Pintame
Victoria entraba a casa como cualquier otro día de quincena. Le entregó a su papá el dinero, como de costumbre, antes de preparar la cena. Cuando regresó a su cuarto, sacó el frasco para guardar el dinero, pero, tras cerrar el envase, se le cayó accidentalmente sobre el piso. Mauricio, al escuchar ese sonido inusual desde el primer nivel, subió las escaleras con paso firme y pesado. Por más rápido que intentó colocar el frasco en su lugar, la chica no dejó bien puesto el tablón de madera antes de ponerse de pie, y su padre lo notó.
—¡¿Qué hay allí?! —exclamó.
—¿Dónde? —interrogó, intentando disimular con la esperanza de que el estado alcoholizado de su padre estuviera a su favor.
Mauricio la empujó bruscamente, dejó caer la lata de cerveza sobre el piso, se arrodilló sobre este y retiró el tablón de madera. Se puso de pie y se volteó en dirección a su hija, quien se estremecía de nervios y miedo.
—¡¿Así que has estado ocultando esto?! —exclamó furioso mientras se le acercaba paso a paso.
La chica se paralizó y no dijo nada, una simple palabra podría hacerlo enojar más de la cuenta y estaba tan conmocionada como para pensar en las adecuadas. Mauricio le atestó un golpe en la cara, con el cual la tiró a piso. Luego comenzó a golpearla con los puños y algunas patadas.
—¡¡¡M-Me has estado mintiendo maldita!!! —exclamaba entre los golpes y otras varias groserías e insultos.
Estaba tan borracho que, durante la escena brutal, pisó la mano de Victoria. Esta emitió un quejido ahogado tras sentir como la dura suela del zapato aplastaba sus dedos contra la madera. El dolor era tanto que comenzó a llorar. Cansado de proporcionar puñetazos y patadas a diestra y siniestra, Mauricio se enderezó como pudo, cargó a tientas el frasco bajo su brazo y tomó firmemente el herido rostro de Victoria con su otra mano.
—¡¡¡Ni se te ocurra volver a-a hacérmelo o te irá peor!!! ¡¿Entendiste?!
La chica asintió.
—Vendré a-a revisar tu cuatro todas las noches —informó antes de soltarla y regresar al primer nivel.
Victoria se reincorporó lentamente y apoyó la espalda contra la cama. Observó su adolorida y temblorosa mano izquierda e intentó moverla, pero el dolor se lo impidió. Estaba comenzando a ponerse morada y sentía la sangre bombeando fuertemente. Se acercó a la mesa de noche y, a tientas, agarró su teléfono. A esa hora, Miguel aún seguía despierto. No estaba segura de si debía llamarlo, pero no tenía dinero y necesitaba aminorar el daño de su mano de alguna manera. Él era el único al que podía recurrir.
—Hola, Mike —susurró perezosamente, cerrando los ojos y dejando caer la cabeza sobre el colchón.
—Hola, Vicky. ¿Está todo bien?
—Perdón por llamarte a esta hora, pero necesito tu ayuda.
—¿Qué pasó?
—¿Podrías pasar comprando unas cuantas cosas a la farmacia y venírmelas a dejar?
—¡¿Qué pasó?!
—Solo traémelo, porfa.
—Te golpeó, verá...
Victoria suspiró pesadamente.
—Sí.
—¿Qué necesitás?
—Un inmovilizador para mano y analgésicos. Te voy a tirar la soga para que subás.
—Va. Voy para allá.
—Gracias.
Tras colgar, Victoria se puso de pie y se dirigió al baño. Se miró al espejo para ver que la herida bajo el ojo se había abierto otra vez, y ahora se le sumaban una sobre la ceja izquierda y varios moretones sobre la frente, sus costados y sus brazos. Tomó alcohol y algodón y, entre quejidos de dolor, comenzó a limpiarlas. Luego tomó unos analgésicos.
Por ser la diez de la noche, Miguel tendría que salir de su casa a escondidas. Nada más terminar la llamada, se puso un abrigo impermeable y salió de su cuarto lo más silenciosamente posible. Avanzaba por el pasillo de puntillas entre la penumbra y con los zapatos en las manos. Estaba por llegar a las escaleras hasta que la puerta del cuarto de Daniel abriéndose de golpe le impidió bajar. La luz proveniente de la habitación iluminó el pasillo antes de que Daniel saliera.
—¿A dónde vas? —preguntó con los ojos entrecerrados y la voz ronca.
Miguel tomó aire profundamente y se volteó hacia su hermano.
—Qué te importa.
—¿Vas a ver a Vicky?
—Sí. ¿Y?
—¿A esta hora?
—Ajá.
—Te acompaño —dijo, con la intención de entrar a su habitación para prepararse.
—No —lo detuvo—. Ya dejá de meterte en mis cosas —se quejó, apuntándolo con un zapato.
—¿Por qué? ¿Vas a hacer algo indebido? Ya te dije que...
—Sí, sí, sí —interrumpió—. Ya sé. Vicky es tu amiga, pero ya dejá de meterte.
—Si me meto también es porque me preocupás.
—Cómo no. Dejá de usar eso como excusa.
—Es peligroso salir a esta hora, y si no querés que nadie se entere...
—Ay, sí —volvió a interrumpir—, esa amenaza de "le voy a contar a mama y papa" —remedó, elevando ambos tenis— ya no sirve. Si querés, andá y deciles; me vale.
—Mike. No es normal que salgás a esta hora solo para visitarla. No soy tonto.
Miguel exhaló bruscamente.
—Solo le voy a llevar unas cosas que necesita urgentemente. ¿Ya? Ahora, por favor, no les vayás a decir nada.
—¿Vicky está bien?
—Sí...
Daniel se cruzó de brazos y lo observó por unos segundos para descifrar si estaba diciendo la verdad.
—Vaya, pues, pero no se te vaya a ocurrir tomar mientras manejás —advirtió.
—Arg, no —dijo hastiado.
Miguel bajó silenciosamente, tomó las llaves del carro y se dirigió hacia la farmacia. Pudo comprar los analgésicos, pero la tienda en dónde vendían equipo médico estaba cerrada, así que por lo menos compró una venda. Se parqueó frente a la casa abandonada, se puso la capucha y, con la bolsa en mano, se dirigió a la ventana de Vicky. Una vez adentro, el chico se estremeció al ver el lamentable estado de su amiga. Victoria esbozó una sonrisa.
—Creeme, he estado peor —aseguró.
Miguel negó.
—¿Y tu papá?
—Dormido en la sala.
—Dejame ver tu mano —pidió, acercándose.
La chica se la enseñó y su amigo frunció el ceño mientras la sostenía delicadamente.
—Hay que ir a un hospital —dijo.
—No.
—¿Qué? —preguntó, elevando las cejas.
—No voy a ir.
—Vicky, tenés que ir. Se te puede poner peor, hasta se te pueden torcer los dedos.
—No voy a ir.
—No pensás ir a trabajar así...
—Tengo que ir.
—¿Para que te despidan porque ni siquiera podés sostener una taza? Además, tenés que darles un comprobante médico para justificar tu reposo.
Victoria bajó la mirada, pensativa. Miguel tenía razón, pero tenía miedo de salir después de lo que había pasado y no sabía cuántas horas tardarían.
—Yo te puedo llevar sin problema —aseguró Miguel.
—Bueno, pues, pero solo si me llevás a dónde yo quiera. ¿Okey?
—Va. ¿Creés que podás bajar? —cuestionó, señalando la ventana con el pulgar.
Victoria se aproximó a la ventana y observó la distancia entre el suelo y su cuarto. Se volteó hacia Miguel y esbozó una sonrisa.
—Solo si me atrapás —dijo.
El chico rio.
—Dale.
Una vez Miguel abajo, Victoria se dispuso a descender con una mano sobre la soga. Debía hacerlo lo más cuidadosamente posible para no llamar la atención y evitar caerse por la humedad el muro. Lentamente, fue poniendo un pie tras el otro sobre la insípida pared hasta que, aproximadamente a un metro del suelo, su pie se resbaló y se soltó para no chocar contra la pared. Sin embargo, no le pasó nada, ya que su amigo estaba listo para recibirla. Ambos se sostuvieron muy fuertemente por el susto antes de que Victoria exhalara aliviada.
—Casi —dijo la chica.
—Sí.
Miguel estaba nervioso por la situación, pero, sobre todo, por tenerla tan cerca de él. Podía sentir su dulce aroma a perfume de bebé y su respiración a unos cuantos centímetros de su piel, sin mencionar la sensación de sus manos sosteniéndolo firmemente de los hombros. Su corazón latía tan fuerte que no pasó desapercibido por Victoria, quien, entre los brazos de su amigo, sentía como este golpeaba bruscamente su pecho. Lo miró brevemente a los ojos antes de apartarse, apenada.
—Gracias —dijo, desviando la mirada.
—Sí... De nada. Vamos.
Se metieron al carro y la chica fue guiando a Miguel por las solitarias calles. Afortunadamente, la herida casi no sentía dolor gracias a los analgésicos.
—Parqueate aquí —indicó Victoria.
—¿Aquí? —preguntó Miguel mientras parqueaba el carro.
La chica observó la expresión de su amigo, quien observaba el hospital a través de la ventanilla como si estuviera a punto de entrar a uno de los lugares más peligrosos del país. Esbozó una sonrisa, debió adivinar que Miguel nunca había ido a un lugar de ese tipo. El chico observó a unas cuantas personas haciendo llamadas por los teléfonos públicos de la vieja y sucia fachada antes de entrar al terroso parqueo.
—Bienvenido al hospital público San Juan de Dios —anunció Victoria tras quitarse el cinturón de seguridad.
Se bajaron, no sin antes cerciorarse de haber cerrado bien el carro, e ingresaron. Miguel observaba todo con el ceño fruncido, pero no porque estuviera enojado, sino porque estaba concentrado en retener cada detalle de aquel desconocido panorama y atento a cualquier acontecimiento inesperado que pudiera presentarse. Victoria, por su lado, entraba como perro por su casa.
—Buenas noches —saludó la chica tras pasar frente al señor de seguridad de la entrada.
—Buenas —le respondió este.
Entraron al área de admisiones, en donde yacía gente sentada, llorando, agonizando, preguntando por algún familiar, llenando un formulario o esperando noticias de algún ser querido; Victoria llegó al escritorio de la recepcionista y le pidió uno. Mientras tanto, Miguel observaba a unas cuantas personas aguantando dolores y horrores de todo tipo. Una de ellas era una pobre chica, acompañada por su abuela, con una mano quemada. Al pasar la vista de su adolorida expresión con las mejillas húmedas a la carne viva expuesta, el chico desvió la mirada para no desmayarse. Sin embargo, ahora presenciaba a un joven soportando una torcedura de pie y entonces prefirió bajar la mirada. Pero, para su desgracia, sus ojos contemplaron varias gotas de sangre debajo de una silla, que fueron limpiadas unos segundos más tarde por una señora del servicio. El chico no podía aceptar lo que veía, cada situación era peor a la anterior y le era difícil creer que hubiera tanta desgracia en una simple sala de espera.
—Vení —le dijo Victoria a su amigo para sacarlo de su trance.
Tomaron asiento y la chica se dispuso a llenar la hoja de papel.
—Pasamela, yo te ayudo —ofreció Miguel con tal de distraer su vista y cabeza de tanta precariedad y miseria.
—Bueno, gracias —accedió Victoria, pasándosela.
—Nombre, Victoria Rogelia...
—No me recordés mi segundo nombre, porfa —interrumpió Victoria, sonriendo a medias.
—Álvarez Cruz —continuó escribiendo, sonriente—. Edad, veinte años. Dirección... —pronunció, volteándola a ver, expectante.
—Has ido mil veces a mi casa y no te sabés mi dirección.
—¿Y tú sí te sabés la mía?
Victoria rodó los ojos.
—Es 6 calle A, diecisiete treinta, Colonia El Maestro dos, zona 15.
—¿Teléfono?
—Treinta, veinte, cuarenta y tres, trece
—¿Tipo de sangre?
—A positivo.
—Ja. Yo soy O positivo. Qué bueno que seamos positivos.
Victoria sonrió levemente.
—¿Alergias? —prosiguió Miguel.
—Ninguna. ¿Y tú?
—A las abejas.
—Uy. Debió ser doloroso descubrirlo.
—Bastante, la condenada abeja me picó en la frente y en cuestión de minutos me hinché como el muñeco de Michelin.
Victoria rio.
—¿Cirugías o intervenciones médicas? —continuó Miguel.
—Cirugía de emergencia en el costado derecho y en la nuca.
—¿En el costado? —indagó, observándola de reojo.
—Es una larga historia.
—Ya está —dijo, apartando el lapicero del papel—. ¿Y ahora? ¿Tenemos que esperar?
—Tendríamos —respondió Victoria, sacando su teléfono.
—¿Cómo así?
—Esperate.
La chica llamó a Marcela, la traumatóloga que la conocía bien tras haberla atendido varias veces.
—Hola, Marce.
—Hola, Vic. ¿Cómo estás?
—Pues... En el área de admisiones.
—¿Qué fue esta vez?
—Tengo una posible fractura o fisura en los dedos de la mano izquierda.
—Va. Dame unos minutitos y ahorita voy.
—Okey, gracias.
Victoria colgó.
—¿Marce? —preguntó Miguel.
—Sí, es una traumatóloga que ya me conoce.
—Ah. O sea, que gracias a ella no vamos a tener que esperar.
—Sip.
—Pobre la demás gente.
—Si te traen los bomberos entrás directo.
—Mirá pues.
Justo en ese momento entró un señor sobre una camilla, cargado por los bomberos. Se le había clavado la rama de un árbol en el brazo, dejando ver un poco de hueso. Al vislumbrarlo, la expresión de Miguel se tornó adolorida, como si sintiera toda la pena de aquel pobre hombre en su propio cuerpo. Victoria, por su lado, observó a su amigo con media sonrisa en el rostro.
—Eso explica por qué escogiste arquitectura —comentó la chica.
—Para qué te digo que no si sí —admitió el chico
—¿Y te está gustando tu carrera?
Miguel exhaló bruscamente y apoyó los codos sobre sus rodillas, observando sus manos entrelazadas.
—No sé... O sea, me parece bastante interesante, pero no creo que quiera pasármela construyendo casas. Escogí arquitectura porque pensé que me gustaría, así como ingeniería.
— ¿Entonces qué vas a hacer?
—Ni idea.
Una doctora de unos treinta años se aproximó a los chicos. Se pusieron de pie para recibirla.
—Hola, Marce —saludó de beso Victoria.
—Hola. ¿Qué pasó?
—Em... Estaba ayudando a subir una cama por las escaleras, me caí y la cama cayó sobre mi mano —soltó la chica de una sola vez.
Había pensado en esa excusa desde que salió de su casa.
—Ya. ¿Y esas escaleras tienen nombre? —indagó la profesional, cruzándose de brazos.
Victoria asintió.
—Bueno. ¿Y tú venís con ella? —le preguntó a Miguel.
—Sí —respondió este.
—Es... Em... Mi novio, Miguel.
—Ah —pronunció, elevando las cejas por la sorpresa—. Mucho gusto.
—Mucho gusto —dijo el chico.
—¿Puede venir conmigo? —pidió Victoria en un susurro.
—Ay... Mirá, puede que me regañen por esto, pero... Hacete el lastimado y te paso.
Miguel enseguida se sostuvo el brazo e imitó como pudo la afligida expresión de todas las personas accidentadas que había observado hasta el momento. Victoria y Marcela tuvieron que hacer un esfuerzo monumental para retener la enorme risa que amenazaba con salir. Los tres entraron a un cubículo en el área de traumatología. Tras entregarle el formulario, la paciente se sentó sobre la cama de hospital para ser observada por la doctora.
—Sí que te dio una buena esta vez —comentó Marcela mientras analizaba sus ojos con una pequeña linterna.
La médico tomó la mano de Victoria entre las suyas y la observó.
—¿Te duele? —cuestionó.
—No mucho, me tomé unos analgésicos antes de venir.
—Bueno, hay que hacer una radiografía. Le pediré a una enfermera que venga a buscarte y te acompañe. Y a ti —dijo, apuntando a Miguel con su lapicero—, ni se te ocurra salir de aquí.
El chico asintió.
—¿Has pensado en lo que te ofrecí? —le preguntó a su paciente, colocando la tabilla bajo su brazo.
—No me iré, Marce.
—Pensalo bien. No es porque me caigás mal, pero no me gusta verte por aquí. Pero bueno, tú decidís. Ya viene la enfermera, regresaré cuando tengan las radiografías listas.
—Bueno, gracias.
Marcela se retiró.
—¿Lo que te ofreció? —preguntó Miguel.
—Mandarme a una de esas muchas casas de mujeres maltratadas.
—Ah, ya.
A pesar de que eso representara que dejarían de pegarle, Victoria no era capaz de aceptar la oferta. Su padre iría a la cárcel y ella se quedaría completamente sola. Aunque fuera independiente, eso era algo a lo que le tenía pavor, sin mencionar el hecho de lo peligroso que era estarlo en su país. Lamentablemente, prefería ser maltratada a tener que subsistir por su cuenta. Victoria exhaló bruscamente y, dejando que el dolor emocional se le viniera encima, comenzó a llorar. Por el ajetreo, no había tenido tiempo de procesar lo que había pasado hasta ese momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Miguel, acercándosele para darle unas cuantas caricias sobre la espalda.
—Nada.
—Vicky...
—Nada.
—Estás llorando y me decís que no pasa nada. No sé cómo esperás que te crea.
—Es que... no hay nada que podás hacer.
—Entonces no pasa nada si me lo compartís.
La chica suspiró y se secó las lágrimas con las manos.
—Mi papá encontró el dinero y ahora ya no voy a tener nada para emergencias.
—¿No vio la soga?
—No, estaba tan borracho que gracias a Dios no se dio cuenta.
Miguel no dijo nada y solo la abrazó mientras se desahogaba desconsoladamente.
—Revisará mi cuarto todas las noches y no quiero que descubra mi material de dibujo. Encima, no sé qué voy a hacer con el trabajo. Tendré que quedarme en casa mientras mi papá se queja gritándome que soy una floja y solo busco excusas para no trabajar. Todo si bien me va y no se le da por golpearme.
—Pintame —dijo el chico.
—¿Ah? —preguntó antes de apartarse un poco para verle la cara.
—Hacé como si vas al trabajo, pero vas a mi casa para pintar para mí.
—No creo que sea una buena idea.
—¿Por qué no? Mi mamá siempre está en la casa, ella te puede recibir. Además, podés trabajar para Naty también y ella puede pasar la voz. Es más, ahorita te doy un adelanto —dijo sacando la billetera de su chaqueta.
—No, no, no —se negó, sacudiendo la mano en el aire.
El chico hizo caso omiso y sacó dinero en efectivo que guardaba para emergencias.
—Mike, no —insistió Victoria.
—Tomá —persistió, tendiéndole el dinero.
—No lo voy a aceptar.
—Hombre, tomá Vicky.
—¡No!
—¿Por qué no? Si no te lo estoy regalando, te estoy pagando por el trabajo que vas a hacer.
—No te dije que aceptaba.
Miguel exhaló fuertemente.
—Mirá. Sé que estás acostumbrada a conseguir las cosas por ti sola, y eso está bien, pero siempre vamos a necesitar ayuda. Por algo no estamos solos en este mundo. Aceptalo, porfa. Además, sé que te morís por hacerlo. Te encanta pintar.
Victoria observó los billetes con recelo. El plan de Miguel era muy prometedor, resolvía todo de una manera muy agradable. Además, no recibiría dinero por pena sino por trabajo, así que cesó el llanto.
—Bueno —desistió la chica, tomando el dinero para guardarlo en el bolsillo de su suéter—. Pero esto es mucho.
—No importa si es de buena calidad.
—Creo que ni siquiera a los artistas profesionales les pagan esto por una pintura.
—Es que tú no sos una artista cualquiera.
—¡Nta! Ya vas... —dijo, esbozando una sonrisa.
—En serio.
—¿Seguro que a tu mamá no le va a molestar?
—Nta. Le caés muy bien.
—Gracias, Mike, de veras.
—Ya sabés.
—¿Y qué voy a pintar?
—Mi hermoso rostro.
Victoria rio.
—De qué te reís, estoy hablando en serio —aseguró Miguel.
La chica rio con más ganas. Las radiografías revelaron varias fracturas en los dedos y los nudillos. Victoria debería usar un inmovilizador durante unas cuantas semanas y tomar unas cuantas medicinas que serían pagadas con el nuevo sueldo que Miguel le dio, aunque este le haya insistido en pagarlas él. Como siempre, Marcela se hizo responsable de los costos del hospital antes de hacer un último intento para convencer a la chica. No tuvo éxito y los dos chicos se fueron a sus respectivas casas. Con cuidado y precaución, Victoria pudo subir la pared de su casa y le entregó a Miguel sus materiales para que los escondiera tal y como dijo.
Gracias a su amigo, Victoria sentía que ahora la desgracia se reducía a un simple problema. Estaba más que agradecida con Miguel no solo por haberla ayudado a encontrar una solución, sino también por adjudicarse responsabilidades con las que no estaba obligado a cargar. Después de todo, él sería quien daría la cara a sus papás y les mentiría con tal de ayudarla. No le agradaba la mentira, pero ella era la primera en ser juzgada por obligarlo a dar una versión completamente distorsionada de los hechos y haberse convertido en su novia falsa. Sin embargo, se le olvidó un poco el disgusto al recordar que debía responder los mensajes que Daniel le había mandado hace más de una hora. No quería responderlos frente a Miguel.
"Buenas noches Vicky"
"Sé que Mike fue a visitarte"
"Espero que no haya pasado nada grave"
"Escribime cuando podás"
"Porfa"
Mientras tanto, a pesar de que el sueño se apoderara de él, Daniel no pegó ojo hasta que Miguel regresara a casa. Al oírlo entrar, por fin pudo descansar.
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