siendo un mero aprendiz de carpintero como Willhem era, no se le tenía demasiado en cuenta. Claro que, en cierto modo, él lo prefería así. Jamás había asesinado a nadie y no tenía la menor intención de hacerlo a no ser que su vida corriera peligro.

Samael había iniciado su carrera junto a Eva de Frío Acero por el trono con tan solo 300 hombres a su servicio. Actualmente, teniendo en cuenta que todo aquel que no había aceptado ser reclutado había muerto en la hoguera, eran más de 2.000 personas las que luchaban en nombre de la futura reina. Desafortunadamente para ellos, Jack Haxel tenía a más de 7.000 hombres fieles a la corona.

¿Y realmente esa diferencia la iba a salvar una simple mujer?

Willhem lo dudaba. Había aprovechado la oportunidad para huir de la batalla con la excusa de buscarla, pero dudaba que nadie pudiera cambiar el destino de sus compañeros. Aunque decir que había aceptado la misión no era del todo cierto. En realidad se había limitado a asentir cuando, teniendo el filo de la espada de Samael en el cuello, este le había preguntado amablemente si asumiría su responsabilidad. Entonces había sentido tanto terror que ni tan siquiera le había importado tener que recorrer centenar de kilómetros a lomos de su montura, enfrentarse a posibles grupos de forajidos al margen de la batalla por el trono, atravesar la montaña del Mal, e infiltrarse en el Reino de las espaldas afiladas.

Ahora miraba atrás y no entendía de donde había sacado la valentía para esconderse cuando tan cerca había estado del peligro. Cabalgar como el rayo cuando decenas de forajidos le habían perseguido había sido fácil, pues había sido el instinto el que había reaccionado, pero jamás podría olvidar como habían asesinado a un hombre en una posada a sangre fría para robarle las botas. Entonces había sentido nauseas y había devuelto la cena de toda la semana, pero había vuelto a salir con vida.

Después de todas las penurias, había llegado a la fortaleza. ¡Y había logrado entrar! ¡Y lo mejor! La había encontrado a "ella", a la dama... a la famosa salvación de la vieja Laream.

Pero Arabela no era el tipo de persona que creía que encontraría. Cierto era que no tenía ningún arquetipo de mujer en mente, pues la simple idea de pensar en una salvadora en vez de un salvador le resultaba inquietante, pero si hubiese tenido alguno, no habría sido como ella. Ni parecía un ángel, ni era rubia ni tenía la piel bronceada. Tampoco vestía con ropas vaporosas que dejaran a la mente fantasear con curvas de locura... ni mucho menos era simpática. Al contrario. Su carácter era altivo y arisco, su mirada inquietante y sus palabras siempre parecían estar cargadas de veneno. Parecía dolida con todos, y a la vez con nadie. Pero sobretodo, el rasgo que más la caracterizaba era que siempre parecía estar triste. La melancolía la consumía, y por más que Willhem la miraba no era capaz de ver en ella más que melancolía.

Una tristeza inhumana, y es que precisamente esa era la palabra, inhumana, la que mejor la describía.

Christoff era algo más cercano. El caballero ofrecía un aspecto estremecedor, muy parecido al que él imaginaba que debía tener Julius el terrible, pero resultaba agradable. Su mirada era también inquietante, quizás más incluso que la dama, pero al menos sus palabras no arrastraban consigo esa carga de ironía que tanto caracterizaba a la otra. A él le gustaba preguntar sobre su reino, explicar alguna que otra leyenda, y cuando más apagado estaba el viaje, canturrear canciones.

Por las noches paraban para acampar. Tanto él como ella desaparecían durante unos minutos, y después volvían con magníficas piezas que asaban a la luz de la hoguera. Willhem siempre se quedaban dormido el primero, aunque sospechaba que ellos apenas dormían, pues al siguiente amanecer siempre estaban despiertos. Además, sus ojeras eran cada vez más oscuras.

Durmieran o no, Willhem no se atrevía a decir nada. En ciertas ocasiones, cuando ella desaparecía, aprovechaba para preguntar a Christoff algunas cosas. Generalmente eran preguntas inocentes, pero cuando lograba entablar conversación, la inocencia se transformaba en picardía. Por desgracia, Christoff nunca saciaba su curiosidad.

Llegado el decimoquinto día, la frontera estaba ya muy cerca. Habían avanzando con paso bastante lento los primeros días, pues Willhem había provocado que en varias ocasiones se perdieran a posta, pero desde que por decisión propia Christoff había decidido llevar la marcha, no habían vuelto a desviarse.

El tiempo en los últimos días había mejorado un poco, aunque el frío seguía siendo gélido. La nieve se había ido deshaciendo, pero la maleza y las copas de los árboles impedían la entrada de los rayos de luz.

Aquel decimoquinto día había sido especialmente frío en comparación con el resto. Las temperaturas habían caído hasta los doce grados bajo cero, y lo que había empezado como una tímida lluvia de invierno había acabado convirtiéndose en una copiosa nevada que les impidió seguir avanzando. Buscaron refugio a los pies de un enorme saliente y allí, aprovechando el abrigo de la piedra y de los arbustos, lograron montar un pequeño refugio a base de maderos y capas. Encendieron una pequeña hoguera, cenaron un par de liebres que habían cazado durante el vaje y se acomodaron alrededor del fuego.

Ni tan siquiera envuelto en las pieles y delante de la hoguera Willhem era incapaz de entrar en calor. Sus dos compañeros, en cambio, no parecían sufrir las mismas penurias que él. De hecho Christoff había decidido ceder sus pieles a los caballos, los cuales, temblorosos de frío, no se alejaban de la hoguera.

Willhem tardó en quedarse dormido, pero el cansancio de llevar días cabalgando pudo con él. Cerró los ojos.

Unos minutos después, o quizás horas, fue el sonido de las espadas al entrechocar el que le despertó. Un chorro de sangre le salpicó la cara cuando la espada negra de Arabela cercenó el cuello de un hombre. Aterrado, soltó un grito y rodó sobre si mismo hacia el interior del saliente. Una vez allí, con el corazón latiendo desbocado en el pecho, observó con más calma la situación. Uno, dos, tres... más de doce hombres les rodeaban, y tan solo ella estaba defendiendo el campamento. Christoff había desaparecido, y aunque no veía su cuerpo, imaginaba que era uno de los tantos de cadáveres que sembraban el suelo.

Se llevó la mano al pecho, aterrorizado, y permaneció quieto, paralizado. La mujer le chillaba que escapara, pero ni tan siquiera de eso era capaz. Demasiado cobarde para enfrentarse a la muerte, pero demasiado asustado como para incluso moverse. Willhem sospechaba que aquella sería su última noche en el mundo de los vivos.

Arabela detuvo un golpe de espada frontal, pero otro le alcanzó el muslo. Un hombre le golpeó en el pecho con el puño, y otro la intentó derribar con una patada baja. Ella respondió esquivándolo con un ágil salto. Un grito de dolor escapó de sus labios ante el mordisco del acero en el muslo, pero siguió combatiendo. Agarró a uno de ellos por la pechera, hundió el filo de la espada en su vientre, y lo lanzó con ferocidad contra el fuego. Esto le costó que otra espada le alcanzara en el pecho, cerca del cuello, y que un puñetazo la derribara. Cayó cerca del fuego, pero duró poco en el suelo. Cogió impulso y volvió a incorporarse. Lamentablemente, antes de que pudiera lanzarse de nuevo a la carga, un golpe seco en  la parte trasera de la nuca la dejó inconsciente.

Desde el corazón de la montaña, Willhem vio como uno de aquellos salvajes harapientos la cargaba a las espaldas.

Todo quedó en silencio. Willhem se encogió de terror, incapaz de ver más allá de las lágrimas que enturbiaban sus ojos, y rezó a todos los Dioses conocidos y por conocer. Dioses creadores, Dioses destructores, Dioses de la vida, Dioses de la muerte, Dioses de la naturaleza, Dioses de los antepasados, Dioses del océano... todos ellos fueron nombrados, pero ninguno respondió.

El silencio se quebró, y entre oraciones y súplicas, perdió la conciencia.

Unos minutos después, o quizás horas, o días, terrorífico grito de mujer despertó a Willhem. Parpadeó en la oscuridad, dolorido y desorientado, y se encogió cuando Arabela volvió a chillar. Tal era la angustia que denotaban aquellos gritos que de nuevo sintió miedo. Se encogió en el la oscuridad, y consciente de que estaba totalmente desnudo, cerró de nuevo los ojos. No sabía donde estaba, ni qué estaba sucediendo, pero el retumbar de los gritos en las paredes de madera resultaba tan terrorífico que Willhem empezó a llorar de puro terror.

Atrapado en un habitáculo frío y totalmente vacío, Willhem llegó a la conclusión de que sería el siguiente en ser torturado. Los últimos acontecimientos le habían hecho madurar prematuramente, pero en el fondo seguía siendo un crío de catorce años al que todo aquello le quedaba demasiado grande. Como el niño que era, tembló, lloró y rezó hasta que de nuevo la oscuridad le devoró y cayó dormido sobre el frío suelo.

Volvió a despertar. La luz que se colaba entre los maderos era muy escasa. Willhem se frotó los ojos y miró a su alrededor. Estaba en una sala muy pequeña, pero no solo. En el rincón derecho había un esqueleto de algún antiguo inquilino, y en la izquierda, siendo devorado por los gusanos, un cadáver de hedor insoportable.

La noche anterior había estado demasiado asustado para darse cuenta, pero ahora era imposible no notar su presencia. Se dobló de rodillas y devolvió copiosamente en el suelo. El asco era el gran causante, pero también ayudó el darse cuenta de que, seguramente, él acabaría igual.

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