El almuerzo
Durante el transcurso de su segunda jornada laboral, Victoria estuvo pensando en una solución para poder ir a ese almuerzo. Si bien tenía la certeza de que el simple hecho de participar del almuerzo no le sentaría bien a Miguel, no creía que le molestara, considerando que el chico supo desde el inicio que a ella le gustaba Daniel. Caída la noche, Victoria llamó a Marcela.
—¿Aló?
—Hola, Vic —saludó la médico.
—Hola, Marce. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien bien. ¿Qué pasó?
—Te quería pedir un favor...
—Decime.
—¿Tenés algo para hacer dormir a alguien durante un periodo corto?
—Ay. ¿Qué estás pensando hacer?
—Es que... es para dormir bien durante la noche.
Marcela rio levemente.
—Hombre, no me mintás. ¿Para qué lo necesitás?
—Quiero ir a un almuerzo sin que mi papá se dé cuenta.
—Ya... Tengo una idea, pero te advierto que puede tener efectos secundarios.
—¿Como cuáles?
—Alucinaciones y, bueno, como no conozco el organismo de tu papá no sé qué otras cosas más.
—Entiendo...
—¿Estás segura de que valga la pena como para hacerlo?
Victoria se tomó uno segundos para pensarlo bien. No quería herir a su padre, y mucho menos ir a la cárcel por un homicidio, pero de verdad quería ir a ese almuerzo. Tampoco quería rechazarle la salida a Daniel y, por una vez en su vida, quería sentir cómo era salir de día con amigos, especialmente un domingo. No le importaba morir en el intento de obtener un poco de libertad.
—Segura —afirmó.
—Entonces pasá por el medicamento cuando podás. Pero no le vayás a decir a nadie, sino me cuelgan. ¿Okey?
—Sí.
—El efecto dura más o menos entre hora y media y tres horas, aunque, como tu papá toma, va a durar más. Tenés que poner cinco gotas, no más.
—Bueno.
Al día siguiente, después de su jornada, le pidió a Miguel que pasaran por el hospital antes de ir a su casa. Este accedió, pero, estando frente al establecimiento y antes de que la chica se bajara:
—¿Soy yo, o pensás a drogar a tu papá? —preguntó el chico.
—No...
—Vicky.
—Ay, bueno, sí.
Victoria exhaló pesadamente.
—No tengo de otra, Mike —afirmó la chica.
—Un almuerzo no vale la pena tanto riesgo.
—Para mí sí. Ya me cansé de decirle no a cosas que quiero hacer por eso. Sé que me estoy arriesgando demasiado, pero no quiero seguir viviendo así.
—Entonces deberías ir a denunciarlo.
—Sabés que no puedo hacer eso.
—¿Y qué? ¿Lo vas a drogar cada vez que querrás salir?
—No, solo cuando de veras tenga ganas.
Miguel desvió la mirada, sabía que ella lo hacía para estar con Daniel. Su amiga no tomaba grandes riesgos si la recompensa no significaba algo muy importante para ella. Tenía tantas ganas de arrancar el carro e irse inmediatamente de allí, no solo por los celos, sino porque pensaba que, en ese caso, el arriesgarse a tanto para ver a su amor platónico no valía la pena. Para él nada valía la pena si ponía la vida de su amiga en riesgo. Sin embargo, conocía bien la persistencia de Victoria y sabía que encontraría la manera de obtener el medicamento sin su ayuda, así que era mejor si lo hacía con ella.
—Te entiendo, Vicky, y esto no me huele bien, pero... sé que no voy a poder detenerte. Solo espero que sepás bien lo que hacés.
La chica tomó la mano de su amigo y le dirigió una dulce sonrisa.
—Todo estará bien. De veras.
—Está bueno —dijo Miguel, esbozando una sonrisa.
***
Había llegado ya el domingo. Tras haber ido a misa y regresado a casa, Victoria fue a la cocina para alcanzarle a su papá una cerveza. La abrió, sacó de su bolsillo el pequeño bote con gotero y leyó el nombre: Ciclopentolato. Lo pensó una vez más, tenía miedo de matar a su papá o que no funcionara y le diera una buena golpiza que la mandara al hospital o, siendo muy optimistas, al Cielo. «Marcela dijo que solo cinco gotas estaban bien. Va a estar bien, no va a pasar nada malo», intentó calmarse. Abrió el bote, con la mano temblorosa, y le aplicó cinco gotas. Con el corazón en la mano, le llevó la bebida. Mauricio, como de costumbre, se la arrebató de la mano para empinarse la lata antes de mandar a la chica a su cuarto. Victoria obedeció y se dedicó a prepararse para salir. Quince minutos más tarde, recibió el mensaje de Miguel avisándole que ya estaba abajo, esperándola. Victoria salió de su cuarto en dirección a la salida. Una vez en el primer nivel, a paso lento, se aproximó a su padre. Con temor, acercó su mano al brazo del sedado hombre y lo sacudió levemente. No hubo respuesta y se acercó a él aún más. Hace varios años que no lo miraba tan de cerca; siempre mantenía su distancia por obvias razones y ni siquiera se atrevía a mirarlo por temor. Su rostro estaba demacrado, con varias arrugas, especialmente alrededor de los ojos, y con más canas de las que recordaba.
A pesar de su lamentable aspecto, Victoria sonrió al recordar lo amoroso que fue con ella de pequeña. Recordó cuando le compró la muñeca Barbie que tanto había querido para Navidad; cuando, cada vez que terminaba un dibujo, lo enmarcaba para colgarlo en las ahora vacías paredes de las escaleras; cuando le enseñó a andar en bicicleta o le compraba helado a ella y a su madre cada domingo después de misa. Extrañaba tanto al Mauricio de antes y, aunque ya no hubiera un mínimo rastro de él, ella seguía confiando en que aún seguía vivo muy en el fondo. Colocó su mano sobre la mejilla de su padre y, con unas cuantas lágrimas en los ojos, depositó un tierno beso sobre la otra.
—La vida no nos ha tratado tan bien, y no es culpa de nadie —dijo la chica, con la esperanza de que quedara en el subconsciente de su padre—. Todas las cosas pasan por alguna razón, aunque no lo entendamos. Pero no gasto energías en quejarme, porque es la cosa más bella que he conocido. Espero que algún día lo puedas ver y todo vuelva a ser tan bueno como antes. Sé que tal vez estoy pidiendo lo imposible, pero nada nuevo se descubriría si nadie se hubiera animado a hacer las cosas posibles. Y yo sé que algún día todo va a cambiar. Te amo, papá, y lamento haberte drogado, pero de verdad necesitaba hacerlo.
Se apartó de Mauricio, se secó las lágrimas con las mangas de su sudadera y salió de la casa. Tras salir del portón, se subió al asiento del copiloto dentro del carro de su amigo.
—Hola —saludó Miguel de beso.
—Hola.
—¿Todo bien?
Victoria asintió, esbozando una sonrisa. El día estaba soleado, lo cual animaba mucho a la chica. Luego del usual trayecto, por fin llegaron a la casa de los Köhler.
—¡Ya llegamos! —exclamó Miguel una vez dentro.
Toda la familia estaba en la sala, esperándolos únicamente a ellos. Al ver la gran cantidad de gente que había, Victoria se puso un poco ansiosa, no solo porque no conocía a nadie y era la familia de su amor platónico, sino también porque no estaba acostumbrada a conocer personas nuevas tan seguido y tan de golpe. Sin embargo, sus nervios se calmaron un poco cuando Mariana se puso de pie enseguida para saludarla, tan cariñosa como siempre, y encaminarla hacia la sala para presentarle a todos. Ante los ojos de la chica, todos eran hermosos en la familia Köhler y, en su mayoría, altos. Después, se dirigieron al patio, en donde los esperaba una larga mesa de madera con bancos, bajo la pérgola. Mariana, por su lado, se dirigió hacia la cocina para llevar la comida; Victoria la siguió con la intención de ayudarla.
—¿Necesita ayuda? —ofreció la chica.
—Tan chula, pero no te preocupes. Mejor ve a la mesa, los chicos me van a ayudar.
—Así es —aseguró Daniel, apareciendo atrás de su amiga—. Hoy sos la invitada.
Victoria le dedicó una sonrisa.
—Bueno —dijo, tomando un platón con chorizo que yacía sobe la encimera de la cocina—. Por lo menos voy a llevar algo ahora que voy.
Daniel sonrió ampliamente antes de que su amiga se dirigiera hacia el patio. Sin embrago, Miguel la interceptó antes y tomó el platón de sus manos.
—Vaya a sentarse, fresita —bromeó.
Victoria rodó los ojos y fue a sentarse junto a la única prima.
—Pintás súper bonito —comentó Sara.
—Gracias.
—Sí, la verdad sí. Le hiciste un buen fotoshop a Mike —comentó Cristóbal.
—Cómo no —se quejó Miguel tras tomar asiento junto a Victoria.
—Cris no es un mentiroso —aseguró Daniel, sentándose junto a su primo de manera a quedar frente a su amiga.
—¿Cuánto llevan ya? —preguntó Anton.
—Llevamos... —dijo Miguel, colocando el brazo sobre el hombro de su amiga.
—Solo son amigos —interrumpió Daniel, evitando el contacto visual con su hermano.
—¿Qué? —dijo Sara, no menos sorprendida que el resto.
—Así es —aseguró Victoria, quitándose disimuladamente el brazo de su amigo de encima.
—Bueno, son cosas que pasan —comentó Sara para aligerar la situación.
Después de rezar para agradecer los alimentos, todos comenzaron a servirse comida. Victoria conversó con los primos a gusto, las preguntas eran de lo más básicas y, sobre todo, no la hacían entrar en detalles de su vida que era precisamente lo que quería evitar. Mientras tanto, Miguel no dejaba de mandarle miradas retadoras y llenas de enfado y rencor a su hermano, quien no hacía más que ignorarlo y unirse a la conversación. Luego de que los frijoles, las tortillas, el guacamole y toda la demás comida se hubiera acabado, los primos decidieron ir a jugar baloncesto como de costumbre.
—¿Jugás? —le preguntó Cristóbal a Victoria en el recibidor mientras sostenía la pelota entre sus manos.
—No mucho, la verdad. Los deportes no son mi fuerte.
—No te preocupés, vas a ver que vas a aprender rápido —aseguró Sara.
—¿Y si jugamos fut esta vez? —pidió Miguel.
—Hombre, ya quedamos que la próxima.
Miguel bufó.
—Va pues.
—Solo me voy a cambiar —informó Daniel.
El chico llevaba puesta ropa demasiado formal y no quería sudarla.
—¿Vos te vas a ir así? —le preguntó a su hermano.
—Sí, ¿y? —respondió Miguel, encogiéndose de hombros.
—Allí vos —dijo antes de subir.
—¡Allí te apurás que puede ser que llueva! —pidió Anton.
—¡Sí!
Daniel entró velozmente a su cuarto, se cambió, poniéndose unos shorts deportivos y una camisa sin mangas y, antes de salir, regresó para buscar su sombrilla portátil. Buscó en su closet y entre sus cosas de la universidad, hasta que recordó que se la había prestado a Miguel. Así que entró rápidamente al cuarto de su hermano y comenzó a buscar. La vio sobre su escritorio y la tomó, pero algo más llamó su atención: un papel arrugado y mal puesto entre dos pilas de libros. Se detuvo bruscamente para pensarlo. Sabía que no era correcto irrumpir en la privacidad de su hermano, pero, al ver sobre una esquina algo parecido a la firma de Victoria, mandó todo eso por un caño. Colocó la sombrilla de regreso sobre la mesa y sacó el papel. Se impresionó al ver un retrato suyo y, efectivamente, la firma de su amiga en una esquina. Era prácticamente ver una fotografía suya en blanco y negro, por lo cual dedujo que le había tomado tiempo hacerlo. Sonrió ampliamente al considerarlo una clara señal de que Victoria sentía algo más que una amistad por él. Miguel le había pedido un retrato, pero ella dibujó el suyo voluntariamente. «Miguel», se dijo a sí mismo, negando con la cabeza.
—¡Dani, apurate! —se quejó Cristóbal desde abajo.
—¡Ya voy! —respondió.
Tras agarrar la sombrilla, regresó una vez más a su cuarto para guardar delicadamente el retrato entre sus cosas; no quería arriesgarse a que Miguel esta vez en serio se deshiciera de él. Bajó y se dirigió velozmente hacia la cocina para llevar una botella con agua.
—Ya, vamos —dijo tras regresar al recibidor—. ¿No van a llevar sombrilla?
—Nta. Nos regresamos corriendo —respondió Anton.
—Les advierto que yo no presto.
—Yo tampoco —dijo Sara con la suya en la mano.
Todos juntos se dirigieron hacia la cancha. Durante el camino, Daniel no dejaba de darle vueltas a lo que había visto. Era lógico pensar que Miguel había arrancado el retrato del block de hojas por evidentes razones. Además, el simple hecho de que lo hubiera arrugado ya denotaba cierto tipo de enojo, pero dedujo que se abstuvo de hacerle algo más tras recordar que Victoria lo había dibujado. Al ver a su amigo tan callado y pensativo, Victoria retrocedió disimuladamente para estar junto a él, atrás del grupo.
—¿Estás bien?
—Sí. ¿Por? —preguntó Daniel, haciéndose el desentendido.
—Estás muy callado.
—Ah, es que... Estaba pensando en la universidad y todas esas cosas.
—¿Estás llevando mucho estrés?
—Un poco.
—No te preocupés, te va a ir bien. Sos bien pilas, sobre todo en mate. Recuerdo que siempre sacabas las mejores notas.
Daniel sonrió.
—Y tú pintabas mucho mejor que Da Vinci.
Victoria rio levemente y le dedicó una tierna sonrisa.
—Gracias por invitarme, de veras —agradeció la chica.
—Es que, aunque ya no estés con Mike, te has vuelto parte de la familia.
El chico se puso serio al constatar el mensaje erróneo que le estaba mandado y, en vano, se tomó unos segundos para pensar en en algo más acertado, pero prudente, que decir. Para Victoria, esas palabras fueron un trago agridulce.
—¿De veras? —preguntó la chica.
—Sí, mi...mamá te agarró cariño.
—Yo también le agarré cariño. A todos, la verdad —confesó, dirigiéndole una mirada de reojo antes de regresarla hacia el frente por la vergüenza.
Una sensación raramente emocionante y agradable hizo sonreír al chico.
—Yo también te agarré cariño Vicky —confesó sin ningún temor.
Ambos se miraron directamente a los ojos y compartieron una ligera sonrisa. Sintieron tanto y tan poco al mismo tiempo, como si nada hubiera cambiado, pero todavía hubiera demasiado por descifrar. Fue una de esas miradas que lo dicen todo en silencio, sienten demasiado sin transparentar intenciones e inevitablemente nos conectan con el otro sin tener una sola pista de lo que podría estar pasando por su cabeza. Al llegar a la cancha, la voz de Miguel los devolvió a la realidad.
—Vamos Vicky, Cris y yo —dispuso el chico, una vez todos al centro de la cancha.
—¿Y si mejor vamos Victoria, Dani y yo? —propuso Sara.
—Sí, vos las tuviste en tu equipo en el boliche. Ahora me toca —comentó Daniel.
Miguel volteó a ver a Victoria, esperando su aprobación. Sabía que era, desde cierto punto, cruel hacerle eso a su amiga, y que muy probablemente escogería a su hermano, pero tenía la vaga esperanza de que lo escogiera, aunque fuera para un simple juego. La chica, por su lado, se sintió incómoda. No quería herir a su amigo o hacer notorio que su relación con su supuesto exnovio no era tan buena; sin embargo, de verdad quería jugar en el equipo de Daniel.
—Yo... creo que es mejor como dijo Dani —decidió Victoria.
—¿Segura? No tengás pena de escoger —aseguró Sara.
—Sí. Encima, así estamos iguales. Cada equipo tendría a alguien alto.
—Está bueno —dijo Miguel, dirigiéndose a su lado de la cancha con una cara de pocos amigos.
—Va, entonces vení —dijo la única prima, indicándole que la siguiera.
Sara le explicó rápidamente las reglas del juego, le dio unos consejos y le enseñó cómo lanzar y rebotar la pelota. Un rato después comenzó el juego. Victoria falló muchísimos tiros y perdía la pelota más veces de las que podía contar; sin embargo, Daniel y Sara la felicitaban por su esfuerzo y la animaban a seguir jugando. De no haber sido por eso, seguramente la chica ya hubiera tirado la toalla y el momento no hubiera sido tan grato. Por otro lado, la actitud rencorosa y altanera de su "exnovio" no le agradaba para nada, y no era necesario tener dos dedos de frente para saber el motivo. Ella podía sentirse culpable por el malestar infantil de su amigo o hacer caso omiso a sus pucheros; no estaba haciendo nada malo y sentirse mal no aportaba nada a la situación, así que optó por la segunda opción.
Al contrario, Miguel daba lo mejor de sí para vencer al equipo de su hermano y lucirse frente a su amiga. Cada vez que anotaba, su equipo o él mismo, se limitaba a esbozar una leve sonrisa. Le hervía la sangre ver cómo Daniel y Victoria lo ignoraban y lo mucho que disfrutaban el juego a pesar de estar perdiendo. Pero en realidad era él quien estaba perdiendo a Victoria, así que tuvo que tomar medidas más drásticas. Mientras intentaba bloquear a su hermano, puso el pie frente la pierna de su contrincante para que este cayera. Daniel se tropezó, haciendo que todo su costado derecho se estrellara contra el suelo. La estrepitosa caída captó la atención de todos, quienes no tardaron en aproximarse. Victoria y Sara se pusieron de rodillas a cada lado del chico. El herido se reincorporó y revisó su codo y su rodilla, ambas tenían grandes raspones. Los presentes observaron el resultado de la caída con leves expresiones de dolor.
—¿Cómo fue? —preguntó Cristóbal.
—Nos enredamos por accidente. Perdón, Dani —se disculpó Miguel entre dientes y con los brazos cruzados.
Daniel lo observó por un instante, y la indiferente expresión de su hermano le hizo entender que no había sido un accidente, pero prefirió no decir nada. «Supongo que me lo merezco», se dijo a sí mismo. Victoria ni se tomó la molestia de dedicarle una mirada a Miguel, estaba muy enfadada y no quería darle el gusto de verla así.
—Está bien, no te preocupés —aseguró el herido mientras se ponía de pie lentamente.
Sus dos primos lo ayudaron a reincorporarse. Excepto por los raspones y los grandes moretones que seguramente el golpe dejaría, Daniel estaba bien. No se había roto ni esquinzado nada, aunque le era inevitable cojear.
—Ya pasó. Sigamos con el juego —dijo Daniel.
—Creo que eso no se va a poder —comentó Anton, quien sintió unas cuantas gotas de lluvia caerle encima.
Al sentir la lluvia espesarse, Sara se dirigió velozmente hacia la esquina de la cancha para tomar las dos sombrillas del suelo, mientras Victoria se ponía la capucha de su sudadera sobre la cabeza.
—¡Nos vemos en la casa! —exclamó Cristóbal antes de salir corriendo tras su hermano y Miguel.
—Tomá —le dijo Sara a Daniel, pasándole la sombrilla abierta.
—Gracias. Adelantate si querés, nosotros llegamos —indicó, aprovechando la ocasión para estar con Victoria a solas.
—¿Seguro?
—Sí, yo llevo a Vicky a la casa, mi sobrilla es más grande.
—Va.
Sara, a paso apresurado, se fue y ambos chicos comenzaron a avanzar lentamente. Victoria procuró darle su espacio a Daniel, sintiendo cómo su hombro derecho se mojaba al quedar fuera del amparo de la sombrilla.
—¿Te duele mucho la rodilla? —preguntó la chica al verlo renquear.
—Un poco, pero ya he tenido accidentes peores.
—¿Como cuáles?
—Me esquincé un tobillo y me fisuré el brazo.
—Ah, recuerdo esa última. Todos firmamos tu yeso.
—Sí —dijo sonriente.
Daniel observó a su amiga de reojo.
—Acercate, te estás mojando —pidió, acercándola más a él, poniendo el brazo tras su espalda—. No soy un extraño —aseguró, esbozando una sonrisa.
A Victoria la tomó tan por sorpresa que su pulso se aceleró inmediatamente al roce de su costado con el de su amigo. Solo esperaba que, al estar tan cerca de él, el descontrolado palpitar de su corazón no la delatara. Aunque fuera por un momento, Victoria decidió arriesgarse; después de todo, ya había tomado riesgos mucho mayores para estar cerca de él que invadir su espacio personal. «Ahora o nunca», se dijo. Rodeó la espalda de su amigo con su brazo, sintiendo el característico aroma del chico cerca de su rostro. Daniel, por su lado, sintió un cosquilleo al sentirla aún más cerca y cómo el corazón de su amiga pretendía salirsele del pecho. Se dirigieron una mirada con una sonrisa dibujada en el rostro. Nadie dijo nada durante todo el trayecto. Ambos estaban tan a gusto compartiendo la reducida superficie seca de la sombrilla y la cálida cercanía del otro, mientras el cielo diluviaba, que las palabras dejaron de existir.
Al regresar a la casa, los primos le informaron a Mariana de lo que había ocurrido. Así que, al llegar a casa, hizo que Daniel se sentara sobre uno de los sillones de la sala antes de ir en busca del botiquín. Mientras tanto, toda la familia conversaba animadamente en la sala, mientras afuera una lluvia tempestuosa mojaba todo lo que estaba su alcance. Victoria se recostó sobre el apoyabrazos del asiento, junto al herido, esperando a que la señora Köhler regresara para ayudarla. Revisó la hora en su teléfono, aún le quedaba bastante tiempo.
—¿Ya te tenés que ir? —preguntó Daniel.
—No, todavía no —contestó, esbozando una sonrisa—. No te puedo dejar así.
El chico rio. Una vez que Mariana regresó, la chica le ayudó a sostener algunas cosas, como las tijeras o el bote de pomada. Victoria aprovechó las circunstancias para poder observar a su amor platónico con más detalle, ya que no podía despegarle la mirada después de lo ocurrido durante el camino. Asimismo, vio las expresiones de dolor de Daniel cuando su madre le aplicó agua oxigenada, le puso pomada sobre los raspones y los cubrió con unos pedazos de gasa sostenidos por MicroPort.
—¿Querés que te traiga hielo? —ofreció la chica.
—Tan chula, gracias. Hay bolsas de gel en el congelador —indicó la señora Köhler.
—Ahorita traigo una.
Victoria se dirigió entonces hacia la cocina. Miguel, sintiendo el peso del desinterés de su amiga y aprovechando que estaba sola en la cocina, fue a su encuentro. Tras tomar una de las bolsas, envolverla en una toalla y cerrar la puerta del congelador, se encontró con la mirada de su amigo.
—Hola —saludó este, apoyándose del aparato.
La chica exhaló pesadamente.
—No quiero hablar de esto ahora.
—Entiendo —dijo, bajando la mirada.
—Pero no puedo creer que hicieras algo así, de veras —agregó antes de regresar a la sala.
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