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En un baile de Luz

"La libertad reside en aceptar lo sucedido. La libertad significa armarnos de valor para desmantelar la prisión pieza a pieza."
Edith Eger

Era más de medianoche y el libro cayó de mis manos haciendo un gran estruendo, me desperté sobresaltada, asustada, de alguna manera sabía que algo muy malo estaba a punto de ocurrir.

Los gritos que se escucharon a continuación, confirmaron mis sospechas. Sombras, antorchas y lamentos, muchísimos lamentos,
palabras desgarradoras en idiomas que no podía entender pero que  llenaban el ambiente de agonía.  Sentí el pecho apretado y quise esconderme entre las sábanas, esta era una tremenda y horrible pesadilla de la que necesitaba despertar. Cerré mis ojos fuertemente hasta que...

El llanto deseperado de los niños del vecindario  me hizo saltar de la cama.  Asustada, me levanté  y con sólo un vistazo me di cuenta de que aquella no era mi habitación. ¡Algo había ocurrido mientras dormía! No me atrevía siquiera pensar que... pero cuando tocaron a la puerta y tuve que abrir lo supe. ¡La peor de mis pesadillas se hacía pequeña ante tanto terror!

Dos oficiales con el uniforme de las SS hitleriana y la temida insignia  de la esvástica  rodeando su brazo, me empujaron y entraron a  la casa gritando palabras, que por más que quise, no pude entender. Me indicaron, a fuerza de gestos que debía comer lo necesario y salir. A penas pude sacar un pedazo de pan y ponerme una horrible cazadora de lana que estaba junto a la estufa cuando ya me estaban sacando a patadas.

Caminé con decenas de miles en una fila de espanto hasta la estación y, de pronto, en una noche que nunca voy a olvidar, me encontré en un vagón de carga, rumbo a lo desconocido. Sintiendo como el frío se colaba en mis entrañas y preguntándome una y otra vez como fue que permitimos que esta película de horror se hiciera realidad.

Era la noche de los cristales rotos, era la noche que vistió al mundo de luto, era la noche del 9 de  noviembre de 1938. ¡Mil novecientos treinta y ocho! ¿La noche en la que Hitler y su ejército de locos cumplían sus sueños de exterminio? La aberrante idea que algunos hoy todavía persiguen de que si somos diferentes entonces no valemos nada.

¡No puede ser! ¿Qué hago yo aquí? ¡Es una locura! Una locura demasiado real  e insana para ser sólo un mal sueño.  Miré a los lados buscando entender, tal vez algo de ánimo pero la gente que me rodeaba temía por su vida, la angustia cubría sus rostros y yo  no podía dejar de mirarles horrorizada.

El viaje se me hizo eterno. Estuvimos de pie todo el trayecto o tirados unos sobre otros, encimas de orines y heces. Comiendo mendrugos de pan, aguantando el hedor insoportable y  las miradas de asco y desprecio de los oficiales alemanes.  Sin comprender una sola palabra.

Con muchísimo trabajo logré llegar a un agujero que hac⁸a las veces de respiradero y mirando el paisaje de una tierra desolada  por  la guerra me repetía una y otra vez: "Esta no es tu época, no es tu mundo, no es tu realidad, es sólo  una pesadilla, un terrible sueño del que pronto podrás despertar", tenía muchísimo miedo. Tenía miedo porque sabía, porque los rostros esperanzados de la gente que me rodeaban me hacían cuestionarme todo, porque  resulta  increíble como el ser humano se aferra al mínimo rayo de luz que parpadea a punto de apagarse en noches tan oscuras como esta.

Fueron días de tortura, de ritmo lento y constante, días que se encargaron solitos de apagar sueños e ideas, de terminar por destruir la confianza. Hasta que, ¡al fin! la portada, el lugar funesto, el gran letrero escrito en alemán pero fácilmente entendible para mí:  "Arbeit macht frei" , el trabajo te hace libre. Estábamos en Polonia, en el campo de exterminio de Auschwitz Birkenau, el lugar donde perdieron su vida más de un millón de personas. No más la vi, comencé a llorar histérica.

—¡El fin está cerca, vamos a morir! —exlamé mientras me abría paso entre la marea insomne de almas asustadas.
—¡Si no me despierto ahora me van a matar, me matan! —repetía convencida de que era un sueño pero que aún así podría tener consecuencias fatales.

Al verme tan mal un señor a mi lado me tranquilizó con su mirada. ¡Pobre! ¡Aún con fe  en el  mejoramiento humano!

—Sich beruhigen —me dijo  todavía sereno a pesar de la catástrofe. Sus ojos azules hicieron bien a mi alma.

De los vagones nos bajaron rostros hostiles con desprecio en la mirada.  Un oficial nazi nos dio la bienvenida y nos pidió ¿amablemente? que nos dividiéramos en dos filas, en una estaba todo aquel enfermo, cojo, lisiado, viejo o con cientos de "defectos"  reflejados en su hoja llena de inservibles.

En la otra estábamos los más jóvenes,  a los que nos quedaban algunas fuerzas; delante de mí, una muchacha menuda y aparentemente frágil pero muy agraciada miraba de un lado a otro buscando con desespero, a quienes, supe después, eran sus padres. Ellos estaban en la otra fila, esperando su turno. La chica sonreía a pesar del miedo y  se despidió de su mamá con el pleno convencimiento de que la vería más tarde, quizás en un lugar diferente. En sus ojitos inocentes pude ver un atisbo de ilusión, así que, cuando su mami entró en las duchas,ella avanzó confiada sosteniendo con fuerzas a su hermana pequeña a la que no dejaba de tranquilizar con palabras cariñosas.

Llegó nuestro turno y fuimos despojados de todo, no importaron recuerdos, ni medios de vida, con la desnudez expuesta bajo unas duchas infernales  continuaron humillándonos hasta que, cubiertos de harapos, entramos a los cuartones llenos de podredumbre que nos servirían para dormir, para intentar sobrevivir. Esos barracones estaban diseñados para hacernos sentir miserables pero a estas alturas ya poco me importaba.

Allí, sentado entre las sombras, todo vestido de un blanco impoluto, uno de los rostros más conocidos del siglo pasado, el doctor de la muerte, un  Josef Mengele, culto, atractivo y elegante, un asesino sádico que ansioso esperaba su próximo juguete.  Miró  entre la muchedumbre y al ver a la chica, a la que ya había visto anteriormente, preguntó:

—¿Y tú?  ¿Qué sabes hacer? —escupió de repente— ¿Cómo planeas entretenerme y pagar lo que debes por tu vida?

Ella no respondió,  pasó al frente con decisión  mirando a los ojos del monstruo  y escuchando una melodía que sólo ella podía sentir, comenzó a bailar. Bailaba el Danubio Azul de Strauss en uno de los lugares más ridículos del mundo pero bailó como nadie, esa pieza era para ella, cada movimiento era libertad, era pasión, con cada giro le decía a Mengele que era mentira, que la vida es hermosa y que todos merecemos vivirla. Esta niña bailó como nadie porque bailaba por su vida, por la de su hermana, por la de sus padres que, sin ella saber nada, flotaban en un humo negro y denso desde la más alta de las chimeneas, bailó por mí y aunque no me creas esta chica también bailó por ti.

Y entonces cada una de las paredes, el portón, las alambradas que nos rodeaban, las torres humeantes, todo se borró. Se desvaneció el mal por un rato porque  esa noche todos estábamos sentados en la Opera de Viena contemplando a una gran bailarina ejecutar la mejor de las piezas, el baile de la vida. Esa noche Edith Eger, la bailarina de Auschwitz, nos demostró que pueden quitártelo todo menos lo guardas en tu mente, que no importan los muros altos y la gente fría, que no importa oscuridad o el miedo si nuestro corazón es libre y nuestra alma generosa. Nos enseñó que el odio no vale nada, y cuesta mucho porque seca tu alma  pero que el amor y el perdón sanan, cubren y consuelan.

Esa noche quise conocerla, quise acercarme a ella, abrazarla, decirle lo mucho que me había enseñado con su  ejemplo, con sus ganas de vivir, con sus miedos, con sus fracasos y dolores. Quise darle palabras de aliento, asegurarle que saldría de allí y que continuaría ayudando a muchos, yo lo sabía, ya me había ayudado a mí, así es que  tenía para  decirle tantas cosas  pero no pude, se alejó como la bruma en otoño, se perdió en una espesa niebla y desperté.

Desperté en mi cama, entre mis sábanas, junto a mi esposo, desperté en la seguridad de mi hogar, llorando, abrazando a la nada  y pensando, pensando cuan bueno es despertar cada día en casa, en nuestra cama rodeada de los seres queridos, sin miedo constante a la muerte, al desamparo, al desarraigo y la violencia. Desperté pensando en que, cosas como aquellas no deben repetirse jamás y que, para ello, todos debemos ser conscientes de nuestro pasado. Mucha más gente debería leer, conocer que existen mujeres como Edith, grandes, valientes, poderosas, mujeres que se hicieron fuertes porque la vida las llevó por esa montaña rusa, violenta y alocada, dando saltos, derribando prejuicios, prisiones y alambradas, asustando y sofocado con ganas pero que es la vida y, a ratos, se descubre amorosa, grande, tierna, casual y tremendamente viva. Por ella, demos gracias, trabajemos duro entonces podremos decir:

"En realidad no importaba lo que esperábamos de la vida, sino lo que la vida esperaba de nosotros." Viktor Frankl

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