Incertidumbre
Con lujo de detalles, Miguel les contó a sus padres un poco del nefasto pasado de su amiga para luego seguir con lo que había pasado desde la boda hasta ese momento.
—¿Cómo se les ocurre hacer eso? —se quejó Ivon—. Se pueden ir presos.
—Yo sé, papa. ¿Pero qué se suponía que debíamos hacer? ¿Dejarla morir?
—Hubieras llamado a la policía.
—Para ti es fácil porque no tenés ningún tipo de relación con el papá de Vicky, pero ella sí. Sé que tal vez lo que hicimos no estuvo bien, pero no quería hacerle eso. Es ella quien debe denunciarlo. Además, no quería que me odiara para siempre.
—¿Y por qué no cuenta nada? —se quejó Mariana—. Habíamos quedado en que nos diría todo. Lo hubiéramos podido haber ayudado.
—Es que no solo se trataba de mí. Ella no quería que nadie lo supiera, y a mí me tocaba respetarlo.
—¿Estás seguro de que ese señor no los vio? —preguntó Ivon.
—No, no nos vio.
—Esperemos que así sea, sino los dos se van al bote.
—Ya estuvo —le dijo la señora Köhler a su esposo—. Metió la pata, pero por lo menos sirvió para socorrer a la muchachita. Mejor recemos para que esté bien. Después los regañas todo lo que quieras.
—Perdón por meterlos en esto y no contrales —se disculpó Miguel.
—Cuando regresemos a la casa, vamos a jalar orejas, pero mejor ahora preocupémonos por Victoria —dijo Mariana, dedicándole media sonrisa y colocando delicadamente la mano sobre la rodilla de su hijo.
—Voy a ir a ver el tema del pago —dijo Ivon, poniéndose de pie antes de dirigirse a la recepción.
—Yo voy a ir a buscar a tu hermano, ya regreso —anunció, levantándose y acomodando su bolsa sobre su hombro.
—Mama, creo que quiere estar solo —aseguró el chico.
—Que esté solo, pero a mi vista. Es peligroso andar por la calle de noche. Allí le avisa a su papá —pidió, dándole dos palmadas sobre el hombro antes de salir.
La señora Köhler, al sentir el frío aire del ya cercano invierno golpearle encima, se cruzó de brazos y avanzó por el parqueo para adentrarse en el área de consultas y ver si encontraba a Daniel. Tras un rato merodeando por el hospital, decidió llamarlo.
—¿En dónde anda? —preguntó cuando atendió.
—Estoy en Gitane del parqueo.
—Muy bien.
Colgó y se dirigió hacia la pequeña cafetería. A lo lejos, divisó a su hijo sentado sobre una de las sillas, casi pegadas a la pared, mientras tomaba un café. Entró y se sentó junto a él.
—¿Querés algo? —ofreció Daniel, con la intención de ponerse de pie.
—No, gracias, mijo.
—Muy bien —dijo, regresando la mirada a su bebida.
—¿Cómo está?
Daniel exhaló pesadamente.
—No sé. Ni siquiera sé cómo sentirme. Victoria me mintió sobre sus cicatrices y solo sabe Dios en qué otras cosas. Y no sé qué hice o qué no hice para que no confiara en mí, por lo menos no como lo hizo en Mike.
—Quererla —aseguró Mariana, esbozando una sonrisa.
Daniel la observó, con el ceño fruncido.
—Ella no lo quiere como quiere a Mike; es por eso que actuó así —continuó Mariana—. No digo que a Victoria no le importe su hermano, solo digo que por eso las cosas son diferentes con usted.
—Pero si decía que me quería, era lógico que confiara en mí.
—Tiene que entender que lo que ella ha vivido es muy difícil, y no podemos condenarla por las decisiones que tomó. Ninguno de nosotros podrá comprenderla al cien por ciento.
—Yo sé, pero ¿por qué se fue? No entiendo. Mike le estaba ofreciendo ayuda, y ella la rechazó.
—No sé lo que pudo haber pensado o sentido para irse, pero... lo muy menos sintió miedo, o inseguridad.
—Ya...
Ambos guardaron silencio por un instante, mientras Daniel le daba otro sorbo a su café.
—Sé que yo no tengo la culpa porque no sabía, pero no puedo dejar de sentir que yo la llevé hacia su muerte —prosiguió el chico.
—Daniel, todavía no sabe si falleció.
—Yo sé, pero eso no quita que yo la haya llevado.
Mariana acarició suavemente la espalda de su hijo.
—Solo quiero que esté bien —deseó Daniel—. Le perdonaría todo con tal de que me prometiera seguir viva.
—Entonces prométale a Dios que le perdona todo con tal de que siga mejor. No pierde nada con hacerlo, y estoy segura de que lo tomará muy en cuenta.
Daniel le dedicó una sonrisa sincera.
—Gracias.
—Termínese su café y vamos a la capillita. Rezar lo va a calmar.
Mientras tanto y tras quedarse prácticamente solo en la sala de espera, Miguel regresó al carro, abrió la puerta del copiloto, tomó asiento y sacó la carta de la guantera. Tanteó entre sus manos el blanco papel con su nombre escrito. Él nunca imaginó que sería la primera persona a la cual su amiga le dedicaría una carta; siempre pensó que sería su hermano. Tenía muchas ganas de abrirla, pero también miedo de leer su contenido. El temor de encontrar palabras desgarradoras que le arrebatarían las pocas esperanzas que le quedaban lo hacían dudar. Una leve ventisca le hizo estremecerse un poco y dirigir su mirada hacia el cielo. Las nubes se movían velozmente bajo las estrellas a causa del viento que traía consigo el frío de la siguiente estación. Finalmente, Miguel decidió no leerla, por lo menos no hasta saber que su amiga ya no siguiera con vida. Llevando la carta consigo, se bajó del carro y se dirigió hacia la pequeña capilla del hospital.
Al pasar por la sala de espera, le informó a su papá dónde estaría. Abrió lentamente la puerta del pequeño cuarto. No había nadie, así que entró, cerró la puerta tras de él y se sentó sobre la banca del frente. En el más absoluto silencio, observó el entorno dentro de esas cuatro paredes. No acostumbraba a entrar a capillas o lugares sagrados más que los domingos. Se sintió un poco extraño, pero no podía negar que de alguna manera se sentía en calma. Bajó la mirada para ver nuevamente la carta. «No, me niego a aceptar que morirá», se dijo a sí mismo antes de colocarla junto a él. Luego su mirada se posó sobre la imagen de la Virgen del Pilar y no pudo evitar recordar a su amiga, quien le había contado que hablaba mucho con una diminuta imagen de la Virgen que le había quedado de su mamá. Se volteó lentamente hacia la entrada para asegurarse de que nadie más viniera.
—Yo... —dijo casi en un susurro, cabizbajo—. Sé que no hablo mucho contigo. En realidad, es la primera vez que te hablo y... Yo sé que no me he portado muy bien, pero... mi amiga, Vicky, está muy mal. De seguro ya la conoces, porque casi siempre te habla y... También le habla mucho a tu mamá.
Elevó la mirada hacia el sagrario.
—Y, porque sé que la conoces muy bien, sabes por todo lo que ha pasado y que no se merece esto. Yo ya he vivido bien y he tenido mucho más de lo que cualquiera podría querer. He abusado de eso, y ella ya no lo tiene. Ella merece tener una vida tranquila, llena de muchas cosas y gente que la quiera un montón. Se interesó por mí y me ha ayudado mucho más de lo que nadie pudiera haberlo hecho, así que ahora me toca a mí ayudarla. Si quieres, te cambio mi vida por la suya, porque ella merece vivir y yo no. Te la doy con tal de que ella esté bien —suplicó con la voz entrecortada y los ojos húmedos—. No te la lleves, por favor —susurró, dejando caer las lágrimas sobre sus mejillas.
Unos segundos después, Mariana y Daniel se asomaron por la puerta, lo que lo llevó a secarse el rostro rápidamente y voltear la mirada. Ambos entraron silenciosamente. Daniel se sentó junto a su hermano antes de que la señora Köhler se posicionara detrás y le entregara un rosario a Miguel, quien lo recibió. Tras dedicarle una tierna sonrisa a los dos y acariciar sus cabezas, Mariana salió para dejarlos solos. Daniel se cruzó de brazos, con la mirada fija en el sagrario, mientras su hermano se arrodillaba para rezar. Un rato después, Daniel vio de reojo la esquina de un papel al lado de Miguel. No pudiendo contener su curiosidad se asomó sobre la espalda de su hermano y alcanzó la carta.
—No la vayás a abrir —pidió Miguel sin moverse ni desviar la vista del frente.
—No —dijo, leyendo el nombre sobre el sobre—. Ya no me contaste de quién es.
—Es de Vicky.
—¿Ya la leíste?
—No.
—¿Y pensás leerla?
—Espero que no, porque Vicky tendrá que morir para que lo haga.
Daniel asintió y la colocó sobre el posabrazos de la banca.
—¿Te puedo preguntar algo? —dijo Daniel.
—Ajá.
—Vicky... Yo sé que Vicky me quiere, pero... No es por celos ni nada, pero siento que ella no me quiere como te quiere a vos.
Miguel resopló, reincorporándose para tomar asiento junto a su hermano.
—Claro que no. No es por menospreciarlo, pero yo tengo su amistad y vos tenés su corazón. No tenés ni idea de lo mucho que te quiere. O sea, todos los días se tomaba un tiempo en su día para dibujarte y tuvo un novio falso con tal de que simplemente la miraras.
—¿Entonces por qué no confió en mí?
—Probablemente me vaya a ahorcar por decirte esto, pero... ella es muy insegura de sí misma. Los únicos que la hacían sentirse bien y querida eran sus papás. Y como su mamá ya no está y lo único que su papá le ha dado son golpes...
—Pero sí confió en vos.
—Ah, porque yo estoy peor que ella. No tenía de dónde sentirse insegura.
Ambos rieron levemente.
—Pero, en serio, si llega a estar viva mañana, hablá con ella —aconsejó Miguel—. No justifico lo que hizo, pero ella en serio te quiere, y de seguro lo hizo por vos. Además, no podés mentir que también la querés. La vida es demasiado corta para acobardarse y amargársela.
Una vez que Mariana llegó a la sala de espera, se sentó junto a su esposo a esperar noticias de Victoria.
—¿Y los chicos? —preguntó Ivon.
—En la capilla; los dejé rezando.
—M —pronunció, asintiendo—. En las cosas que se meten estos muchachitos.
—La quieren mucho; la queremos mucho.
—¿Qué pensabas hacer si se salva?
—Tal vez podría quedarse con nosotros. Tenemos un cuarto de visitas, y necesita que alguien la cuide.
—Pero es muy delicado; el papá puede pedir que la busquen.
—Es mayor de edad.
—Sí, pero nos pueden acusar de secuestro, máxime que fueron nuestros hijos quienes la trajeron al hospital.
—No creo que el señor quiera delatarse. Si pide que la busquen, ella se va a hacer los quites, y puede ser que investiguen el tema. Él lleva las de perder.
—Pero, de todos modos, sigue siendo peligroso. No sabemos cómo es el señor, ni de lo que es capaz de hacer.
—No vio a los chicos y tampoco sabe dónde está Victoria, así que estamos bien.
—Habrá que tener cuidado con las salidas.
—Solo hasta que se decida a denunciarlo. Estoy segura de que de estas lo va a hacer, o si no, la convencemos.
Ivon exhaló pesadamente.
—Qué rollón... ¿Y cuando se recupere?
—Se puede quedar con nosotros.
—Mariana...
—¿Por qué no? —cuestionó, encogiéndose de hombros—. No tiene a nadie. Si regresa a su casa, seguirá en las mismas, y esta vez puede ser que sí la mate. Y tenemos los suficientes medios para hacer un acto de caridad.
El señor Köhler esbozó una sonrisa y miró fijamente a su esposa.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Siempre quisiste tener una hija.
—No te voy a mentir. Sí me encariñé con ella.
—¿Y los chicos?
—No les va a molestar.
—Está bien —dijo, rodeándola con su brazo y dándole un beso sobre la cabeza—. Entonces solo falta que ella acepte si sobrevive.
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