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Un escape usual

Como siempre lo hacía desde que terminó la secundaria, Victoria tenía dos trabajos: de lunes a viernes por las mañanas, era una barista en Family Bonds Café y por las tardes, una mesera en Montano's. Afortunadamente, ambos sitios quedaban en la misma zona, Cayalá, de modo que podía trasladarse a pie sin problema. Su prioridad era ahorrar lo máximo, gastar lo mínimo y ganar lo que estuviera a su alcance. Se despidió de Camilo, su compañero de trabajo, tras terminar su turno matutino y antes de continuar con el resto de su jornada laboral. El ambiente en el cual se movilizaba era otro mundo comparado con la zona en la que vivía. El entorno era moderno y más limpio que cualquier mesa que ella, en sus años de experiencia, hubiera podido asear. El césped y la iluminación estaban tan bien dispuestos que la chica se sentía en algo parecido a Beverly Hills. Todos los que se cruzaban por su camino tenían una enorme sonrisa, se vestían casualmente elegantes y sostenían bolsas de compras o bebidas apetecibles a la vista. Veía niños con sus padres, jóvenes juntándose para pasar el rato o solteros disfrutando un pequeño paseo. Podía afirmar que esa era la isla de la felicidad en donde todos parecían salidos de una película. Sin embargo, a pesar de que ese sitio la mantuviera fuera de casa, no podía disfrutar de sus encantos. Victoria se sentía una luciérnaga entre despampanantes estrellas que, fugaces, volaban entre ese bello y enorme universo de libertad.

El manejo del estrés entre pedidos y más pedidos era algo a lo que ya estaba acostumbrada, sin mencionar el tener que soportar de buena gana a los clientes pedantes y exigentes. Bueno, se vio forzada a hacerlo si quería conservar el empleo. Sus tenis blancos, aunque gastados, eran sus mejores amigos durante ese vaivén ajetreado. El habitual dolor de piernas y pies le indicaba que la hora de regresar se acercaba. Aunque estuviera fatigada, aún tenía la suficiente fuerza y energía para regresar a casa, la cual no se hallaba tan lejos. Iluminada por los faroles de las calles, caminaba velozmente por lo inseguro que era salir a esas horas de la noche. Además, debía llegar a tiempo para preparar la cena si no quería recibir otro de esos dolorosos regaños de su padre. Una vez cruzada la rejilla de entrada a su colonia y tras revisar la hora en su teléfono, exhaló bruscamente y desaceleró el paso. Su padre ya estaba en casa, puesto que las luces de la sala estaban encendidas. Abrió la pequeña puerta del barandal metálico que rodeaba el insípido jardín delantero y se dirigió hacia la entrada. Subió las viejas escaleras de madera, abrió la puerta y entró.

—¿Ya llegaste? —preguntó su padre desde la sala mientras veía la televisión.

—Sí —respondió, colocando su mochila junto a la entrada.

—Ya era hora —se quejó, levantándose del sillón para dirigirse a la entrada con cerveza en mano—. ¿Ya te pagaron?

—Aún no.

—¿Segura? ¿No estarás engañándome como la última vez? —preguntó, tomándola firmemente del mentón.

—Sí, me pagarán la semana que viene.

—Más te vale —dijo, soltándola—. Bueno, ahora cocina que tengo hambre.

—Sí.

Victoria fue directo a la cocina y abrió la refrigeradora. Había unas cuantas rebanadas de jamón, una botella con jugo de naranja, otra con leche, un tupper con un poco de frijoles, cinco huevos, medio queso mozzarella, unos cuantos vegetales y, claro, las cervezas que no podían faltar. Pronto tendría que ir al supermercado si no quería morir de hambre. Preparó unas tostadas con jamón, queso y huevo, acompañadas de frijoles y un vaso con jugo de naranja. Lo colocó todo en el comedor junto con un tazón con cereal y leche que sería su cena.

—Ya está lista —informó.

El único hombre de la casa se levantó y tomó asiento para devorar su cena frente a su hija. El padre de la chica, Mauricio, trabajaba de mecánico tras haber sido despedido tres veces. A pesar de tener el prestigioso título de administrador de empresas, su alcoholismo había terminado con cualquier oportunidad de progreso. La mayoría de sus días trasnochaba viendo la televisión mientras se emborrachaba hasta quedarse dormido. Mauricio no era agresivo si no lo provocaban, de modo que Victoria se encerraba en su habitación para evitar que la agrediera mientras dormía o simplemente que su presencia lo perturbara. Las veces que había intentado mejorar las cosas terminaron en desgracia, así que no lo quedaba más que protegerse ella misma. A veces su padre invitaba a algunos amigos para compartir el vicio, por lo cual tenía que ocultarse en su cuarto para evitar problemas. Así, las cosas no se vinieron en picada solo para él desde el fallecimiento su esposa, Mariela, sino también para su hija que ninguna culpa tenía.

—Alcánzame otra cerveza, lava los trastes y te vas a la cama —le ordenó.

—Sí.

Obedientemente, Victoria hizo lo que le mandó antes de subir a su cuarto y cerrar la puerta con llave como siempre. Tenía que ser muy cuidadosa con el tema de las llaves, puesto que tenía todas las copias de su habitación y su padre no lo sabía. Se acostó sobre el suelo y, debajo de la armazón de su cama, sacó su block de hojas y su material para continuar con su dibujo. Antes tenía un hermoso escritorio en donde cómodamente lo hacía, pero tuvieron que venderlo para tener un poco más de dinero. No obstante, ese nunca fue un impedimento para que continuara con su pasión. Su padre le había prohibido tener cualquier cosa relacionada con el arte, ya que le recordaba a Mariela. Victoria no solo había heredado la buena mano de su madre, sino también el amor por el arte. Tomó sus auriculares, los conectó a su teléfono y entró en su mundo: el único lugar seguro que conocía y que ella misma había fabricado. Entre trazos, borrones y manos manchadas, su imaginación y su ser podían viajar más allá de esas paredes. Ese momento era uno de los motivos más significativos por los cuales se levantaba cada día para continuar con su monótona y atemorizante rutina. La emoción de saber que llegaría otra noche para dibujar la mantenía con energía. Sin embargo, una llamada inesperada interrumpió el momento. Su vieja compañera de colegio, Sara, la estaba llamando. Normalmente, Victoria mantenía su teléfono en vibrador ya que el tono de llamada era una alarma para la atención de su padre a cualquier hora del día. Abrió la ventana de su cuarto que daba hacia el frente de la casa, se recostó sobre el marco de esta y atendió.

—Hola —saludó en voz baja para no ser escuchada por Mauricio.

—¡Hola, Vic! —exclamó entre el bullicio de fondo—. ¡¿Qué hacés?!

—Pues... no mucho. ¿Estás en una fiesta?

—¡Bingo, es de disfraces! ¡¿Venís?!

—No sé...

—¡Ala, Vic! ¡Hace tiempo que no venís a una! ¡Te hace falta!

—No creo que pueda esta vez. Aparte, no tengo ningún disfraz.

—¡Eso dijiste la vez pasada! ¡Puedo pasar por vos y te presto uno!

—Es que... tengo cosas que hacer mañana.

—¡¿Sábado?!

—Sí.

—¡Bueno, de todos modos, te voy a mandar la dirección por si te animás! ¡Aquí te estaré esperando!

—Bueno, gracias.

—¡Está bueno, pues! ¡Nos vemos!

—Adiós.

Victoria era una chica bastante tranquila. Aunque las circunstancias la habían hecho de esa manera, su padre nunca le permitía ir a fiestas, por lo que se escapó un par de veces para poder ir. Como cualquier chica de su edad, quería experimentar asistir a dichos eventos. Sin embargo, por alguna razón, no los disfrutaba tanto como los demás. Después de todo, ella no era como los de su edad; ella trabajaba y ellos estudiaban, ellos tenían tiempo para divertirse mientras ella debía hacerse cargo de la casa y su padre; sin mencionar la presencia del alcohol que había cambiado su vida para siempre. Regresó al piso y siguió dibujando mientras una pequeña voz en su cabeza se debatía entre ir y no ir.

Ella no tenía tantas amistades; de hecho, nunca había sentido tal interés desde el terrible accidente, pero las cosas no siempre fueron así. Victoria solía convivir, durante toda su infancia y gran parte de la secundaria, con dos hermanos: Miguel, el menor, y Daniel, su amor platónico que le llevaba un año y medio a este primero. Sin embargo, por el hecho de estar en el mismo grado y en la misma clase siempre, solía tener una relación más estrecha con Miguel. A pesar de eso, el trio era bastante unido, pero, tras la muerte de su madre, todo comenzó a complicarse y cada uno fue construyendo su propio camino. Ser amiga de Victoria no se había vuelto cosa fácil y ella lo sabía muy bien. Por iniciativa propia, se fue alejando de ellos para no causarles problemas. Cambió su número de teléfono y todas sus redes sociales, de las cuales borró algunas, para que no pudieran encontrarla, aunque conservó el número de Sara y, obviamente, el de Daniel. Después de todo, ¿cómo se le explicaba a alguien la situación por la que estaba pasando?, ¿cómo alguien podría entender el por qué?, ¿quién comprendería las razones por las cuales ella había decidido quedarse? Aun conservando su cordial relación, ambos chicos entraron a la universidad mientras Victoria se enfrentaba a la nueva vida por la cual le había tocado pasar. Lo más cercano que tenía a una amiga era Sara, quien fue la única con la que convivía durante los últimos años de colegio y con la que aún se mantenía en contacto. Sin embargo, ella nunca compartió nada de lo que le pasaba a nadie por miedo y porque simplemente quería encajar, al menos en apariencia. Todos hablaban de sus vidas hermosamente normales, y lo único que ella quería era ser tratada como si la suya lo fuera.  

Victoria revisó la hora en su teléfono. Eran las nueve de la noche, una hora bastante temprana para ir a dormir, por lo menos para alguien de su edad. Luego abrió WhatsApp y vio la dirección que Sara le había mandado. La fiesta no era tan lejos y nunca había ido a una de disfraces. Así que, finalmente, decidió ir. Guardó su material y se puso a pensar en un disfraz rápido y simple. Sacó hojas bond color verde y una diadema de su baño para elaborar la parte superior de su disfraz de fresa. Tomó una camiseta grande color rojo y le colocó pequeños retazos de papel amarillo en forma de gota. Se puso unos jeans y unos zapatos Keds negros y se vio en el espejo. Esbozó una sonrisa, satisfecha de su trabajo, antes de ponerse un suéter negro. Abrió la puerta de su habitación cautelosamente y bajó las escaleras en sepulcral silencio para comprobar el estado de su padre. Se asomó un poco, sostenida del barandal, y lo vio profundamente dormido sobre el sillón de la sala. Los ronquidos que pronto se hicieron audibles fueron su confirmación. Subió nuevamente, cerró su habitación con llave y colocó las almohadas sobre su cama como señuelo. Abrió el tablón de madera del piso, en donde escondía sus cosas valiosas, y sacó un poco de dinero, su navaja, su identificación y la gruesa soga que había comprado para poder salir por la ventana del lado izquierdo. La amarró firmemente a la viga de dónde había sacado dicho objeto y comenzó a bajar apoyando sus pies sobre la pared. Una vez sobre el suelo, amarró la soga al chorro antes de irse. Tenía tres horas para divertirse antes de regresar a casa. Como solía hacer siempre, había calculado el horario de ida y de regreso por precaución.

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